2012

Crítica de Leonardo M. D’Espósito - Crítica Digital

La Humanidad revelada

El director de grandes bodoques como Día de la Independencia y Godzilla logró narrar una historia con coherencia. Y efectos deslumbrantes, claro.

La teoría de autor impide predecir las bondades de 2012: hasta aquí, la única seña personal del alemán de nacimiento, estadounidense de corazón, Roland Emmerich era su imposibilidad de narrar durante más de 40 minutos con cierta coherencia y tensión un cuento cualquiera.

El otro rasgo de autor era ser muy patriótico respecto de su país de elección. 2012 no escapa a este americanismo, por supuesto, lo que es lógico porque los Estados Unidos son un país de inmigrantes: este film afirma por metáfora (con sus Mayflowers metálicos hacia el final) que la utopía americana está vigente sí y sólo sí se baraja y se da de nuevo.

Para disfrutar el film, superior a la mayoría de los “tanques” de 2009, hay que preguntarse qué universo plantea, y si creemos, durante las casi tres horas de película, en lo que sucede en la pantalla. La respuesta a la primera pregunta implica la de la segunda: el mundo que aparece en pantalla, precisamente retratado, es el nuestro cotidiano, con sus tensiones, sus problemas y sus dilemas morales, económicos y sociales. Por lo tanto creemos todo lo que pasa en pantalla. Que es poco –basta describir el film como “se acaba el mundo”– y mucho –como en todo film catástrofe, está bordado de fábulas: el hombre común que se convierte en héroe; la familia unida en la adversidad; el científico que batalla contra intereses inhumanos; el viejo líder que sabe que su tiempo y su mundo pasaron; el paranoico que finalmente tiene razón y varias más–.

Por supuesto, el atractivo principal del film como espectáculo es ver cómo se destruyen ciudades y países enteros. En esos momentos aparecen el humor de historieta y, sobre todo, el surrealismo puro: las fuerzas de la naturaleza juntan el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de operaciones, o a un portaaviones y la cabeza del presidente de los Estados Unidos en el parque de la Casa Blanca.

La lectura política del mundo es compleja. El G-8 (sólo el G-8) descubre que en 2012 se termina todo; planean salvar a 400 mil personas elegidas “científicamente” para la nueva sociedad. De hecho, rescatan también animales y obras de arte. La pregunta es cómo eligen a la gente cuando los millonarios de siempre compran el lugar. El villano del film le dice al científico negro y de buena conciencia lo siguiente: “¿Te parece injusto que hayamos vendido lugares? ¿Sabés que con ese dinero financiamos el proyecto? Si te parece terrible que dejemos morir a los obreros, por qué no le das tu lugar a uno de ellos”.

Por supuesto que el científico decide salvarse y el espectador, cuando el hombre da un discurso sobre la solidaridad, no olvida la agachada. Pero, después de todo: ¡el mundo se acaba y la Naturaleza no respeta a ricos, pobres, gobiernos, religiones o virtudes morales! ¿Qué haría uno por salvarse? Cualquier cosa, abyecta o heroica, y el film lo muestra de modo muy preciso. Por eso es necesaria la destrucción masiva que nos retrotrae a lo primario, a las razones más simples, a la lucha por sobrevivir. Incluso al humor como soporte de lo terrible.

Emmerich, por primera vez en su carrera, justifica el tamaño de su film manteniendo el interés de modo constante. Salimos felices de la sala por el espectáculo, hipnotizados por el final feliz con demasiado olor a Obama. Y más tarde, quedamos intrigados por los problemas que plantea. Problemas que quedan en suspenso y que pocos films (ni la prepotente Transformers; ni la masturbatoria Luna nueva –ambas, además, carentes de tensión, suspenso y empatía) se animan a plantear en el mainstream de gran presupuesto. La gran virtud –y sorpresa– de este espectáculo enorme es que su vibración continúa en la memoria.