7 días en La Habana

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Con un par de días era suficiente

París, Nueva York, Tokio y ahora La Habana. Las películas en episodios sobre ciudades son un fracaso artístico y comercial pero están de moda. 7 días en La Habana comienza de la peor manera: los tres primeros cortos mezclan lo exótico con un leve paternalismo. Los protagonistas son tres simpáticos occidentales que desean ayudar a tres humildes cubanos, pobres pero llenos de talento. Benicio Del Toro sigue los pasos de un joven actor norteamericano que se deja seducir por una chica sospechosamente alta y robusta: un chiste anacrónico. Trapero filma a Emir Kusturica haciendo de sí mismo en una mezcla de documental y ficción poco original. Kusturica arranca con una borrachera que pretende ser homérica y termina tocando jazz con su chofer particular. Eso sí, la música es muy buena. En el peor de los tres sketch, un productor europeo intenta curar las penas de amor de una bonita cantante local: el corto de Medem no tiene otro mérito que la brevedad.

Los segmentos de Juan Carlos Tabío y Laurent Cantet son sainetes costumbristas. Tabío sigue la línea de sus anteriores películas y añade una suerte de denuncia blanda (presente también en otros cortos a través del deterioro de los servicios públicos o de la discriminación a los travestis) que amontona en pocos minutos a balseros y profesionales de prestigio que no pueden evitar la pobreza. Los personajes de Cantet tropiezan con la misma escasez de medios para construir un altar a la virgen María y la resuelven usando la pintura amarilla de un barco o robando los ladrillos de una obra. La astucia y la solidaridad de los cubanos en viñetas tediosas y sobreactuadas.

En el otro extremo, el corto de Elia Suleiman es una pequeña obra maestra. El mismo cineasta está de visita en la isla esperando una cita con Fidel Castro concertada por la embajada palestina. Pero como el comandante está dando uno de sus interminables discursos, E. S. tiene tiempo para deambular por las calles, el malecón y las playas de La Habana y perderse en los pasillos del Hotel Nacional. La puesta en escena es magistral y las soluciones formales son admirables. El rigor en la construcción del encuadre permite que en los recovecos de cada plano se intuyan pequeños dramas, minúsculas comedias que resumen el retrato de una ciudad vista a través de los ojos de un Monsieur Hulot contemporáneo.

Dejamos para el final una agradable sorpresa. Gaspar Noé confirma su maestría para los cortos (Carne sigue siendo lo mejor de su filmografía). Al igual que Elia Suleiman, Noé ofrece una mirada personal y cinematográfica de La Habana, que es justamente lo que le falta a los otros episodios. El director condensa sus obsesiones en una ceremonia de santería para exorcizar a una adolescente. Sexo y violencia, misterio y sensualidad. Quince minutos concisos en torno a una escena de danza hipnótica. Noé prescinde de los diálogos (y de sus golpes bajos característicos) en pos de una eficacia narrativa y un imaginario visual sorprendentes.