Una enorme suerte que se estrene en la Argentina este film de Alain Guiraudie, a quien conocemos por una retrospectiva en el Bafici de 2010. La película narra el amor y el sexo entre hombres en un lugar especialmente indicado para ello, pero también hay un misterio casi policial y un aire trágico que rodea a sus criaturas. Guiraudie filma con precisión y con gran dominio narrativo (digamos clásico) este mundo y mantiene siempre al espectador interesado. Casi una obra maestra.
Un grupo de marines tiene por misión neutralizar una célula talibán en Afganistán. Fracasan, son emboscados, van muriendo uno a uno. A la película, dado el tema, no le falta el costado patriótico ni el elogio (en sus propios términos) de la fraternidad militar. Pero el tema es otro y, una vez que dejamos de lado los prejuicios al respecto, podemos enfrentarnos al asunto: el miedo. Son tipos asustados, desesperados, que están mirando una muerte horrible y demasiado posible a la cara, sin demasiadas posibilidades. El film maneja esta tensión y, sin explicarlo de modo explícito, transmite ese miedo con la inmediatez y la portencia de la épica. Las secuencias de acción -una de ellas en particular, especialmente climática- están entre lo más fuerte que ha realizado el cine estadounidense en los últimos años. Si es un film de aventuras bélicas en cierto sentido, su verdadero aire y espíritu es el de la tragedia. El costado político podría ser criticable si la película no tuviera también una componente universal.
Las últimas películas de Wes Anderson –el nombre detrás de “Los excéntricos Tenenbaum”– eran “menos de lo mismo”. El estilo (esos planos fijos, simétricos y coloridos, como teatrales; el tono entre lo trágico y lo ridículo que provocaban al mismo tiempo emoción y sonrisa) era el mismo, pero había perdido algo de mella. En “El gran hotel Budapest”, el director vuelve a todo su arsenal pero se concentra –por fin y como corresponde– más en los personajes y en el humor que en el diseño. Si había degenerado en un director palermitano (de Palermo Soho), por fin ha vuelto a Hollywood. Este es el cuento agridulce (pero cómico) de un conserje de hotel (un genial Ralph Fiennes) y un joven que se ven envueltos, en el lugar del título y entre ambas guerras mundiales, en una serie de aventuras. El mérito del film (más allá de un elenco muy impresionante por su calidad) reside en que estas aventuras e intrigas muy imaginativas tienen tanto peso como la relación entre los personajes. Y es un film muy bello, además, pero de una belleza para nada accesoria ni decorativa. Anderson vuelve a utilizar la precisión de la puesta en escena para transmitir emociones que parecían olvidadas. Un film como las viejas y queridas novelas juveniles, que encuentra en el pasado la posibilidad del cine moderno. El realizador, ya no una joven promesa del cine sino una realidad adulta, muestra aquí un dominio esencial para cualquier cineasta que se precie de tal: el dominio del tiempo.
Basada en una celebérrima serie de videojuegos, esto es una carrera de autos a través de los EE.UU., pura ruta y adrenalina. No es, claro, lo que solía hacer el gran Monte Hellman (Two-Lane Blacktop sería su obra maestra) y todo es más fashion y más “ya existió Rápido y furioso”. Y si no es una gran performance actoral, al menos es veloz y ligera, con buenas demostraciones de manejo. A veces el cine puede ser solo eso y funcionar.
Lo vamos a decir simple: el problema de los hermanos Coen reside en que se ponen por encima de sus personajes. Aunque a veces -este es el caso-, incluso cuando los hacen padecer un poco de más, se les filtra algo de calor humano, de empatía y de simpatìa, en el cuadro. Esta historia de un cantatne folk no muy afortunado en el contexto de los sesenta dylanescos, con un bello gato a cuestas (claro: un gato hace que cualquier cosa suba de categoría) tiene una calidez y una emoción que les falta a casi todo el resto de su obra. Bella y agridulce.
No es exagerado decir que Celina Murga es una de las grandes cineastas argentinas. Filma lo que quiere, cuando quiere, con el doble rigor de comunicar lo que desea y darle los suficientes indicios al espectador. Aquí narra la tensión en una familia donde el padre, que sostiene una doble vida casi impune, quiere que su hijo siga sus pasos. Murga mira a sus personajes, captura los gestos más significativos como si no los hubiera creado, los sigue y plantea, como una habilísima tejedora, la red de violencia que se genera entre ellos. El paisaje fronterizo, entre lo agreste y lo urbano, permite reflejar la dualidad y el desgarro de sus criaturas. Pocos cineastas -y no solo en la Argentina- logran capturar con tanta precisión lo que sucede en el interior de un joven en la última frontera antes de comenzar a madurar, y La tercera orilla lo documenta con la frialdad de un bisturì,. Ya, una de las mejores películas de este año.
Spike Jonze goza –o padece, depende del caso– de la originalidad. Creador de fábulas fantásticas en tono amable (“¿Quieres ser John Malkovich?” o la no estrenada, y muy buena, “Donde viven los monstruos”) donde lo que menos importa es lo que suceda de extraño y lo que más, lo que el comportamiento humano hace con ello. Aquí narra la historia, situada en un futuro no demasiado lejano, de un hombre solo (Joaquin Phoenix) que compra un sistema operativo “de compañía”, una voz –la de Scarlett Johansson, perfecta– que lo acompaña y lo enamora. Pero esa voz, ese sistema, crea su propia conciencia y, entre la comedia y el drama, establece tensiones con el protagonista. Hay otra mujer, real, interpretada por la excelente Amy Adams, pero el núcleo es la relación entre lo real y lo virtual o, más bien, los límites de esa cosa tan difusa que llamamos “realidad”. El film funciona bien, como una máquina narrativa. Pero hay también algo de impostación en su dulzura, incluso en su humanidad, como si Jonze estuviera demasiado atento a satisfacer todos los flancos posibles de su historia. Y es en ese tono, que parece casi un vehículo para el propio lucimiento, donde esta historia de amor se resquebraja. Incluso si el absurdo logra penetrarla e insuflarle el saludable aire de comedia, nos quedamos con la impresión de que se nos cuenta algo de más, de que quizás la historia sería más bella siendo más breve. Original, sí; amable, también. Solo un poco decepcionante.
No es un documental sobre los uruguayos No te va a gustar. Iba a serlo, pero en el medio de su desarrollo, el tecladista de la banda murió en un accidente y eso trastocó todo para los protagonistas y para el film. Lo que resulta en una película al mismo tiempo curiosa y emotiva sobre el encuentro imprevisto -siempre lo es- con la muerte y las consecuencias de ese encuentro. La música aquí tiene un rol, pues, diferente de lo que sucede con películas similares.
Imaginemos un grupo de febriles creativos de Hollywood tratando de encontrar una nueva serie de películas que sostenga el sistema -ya nocivo- del mega tanque. “Probemos con chicas de high-school”; “probemos con algo de magia”, “probemos con vampiros, pero buenos”. Pues bien, incluso así el cóctel podría ser bueno si se realizara con humor y simpatía, y lo primero es lo que falta definitivamente -o falla el golpe- en este film demasiado pequeño.
En los años 80, el nombre de Itzvan Tzabó resultaba una clave para el cine “importante”. Mefisto, por ejemplo. En fin, que el húngaro siguió adelante con su carrera aunque la moda pasó y ya no vimos más películas suyas salvo en festivales. Tras la puerta se estrena (con dos años de atraso) porque a) es un drama, b) tiene “elementos para la reflexión” y c) está Helen Mirren -que supera a a) y b) como motivo. Hungría, escritora que se relaciona como puede con su hosca sirvienta (Mirren actuando y triunfando del mismo modo que Federer ganaría un abierto de country) que, oh, esconde un pasado lleno de tristezas y humillaciones que desconocemos porque no accedemos a su alma o a su casa, que metafóricamente es lo mismo. Si quiere ver por qué Mirren sabe todo respecto de la actuación, adelante: pero solo es eso, el recital de una actriz. No “cine”, precisamente.