Blancanieves

Crítica de Fernando López - La Nación

Cuento de hadas hecho de luces y sombras

Sí, Blancanieves es un film mudo y en blanco y negro, pero no supone un regreso al pasado (aunque también pueda ser interpretado como un homenaje a los grandes realizadores europeos de los años veinte) ni un intento de imitación (baste para probarlo el juego actoral moderno de los intérpretes). Lo que se propone Pablo Berger es recuperar el cine emocional de los orígenes, la potencia expresiva de las imágenes del film mudo; un tipo de cine que exige más participación del espectador, que es más abstracto y si se quiere más próximo a la ópera y el ballet que al cine sonoro.

Y para lograrlo propone una relectura del famoso cuento de los hermanos Grimm reambientándolo en el mundo del toreo de la España de la década de 1920. En esta operación, además de incorporar abundantes elementos representativos del folklore español y sus estampas costumbristas, desaparecen los espejos mágicos, pero todavía hay manzanas envenenadas; se introducen novedades fruto de la fantasía de Berger: la bella niña se ha vuelto torera, lo mismo que los enanitos; el príncipe encantado no es un galán desconocido, sino el más apuesto de los minitoreadores. También se integran, con considerable ingenio, pinceladas de actualidad: la malvadísima madrastra de la que Maribel Verdú hace una inolvidable creación aspira ahora a ser una celebridad mediática y el criado que debe eliminar a la heroína malogra su misión no por clemencia, sino por voluptuosidad.

La Blancanieves española, que según se afirma empezó a producirse antes que El artista, puede ser todo menos un cuento de hadas para niños: un melodrama teñido de humor negro, con acentos trágicos, un drama de celos y envidias, una historia de desdichas y amores que abreva en otros viejos cuentos, una mezcla de oscuridades góticas, romanticismo, humor y algo de melancolía y lirismo, sobre todo en el final.

El interés de la historia se mantiene sin desmayos gracias al sostenido ritmo de la narración (apenas hay situaciones que parecen alargarse un poco) y la admirable fotografía en blanco y negro de Kiko de la Rica (con abundantes reminiscencias del expresionismo) constituye uno de los principales atractivos del film, lo mismo que la música de Alfonso de Villalonga, que nunca cesa y exhibe variedad de ritmos y de recursos sonoros (incluidas las palmas flamencas) para subrayar climas y funcionar como una suerte de hilo conductor del relato.

Pero por supuesto son los actores quienes asumen un papel decisivo. Además de la descollante Verdú, también es muy destacable el trabajo de Macarena García como la bella Carmen adulta, si bien con ella el film pierde un poco de la emoción que en la primera parte imponían Ángela Molina, como la tierna abuela, y Sofía Oría, como la pequeña Carmencita, a la que le aguardarán otras desdichas después de haber perdido a su madre al nacer y casi también a su padre, de quien heredará el talento. Un film delicioso.