Biutiful

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Otro calculado descenso a los infiernos

El cine del mexicano Alejandro González Iñárritu opera por acumulación: en su promocionada trilogía integrada por Amores perros, 21 gramos y Babel (2000-2006), producto de su asociación con el guionista Guillermo Arriaga, el director no se conformaba con narrar una historia por vez, sino varias, a cual más trágica y sórdida. Las tres insistían con una misma fórmula –la de film coral, con múltiples acciones paralelas– de la que luego Arriaga, en una ruidosa polémica pública con Iñárritu, reclamó su autoría, incluso realizando él mismo una película (Camino a la redención) que llevaba al extremo estos tópicos, para que no quedaran dudas de quién era el padre de la criatura. Como consecuencia de ese litigio, en Biútiful Iñárritu no sólo cambió de guionista (ahora trabajó con los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone) sino también de estructura narrativa. Pero no de mañas. Candidata el próximo domingo al Oscar al mejor film extranjero, Biútiful vuelve a exhibir la propensión del director por el exceso y la sordidez a cualquier costo, como una manera de golpear al espectador, no importa si por arriba o por debajo del cinturón.

No han pasado quince minutos de película y Biútiful ya nos informa que su protagonista absoluto, Uxbal (Javier Bardem, a su vez candidato al Oscar como mejor actor), es adicto a las drogas duras y tiene un cáncer terminal que lo lleva a orinar sangre frente a cámara, además de sacrificarse como padre de dos hijos pequeños cuya madre (la argentina Maricel Alvarez) es una yonqui irrecuperable, que eventualmente se prostituye bajo el eufemismo de “masajista”. Como si todo esto fuera poco, en ese primer comienzo se sabe también que Uxbal tiene poderes psíquicos que le permiten mantener un último diálogo con los muertos, como lo demuestra en el velorio colectivo de tres niños (a falta de uno), a quienes la cámara siempre impúdica de Iñárritu no se priva de filmar –en primer plano, de ser posible– adentro de sus cajones.

Este don natural de Uxbal es, sin embargo, apenas una fuente lateral de ingresos, por los que cobra un puñado de euros. Su ocupación principal, con la que mantiene el ruinoso departamento en el que sobreviven sus hijos en una de las calles más oscuras del viejo Barrio Chino de Barcelona, es la de intermediario entre los explotadores de los inmigrantes sin papeles llegados de Asia y Africa y la corrupta policía catalana, que cobra por hacer la vista gorda. Pero a pesar de su oficio, Uxbal es bueno: sólo lo hace por “el puto dinero” para mantener a su hijos y para facilitarle el trabajo a otros desamparados como él.

Que en su torpe bondad y en su irreflexivo afán de ayudar al prójimo (“¿Quién te crees, la Madre Teresa de Calcuta?”, lo increpa uno de sus interlocutores) provoque todo tipo de catástrofes, incluida la muerte de una docena de inmigrantes chinos –niños incluidos, por supuesto–, no le sugiere al film ninguna consideración crítica. A diferencia del Nazarín de Buñuel, que veía en la ingenua virtud de su personaje el costado absurdo e inútil de la santidad, el Uxbal de Biútiful aspira a la expiación de los demás y de sí mismo a través del sufrimiento y la muerte, una constante en el cine como catequesis de Iñárritu.

El final circular de Biútiful, que termina allí donde la película empieza, no hace sino ratificar otra de las marcas de cilicio del cine del director: ubicarse como un dios por encima de sus personajes y, desde su propio cielo, condenarlos o expiarlos, según el caso. Como en la trilogía que la precede, Biútiful es otro calculado descenso a los infiernos, en el que Iñárritu esta vez se solaza con la miseria de los barrios bajos de Barcelona, con sus yonquis y sus inmigrantes ilegales, a quienes el director les da un trato aún peor que el de la policía española: los mata, para inspirar piedad.