A Roma con amor

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Eterno retorno

Woody Allen recorre sus obsesiones de siempre, con levedad y sin novedades, de regreso de casi todo.

Para bien o para mal, a esta altura, ir a ver una película de Woody Allen es como asistir a un partido o a un recital de una vieja estrella que ya dio lo mejor de sí. El goce principal es seguir viéndolo en acción, esperando que con un toque, un tema, una escena nos devuelva su carga mitológica, aunque él luzca más cansado o más displicente o (mucho) menos intenso que durante sus épocas de gloria. Lo raro es que en Allen -pero cómo saberlo- esta “declinación” parece deliberada, una suerte de regreso de todo o casi todo.

Uno imagina, siente, que él disfrutó haciendo A Roma con amor , en la que volvió a actuar. Su personaje carga con un nuevo dilema: qué hacer al jubilarse. La respuesta podría ser la película misma: seguir rodando, sin exigirse como antes.

Grata laborterapia woodyallenesca : recorrer las viejas obsesiones, sin angustia, burlándose de ellas desde otra orilla, sin esforzarse en ser novedoso. Woody debe de ser consciente de las “carencias” de su cine actual: incluso parecería exponerlas como una broma más de un genio despreocupado.

Otra vez rodó en Europa, haciendo eje en una ciudad a la que captó -sin pudor- desde una perspectiva turística. En este caso, enhebrando cuatro historias que felizmente no se cruzan y que combinan un aire de homenaje a la cultura italiana con otro aire, neoyorquino: el sello Allen. Su personaje, un director de ópera vinculado con la industria discográfica, en ambos casos retirado, se burla de su neurosis, de sus antiguas ideas progresistas, de él mismo, y le pide a su esposa (Judy Davis), psiquiatra irónica, que le solicite a Freud la devolución de la fortuna gastada en terapia al cabo de una vida.

La película tiene un par de ideas ingeniosamente absurdas, aunque demasiado extendidas. La de un hombre formidable para el canto lírico que sólo mantiene el nivel cuando se ducha. Y la de otro (Roberto Benigni), sin atributos, al que todos toman, de pronto y sin justificación, como estrella mediática. Las otras dos historias están centradas, sin gran pasión, en un dilema pasional que es medular en la obra de Allen, como lo es -por dar otro ejemplo de un intelectual afín- en la de Philip Roth: el adulterio.

Pero si Roth se volvió devastador con el paso del tiempo, Allen tomó el camino inverso: la comedia indolente. Uno de los personajes de A Roma..., interpretado por Alec Baldwin, le habla -como el Bogart imaginario al joven Woody de Sueños de un seductor - a un muchacho (Jesse Eisenberg) acorralado entre la tentación adúltera y la culpa. Al ver a estos dos personajes nada nos cuesta vincularlos con un Allen actual y otro pasado. Este último experimenta -aunque no demasiada- angustia. El otro se limita a lanzar ironías anticipatorias sobre las conductas de ciertas intelectuales manipuladoras.

En resumen: Woody opta por una distante levedad para abordar sus persistentes miedos y amarguras: la pareja en crisis, la neurosis, el paso del tiempo, la muerte. En algún momento, cierra las cuatro historias como si fueran fábulas que ya no desea seguir. Algunos encontrarán, en esta actitud, un signo de decadencia irreversible. Otros, la posición de un artista que mientras mira las nuevas olas ya forma parte del mar. El personaje de Baldwin dice: “Los años traen sabiduría y también fatiga”.

Para disfrutar las nuevas películas de Woody -a razón de una por año- conviene resignar la mirada cinéfila rigurosa y dejarse llevar por el personaje, el ícono, el mito y, obviamente, su filmografía, que en muchos casos es como dejarse llevar por la propia vida.