En su documental, el realizador Valentín Javier Diment reconstruye un sangriento recorrido por las organizaciones políticas radicalizadas que, desde 1971, acechan a Mar del Plata, la ciudad escogida por muchos argentinos para veranear. Cuando uno piensa en Mar del Plata, difícilmente lo primero que se le venga a la cabeza sea la violencia política y el asedio de grupos neo-nazis o de extrema derecha vinculados a la Dictadura. Pero ese costado existe. En “La Feliz: Continuidades de la violencia”, Valentín Javier Diment -a través de entrevistas e imágenes de archivo- reconstruye ese pasado oscuro en una ciudad que privilegió el poder asociarse a una imaginería europea. Es que Mar del Plata siempre intentó ocultar sus huellas vinculadas con el odio, centrándose sólo en la concepción que la colocaba en un lugar de preferencia por veraneantes foráneos y también locales, quienes veían en ella a una copia de la ciudad vasca de Biarritz. En el creciente y auspicioso ritmo que marcaban los veranos y el consumo, Mar del Plata fue configurándose, hacia dentro, como una ciudad pujante, viva, que exigía mucho más que tres meses plenos plagados de visitantes y turistas, consolidándose como un lugar con posibilidades y trabajo. Identificada como lugar turístico, como ciudad de paso, la infraestructura y potencia de Mar del Plata se traduce en un millón de habitantes residentes todo el año que hacen tambalear la idea de un lugar balneario. Y que más allá de preparar en el tramo final de cada año la bienvenida a los turistas, su ritmo laboral permite una continuidad en el ejercicio de las actividades económicas, políticas y sociales, configurando el espacio para que emergentes tomen lugar en la voz de muchos lugareños. Detallando esta configuración y cambio de ciudad turística a ciudad comercial, “La Feliz: Continuidades de la violencia” analiza cómo en este lugar, asociado a buenos momentos, alegría, sol, playa, verano, lentamente y a lo largo de más de cuatro décadas, sucesos de violencia han ido gestando un gen que se repite en maneras de actuar de organizaciones clandestinas, y otras no tanto, asociadas a una ideología de derecha radicalizada, o, directamente, a ideas propias del nacional socialismo. Es curioso que algún entrevistado deja casi en clave de broma la imposibilidad de hablar de esta manera dado que la mayoría de los habitantes son migrantes de otras ciudades argentinas, lo que negaría la existencia de un nacionalismo al no ser nadie de allí. Pero más allá de ese dato que a lo largo del relato Diment utiliza hábilmente como herramienta discursiva formal, lo que se revela en el documental es la fuerte pregnancia de ideas racistas, xenófobas, discriminativas, hacia el otro, al que consideran distinto y al que creen que corrompe el status quo de aquello que se imagina como el “estado ideal”. “La Feliz: Continuidades de la violencia” recupera un tipo de cine documental político de investigación, que a través de entrevistas, testimonios, imágenes de archivo y trazos gráficos, ubica al espectador en la pesquisa de aquello que se quiere denunciar o contar. En la búsqueda de un paralelo entre los delitos que el CNU (Concentración Universitaria) realizó en la ciudad en la década de los setenta, con el asesinato a sangre fría de una estudiante de arquitectura en 1971 y el juicio a ocho militantes nacionalistas asociados a la imaginería e ideología nazi, que esperan veredicto sobre atentados en los que participaron, hay una dolorosa reflexión sobre la naturaleza humana, aquella que en su costado más animal arrasa con lo que considera diferente. Diment se corre del lugar de director/entrevistador y deja esa tarea a su equipo, ubicándose tras cámaras y buscando una estética periodística casi televisiva, para denunciar un flagelo que avanza y que en algunos casos permite decir barbaridades sobre derechos humanos, desaparecidos, ideologías y mucho más, dándole voz a todas las partes para que el relato hable también desde los protagonistas. Que un personaje como Carlos Pampillón, pensándolo específicamente como parte del relato con una función en él, diga abiertamente que “lo de los 30 mil desaparecidos es una mentira” y niegue sus ideas nazis amparándose en que es católico y va a la iglesia, no hace más que revelar un estado de las cosas que emerge con fuerza en Mar del Plata y en cada una de las ciudades argentinas, con o sin playa. En cada una de ellas hay un Pampillón queriendo “limpiar” su ciudad, asociándose con otros que piensan igual y que, en la práctica, con pintadas, violencia y humillaciones varias terminan por consolidarse como la voz de algo que se venía gestando hace tiempo o, como lo teoriza la película, en al menos las últimas cuatro décadas. Mar del Plata ruge en el verano, con su cartelera teatral viva y plagada de espectáculos que apuntan a borrar problemas, con sus restaurantes llenos y colas en la calle, con el sol que abraza a cada turista en sus playas: esa es la ciudad de móviles televisivos y de coberturas periodísticas estacionales. Pero también tiene otra cara, aquella que en el letargo post temporada, con su población mayor (o como refiere otro de los que dan testimonio en el film, “la previa del cementerio, con los jubilados que vienen a morir aquí”) posibilita la emergencia de grupos radicalizados que vandalizan y acechan a aquellos que consideran una amenaza para el orden y la higiene de la ciudad. El archivo como recurso cinematográfico sirve para dar más fuerza a la hipótesis central del film: la violencia existe desde hace tiempo y crece con una fuerza irrefrenable a partir de fútiles ideas que, gritadas radicalmente, parecen convencer a algunos de que hay que eliminar al otro para poder vivir en paz. “La Feliz” es una propuesta que descubre en su forma de documental la manera de denunciar un foco de violencia que va creciendo en Mar del Plata y que requiere mucho más que una película que lo analice. Se necesita la profunda reflexión de una sociedad que, incluso sin poder superar la violencia institucional que se vivió hace años, vuelve a caer en falsos ideales, aquellos que exigen la eliminación del otro para poder recuperar algo que se cree ejemplar y que, en realidad, no es otra cosa que la exacerbación de ideas retrógradas que no acompañan el pulso y ritmo de los cambios en la sociedad y sus integrantes.
Hace bastante tiempo que el cine nacional de ficción no se animaba a introducir en su narración la política como eje central, y mucho menos que esas apreciaciones o ideas acerca de lo político puedan construir un relato que evite juzgar decisiones y que permita sumar ese aspecto como uno más de las múltiples dimensiones de los personajes. “Alicia”, de Alejandro Rath, protagonizada por Martín Vega, Leonor Manso, Patricio Contreras y Paloma Contreras, bucean en la vida de personajes que deben y debieron afrontar una pérdida en medio de su vida cotidiana, donde, justamente, la política, es parte esencial de sus días. El título refiere al personaje que interpreta una inmensa Leonor Manso, pocas actrices se permiten trabajar desde tan dentro su rol y ofrecer a cada momento de su aparición una lección de talento y calidad, una mujer al borde de la muerte que sigue aferrada a ideas del pasado y que, seguramente, terminen por dejar hasta el último momento sin respuestas ni certezas. Alicia tiene un hijo llamado por sus pares Jotta (Vega), un hombre que deambula entre sus convicciones, el dolor de la pérdida y saber que su legado más profundo, el amor que le dio su madre por la política, tal vez le permitan continuar la vida sin muchos sobresaltos ni cuestionamientos. Pero los tiene, y mientras su padre (Patricio Contreras) se mantiene en un segundo plano frente a la situación que madre e hijo viven, el triángulo que configuran permite responder desde la pantalla cuestiones asociadas a vínculos, lazos indisolubles, la política como forma de vida y el amor profundo e incuestionable de una madre por su hijo. Alicia no fue fácil, pero Jotta tampoco, hereda de ella la convicción de luchar por ideales y de cuestionarse todo. Así es como que a partir de la enfermedad de su madre, Jotta comenzará a deambular ya no por marchas y movilizaciones políticas, sino por templos, iglesias, sinagogas y cualquier espacio con el nombre que sea en el que se dicta o imparte algún credo. Mientras reparte su tiempo entre la religión y su madre, una enfermera le acercará una vez más la posibilidad de imaginarse con otro asociado, pero aun escapándole a la situación, su fuertes ideales lo llevarán a contradecirse y a buscar escapatoria frente a lo que ya se hace inevitable, la despedida. Rath acompaña a Jotta, cámara en mano, detrás de él, ingresa a cada espacio en el que el hombre busca respuestas, y como un igual, ofrece el testimonio de aquellos que en el camino han perdido las certezas de defender ideales en tiempos de crisis y cambios. La estructura de flashbacks, además, le posibilita al relato ofrecer una mirada distinta de la temporalidad y agobio del largo proceso de enfermedad de Alicia, en un relato tan vital y pulsional que, además de ofrecer las imágenes más verosímiles de marchas y manifestaciones de los últimos tiempos, se apoya en el talento de sus intérpretes para decirnos que no estamos solos en la búsqueda y defensa de nuestros sueños y anhelos.
A puro moco Aquello que en Bajo la misma estrella (The fault in on our stars, 2014) funcionaba, principalmente gracias al talento interpretativo de su protagonista femenina Shailene Woodley, en A dos metros de ti (Five feet apart, 2019) termina por agotar un subgénero que encuentra en best sellers escritos a las apuradas y con muchísimos golpes bajos, fuente de inspiración y negocio para llenar los cines con fanáticos. Hubo una época, hace mucho tiempo, en la que existía algo llamado “videoclub”. En esos espacios, plagados de películas en diferentes formatos y soportes las personas iban a “alquilar” por unas horas, alguna de ellas para verlas en sus casas. Las estanterías que exhibían las películas estaban divididas por géneros. Y particularmente, cuando la propuesta tenía alguna similitud, el encargado del lugar las agrupaba. Era muy común ver en “drama” films con una fuerte carga melodramática y con una temática que luego fue sumando cada vez más adeptos, “personas enfermas enamoradas”. Era muy fácil que Love Story (1970), El chico de la burbuja (The boy in the plastic bubble, 1976), y Castillos de hielo (Ice Castles, 1978) estuvieran disponibles en aquellos estantes y muy cerca una de otra. Con el tiempo, esos casos aislados, comenzaron a expandirse, logrando en la literatura, o mejor dicho, en la industria de libros, una serie de colecciones y autores que supieron capturar la esencia de aquellas películas, haciéndolas aún más dolorosas, mayor originalidad en las enfermedades que padecían sus protagonistas, y poniendo aún más obstáculos para que el amor entre “enfermos” pueda triunfar. A dos metros de ti de Justin Baldoni reúne todos los condimentos y reglas de este subgénero cinematográfico y potencia algunos elementos para, de alguna manera, mostrarse “original” en su planteo pero no lo logra. Stella y Will (los ignotos Haley Lu Richardson yCole Sprouse) son dos jóvenes que se conocen en el hospital en donde están internados realizando pruebas experimentales para mejorar su condición. Ambos padecen fibrosis quística y deben atender diariamente a una serie de rutinas médicas que implica la ingesta de varias docenas de pastillas, nebulizaciones, pinchazos, etc., para que sus cuerpos resistan hasta que el trasplante de pulmones llegue y les dé unos años más de vida. Los jóvenes son completamente opuestos y poseen una perspectiva diferente acerca de la vida y de cómo la enfermedad los ha plantado frente a sus deseos más profundos, y así y todo, una historia de amor entre ellos nacerá. El principal problema que padecen para poder estar juntos es que esta enfermedad, incurable, impide el contacto físico y de cualquier tipo entre enfermos, por lo que de alguna manera Stella y Will deberán ingeniárselas para que eso suceda. Narrada con un estilo que introduce imágenes mediatizadas de videos de youtube, para acercar aún más el producto a los jóvenes y también para reforzar su “originalidad”, A dos metros de ti es un relato plagado de estereotipos, lugares comunes y, principalmente, golpes bajos, que exponen al espectador a una montaña rusa de situaciones. El guion, basado en el best seller de Tobias Iaconis, adaptado por el propio Iaconis y Mikki Daughtry no encuentra el ritmo adecuado para plasmar la pasión de los jóvenes en pantallas, y por momentos la película se regodea tanto con el dolor de Stella y Will, destacando en primerísimo primer plano cada uno de los tratamientos diarios a los que se someten (subrayando aquello que padecen con cada tos y escupitajo), que genera una necesaria evasión de la trama de este predecible film, aburrido y filmado sin pasión. Aquella que debería salir de sus protagonistas, que gritan, lloran, se cuestionan su enfermedad y existencia, dicen frases de manual, pero nunca logran trascender la pantalla con una química y un fuego ausente de principio a fin.
Enseñanzas Hacia el final de Down para arriba (2018), nueva apuesta tras cámaras de Gustavo Garzón (Por un tiempo), en este caso en el documental, el docente de actuación de sus hijos resume mucho de aquello que la película propone: enseñar, acompañar, abrazar, amar, comunicar, como manera de comprender la realidad que atraviesan personas con síndrome de down. “Soy profesor de ellos, en la línea de profesar” dispara mirando a cámara Juan Laso, al frente de Sin drama de down, agrupación que acerca el arte de la interpretación a jóvenes con este síndrome, mientras sus alumnos lo abrazan y dicen palabras amorosas, y el termino profesar se revela inevitable y contundentemente al espectador. En la propuesta Gustavo Garzón reposa la mirada en el grupo de actores a los que llega por casualidad y decide sumar a sus dos hijos, fruto del matrimonio con Alicia Zanca, como una posibilidad más de conocerlos y conectarse también desde la actuación con ellos. Si bien presta su voz para narrar su propia experiencia al enterarse la condición de sus hijos, su estupor e inmovilidad inicial, y el largo recorrido que ha transitado junto a ellos y su familia para contener y ofrecerles una mejor calidad de vida y posibilidades expresivas, su presencia comienza a desvanecerse al registrar ensayos e improvisaciones del grupo. La cámara se introduce en el trabajo del ensamble actoral y acompaña al docente en sus cotidianas luchas, en el poder conciliar el deseo irrefrenable por ser reconocidos, la pasión que pone cada uno en los ensayos y el establecimiento de metas para conseguir el objetivo general de representar en el escenario obras simples y directas. Mientras registra, Garzón propone algunas preguntas, orientadas, principalmente, a conocer el estado de sensación de los compañeros de sus hijos, Juan y Mariano, y de ellos también, sobre temas urgentes como la integración, el bullying, el amor, la imposibilidad de escapar del estereotipo y señalamiento de la sociedad, y también sobre la rebeldía y las necesidades que tienen estos jóvenes de conectarse con el otro, salir a divertirse, emborracharse y amar apasionadamente. Sin caer en golpes bajos, con momentos de gran emotividad y humor, Down para arriba sigue la línea de otras propuestas similares como Los niños (2016) de Maite Alberdi, pero profundizando en la temática con entrevistas a especialistas, o docentes, y a figuras claves de la integración como María Fux, quien con su danzaterapia ha derribado mitos y muros convirtiéndose en un referente mundial. Más allá de algunas decisiones de montaje, e imágenes de dudosa calidad, la posibilidad de recibir directamente la experiencia y el amor de un padre por sus hijos, excede un análisis cinematográfico acerca de fallas o falencias discursivas, porque en el fondo, tal como lo anuncia Laso, Garzón profesa su mirada compasiva y amorosa sobre su descendencia, y en ese registro termina por construir un relato universal sobre la empatía, la confianza, la contención y la pasión por encima de cualquier diferencia o discapacidad.
Intenso drama sobre el velamiento de intenciones y verdades y cómo esto afecta en los cuerpos de todos los involucrados. La potencia de las actuaciones y de cada una de las idas y venidas de los personajes la convierten en un acontecimiento cinematográfico y en una clase de dirección y actuación.
Sol Miraglia y Hugo Manso construyen un entrañable documental que se apoya en una idea potente sobre la pasión por el trabajo y la búsqueda de reconocimiento a pesar de los embates del tiempo y la vida. De visión fundamental para recuperar la gloria de una época que se fue y que gracias a la película vuelve potenciada.
Una casta de ladrones intenta sobrevivir a pesar de las exigencias que recae en ella. Un elenco que ofrece más que lo que la propuesta les da, con un Daniel Fanego sublime y actuaciones destacadas de Luciano Cáceres, César Bordón y Alberto Ajaka, en un film que termina perdiendo la oportunidad de convertirse en uno de los grandes policiales del nuevo siglo.
Otra de niños poseídos y madres que no creen en aquello que la sangre frente a sus ojos evidencia. Película pensada para adolescentes que entre trago de gaseosa, pochoclo y mensaje de whatsapp olvidarán rápidamente todo.
Qué es lo que se recuerda de un artista? Tom Volf bucea en materiales de archivo inéditos la sombra de la mujer que detrás del mito amo, vivió, luchó y murió por sus ideales, en un film de gran valor y que acercan a Callas a nuevas generaciones.
No se merecía el rey de la risa esta película. Y mucho menos de manos de sus hijos, quienes reflexionan a lo largo del relato sobre qué significó Alberto Olmedo para ellos y para la cultura. Pésimas decisiones, el ego del director sobre la figura del padre configuran un film olvidable para un personaje que merecía otro homenaje.