Amor de vinilo

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

No estamos idealizando el pasado: hubo un tiempo en el que hubo más. Pero ahora hay escasez de comedias románticas, y aún menos con personajes inolvidables. Así las cosas, tal vez los méritos de Amor de vinilo se vean magnificados por este contexto desértico. Pero no: Amor de vinilo es de las buenas, de las que nos guían por mundos agradables y nos reconcilian con la narrativa más clásica y menos ostentosa: aquí hay una historia para contar, y proviene del libro de Nick Hornby.

El título original es el de la novela: Juliet, Naked, que en su edición castellana fue Juliet, desnuda. Y en ese título había un problema, porque el nombre Juliet del original no hace referencia a una mujer sino a un álbum, un disco (que sí, refiere a una mujer), y entonces debió ser " Juliet, desnudo". Y entrar en este tipo de disquisiciones es justo con Hornby y sus personajes siempre atentos a los detalles. Lo que no es justo es el título Amor de vinilo: en todo caso, aquí importan más los CD y hasta los casetes.

Un CD, ese disco "desnudo" del título, sin arreglos y con sus canciones en versiones tempranas, es lo que pone en marcha los motores del cambio. Annie, encargada del museo local en un pequeño pueblo inglés, tiene menor brillo en los ojos del que merece. Y está claro: quince años de convivencia con Duncan pueden ser aplastantes, porque él está más pendiente de los discos del rocker retirado y elusivo Tucker Crowe, y del blog en el que escribe y escribe y escribe sobre él. Duncan es un fan, pero no de Annie. Y aparece el disco en cuestión, y empieza a terminar una historia y empieza a comenzar otra.

Y ahí es donde se nota especialmente que hay un libro de Hornby -claro, el mismo de Alta fidelidad y Un gran chico- como base muscular, y que el director Jesse Peretz y su equipo supieron ser breves sin apelar al "resumen del libro" sino que se dedicaron a exponer su espíritu, y entendieron que estaban haciendo una comedia romántica que les ofrecía especial fluidez si el montaje no incurría en la pereza. Y, además, si los personajes encontraban a los actores ideales para exhibir los peligros de tropezar con las piedras de siempre (las taras demasiado familiares), pero más aún para abrir la posibilidad de la felicidad sin negar las heridas ni el ideal cómico de reírse de sí mismos. Y Rose Byrne, Chris O'Dowd y Ethan Hawke hacen de sus interacciones una demostración refulgente de química carismática. O, en otras palabras: brillan, como las estrellas de antes.