Amantes por un día

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

De visita reciente en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, la posibilidad de ver la más reciente película de Philippe Garrel en la cartelera comercial agrega un corolario feliz. Que su nombre esté donde debe estar ‑en las salas de cine (o en la única sala que en esta ciudad lo permite)‑ vislumbra por un momento breve lo que el cine debiera ser: un lugar de encuentro de propuestas diferentes y plurales.

Amantes por un día significa, por un lado, una relación triádica, que el film completa con las anteriores La jalousie y A la sombra de las mujeres; a la vez, comparte con esta última el mismo guionista: Jean‑Claude Carrière. De manera tal que el gusto viene depurado, entre dos veteranos del cine prestos a sostener una de esas relaciones que no pueden menos que resultar irresistibles. (Un vínculo que podría pensarse de manera similar al que han encontrado Woody Allen y el fotógrafo Vittorio Storaro.)

Desde una impresión general, puede emparentarse Amantes por un día con ciertos aspectos del cine de la Nouvelle vague, debidos a la gracia inmanente de la participación joven y femenina ‑los rostros y el caminar, las frases sesgadas, el disfrute sexual, la tristeza‑, los comentarios omniscientes a la manera de Truffaut ‑desde una voz en off (femenina) que introduce, aclara, infiere; y también, por ser una voz omnisciente femenina, nada impide pensar que Dios, que todo lo sabe, es mujer‑, y las elipsis godardianas, en tanto saltos (aparentemente) bruscos en el relato.

Hay, también, una belleza compositiva que une todos estos elementos como unidad, a la manera de un fresco pintado en blanco y negro (así como sucede con las dos películas anteriores), en donde la ciudad ‑o sus fragmentos, específicos ydefinidos‑ se convierte en un escenario apenas habitado o suficientemente poblado para permitir que sean los personajes elegidos quienes tengan primacía de movimientos.

En este mundo de cine premeditado, de naturalidad dada por oficio, viene a recalar Jeanne (Esther Garrel), abatida por dejar a su pareja en medio de la noche, con su valija a cuestas, mientras golpea la puerta del departamento de su padre. Es la voz en off la que sutura los vacíos que la imagen no puede comentar, para que las dos historias converjan en una: el padre vive ahora con otra pareja, una chica de la misma edad que Jeanne.

De manera relacional, sin subsumir las acciones a lógicas de narrativa causal, el film de Garrel provocará gradualmente la asociación libre entre las diversas escenas. Por un lado, el ordenamiento de las mismas es suficiente para encontrar la ilación temporal, para que el relato prosiga, pero lo más interesante habrá de surgir allí cuando el vínculo asociativo se sitúe por encima de la mera concatenación, y alcance momentos espejados, tendientes a suponer una o varias posibilidades dramáticas.

En este sentido, Jeanne es espejo de Ariane (Louise Chevillotte), la amante de Gilles, su padre (Éric Caravaca). Y Ariane lo es a su vez de Jeanne. Pero también ‑inevitablemente‑ de la otrora esposa de Gilles, sin olvidar que ella es (¿ha sido?) alumna de éste en la facultad; Gilles, a su vez, es amante y profesor, padre y esposo. Son varias las caras que cada uno de los personajes tiene para sí, mientras replican características concomitantes. En suma, podría pensarse la llegada de Jeanne al nido del padre ‑complejo de Edipo mediante‑ como el inicio de la rivalidad femenina, con un mismo hombre como vértice. Pero también hay entre ellas una amistad casi imprevista, que deriva en una especie de lealtad adolescente.

Nada de todo esto guarda explicación alguna o sugerencia evidente por parte del film, sino sólo la preocupación formal por el discurrir verosímil de la historia y sus múltiples resonancias. Se advierte, por ello, una maestría narradora que atiende a la construcción de escenas perfectas, de diálogos precisos, apenas dichos, de pocas palabras, acodadas en cuerpos de movimientos ajustados; por ejemplo: cuando Jeanne sea encontrada por Ariane al borde de la ventana, dispuesta a saltar, no hará falta ver el proceso anterior (que tanto cine banal se esmeraría en ofrecer para, así, explicar y psicologizar), sino sólo la silueta de ese cuerpo recortado por el recuadro que significa la ventana. Hay, por eso, una atención puesta en lo esencial de lo que se ve y escucha, en donde la plasmación de estos aspectos sean mínimos pero indispensables.

Por otra parte, la reiteración de ciertos comportamientos tiene en los decorados una de sus fijaciones, así como lo sugiere el lugar elegido para el sexo, oculto pero a la vista, como si fuese un umbral frágil (cuando el sexo sucede, el encuadre y ángulo es siempre el mismo, reiterado, como un disfrute corporal que se aplaca y repite). El deseo amenaza una y otra vez el equilibrio de las parejas, así como las une también las resquebraja. Las miradas tienden otros puentes, y lo curioso es cómo las reorganizaciones que surgen persisten en la reiteración de un mismo patrón. Como si las fichas del tablero se reordenaran con formas que no dejan de ser similares a las anteriores.

Es por esto que al concluir Amantes por un día, se tiene la impresión de que lo que hizo la película fue trazar una curva que la devuelve sobre sus primeros pasos, para quedar situada ‑como Charles Foster Kane‑ entre dos espejos de réplicas interminables.