Es bastante conocida la historia de aquel Thor Heyerdahl, que quiso probar que los nativos prehistóricos sudamericanos podrían haber viajado de América a la Polinesia con casi nada, una balsa de troncos. El documental sobre esa expedición fue un clásico, y esta reconstrucción a toda tecnología es una buena película de aventuras sin mucho vuelo pero con buenas imágenes. El cuento aún espera una buena adaptación en imágenes, aunque esta está cerca.
Otra de Machete. Bueno, en realidad Machete, el personaje creado por el tándem DannyTrejo (actor) – Robert Rodríguez (director) es una especie de juguete, de fetiche, de recuerdo de los seriales violentos de la clase B, cuando uno decía “veo la de Trinity” o “veo la de Sabata”. Aquí el simpático antipático que hace Trejo, una especie de cowboy sanguinario en un mundo siempre polvoso, se enfrenta a una banda de traficantes de armas de la peor calaña, comandados por ese gran sacerdote del humor negro llamado Mel Gibson. Se trata de un film absurdo, humorístico y desaforado, un recuerdo de todo aquello que puede hacerse en el cine sin necesidad de pedir disculpas. Es decir, de la búsqueda, por el lado de la crueldad fantoche y de la sangre demasiado colorida, de la libertad y la diversión, de la catarsis vertiginosa y -más allá de las citas puntuales a otros films, quizás lo menos lucido de esta clase de películas- una gran capacidad de invención. En el fondo, una película infantil (de las buenas) para público adulto.
Incluso quien no esté expuesto de modo constante a las últimas comedias cómicas estadounidenses (campo siempre despreciado, aunque de lo más interesante y vivo del cine actual) conocerán al menos los rostros de Seth Rogen, James Franco, Jonah Hill, Jay Baruchel, Michael Cera o Danny McBride. En “Este es el fin”, estos y otros actores, interpretándose a sí mismos, participan de una fiesta (que ocurre en la casa de Mr. Franco) justo cuando comienzan a suceder cataclismos, a caer luces celestiales, a revolverse la Tierra y el Cielo. En fin, que les llega el Apocalipsis mientras están encerrados en una casa. Tipos ricos encerrados, tratando de sobrevivir, en cierto sentido zánganos sociales: hay otra película con título apocalíptico que trata de lo mismo y se llama “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel. Es decir: se puede ver como una parodia (aunque “El ángel…” ya era una sátira) de aquella obra maestra. Y también una autosátira de Hollywood y de qué significa para un tipo común y corriente volverse famoso, entrar a una especie de Olimpo prefabricado donde cualquier capricho se cumple. Caprichos triviales, claro. O puede verse como un film sobre la amistad, por qué no, dado que una de las líneas narrativas lo constituyen las idas y vueltas de la relación entre Baruchel y Rogen. Sin embargo –y las últimas secuencias son capitales– lo que hace de la película un cuento interesante es que se trata de una fábula moral: qué es realmente ser bueno. Una película mucho más importante de lo que parece, con su humor a veces escatológico, a veces tonto, pero siempre tierno y efectivo.
La idea de este policial es la siguiente: un cura no puede decir lo que sabe, que un psiquiatra comete crímenes. Y su ex novia -de antes de ser sacerdote, obviamente- es fiscal e investiga los crímenes. Algo así como Mi secreto me condena, de Hitchcock, pero en versión argentina. Tiene buenos momentos pero también muchos demasiado expositivos, como si no se confiara en la capacidad del espectador.
Agridulce y precisa comedia con dos actuaciones notables (la última de James Gandolfini, más Julia Louis-Dreyfuss), narra una historia de amor entre personas maduras, más -al mismo tiempo- las ventajas y desventajas de la vida en común. Una mujer se enamora de un hombre separado y tiene como clienta a su ex esposa. El juego entre los puntos de vista es notable y muestra con precisión la imposibilidad de experimentar el mundo por los ojos de otro.
Verónica Chen es una de las realizadoras argentinas más dotadas de las últimas generaciones. Con Mujer conejo decide dejar volar la imaginación formal para contar una historia que parte de lo cotidiano y plomizo para llegar a niveles de delirio que nunca caen en la parodia o la mirada con sorna. Una mujer descubre que la mafia china maneja a la policía, se encuentra con conejos genéticamente modificados y decide convertirse en algo así como una superheroína. Los géneros populares (el policial, la animación, la ciencia ficción, la fantasía) se mezclan como pinceles diferentes que permiten que cada espacio del film tenga la textura que le corresponde. El resultado, incluso si es desparejo, resulta notable y generoso: se basa en otorgarle al espectador el derecho al goce y a reinventar a partir de lo que mira. Incluso en sus desprolijidades, un film arriesgado que intenta -y logra- ir más allá de la corrección imperante.
Un tremendo film de suspenso, lo que implica que hace sufrir al espectador. Pero no solo porque sea una película entretenida (lo es) sino por el oscuro mundo que presenta. En un día cualquiera, en pleno día, desaparecen una nena y su mejor amiga. Los padres se desesperan, el único sospechoso es un joven con el coeficiente intelectual de diez años, la investigación sigue pistas falsas y la presión crece hasta que el padre de una de las desaparecidas decide tomar las riendas del asunto. Pero lo que podría ser una versión suburbana de “Taken” es, en realidad, otra cosa más compleja, un mapa moral sórdido donde no faltan los ingredientes psicopáticos, las vueltas de tuerca y la idea –tremenda– de la imposibilidad de la razón y la lógica por contener el caos de la sinrazón. En algunos momentos el film es moralmente ambiguo, molesto incluso, al punto de enojarnos con personajes llevados al máximo de tensión emocional. Y es cierto que juega con el mayor temor de las clases medias contemporáneas: la pedofilia y el asesinato de menores. Pero incluso si esto puede llevar a una discusión, el oscuro, glauco mundo del film, sostenido por actores perfectos (Jackman, Bello, Gyllenhall, Dano, Leo, Howard) otorga una sensación de realidad notable, que vuelve al film una parábola dura y tensa. Una pequeña sorpresa a esta altura del año.
Rachel McAdams salva bastante este film sobre un hombre que puede viajar en el tiempo pero que gana y pierde, por esa característica, a su mujer soñada. Quien haya visto Hechizo del tiempo notará más de un parecido, aunque aquí la cantidad de sacarosa le quita todo ácido a lo que, de otro modo, podría ser una buena reflexión en tono de comedia sobre cómo utilizamos el tiempo que nos ha sido dado.
Nunca sabremos bien si Álex de la Iglesia filma para divertirse o para divertir a otros. En sus mejores películas, hace ambas cosas; en las peores, solo lo primero. Aquí parece ir de un lado a otro: un absurdo asalto que sale mal (con un cómico Jesús metalizado) en el contexto de la crisis española termina con una fuga que lleva a los protagonistas a enfrentar brujas caníbales al por mayor. Y allí se corre y se ríe, aunque el espectador se agota mucho antes del último rollo.
Primera constatación: Joaquín Furriel debería haber nacido donde el cine de género tuviese más presente y futuro, porque parece haber nacido para eso. No necesita hablar para que parezca, en este film, una versión Conurbano del Samurai que interpretó Alain Delon alguna vez. Este hombre es un asesino, comete un crimen y ocupa el lugar del muerto. Pero también consigue una familia de la que, poco a poco, se vuelve responsable. El espectador sabe que cualquier felicidad en este terreno es efímera y que se camina por una cuerda floja; el realizador Alejandro Montiel también sabe que está en campo conocido y por eso mismo deja de lado cualquier deriva, cualquier elemento que pueda disolver las posibilidades del drama o del suspenso. Adaptada a ese tono menor, a contar un cuento lo mejor posible, lastrada quizás por algún efecto dramático de más, Un paraíso... es una película noble y precisa, de esas cuyas criaturas nos importan.