Battle Angel: La última guerrera

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La fragilidad de los cuerpos

El James Cameron de las últimas dos décadas -específicamente el posterior a Titanic (1997)- se toma su tiempo para redondear nuevos proyectos y ello se debe en igual medida a que hablamos de un cineasta veterano con un enorme poder dentro de Hollywood y un señor que ha visto crecer su ego de manera exponencial luego de los éxitos en taquilla de la excelente Avatar (2009) y la mencionada Titanic, una propuesta bastante sensiblera aunque con méritos visuales suficientes para resultar amena en términos de entretenimiento fastuoso. Más allá de la trasheada primigenia Piraña II (Piranha II: The Spawning, 1981) y la encantadoramente absurda Mentiras Verdaderas (True Lies, 1994), lo mejor de su carrera sin duda está condensado en la ciencia ficción, con clásicos inoxidables como Terminator (The Terminator, 1984), Aliens: El Regreso (Aliens, 1986), El Abismo (The Abyss, 1989) y Terminator 2: El Juicio Final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), lo que por supuesto explica las expectativas detrás de Battle Angel: La Última Guerrera (Alita: Battle Angel, 2019), en términos prácticos su regreso al género que tantas satisfacciones nos ha regalado.

Lamentablemente Cameron tuvo que renunciar a la silla del director para ocuparse de otro proyecto todavía más faraónico, el de las dos primeras secuelas de Avatar, por lo que conservó los roles de productor y guionista y cedió su puesto como mandamás a un Robert Rodríguez que asimismo redujo considerablemente la historia de base de Cameron, esa inspirada en un célebre manga de Yukito Kishiro -intitulado originalmente Gunnm- que fue publicado de manera serial entre 1990 y 1995. El director de El Mariachi (1992), todo un experto en colaboraciones cercanas con otros artistas (basta recordar sus trabajos en conjunto con Quentin Tarantino y Frank Miller), logra construir una epopeya gigantesca pero con corazón que funciona en simultáneo como una de las mejores adaptaciones de manga de las últimas décadas y como uno de los exponentes cyberpunk más atractivos en mucho tiempo, proeza que se debe a la condición de artesano todo terreno de un Rodríguez que sin ser precisamente un iluminado o un diletante del talento irrestricto, sabe cómo ofrecer espectáculos en los que los personajes brillan a la par de su imponente coyuntura.

La historia recupera muchos de los leitmotivs más agitados e interesantes del rubro que nos ocupa: tenemos un entorno postapocalíptico después de una gran guerra que derivó en desastre para la humanidad (la llamada “Caída” se produjo 300 años en el pasado, con un presente ubicado en el Siglo XXVI), asimismo el único enclave habitado del planeta está dividido según la estructura social de Metrópolis (1927), la obra maestra de Fritz Lang (los ricos/ parásitos viven en una plataforma enorme en las alturas, Zalem, y los pobres en una villa miseria muy vasta sobre la superficie terrestre y justo debajo de la anterior, Ciudad de Hierro), y la biotecnología ha avanzado tanto que la tasa demográfica de híbridos robots/ humanos es muy alta, lo que generó un tráfico extendido de partes y repuestos mecánicos para los cuerpos (la desviación tecnológica vía el reciclado y la reconfiguración, otro de los tópicos infaltables de la ciencia ficción vinculada al film noir, aparece mediante la figura de los chatarreros, las competencias en juegos públicos sanguinarios y hasta la presencia de cazarrecompensas que cumplen la función de una policía tácita, hoy por hoy tercerizada).

El Doctor Dyson Ido (Christoph Waltz), un especialista en cuerpos compuestos durante el día y cazarrecompensas por las noches, encuentra en un depósito de basura a una cyborg de combate del tiempo de la Caída, a la que reconstruye a partir del cuerpo biónico de su hija fallecida. Bautizada Alita (Rosa Salazar) porque la susodicha no recuerda su identidad a pesar de que su cerebro humano está en perfecto estado, la cyborg de a poco comienza a explorar Ciudad de Hierro y allí se enamora de Hugo (Keean Johnson), un joven que sueña con vivir en Zalem y se dedica a robar partes a pedido de Vector (Mahershala Ali), cabeza capitalista del deporte cruento de turno, Motorball, y empleador de Chiren (Jennifer Connelly), ex esposa de Ido y encargada principal de construir a los jugadores de esa cruza entre el rugby y el básquet. En un contexto dominado por un jerarca invisible de Zalem, un hombre misterioso llamado Nova (Edward Norton) que le da órdenes a un asesino en serie de mujeres, el tremendo Grewishka (Jackie Earle Haley), Alita pronto descubrirá que su potencial guerrero despierta la envidia de los cazarrecompensas y la “curiosidad” de Nova.

Rodríguez edifica una obra muy entretenida y eficaz que esquiva la autocensura en cuanto a violencia real y dolorosa del Hollywood contemporáneo a través del truquillo de la sangre azul, lo que le permite despacharse con una verdadera catarata de hermosas truculencias en torno a la fragilidad de los cuerpos, esos que son amputados, triturados, emparchados y a posteriori refaccionados/ maximizados. Pero el gran punto a favor de la película pasa por la contracara complementaria de lo anterior, léase una identidad de Alita que también se va expandiendo a la par de su soporte material, dando a entender que carne y mente deben ir juntos tanto en la vida en general como en lo referido al séptimo arte en particular (dicho de otro modo, escenas de acción sin desarrollo de personajes y sin interés en pos de despertar una mínima empatía por parte del espectador sería igual a nada, y esto el director y guionista lo entiende perfectamente). Como todo policial valioso, las intrigas son varias y se entrecruzan en un relato que sabe balancear el alegato antiinstitucional, la subtrama romántica, el planteo símil crecimiento adolescente, el trasfondo de la pérdida de memoria, la relación paterna con Ido y la denuncia de una corrupción generalizada en la que casi todos son títeres, esclavos o testaferros de otras personas, una macro sumisión bajo la triste promesa de un ascenso social ahora empardado a abandonar Ciudad de Hierro y escalar a la inalcanzable Zalem, suerte de zanahoria que hace trabajar al burro. Cuestiones muy caras a Cameron como la libertad, la explotación y el militarismo se unifican por un lado con un excelso uso de los CGIs, que superan lo hecho por prácticamente todo el mainstream actual (el trabajo sobre los ojos de Alita es formidable porque nos acerca al manga y le aporta un mayor brío a la protagonista), y por otro lado con el amor de siempre de Rodríguez por el exploitation, el humor negro y la dinámica retórica enajenada, aquí redondeando su mejor propuesta desde Sin City (2005), aquella lejana primera colaboración con Miller (el señor apuesta en grande y sale ganando porque se centra en el cariño entre los personajes y no cae en la exacerbación ridícula del heroísmo barato ni en la violencia aséptica de nuestros días).