35 Rhums

Crítica de Manuel Yáñez Murillo - Otros Cines

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35 rhums puede describirse como una bellísima y respetuosa relectura de Banshun, de Yasujiro Ozu. Un film cálido y luminoso, sólo soterradamente trémulo. Según el catálogo del Festival de Venecia 2008, la película cuenta la historia de “Lionel (enorme Alex Descas), un viudo que ha criado a su hija Josephine solo. Ahora su vida en común empieza a parecerse a la de una pareja. Se cuidan mutuamente como si el tiempo fuera inacabable”. Sin embargo, la sinopsis del catálogo descuida las caricias entre Lionel y Josephine, sus miradas cómplices, sus constantes gestos de atención, encarnación de un afecto profundo y de temores compartidos, moldeados por las hipnóticas melodías de la banda sonora compuesta por Stuart Staples (como ya hiciera en Trouble Every Day y L’intrus), esta vez junto a sus Tindersticks.

Tampoco hay mención en el catálogo a los trenes, auténtica imagen-fetiche de 35 rhums, otro recurso poético que, como ya hiciera Hou Hsiao-hsien en Café Lumière, nos devuelve súbitamente al imaginario de Ozu. Materialización del transcurso del tiempo, evocación de la fuerza primigenia de la imagen fílmica: el movimiento.

Como es norma habitual en el cine de la Denis, la imagen se embriaga de cuerpos y rostros entre los cuales circulan afectos y rencores, mientras las brechas elípticas de la narración abren el filme a la experiencia interactiva total. Cada escena de la película se revela como un caldo de cultivo de emociones cargadas de sentido, desatadas en ambientes interiores y urbanos que rememoran los de películas como Nenette et Boni o Vendredi soir.

También brillan con luz propia los objetos, como por ejemplo una máquina para hacer arroz al vapor que se torna metáfora del cariño, o los 35 vasos de ron que sirven para festejar aquello que pasa una sola vez en la vida. Tampoco pueden olvidarse las referencias de la película al contexto social, los únicos momentos en que el film so torna algo discursivo (para hablar de la deuda externa internacional, el cierre de las facultades de antropología –un fenómeno en alza en Europa– o el drama del desempleo).

Acompañando a la Denis encontramos a sus aliados habituales: la directora de fotografía Agnès Godard y el guionista Jean-Pol Fargeau, además del actor Grégoire Colin (cuya imperfecta interpretación de Noe, amigo de Lionel y Josephine, es un auténtico deleite de estudiada sobreactuación).

Texto 2

35 rhums es una película de las que ya no existen porque casi nadie sabe hacerlas. Es de esa clase única de trabajos que suelen generar dudas en muchos espectadores y críticos porque parece demasiado simple. Y ya sabemos que lo que parece demasiado simple suele confudirse con lo vulgar y lo pedestre.

Anecdóticamente, muestra a un puñado de personajes que vive en el mismo edificio, en el banlieue parisino. Hay un padre llamado Lionel y su hija veinteañera llamada Josephine, negros. El hace años que se gana la vida manejando un subte y ella estudia Antropología y trabaja en una disquería. Está también Gabrielle, una vecina solitaria, que conduce un taxi y pasa la mayor parte del tiempo mirando por la ventana la vida de los otros, o fumando en el corredor. Otro vecino. Noé, parece quererse mucho y silenciosamente con Josephine, pero pasa poco tiempo en la casa. Y hay también un compañero de trabajo de Lionel, que acaba de jubilarse.

Pero en realidad esa es solo la piel de las cosas y las vidas de personajes despojados del menor miserabilismo y que jamás rozan el heroísmo altruísta bienpensante, cuyas historias se deslizan sin el menor énfasis, por esas vías de tren que se unen y entrecruzan, gracias a ese dominio extraordinario de Denis para dejar asomar el segundo plano en un primer plano, a partir de detalles, gestos, breves miradas y escasas palabras, que son los instrumentos que revelan a los cineastas trascendentes.

El poder no está en que Denis vuelve simple lo complejo porque no hay aquí un intento de traducción del mundo, sino en que hace simple lo simple y en que los personajes no representan a ninguna clase, o ghetto, o grupo, y a pesar de eso logra construir una idea de comunidad y pertenencia hecha de mezclas, afectos, entendimientos y diferencias que los hermana y que integra al espectador a ese mundo, incluyéndolo. Parece tan simple ver a Lionel que llega a su casa, se saca las botas y las pone en un estante, y que Josephine llega y hace lo mismo. O ver que el padre y la hija compraron la misma olla para hacer arroz pero ella no le dice nada y la guarda. Es como si la emoción tejiera un hilo invisible que nunca es expedido por las reacciones de los personajes, sino que ellos emanan sutilmente sobre las escenas, como un perfume apenas abierto cuya translúcida densidad ha impregnado los ambientes y la sala en la que el espectador está viendo la película, sin necesitar que un personaje salga de la pantalla y cruce al otro lado, como hacen otros autores con más prestigio e ingenio pero con menos corazón.

Con una fluidez que el cine parece haber olvidado solo para que Claire Denis la recupere, 35 rhums es una película que nunca ambiciona la perfección, que pulveriza la noción de obra maestra. A cambio, prefiere dos o tres escenas en bares donde la cercanía con lo que vemos y oímos se vuelve tangible y sensorial. La distancia entre actores y personajes, o entre personajes y decorados va desapareciendo de un modo imperceptible y sostenido, borrando las huellas del guión para conseguir que percibamos esos momentos como si los hubiera extraído de los lugares, en vez inyectarlos en ellos. Alejado del formalismo frío (Bella tarea/Beau travail) o del decididamente alegórico (Trouble Every Day), el cine de Denis se volvió bello y verdadero. Difícil no ver la mayoría del resto del cine contemporáneo como falso, después de 35 rhums… Consigue lo más difícil que puede lograr un cineasta: que después de salir del cine miremos con sus propios ojos. Y que recordemos aquello de que una gran obra es la que nos reencuentra con la emoción de la especie.