A Roma con amor

Crítica de Carolina Giudici - Morir en Venecia

Porque sí. Woody Allen sigue rodando una película por año porque sí. No hay otra explicación. Si uno acepta esa pauta desde el vamos, sin demandar las genialidades de antaño, entonces A Roma con amor (To Rome with love) puede disfrutarse sencillamente por lo que es: una comedia leve y simpática. Pero parece que nos cuesta tolerar el porque sí, sobre todo si hablamos de arte y más aún si estamos frente a uno de esos autores de quien seguimos esperando que tenga cosas para decir. Y aquí es cuando Woody se exaspera y decide volver a actuar para proclamar, con su propia voz en la ficción, que él no se quiere jubilar, porque dejar de trabajar para él equivale a la muerte. No es lo principal estar acompañado por la inspiración, y a esta altura él tampoco se angustia si esa laguna queda en evidencia, porque Woody es ante todo un hacedor. La compulsión no puede esperar a la epifanía. Es por eso que a veces el hombre hace maravillas y otras veces sólo nos entrega actos reflejos, como sucede en este paseo por Roma. Pero lo interesante es que la película se descubre totalmente conciente de su envoltura de souvenir.

Porque sí. Porque la piedra insiste en ser piedra y Allen persiste en la proyección de sus fantasías a través de diversos personajes entrelazados bajo el cielo de un verano italiano. Las historias se cruzan porque sí, pero por las dudas, para quienes no soportan lo aleatorio de la ficción (que siempre se supone más coherente que la vida), el relato comienza presentando nada menos que un narrador-policía que dirige el tránsito en un cruce neurálgico de la ciudad. Algunos interpretaron la apertura y el final del film como pruebas del desgano del director a la hora de elaborar el guión. Sin embargo, creo que Allen justamente aprovecha la ocasión para burlarse de las exigencias dictadas por las estructuras narrativas, sobre todo en lo que respecta al “relato coral”. Él solo quiere contar muchas historias, y punto. En esta misma línea, Allen se anticipa al blanco más previsible de los ataques: la factura “turística” del film. Lejos de disimular el hecho de ser un vehículo para la exhibición de Roma, la película subraya esa certeza desde la misma enunciación, cuyo ejemplo más nítido es la larga panorámica de 360º en la Piazza dei Popolo, movimiento que tiene un efecto curioso: deslumbra y marea a la vez. Por eso Allen sabe cómo capturar la mística de la ciudad sin caer en el empacho.

Porque sí, entonces. Porque le gusta hacerlo. Porque pocos como él pueden darse el lujo de materializar el sueño loco de abrir una puerta para que de repente aparezca Penélope Cruz al rojo vivo. Puede haber momentos de fatiga (tema del que habla Alec Baldwin), o gags que se estiran (como la ducha en la ópera), o algún personaje demasiado pasado de rosca (la actuación de Ellen Page), y sin embargo, a pesar de ser una película pequeña, Allen esta vez nos cae bien al mostrarse modesto y al mismo tiempo absolutamente fiel a sus obsesiones de siempre, esos devaneos del cuore que no caducan nunca (para nadie) y que él sigue investigando con fruición.