Alicia en el país de las maravillas

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Una invitación al delirio

El relato onírico, alegórico y vanguardista escrito hace 150 años por el genial profesor de matemáticas Lewis Carroll, no podía encontrar en la posmodernidad un sucesor más adecuado que Tim Burton. De un genio a otro, la leyenda continúa y en la transposición de la literatura al cine, el marco temporal se extiende: Alicia ya no es una niña sino una hermosa doncella con un carácter muy firme, que la lleva a rechazar un casamiento por conveniencia, en plena Inglaterra victoriana de segunda mitad del siglo XIX.

Realidad y fantasía se entrecruzan con la irrupción del fantástico personaje del Conejo que distrae su atención, permitiéndole a Alicia seguirlo hasta su madriguera y -de paso- abandonar la fiesta de su no deseado compromiso matrimonial.

A partir de ese momento, se inicia el conocido itinerario de pasajes y transformaciones para crecer o disminuir el tamaño, hasta finalmente acceder a Wonderland, un mundo desconcertante atravesado por el temor a perder la cabeza debido a la maldad de una arbitraria Reina de Corazones (Helena Bonham Carter).

Alicia descubrirá que no es casual allí su presencia, porque el personaje de la Oruga

Azul le revela una profecía que espera el retorno de los buenos tiempos con la llegada de una joven que se le parece. Restablecer el antiguo estado de paz es una empresa peligrosa, para la que contará con la ayuda de aliados entre los que destaca el Sombrerero Loco (Johnny Deep), que la oculta en una tetera y después en su galera con la que atravesará el límite del reino Rojo al Blanco para pedir ayuda.

Espejos y doble sentido

Un sueño que se asemeja a una pesadilla no puede ser sino alocado, por momentos deshilvanado y desconcertante. Sin embargo la continuidad está en el suspenso que se mantiene en los permanentes peligros para enfrentarse al poder de la temible Reina Roja.

Existe una considerable dosis de oscuridad (tanto en el relato original como en el de Burton) que no permite reconocer fácilmente al enemigo del aliado. Hay malvados por obligación como el Perro Rastreador y otros por vocación, como el ultrafelón custodio y la misma Reina de Corazones. Pero los personajes “buenos” parecen insustanciales, como la Reina Blanca que está llena de remilgues. Su palacio es marmóreo y rodeado de hielo helado. Ella representa las virtudes racionales pero se desluce en comparación con la caprichosa, odiosa y genial Reina de Corazones que se roba la película.

Del relato original, Burton sostiene la ironía de diálogos y comentarios mordaces disfrazados de disparate. Un permanente doble sentido y paralelismos que reinan de uno y otro lado: gemelos y gemelas; Reina Blanca y Roja; la madre del pretendiente y la madre de Alicia; los jardines con rosas níveas que pueden pintarse de carmesí sin que nadie se dé cuenta.

El protagonismo femenino

Burton parte de un relato literario escrito hace casi un siglo y medio. Sin embargo, este director, referente de la cultura pop, logra impregnarle a la historia victoriana un sello indiscutiblemente personal, donde se reivindica a protagonistas diferentes de lo normal.

Es reconocible una iconografía religiosa, donde Alicia se parece a Juana de Arco y hasta a una versión femenina de San Jorge enfrentando a la bestia alada. Esta atmósfera, entre mística y épica, se refuerza con el aire de profecía del pergamino que tantas veces aparece dando unidad al derrotero de la protagonista. Allí aparece dibujada una joven de rubios y largos cabellos armada de una espada. Es un mundo que espera a un salvador y éste ¡es una mujer!, una “liberadora” que cuando la lógica racionalista se rompe y el horror avanza dice: “Este es mi sueño y puedo conducirlo a donde yo quiero”.

Alicia entra a Wonderland, huyendo de una decisión que no quiere tomar en su mundo real, pero cuando se restablece el orden alterado, retornará para cerrar las cosas no resueltas de su vida y cambiar rotundamente previsibilidad por aventura.