Anomalisa

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Una estilización de la soledad

Como guionista de “¿Quieres ser John Malkovich?” y “El ladrón de orquídeas”, Charlie Kaufman desafió las estructuras narrativas del cine comercial, aunque vivió su mayor gloria con “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, donde pone un pie en cada lado del puente, entre la comedia romántica y la salida por izquierda a nivel fantasía y estructura (un fenómeno único en cuanto a citas en redes sociales, seguido por, en el mismo ámbito, “(500) días con ella”, tal vez).
A partir de una propuesta del compositor Carter Burwell, Kaufman escribió la primera versión de “Anomalisa” para el teatro, disociando lo visual de lo sonoro, y con un dispositivo particular: David Thewlis interpretando al protagonista, Michael Stone; Jennifer Jason Leigh como Lisa Hesselman, la musa romántica del relato; y Tom Noonan como todos los otros personajes. Firmó como Francis Fregoli, un chiste con el Síndrome de Frégoli (un desorden en el que uno cree ver a la misma persona en varias, o a una convertida en otra): ya eso nos dice mucho de lo que va la cosa.
La idea de adaptarla al cine bajo una forma de animación (en este caso el stop motion), viene a llevar al plano visual lo mismo que se trabaja en el plano vocal: mientras que la pareja central (¿y alguien más? A aguzar el ojo, amigo lector) tiene rostros únicos y elaborados (incluso basados en la fisonomía de personas reales), con gran verismo de gestos y facciones, los demás personajes tienen el mismo rostro (y la misma voz) e incluso se les nota su carácter artificial.
De esta manera, Kaufman y el codirector Duke Johnson (especialista en la técnica) nos meten de lleno en la psicología del protagonista, con una historia pequeña que aborda los temas preferidos del autor: la soledad, el desencuentro amoroso, la desilusión, las dudas sobre la propia identidad.
Encuentro crucial
Michael es un inglés que vive en Los Ángeles, y es una especie de gurú de la atención al cliente: ha escrito sobre ese tema, y para disertar sobre eso es que vuela a Cincinnati, releyendo la carta de una antigua amante, de hace diez años. Sale de la lluvia para alojarse en el hotel Fregoli (vuelve el guiño), a medio camino entre un “no lugar” a lo Marc Augé y un espacio opresivo en el estilo de “El resplandor”.
Allí transcurrirá la mayor parte de la acción, al principio morosamente, hasta que nos aplastemos con Michael. Todo a lo largo de una noche, donde lo más interesante parece ser el encuentro con Bella, la chica de hace diez años, en medio de acciones aparentemente rutinarias.
Un arrebato psicológico lo lleva a salir de la habitación y allí conoce a Lisa y Emily, dos encargadas de atención al cliente que viajaron desde Akron, Ohio, para escucharlo al otro día. La compañía le viene bien, pero rápidamente se da cuenta de que Lisa es especial, con su propia voz y su rostro (que tiene también una particularidad dentro de la ficción, del mundo diegético, dirían los maestros de la crítica). Lisa es insegura y tiene motivos, también se considera un poco tonta (y tal vez lo sea, sería cuestión de conocerla más).
Pero como veremos, nada parece alcanzar para Michael, que se verá atrapado nuevamente en la espiral de la decepción. El final, que no contaremos, aporta circularidad hacia el principio, alguna visión por fuera de la subjetividad del protagonista y un clímax de desolación. Porque como decíamos, de eso se trata: ¿Hay alguien especial en el mundo para cada uno? ¿A dónde escapar cuando todo el mundo nos parece igual, o nadie, o un puñado de extras de las series de marionetas de los ‘60?
Humanidad
El trabajo visual es muy logrado, construyendo un verosímil particular, aunque jugando en las fronteras de la irrealidad: veremos a las marionetas hacer todo lo que hacen las personas (sí, eso también), con una animación fluida (que aumenta esa tensión) y una muy buena construcción escenográfica: si vemos los decorados solos no notaríamos la diferencia con lugares reales. Lo mismo pasa con la gama de expresiones que ofrecen los protagonistas, especialmente Michael: al poco rato no podremos de dejar de verlo como una persona, aunque el artificio esté allí, casi como una declaración brechtiana.
Por lo demás, Thewlis (el Remus Lupin de Harry Potter, para las masas), encuentra el tono ideal del hastío, y junto a Leigh construyen con parsimonia los pequeños diálogos, cargados de humanidad, en los que Kaufman se luce (cuando ella canta, por ejemplo). Noonan aporta el resto, sin esforzarse por diferenciar a los personajes (el efecto buscado es el contrario) y aportando cierta irritación en el espectador hacia muchos de ellos (lo mismo que pasa con los rostros).
En síntesis, Kaufman y Johnson han logrado poner en pantalla una imagen estilizada de la soledad y el desamparo. Porque nunca se está tan solo como cuando se está rodeado de gente, y más cuando esa gente debería representar algo para nosotros.