Hay dos maneras de ficcionalizar una historia real: tratando de buscar la fidelidad documental o asumiendo su condición de simulacro. El camino que tomó el maestro Marco Bellocchio para narrar la historia de una mujer que tuvo un hijo con Mussolini es el segundo, y por eso “Vincere” es mucho más que una acusación sobre los males del fascismo –ciertamente lo es– para volverse una reflexión universal sobre el poder, el tiempo, el cine mismo y la pasión desenfrenada (sexual y política al mismo tiempo) como vía de autodestrucción. Con un ritmo vibrante, Bellocchio toma la historia y la transforma en un melodrama exacerbado, lleno de música, con una puesta en escena operística y casi manierista que, a pesar de la cantidad de detalles que saturan la pantalla desde lo visual y lo auditivo, jamás es meramente decorativa. El espectáculo es tan enorme que nos permite la reflexión inmediata. La historia se narra con simpleza, estableciendo siempre el contrapunto entre la trágica historia de Ida y su hijo y el irresistible ascenso de Mussolini al poder. Sesgadamente, el film cuenta la historia del fascismo, la debacle del socialismo en la Italia de principios del siglo XX, los horrores –con elementos salidos del mejor género del terror, después de todo también una forma de melodrama– de ejercicio del poder absoluto. Que esta película pasional, arriesgada y popular se vea, además, en copias en fílmico es una gran noticia. No sólo es una de las mejores del año, sino también una de las pocas que recupera la gloria del espectáculo total que supo ser el cine.
Primera en recaudaciones en los Estados Unidos, saludada por algún sector de la crítica como film revolucionario, “El origen” es, ni más ni menos, “una de chorros”; ni más ni menos un alambicadísimo plan para robar algo imposible (o colocar algo en un lugar inaccesible, que para el caso es lo mismo). La novedad (sólo conceptual, como se verá) es que los profesionales del caso se dedican al espionaje industrial entrando en la mente de sus víctimas, en lugar de meterse en una bóveda o caja fuerte. Pero como no se trata de un film psicológico que cuestione el estatuto de la realidad (aunque se lo declame, a raíz de la subtrama dramática, al personaje de Leonardo Di Caprio con el fantasma de su mujer, interpretada por Marion Cotillard), después de una hora trabajosa aderezada por escenas de gran despliegue visual –un poco fatuo–, accedemos a lo que no es más que un film común de acción y suspenso. En ese sentido, el logro más audaz es manejar tres secuencias de suspenso, una dentro de la otra. El realizador Christopher Nolan, que logró una gran película con “Batman-El caballero de la noche”, pero intenta trucos narrativos desde “Memento”, nuevamente se deja llevar por el diseño en lugar de conmovernos con los personajes. El resultado es un trivial aunque entretenido episodio de “Misión: Imposible” contado con muchos (en ocasiones demasiados) millones de dólares. Podría haber sido, sí, más compleja –varios hilos narrativos apuntan hacia allí– pero en definitiva Nolan está más preocupado porque todo quede muy claro y por que se vea en pantalla el presupuesto. Si lo único que desea es un par de horas entretenidas –aunque la primera tenga demasiado diálogo–, es lo que hay.
Si usted cree que el cine rumano es otra moda impuesta por la crítica, acérquese a ver este film y ponga en duda tal lugar común. Segundo largometraje de Corneliu Porumboiu (el de la recordada y excelente “Bucarest 12:08”), el film apela a planos largos, a momentos cotidianos y casi aburridos para contar el absurdo de una sociedad dominada por los lugares comunes de la burocracia. No es cierto que en esos planos “no pase nada”, sino que lo que pasa es mucho: la tragedia de la ridiculez de un estado que oprime –a partir de un lenguaje que podría pasar por políticamente correcto– al ciudadano. La historia gira alrededor de un policía que debe vigilar a un joven sospechado de traficar drogas. En realidad, el crimen –si lo hay– es mínimo, y lo que ese trabajo cuestiona es sobre todo el discurso arbitrario de un estado que, incluso luego de la caída del muro, permanece policial. En esos planos aparentemente nimios de pronto estalla el absurdo jocoso, la idiotez humana, la incapacidad de los poderes públicos (anquilosados en un discurso monolítico) de comprender a sus ciudadanos. De comprender –como lo hace a su pesar el protagonista– el verdadero sentido de las libertades civiles. Rumania, país periférico al poder económico (como la Argentina, que de algún modo se transparenta en estos films precisos), es aquí metáfora de un estado del mundo mucho más amplio, donde “policía” y “política” demuestran tener la misma raíz etimológica. Las actuaciones tienen esa enorme potencia cinematográfica de hacernos creer –milagro absoluto en la pantalla grande– que esos personajes atados a un guión son seres de carne y hueso, nuestros semejantes.