A Roma con amor

Crítica de Santiago García - Leer Cine

LA EXPERIENCIA, LA AUTOCRÍTICA Y LA PASIÓN

Viajando por Europa, Woody Allen llega ahora a Roma. Pero se vuelve evidente que esta escenografía es solo una excusa para tratar en forma de comedia los temas que le han obsesionado siempre.

A Roma con amor cuenta varias historias. Al estilo coral, que tanto le gusta al director, se le suma uno de sus recursos más comunes: desdoblarse él mismo en esas historias. Las cuatro que narra en este film son aspectos de los temas que siempre lo obsesionan. Algunos de ellos llegan hasta el comienzo de su carrera, otros son temas que se han vuelto recurrentes en su cine de los últimos años. Lo que sigue es un análisis de esas historias, y se cuentan elementos importantes de la trama.

Dos historias son “americanas” y dos son “italianas”. En estas últimas Woody Allen no reprime un homenaje al cine italiano querido por tantos, añorado por muchos, pero esencialmente dejado de lado con los años. ¿Cuántos de los que dicen amar La dolce vita son capaces de citar hoy alguna escena que no sea la de la Fontana di Trevi? Allen, de hecho, se lanza sobre esa locación al comienzo de la trama. Y he ahí un agradecimiento al director, que abandona el turismo y el paisajismo y se mete de lleno en la historia, sin tanta vuelta. El homenaje, por suerte, es narrativo.

Una conservadora pareja de recién casados llega a Roma para recibir la bendición de los familiares de él. Una vez allí, la novia sale a buscar una peluquería, se pierde y termina encontrándose con su actor favorito. El joven novio, por el contrario, termina enredado con una prostituta. ¡Claro que es El jeque blanco, de Federico Fellini! Es la misma historia, de punta a punta, con las variaciones del caso, aquí la prostituta tiene un rol principal y la joven novia es menos virginal que en el film de Fellini. Si bien esta historia es un homenaje, el tema de la pareja reprimida versus la sexualidad desinhibida es una constante en el cine de Allen, así como también que las prostitutas estén asociadas siempre a una sexualidad sin neurosis. Claro que la prostituta del film, interpretada por Penélope Cruz, ya destinada a ser la Sofia Loren del cine actual para algunos directores, es buena como las prostitutas de los films de Fellini.

La otra historia italiana es la de Leopoldo (Roberto Benigni), un hombre común a quien nadie le presta atención y cuyas opiniones son, según sus propias palabras, ignoradas por todos. Hasta que un día los paparazzi (recuerden que el término nació en La dolce vita, de Fellini, con el personaje fotógrafo llamado Paparazzo) y los medios se interesan por él, y todas y cada una de las cosas que hace comienzan a volverse interesantes. ¿Metáfora de los Reality Show? No creo. Más bien el tema ahí es otro y es bastante agridulce. Leopoldo, interpretado por un cómico como Benigni, es el alter ego de Allen. Allen, que odia los medios, la fama, las luces y que lo persigan para saber su opinión sobre cualquier cosa. Pero que, y acá hay una confesión inédita en Allen, necesita de esa fama, la desea y en el fondo le gusta. Algo que siempre había negado.

La primera historia americana es la de John, un famoso arquitecto norteamericano interpretado por Alec Baldwin, que con esos pases de magia termina cruzándose con un joven que es una metáfora de su propia juventud y los errores que cometió en su pasado. John lo seguirá al joven Jack, su pareja Sally y la aparición de Mónica, una amiga de ella que amenazará con destrozar la pareja, cuando Jack se sienta atraído a ella. El propio Allen, maduro, parece recordar sus errores del pasado y saber que no volvería a cometerlos, pero también expone que, como decía Kierkegaard, la vida sólo puede ser comprendida hacia atrás pero sólo se puede vivir hacia delante. La licencia poética y el recurso de hablar con su pasado, una herencia de Bergman que Allen ha usado mucho, le sirve al director para mostrar con humor y piedad este tema.

Finalmente llegamos a Woody Allen protagonizando la cuarta historia. ¿Qué papel hace el Allen actor aquí? El de… ¡un jubilado que no quiere serlo! Allen, más tierno que nunca, se muestra viejo, fóbico como siempre, aunque dando a entender no puede ni quiere retirarse. Un productor musical “adelantado a su época” qué básicamente es un desastre en muchos aspectos. Como en La mirada de los otros, Ladrones de medio pelo, Scoop, Conocerás al hombre de tus sueños, y otros films de los últimos años, Allen se ve a sí mismo como alguien “qué no ha logrado sus objetivos”. Se critica y se quiere, pero siempre con humor. Acá tendrá una propuesta artística insólita para su consuegro italiano, que no por nada es funebrero. Más gracioso todavía es que la esposa de Allen, Judy Davis en el rol de una psiquiatra, pone en palabras las metáforas obvias, dejando no muy bien parado el oficio al que el director le debe tanto. Finalmente Allen se queda feliz cuando los críticos italianos los llaman “imbecile”. Su esposa le dice que significa: “adelantado para su tiempo”.

Allen convirtiendo a un enterrador en un artista, jugando –de forma muy metafórica- con la muerte como lo hacía su querido Bergman en En presencia de un payaso- muestra su vitalidad y su deseo aun vivo. Su cine, siempre coherente, encontrará como único escollo cierta falta de autenticidad cuando elija ciertos personajes italianos para narrar el comienzo y el final de la historia, pero son detalles menores para un film inteligente, simpático y sí, muy demagógico en la superficie. Ese es el trato, parece decir Allen: acompáñenme unos años más, yo a cambio hablaré de los temas que me obsesionan, pero con humor, ternura y bellas locaciones. Esto, no deberá el espectador confundirse, está muy lejos de convertir a A Roma con amor en un film carente de profundidad o amarga lucidez. Allen ligero, sigue siendo Woody Allen.