127 horas

Crítica de Carolina Giudici - Morir en Venecia

La película despega con jirones de un planeta hiperactivo y colorinche: un estadio de fútbol, una playa en temporada alta, una mezquita, el subte en la hora pico, las corridas de San Fermín, una manifestación política, Wall Street y muchas más imágenes superpobladas en donde transpira el hombre-masa. 127 horas (127 hours) cuenta la anécdota de un individuo que intenta huir de la alienada maquinaria global. Pero atención, advierte Danny Boyle: la tarea es complicada. La membrana cultural que moldea la subjetividad no es tan fácil de desmontar, y en la lógica social no sólo gira la rueda del capitalismo, sino también la vida de los otros, aquellos gracias a quienes estamos acá.

Aron Ralston aparece ya en el inicio apretujado entre bloques de mundanal ruido: multitudes afiebradas, logos de comercios urbanos, autos ansiosos por llegar al hogar. Un caos del que conviene escapar. De repente, en plena ruta hacia las montañas de Utah, el protagonista se estremece al cruzarse con alguien muy parecido a él, casi un doble que circula con un grupo de ciclistas. ¿Es la impresión de verse como parte del rebaño lo que lo aterra, o es que ni siquiera soporta la idea de "comunidad"? Aron tiene su lema: “Sólo yo, la música y la noche. Love it!”, fanfarronea mirando a su cámara de video. Aunque, honestamente, con ese artefacto siempre encendido nadie puede pretender estar realmente solo, porque también está ese otro yo que busca perdurar, ser visible, ser relato y… ¿para qué volverse imagen si no es para exhibirla a los ojos de ese mundo del cual el hombre rebelde quiere desprenderse?

El film ya narró mil cosas y aún no salimos de la secuencia de créditos, en la que vale detenerse para comprobar que ningún elemento del montaje es gratuito o meramente decorativo. Desde el goteo de una canilla hasta las pinturas rupestres, pasando por el meteorito fundacional y los tambores de la banda sonora, todo se entrelaza con vértigo y coherencia aunque en un principio el estilo amenace con pulverizarse en superficiales parpadeos. 127 horas es un Boyle puro, festivo como siempre pero tal vez más filosófico que nunca, y hasta podría decirse que toda la película es un tratado sobre el video-clip, sobre lo que este género necesita para calar hondo más allá del roce sensorial y efímero. Y lo que necesita es anclar en un grito. Si la estética del clip se caracteriza por dar autonomía a cada uno de sus componentes en un desfile óptico donde lo único que importa es el instante (así como a Aron, hasta hoy, sólo le interesaba el ahora), la caída en la grieta empuja al personaje -y al film todo- a trascender el efecto fugaz para asumir un pasado y un futuro, tejiendo un trayecto subjetivo que justifique la voluntad de resistir. En su omnipotencia, la cámara podrá danzar y ser a veces soga, a veces pájaro o a veces Dios, pero siempre regresará al hombre atrapado para auscultar sus palpitaciones. Hay que hacer de ese aventurero una persona como cualquiera de nosotros. Hay que respirar por él. Hay que prepararse para lo inconcebible.

“Si dirigir es una mirada, montar es un latido de corazón”, decía Godard, y aquí Boyle hace honor a la máxima con este carnaval terracota de dolor, nostalgia, desesperación, ensayo y error. 127 horas es un barroco batido en donde una canción burbujeante de Bill Withers convive con un macabro Scooby-Doo y estampidas de cine catástrofe, todo barajado en una mente que delira pero lo hace con la materia de una cultura específica. No es un detalle frívolo que Aron fantasee con una publicidad de gaseosa, porque así es como la televisión ha formateado nuestra percepción de la sed, de allí que el director juegue con eso, evidenciando la irrelevancia de las marcas ante la agonía de un hombre que sólo necesita que el producto cumpla su función. Aron podrá alejarse de los otros pero no de lo visual. Algún crítico cuestionó sus recuerdos familiares al etiquetarlos como “momentos Kodak”. ¿Acaso el realizador no podría sugerir que Aron ya no puede diferenciar la memoria personal de lo fabricado por la televisión? Todo esto forma parte de la sensibilidad del presente. Es lo que nos identifica y por eso Boyle lo respeta. Su obra celebra el pop siguiendo la voluntad originaria de esta escuela, que implica transfigurar el lugar común para volverlo objeto digno de apreciación estética. Pero así como vivimos saturados por las imágenes uniformadas de los medios masivos, sigue existiendo en el hombre una puerta para lo inesperado, para el redescubrimiento de los otros y de la naturaleza (la exterior y la del propio cuerpo). Aquí es cuando Boyle se vuelve romántico, con un romanticismo genuino, decimonónico, no en la vertiente infantilona de Slumdog Millionaire. Jamás se lo había visto al realizador tan convencido de la belleza del mundo.

¿Cómo pudo Ralston hacer lo que hizo? ¿Lo logró gracias a la fuerza de la mente? Difícil saberlo. Algo del orden de lo sublime debió haberse infiltrado para llevarlo hasta el límite. Lo cierto es que, paralizado y escondido en el desierto infinito, el héroe queda reducido a (casi) nada. Autosuficiente como era, seguramente siempre creyó que podría vencer a las montañas. Una roca y el destino lo reubican en su justa medida en su relación con la Tierra. Ahora el hombre sólo sufre y ruega por que pase ese cuervo que representa su única compañía, y por esos quince minutos de sol que tiene cada mañana. Conoció el amanecer de pequeño. Lo vio con su padre desde una cumbre, con el horizonte bajo su control. Y ahora él está allá abajo en la cueva, deseando que el astro se digne a darle unos rayos de calor. Pero ante la brutal indiferencia de la naturaleza, al hombre sólo le queda el sí mismo y los artificios que pueda crear junto con otros hombres. Cuando Aron se libera, la primera señal humana que encuentra es un dibujo indígena en las paredes del cañón, frente al cual él sonríe aliviado, como si esas pinturas ancestrales lo hubieran estado esperando desde siempre para darle la bienvenida. Es que mientras el arte persista, no habrá posibilidad de una isla.