Antes de la medianoche

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Detalles sórdidos a continuación

Es bastante probable que el director Richard Linklater no sea ningún genio, y que su caso se trate en realidad de un cineasta más que interesante, capaz de hacer películas pequeñas y libres, casi invariablemente dotadas de un aire evidente de ligereza y gracia, que más que presentarse así mismas como piezas de arte mayor se dedican a deslizarse con discreción y delicadeza por esa franja dudosa del cine americano denominado independiente sin perder por ello un gramo de legibilidad ni de vocación mayoritaria. Las películas de Linklater están siempre ubicadas a una distancia prudente de lo que se suele llamar “gran cine”, básicamente porque el extraño regocijo mediante el que el director dispone la puesta en escena y con el que los actores se desempeñan dentro del plano no parece relacionarse con la agenda de profundidad autoasumida, la gravedad del tema o la obsesión por el fragmento macabro que tiende a asociarse con la idea de obra maestra. Incluso Waking Life, su primera película animada, que incluía en el palabrerío habitual del cine del director una buena porción de disquisiciones de orden más o menos filosófico, ejercía sobre el espectador una rara fascinación que seguro tenía más que ver con las oscilaciones hipnóticas del trazo de los dibujos, con el extraordinario uso de la música y la sucesión de naturaleza onírica de las escenas que con el contenido de los diálogos, como si Linklater se hubiera embarcado en una suerte de primitivismo absurdo y radical, en el que el intelecto es solo uno de los sentidos –y no necesariamente el principal– con el que el cine pide ser apreciado para su cabal comprensión y disfrute. Para decirlo en otras palabras, Linklater siempre aspiró a hacer películas abiertas, que respiran y vacilan siguiendo con perseverancia el objetivo de por lo menos rozar motivos y tópicos de la cultura popular americana de toda la vida: la afirmación personal, el conocimiento del otro, el deseo del libertad, el nomadismo, el dilema entre la integración o el aislamiento sociales, el descubrimiento del mundo a través de la educación sentimental. En ese trance el director se las arregló para filmar la que posiblemente sea la mejor película de adolescentes de la historia (Dazed & Confused, como la canción de Led Zeppelin) y también una de las mejores películas con niños jamás filmadas (Escuela de rock).

Con la tercera parte de la trilogía protagonizada por Ethan Hawke y July Delpy el director alcanza ahora un pico en su calidad de maestro del detalle, del uso del tiempo y del compromiso emocional con los personajes, seres que parecen haber nacido para la charla, para el vagabundeo y para la exploración sistemática de su propio yo en relación a los seres, las cosas y los paisajes que los rodean: como sucede a menudo en el cine del director, una de los elementos más impactantes de Antes de la medianoche es el modo en que Linklater explota la inclinación compulsiva de los personajes a expresar sus puntos de vista sobre los temas más variados en los que, sin embargo, la puesta en valor de la verdad propia frente a la de los demás ocupa un lugar de privilegio. El director filma a la pareja, que ahora se ha convertido en un matrimonio con dos hijas pequeñas que pasa unas breves vacaciones en Grecia, con la elegancia y la pertinencia habituales, dejándolos hablar, mirarse y molestarse mutuamente como un matrimonio cualquiera. Linklater abre sin embargo esta vez el juego para que otros personajes se integren al desvarío simpático y a las charlas, donde se destaca una escena fabulosa durante un almuerzo en el que tiene oportunidad de lucirse como actriz la griega Atina Rachel Tsangari, extraordinaria directora de Attenberg.

El aire ligeramente melancólico que aparenta flotar en el aire desde que empieza Antes de la medianoche –con la escena en la que el personaje de Hawke despide compungido en al aeropuerto a su hijo adolescente (producto de un fallido matrimonio anterior)– no impide que Linklater sostenga un discreto tono de comedia durante toda la película. El director observa a los actores desenvolverse en la escena siempre con pocos planos y un dejo de dramaturgia casual, que parece surgir y desarrollarse de manera orgánica de escena en escena; las largas secuencias configuran bloques de una sugerente vitalidad que brota sorprendentemente de acciones vagas, parloteos, reflexiones, conatos de discusión; el cineasta americano establece el paso del tiempo como tema, al mismo tiempo intrigante y descorazonador, mientras el tiempo interno de los planos y de las secuencias parece responder con un espíritu democrático y gentil a la necesidad de expresión de los personajes, a los que les pasan los años pero a quienes en la película se les permite disponer de todo el tiempo del mundo para dar rienda suelta a su perplejidad y a su lucha para mantenerse dignos en medio del desconcierto. La gente se reía mucho en la sala donde se proyectaba Antes de la medianoche en la función que me tocó verla, y tenia razón: la película hace en realidad una comedia terrible a partir del esfuerzo de los personajes por resguardar su integridad en el esgrima constante que constituye su vida en pareja, a la vez que manifiestan el horror secreto que les produce la sola posibilidad de perder al otro.

La secuencia quizá más importante de la película, aparte de ser la más larga, es una especie de prodigio menor en lo referido al manejo del espacio y la precisión actoral. Linklater muestra ahí cómo, cuando todo parece estar bien, las cosas se pueden desmoronar por culpa de una falla en el timing: un movimiento sin terminar, un gesto de desdén que sorprende incluso a quien lo ejecuta, o una palabra dicha con una modulación inadecuada de la voz son capaces de desencadenar el desastre y arruinar la noche; la conclusión es que el espíritu de lo precario domina el mundo de la intimidad. De manera mucho más congruente que en la escena del auto de Antes del atardecer (segunda entrega de la serie), una corriente eléctrica que se parece al amor, y tal vez lo sea, cambia de signo y descalabra el mundo en cuestión de milésimas de segundo. La comicidad aterradora de la película se concentra en ese momento. Celine invoca por enésima vez una condición femenina universalmente desfavorable, pero exagera la nota con oportunismo, porque siente de pronto que el odio la consume, mientras Jessie juega con desparpajo su papel de americano apegado a las ideas de simpleza, de rectitud moderada y de reserva de equilibrio y de buena voluntad. Los dos actores están muy bien, pero en ese momento Linklater parece darle más espacio a ella, con toda probabilidad porque comparte con Jessie el embelesamiento ante el peligro supremo encarnado en esa criatura exótica que late con furia bajo la actuación de Delpy. Más que caminar y avanzar en una dirección precisa dentro del plano, la mujer da la impresión de rodar a tientas, con las tetas al aire y la mirada oscurecida de admiración ante la fuerza de su propio cólera, en un acto conmovedor de despojamiento que resulta obsceno y risible en partes iguales, y que puede hacer acordar un poco al de Juliette Binoche (otra actriz francesa que madura con elegancia, y a la que de pronto descubrimos que le sienta bien el desaliño) cuando lucía desgreñada y se le veía la bombacha fuera del pantalón en una escena en la que se encontraba desbordada por la soledad y la demanda de la rutina doméstica en El viaje del globo rojo. Antes de la medianoche no se ahorra los detalles oscuros de la relación amorosa de los protagonistas, pero Linklater, como Jessie, es demasiado solar, demasiado llano y demasiado devoto de la vida como para permanecer mucho tiempo en la sordidez y el dolor que se derivan de las demandas y las recriminaciones de Celine. A esta altura huelga decir que la mirada masculina guía el relato. Cuando en la siguiente escena Jessie consigue llevar a Celine a su terreno, apelando a sus trucos de escritor para hacerle un verso convincente, la mujer acepta una vez más el juego y logra ser integrada, aunque sea provisoriamente, al universo desbordante de franqueza y de generosidad del que tal vez sea el director más amigable del cine norteamericano actual.