Alma salvaje

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Dos o tres cosas que yo sé de ella

El director canadiense Jean-Marc Vallée tiene una idea, y probablemente también una esperanza, algo que cuelga en el horizonte de su película, como un augurio o una señal luminosa. La idea es sobre una chica –una mujer de pleno derecho, en realidad, aunque sea muy joven– curtida por el desencanto, las “malas decisiones”, las encrucijadas de la vida, el maltrato o la simple mala suerte. Esa chica, a poco de empezar la película, está sentada en el borde de la cama de una habitación de hotel mirando una mochila enorme, con toda seguridad mucho más pesada que ella. Primera prueba para esa joven que está a punto de emprender una especie de viaje purificador, sola con su alma y su dolor: ponerse esa mochila a la espalda. La situación puede tener su aspecto cómico, pero repica en la conciencia del espectador con un eco de desolación indudable, por cierto muy propicio para el planteo que la película propone desde el vamos; esto es, que la protagonista “carga” con cosas, debe ponérselas en las espaldas y partir con ellas para luego, si hay suerte, perderlas, sacarlas de sí, largarlas por el camino. No es difícil adivinar que esa escena marca el grado cero de Alma salvaje, y establece el principio de una terapéutica cuyo desarrollo más o menos feliz se dispondrá de allí en adelante. Cuando la mujer se pone efectivamente a marchar, hay todo un costado “el ambiente amable de los Estados Unidos profundo” que acierta a iluminar bellamente la película, con sus encuentros casuales en medio de la nada, las ráfagas espontáneas de solidaridad de los viajantes o los encuentros con ocasionales habitantes que acompañan por tramos el periplo de la protagonista: obviamente, se trata del viaje de la vida (una fórmula peregrina), pero la calidez emocional y el carácter no forzado de varias de las situaciones tienen un efecto muy hermoso. Pero después, casi como la contracara de la ligereza aireada y fluida de lo anterior, hay una retórica pesada que se derrama por todos los costados del relato. Los escollos lógicos de la existencia tienen todo el tiempo en Alma salvaje una representación visual en forma de pequeños obstáculos para esta mujer castigada y dolorida, que lo que quiere es hacer una larga caminata capaz de sanarla, perderse para el dolor y encontrarse a sí misma; fundirse con el entorno, acaso, y esperar algún estado cercano de comunión con la naturaleza no exento de esperables resonancias míticas. Primero calzarse la mochila en la espalda, entonces; después armar la carpa a un costado del camino; más tarde tratar de encender un calentador a gas y advertir que se ha traído el suplemento equivocado para tal efecto. Luego descubrir que los únicos zapatos que se tienen son demasiado chicos: la protagonista atraviesa pruebas, del mismo modo que el director practica con entusiasmo un manierismo hierático que proviene de Dallas Buyers Club (su renombrada película anterior), con el que el pasado se actualiza de manera permanente en el tiempo presente bajo el rostro de metáforas poco inspiradas. El término flashback pocas veces lució más apropiado que en esta oportunidad para describir el régimen narrativo de Alma salvaje. No es que la protagonista recuerde cosas y estas se manifiesten en forma de imágenes que informan al espectador sobre hechos anteriores, sino que las imágenes irrumpen constantemente en el presente, a veces como chispazos ínfimos, a veces como escenas completas: el pasado y el presente se vuelven casi indistinguibles en un mismo tiempo que es el de esa pobre mujer acosada por su otra vida, por lo que hizo antes, o le ocurrió antes, y viene a torturarla cruelmente hasta ahora. Enseguida se aprecia claramente que toda la película se inclina sobre una idea, que es la del trauma. Los modales más bien zafios de Alma salvaje, su torpeza narrativa, el dispensario elemental de sus figuras retóricas, sus trucos visuales de baja densidad que pretenden establecer una filiación ostensible con cierta porción desestructurada del cine americano de fines de los años sesenta (al director Sean Penn le ha salido siempre mucho mejor), apuntan en la dirección del trauma como motor definitivo para que la ficción se realice. En el principio estaba el dolor, podría decir la película. El rostro hermoso y cansado de Reese Witherspoon, su cuerpo desnudo, las estrías que no se intentan disimular, los pechos ordinarios, todo eso constituye, quizá, el testimonio más genuino de la entrega de esa mujer a un camino de superación del pasado a la que la película no le hace justicia, básicamente por distracción, o tal vez por falta de una fe auténtica en el material. El director hace uso de una voz en off omnipresente que se adhiere a cada plano y se suma a las capas temporales (hay flashbacks que operan dentro de otros flashbacks) y a la explicación machacona del origen de esa sombra de aflicción que no se despega de la mujer: Alma salvaje se vuelve insustancial y repetitiva cuando debió ser naturalmente misteriosa e inasible.