Un “reality movie” de abnegados servidores El paso que algunos libretistas engolosinados hacen hacia la dirección cinematográfica suele ser traumático la más de las veces. Si le sucedió a un gran escritor de cine como Charlie Kaufman, quien luego de trabajar para otros en ¿Quieres ser John Malkovich? o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos asumió la irregular dirección de su ópera prima Sinécdoque New York, ¿por qué no le pasaría a David Ayer, guionista de nombre pero sin la creatividad del otro? Luego de que la oscarizada Día de entrenamiento le diera fama en el oficio, Ayer se dedicó a intentar filmar sus propias historias, siempre en torno del policial. Comenzó con Soldado de ciudad, con Christian Bale; siguió con Dueños de la calle, con Keanu Reeves y Forest Whitaker, y ahora suma la tercera piedra al collar de su carrera con En la mira, protagonizada por Jake Gyllenhaal y Michael Peña. Igual que en las anteriores, ésta mantiene el perfil pro L.A.P.D., es decir, un punto de vista policial para la narración y a Los Angeles como escenario violento y mestizo. La acción comienza con una persecución automovilística y un alegato en primera persona donde la voz en off da cuenta del carácter implacable de los agentes de la ley. “Si te resistís, yo te golpeo y, aunque sangro y sufro como vos, al final no vas a poder escapar”, es la idea básica que se expone ahí. A continuación, imágenes del oficial Brian filmándose a sí mismo en el vestuario de la comisaría, registrando la vida cotidiana de un policía. El y Miguel, su compañero latino de patrulla, son los chicos divertidos del cuartel, pero también dos hombres de acción, de principios, y un poco inocentes e inconscientes. Brian filma para un proyecto poco claro (tal vez académico) y pretende registrarlo todo. Incluso coloca en su camisa y en la de Miguel dos pequeñas cámaras para grabarse mutuamente. A partir de eso la idea de la película es jugar al reality movie, donde todas las escenas (y el audio) son tomadas de esas cámaras que manipulan sus protagonistas. Pero ya en los primeros minutos todo comienza a volverse estéticamente obtuso. La pretensión pseudodocumental se quiebra, apareciendo en el montaje tomas que mantienen la estética del autorregistro, pero provenientes de cámaras que no existen en la realidad del relato. En la mira muestra con crudeza las dificultades a las que se exponen los oficiales de policía, desde peleas mano a mano y a lo macho con pandilleros hasta el rescate de dos bebés amordazados y atados por sus propios padres (todos negros o latinos, por supuesto). El siguiente golpe contra su propia lógica ocurre al promediar el film, cuando el director comienza a musicalizar las escenas obviando de nuevo su pretensión de Dogma (¿alguien se acuerda de qué era eso?), en busca de operar sobre la emoción del espectador. Cuando ha pasado no menos de una hora, el film aún no tiene una historia que contar, sino que es apenas la sumatoria de una serie de situaciones policiales (de calle, de cuartel, incluso familiares o íntimas) sin más cohesión que la de incluir a Miguel y Brian como protagonistas. Burda en lo cinematográfico y falsamente biempensante, En la mira se cansa de transgredir su propio verosímil con tiroteos absurdos en donde los héroes parecen invulnerables: cuesta creer que los pandilleros manejen tan mal una ametralladora. Aunque se muestra más interesado por desplegar todos los clichés de la inseguridad en Los Angeles que por destacar el accionar responsable del cuerpo de policía, luego de los títulos finales Ayer ofrenda su película a los caídos en servicio del orden público. Redondea así un trabajo que no parece escrito por un guionista reputado, sino por uno de esos taxistas devotos de Eduardo Feinmann y Radio 10.
Fábula de superación Conocido antes por su trabajo como guionista (y novelista) que por su labor como director, Peter Hedges suele moverse muy cómodamente sobre el terreno del costumbrismo. Pero además es un especialista en retratar espacios familiares, en narrar historias infantiles o adolescentes y, sobre todo, en encontrar el punto donde el mundo adulto y el de los chicos se cruzan para generar un espacio de extrañeza, en donde es posible hacer surgir cierto realismo mágico propenso al melodrama y muy fértil en situaciones emotivas (que Hedges suele aprovechar para sacar algunas lágrimas a sus espectadores). Todo esto ocurría en su primera película como guionista, adaptando su propia novela, la ya mítica ¿A quién ama Gilbert Grape?, film que hizo famoso al pequeño Leo DiCaprio; ocurría en su debut como director en Fragmentos de Abril, con la adolescente Katie Holmes; en Un gran chico, donde fue nominado al Oscar como escritor y, por supuesto, también ocurre en La extraña vida de Timothy Green. Si de hacer llorar se trata, Hedges no se priva de empezar su película bien ¡pum!... para abajo. Cindy y Jim Green son una pareja enamorada que vive en uno de esos pueblitos semirrurales tan encantadores de los Estados Unidos. Parecen tenerlo todo, excepto lo que más desean: un hijo. El film circula por una doble vía narrativa. En la primera de ellas, anclada en tiempo presente, la infeliz pareja le cuenta a un par de agentes del departamento de adopciones una historia, con la que intentan demostrar que no hay personas en el mundo más merecedoras que ellos para desempeñarse como padres adoptivos. La segunda vía es la escenificación de esa historia que los Green relatan durante la entrevista. En ella recorren los insólitos hechos que vivieron durante un año en el que fueron felices como nunca. Los recuerdos comienzan el día en que los Green se enteran de que sus perspectivas de ser padres biológicos son estadísticamente nulas. Sumidos en la depresión, Jim y Cindy intentarán no rendirse a las evidencias y, con una botella de buen vino a mano, se dedican esa misma noche a imaginar al hijo perfecto. De buen corazón y valiente, con vocación artística, dotes musicales y destinado a anotar el gol que defina un partido de fútbol importante. Los Green meten todos sus sueños, anotados en las hojitas de una libreta, dentro de una cajita de madera que enterrarán en la quinta que Cindy tiene en la parte trasera de la casita en el campo. Esa noche una extraña lluvia regará la finca de los Green y de esa huerta nacerá un chico, que es la forma en que nacen todos los chicos del mundo: de un repollo. De aristas antes mágicas que fantásticas, La extraña vida de Timothy Green no es otra cosa que un cuento de hadas, en el que la presencia de ese niño (el famoso Timothy) se convertirá en una suerte de piedra filosofal, no sólo para sus padres, sino para todos los que lo conozcan. Fábula de superación, cada personaje acabará la película habiendo aprendido algo en su relación con el fabuloso chico y el mundo será al fin un lugar mejor donde criar niños. Pero de una manera un poco simplista, muy a lo Disney, de modo que aquellos que durante todo el relato han sido envidiosos, mezquinos o rencorosos lograrán, así de fácil, ser aquello que nunca han sido. Como para darle la razón a Rousseau y seguir creyendo que el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo corrompe.
Violencia de género y justicia por mano propia Cuesta encontrar algún motivo para aceptar que Mala es una película del mismo director de Bolivia, hallar nexos para ligarla, aun con sus altibajos, a Crónica de una fuga o Francia. Pero, en efecto, Mala es la última película de Israel Adrián Caetano. Desde su debut hace 15 años con Pizza, birra, faso, en dupla con Bruno Stagnaro, se hizo evidente que Caetano buscaba hacer pie en los géneros clásicos para fundar sus relatos. Máxima expresión de tal empeño es Un oso rojo, donde con un guión redondo, un Julio Chávez notable y gran elenco, logró un western conurbano no exento de spaghetti. En Mala persiste ese deseo por el género, pero esta vez sus sistemas fallan. La línea argumental puede resumirse diciendo que se trata de la historia de Rosario, mujer que tras una tragedia personal se dedica a matar por encargo a hombres que maltratan a mujeres, forma oportuna y polémica de abordar el tema de la violencia de género, metiendo el dedo justo donde molesta: la justicia por mano propia. Ella finalmente es detenida por la policía, pero una misteriosa mujer inválida intercede para liberarla, con la condición de que haga sufrir a un hombre que le causó dolor. Rosario comenzará el trabajo, pero de a poco irá viendo que no siempre el sufrimiento es producto de un maltrato y que a veces las víctimas también ocultan monstruos. Hay varias referencias cinéfilas detectables en este intento de Caetano por contar su historia violenta, pero parecen unidas por un uso primitivo del cut & paste. La más evidente es el intento de desarrollar una historia al estilo de Quentin Tarantino, en cuya obra la venganza es un tema recurrente. Los hilos que unen Mala con Kill Bill existen, aunque el resultado no alcance a justificarlos más allá de la mención. Es que, a pesar del nexo, Caetano falla en items donde el norteamericano suele ser infalible: el empleo estetizado y lúdico de la violencia; el uso del cuerpo femenino para jugar al exploitation, y por fin, el sentido del humor. Salvo alguna línea de guión que juega a parodiar la telenovela, Mala no deja dudas de que Caetano no ha sabido (o no ha querido) reírse de sí mismo, gran virtud de Tarantino. Ni siquiera en el final, donde realiza una versión sanguinaria de una escena protagonizada por Glenn Close en la adaptación cinematográfica de la novela de John Irving El mundo según Garp. Menos comprensible resulta su decisión de utilizar cuatro actrices para un mismo papel, juego que parece tener algo del manotazo que diera Terry Gilliam en El imaginario mundo del Dr. Parnassus, cuando la muerte de Heath Ledger en pleno rodaje lo obligara a llamar a Johnny Depp, Jude Law y Collin Farrell para completar el trabajo del difunto. Es sabido que Caetano contaba con Natalia Oreiro para protagonizar la película, pero que su aporte se vio frustrado, no importa si por plata o embarazo. El director también creyó que aquí lo mejor era partir al personaje en cuatro, para que se lo alternaran Brenda Gandini, Liz Solari, Florencia Raggi y María Duplaá. A diferencia del film de Gilliam, donde un universo fantástico se prestaba a que el juego fuera verosímil, aquí nada más allá del capricho justifica la decisión, ni siquiera una esquizofrénica escena frente a unos espejos donde se subraya que la cosa viene por el lado de la dualidad placer/dolor. No sólo eso: queda la certeza de que con Raggi sobraba. Incluso todo el elenco parece perdido en medio del caos narrativo, aunque no en todos los casos sea por culpa de un guión excedido en subtramas que son callejones sin salida. Rescatar el correcto uso de los recursos técnicos no alcanza, como de costumbre, para anudar esos cabos sueltos ni para evitar decir, no sin tristeza, que Mala es sin dudas un paso en falso en la carrera de Caetano.
Maravillosa libreta de apuntes hecha cine La obsesión del director con una chica coreana que conoció en su juventud lo lleva de nuevo al país asiático, hasta que finalmente ella acepta ser entrevistada en la Argentina. Entonces, la película encuentra un final tan bello como inesperado. En El traje nuevo del emperador, Hans Christian Andersen contaba la historia de un par de sinvergüenzas que engañaban al monarca vendiéndole un traje invisible que tenía la supuesta ventaja de poder ser visto sólo por personas inteligentes. La prenda, decían los ingeniosos estafadores, sería muy útil a un estadista, ya que le permitiría discriminar cuál de sus ministros y súbditos eran poseedores de una capacidad mental digna de un hombre poderoso como él. En realidad, el fabuloso traje no era más que un truco para aprovecharse de un rey cándido que, con tal de no pasar por tonto, aceptó pasearse por su reino en ropa interior sin que nadie, por temor a ser tomado por imbécil, se atreviera a decirle que en realidad iba desnudo. En La chica del Sur, su segundo largometraje luego del impecable Cándido López. Los campos de batalla (ambos documentales), el director José Luis García anda desnudo gran parte de la película pero, a diferencia del emperador, es lo bastante perspicaz como para notarlo y compartir con el público la sorpresa de descubrirlo. Esa desnudez, que no es física, sino más bien emocional, íntima y de algún modo también cinematográfica, es entonces, aunque no lo parezca, el verdadero tema de este documental. La chica del Sur comienza con imágenes grabadas en VHS por García, durante un congreso de juventudes socialistas de todo el mundo realizado en 1989 en Pyongyang, organizado por el Partido Comunista que gobierna Corea del Norte desde el final de la guerra que partiera en dos a ese país, a mediados del siglo pasado. El encuentro, al que el director asiste en lugar de un hermano, tuvo lugar poco antes de que la caída del Muro de Berlín marcara la por entonces indiscutible supremacía del capitalismo. Su cámara registra las actividades de las delegaciones, que al mismo tiempo realizaban las tradicionales reivindicaciones del socialismo e ignoraban los trágicos hechos ocurridos pocas semanas antes en la plaza Tiananmen bajo un régimen comunista. Aunque el joven García aún se encuentra lejos de pensar que ese material será parte de una película, una prolija belleza revela que la mirada cinematográfica ya habitaba en él al filmar esos videos, que por entonces sólo eran el registro de su paso por Corea del Norte. El estado de esas imágenes de VHS que ya tienen casi 25 años es impecable y hacen gala de una claridad y una calidad pocas veces vista en cine. Entonces aparece Lim Sumkyung, una muchacha de Corea del Sur que milita en una agrupación que lucha por la reunificación coreana, quien llega al norte luego de atravesar ilegalmente la frontera más militarizada del mundo. Su ingreso en la película es pura energía: el congreso empieza a girar en torno de ella y sus apariciones públicas pidiendo por la reunificación. Todos se enamoran de Sumkyung, incluido el joven García: la forma en que su cámara la busca es suficiente evidencia. Tanto que, a pesar de partir pocos días después hacia Buenos Aires, se obsesionará con ella hasta concretar el proyecto de reencontrarla dos décadas después. El director vuelve a Corea, esta vez al sur. Sin saberlo bien, va en busca de una mujer que no es otra cosa que la idea de un pasado que tal vez no exista más que en su cabeza (o en su corazón). A partir de ahí, irá montando su película frente al público, como si se tratara de una reality movie. Pero con una pericia que convierte a esos cuarenta minutos en los que corre tras una Sumkyung adulta y con pocos deseos de regresar a su juventud (y menos de exponerse ante un extraño llegado de ese país cercano al Polo Sur), en una maravillosa libreta de apuntes hecha cine. La obsesión del director es entrevistar a Sumkyung y con eso cerrar su película. Y lo inesperado ocurre cuando ella viaja a la Argentina para, entre otras cosas, permitir que García la entreviste. Sorpresivamente, ese encuentro es puesto en escena de un modo convencional, que contrasta en su encuadre casi amateur con el rigor con que García llegó hasta ahí. Algo no está bien y cuando el director hace su primera pregunta, la película colapsa. Sumkyung, enojada por lo que considera una pregunta burda, toma las riendas de todo en una escena tan tensa como cómica, en la que parece ser ella quien dirige y García, delante de cámara, queda desnudo. Como el emperador. A diferencia del personaje del cuento, el director se atreve a exponer su desnudez, consciente de ella, y esa escena que podría haber significado el fracaso, se convierte en el punto de giro definitivo, el clímax de una película que en sus últimos diez minutos encuentra, donde nadie lo buscaba, un final inesperadamente bello. Como en su primera película, fue necesario que García viajara lejos, en tiempo y espacio, para que el cine encontrara una voz en él. Y de paso, tal vez, encontrarse un poco a sí mismo.
Los chicos crecen... y se cobran sus deudas El recurso de reconvertir cuentos infantiles en relatos que oscilan entre el horror y la acción comienza a agotarse a poco de empezar su explotación. Aunque hay que reconocerle cierto mérito a la constante lucha de Hollywood por intentar (y conseguir) sacar agua de las piedras, también debe decirse que muchas veces se trata de agua poco potable. Ocurre que cualquier dislate con un par de caras de moda y dos secundarios con oficio puede servir para mantener a Hollywood con vida, y entonces se vuelve obvio que películas como esta Hansel y Gretel: cazadores de brujas no son más que combustible ligero para conservar la maquinaria en marcha. Un cine hecho con el método de la cama caliente, casi sin pensar. Y si el cine fantástico y de terror fue siempre un gancho para público adolescente, uno de los que más dinero deja en las boleterías, se termina de entender el porqué de la insistencia por convertir a cualquier cosa en una de zombis o de monstruos. Esta versión retrofuturista del relato de los hermanos Grimm tiene profusos antecedentes en los últimos años, ninguno muy destacado. No vale la pena evocarlos aquí (apenas quizá la reciente Blancanieves y el cazador), pero sí decir que forman parte del espurio linaje de este film que representa el debut del director noruego Tommy Wirkola en los EE.UU. En este caso el traspaso es sencillo, en virtud de que en el cuento original los dos niños eran capturados por una bruja que los engordaba para el puchero. El mecanismo aquí hace que aquellos nenes que sobrevivieron a la olla se conviertan con los años en persistentes enemigos de las mujeres dadas al comercio con las fuerzas oscuras. Como si se tratara de un western, Hansel y Gretel trabajan como cazarrecompensas y son contratados por el alcalde de una típica aldea europea para poner fin a una ola de desapariciones de chicos, atribuida a las hechiceras. Aunque la historia transcurre en un tiempo que se intuye cercano a la Edad Media, la película hecha mano de una estética post-Matrix, permitiendo a sus héroes realizar proezas que desafían la física newtoniana, vistiéndolos de ajustado cuero negro. Jeremy Renner, cada vez más buscado como figura de acción, luce aburguesado dentro de ese atuendo, no es muy distinto del que usó el año pasado cuando formó parte de la troupe de Los Vengadores. Persecuciones, efectos especiales y anacrónicas armas de fuego completan la fórmula. Más allá de la imaginería visual, en la que Wirkola ya tenía experiencia (fue director de Dead Snow, una de nazis zombis), y de un par de chistes bastante buenos (uno de ellos relacionado con el exceso de azúcar al que los hermanitos fueron sometidos durante su cautiverio en la casita construida de golosinas), no es mucho lo que puede rescatarse de Hansel y Gretel: cazadores de brujas. Un film clase B flaco, al que ni los excesos le alcanzan para conseguir un impacto cinematográfico destacable.
Mister Universo como sheriff de pueblo En su primer protagónico en más de una década, Arnie encarna a un sheriff veterano enfrentado a un súper villano latino, un duelo típicamente ochentoso pero aligerado por el humor autoparódico sin el cual este tipo de cine hoy no sería posible. El regreso de Arnold Schwarzenegger al cine no es un tema menor. No se trata nomás de la buena noticia de que el infinitas veces Mr. Olympia y Mr. Universo (los más importantes títulos del fisicoculturismo competitivo) haya dejado la política, tras su labor como gobernador de California. No. Se trata de su vuelta a la pantalla grande, aunque no de un regreso absoluto, dado que en los últimos 10 años ha realizado pequeñas apariciones y cameos, de los cuales el más destacado ocurre en la segunda parte de Los indestructibles (2012), nueva saga de cine de acción ochentosa creada por otro icono del género, su amigo y rival Sylvester Stallone (ya se verá que la referencia no es ociosa ni decorativa). Pero desde que tuviera el papel principal en la antiterrorista Daño colateral en 2002, una década ha pasado sin Big Arnold como protagonista. Y aunque no se trata de un gran actor, sin dudas sí de una estrella. La rentrée se produce en El último desafío, film de acción antes que policial, dirigido por el coreano Kim Jee-Woon, que combina los elementos necesarios para que el regreso sea digno. Arnold es Ray Owens, un ex policía de Los Angeles que ha decidido alejarse de los peligros que en su oficio representa una gran y conflictiva ciudad, para convertirse en el veterano sheriff de un pueblito ubicado muy cerca de la frontera sur norteamericana, ahí nomás del tórrido México. Ray es feliz con su cargo, atendiendo problemas de gente sencilla y trabajadora, donde la rutina es apenas quebrada por algún partido de fútbol americano o por Lewis, el loquito del pueblo, amante de las armas, que dice tener todo en regla para abrir un museo de armamento. Pero mientras el viejo sheriff disfruta de ese remanso, Gabriel Cortez (Eduardo Noriega), el narco más peligroso desde la muerte de Pablo Escobar, es rescatado por sus secuaces en medio de una operación de traslado dirigida por altos cuadros del FBI. Cortez intentará salir de los Estados Unidos por tierra, conduciendo un súper auto, aprovechando su experiencia como piloto de carreras. Y, por supuesto, para ello deberá atravesar el pueblito del sheriff Ray, el último escollo que se interpone entre el villano y su libertad, entre los Estados Unidos y México, y por qué no, entre civilización y barbarie. Si bien casi todo es esperable en El último desafío, desde que el villano sea un extranjero (aunque tampoco falta la conexión local, siempre necesaria) hasta la decisión patriótica del sheriff y sus hombres de convertirse en escudos humanos de la nación, hay unos cuantos bonus a favor de la película. El primero de ellos es sin dudas el trabajo de Kim Jee-Woon, uno de los directores coreanos más renombrados de la generación que propició la explosión del cine nacional en su país. Dueño de una versatilidad que le ha permitido abordar géneros disímiles siempre con éxito, del horror a la comedia y de la acción al western, Kim consigue renovarles el aire a muchas escenas de acción e intercalar de manera precisa los momentos de humor con los de violencia. El humor es otro punto fuerte. Los indestructibles ya había demostrado que películas de este tipo ya no son posibles sin humor autoconsciente y hay bastante de eso aquí. La escena donde el sheriff Ray Owens habla con alivio de lo grato que es haber dejado Los Angeles, sabiendo que Schwarzenegger también la cambió por Sacramento durante sus 10 años como gobernador, carga un tono de ironía sutil que quizá pase desapercibido a muchos. En cambio nadie dejará de notar una gran broma políticamente correcta acerca de los inmigrantes, donde el republicano parece querer ganarse al electorado demócrata, en un film con un elenco muy latino friendly. Por supuesto que la clásica armamentofilia podría ser un punto criticable, si no fuera porque aquí depara algunas escenas casi eróticas, de hombres y mujeres acariciando largos caños cromados, preparándose para la batalla final, que quizá no estén muy lejos de la parodia. Todo lo que parecía serio y reaccionario en un film como el mencionado Daño colateral aquí se vuelve abiertamente lúdico, incluso cuando se abuse de ciertos estereotipos. Arnold Schwarzenegger sigue siendo Arnold Schwarzenegger, con su rigidez física y su inglés con acento del Tirol. Nada ha cambiado. Como diría uno de sus mejores personajes, he’s back, y ésa es la buena noticia.
Una de superhéroes, pero con mafiosos Más allá de ciertas innovaciones, el film apela a formas clásicas sin aportar nada nuevo y sin explotar las contradicciones. El cine siempre ha sido útil a la cultura estadounidense a la hora de crear una mitología que ayudara a producir una galería de personajes que poblaran una particular forma de narrar la Historia desde la Ficción, y generar entre ambas vertientes una dinámica que ha dado por resultado un relato popular de gestas y héroes. Ese cuento se ha convertido en la historia oficial del siglo XX. El hecho puede verse bien en el western clásico, que ocupa un lugar similar al del Martín Fierro para la cultura argentina y fue por años el encargado de sostener la épica nacional norteamericana. Pero no es el único género utilizado por los Estados Unidos para sostener su historia desde el cine y puede decirse que de todos han hecho un uso oportuno; pero no es el tema de este artículo. Para ir al grano, en especial de otros dos géneros se ha valido Hollywood para contarse (y contarle a todos) su propia grandeza: el género bélico y las películas de gangsters. Fuerza antigángter, de Ruben Fleischer, es un ejemplo de la vigencia del mecanismo. Si, tratándose de una nación que vive del conflicto, las películas de guerra sirven para mostrar de qué modo los Estados Unidos aplican (y son) la ley en el mundo, las de gangsters representan su contracara. No sólo muestran el manejo de la ley puertas adentro y propician un ejército de héroes morales (ver Los Intocables de Brian De Palma, versión de la serie homónima que cumplía el mismo rol), sino que en un único y contradictorio movimiento también convierten en héroes a los malos. Es que el crimen organizado ha sido siempre un factor importante en la economía estadounidense, y el cine lo refleja como nadie. Dicho esto, y dado que se alimenta de los elementos que han nutrido al género (como estar basada en hechos reales), Fuerza antigángster no sólo no aporta novedades sino que, si se revisa la filmografía destacada (El Padrino; Buenos muchachos; las dos Caracortada; la mencionada Los intocables), se vuelve rápidamente olvidable. Y no es que no haya motivos en la película para que el resultado final fuera otro. Empezando por un elenco notable, no sólo por la cantidad de nombres estelares (Penn, Brolin, Gosling, Patrick, Nolte o Emma Stone, que en el afiche está igual a Jessica Rabbit), sino porque cada uno encaja en el physique du rôle de su personaje. Pero, ya se sabe, tener “cara de” no es lo mismo que “actuar de”. El mejor ejemplo es Sean Penn, quien ayudado por un maquillaje que muchas veces le juega en contra, sobreactúa la gestualidad de su versión de Mickey Cohen, el desalmado criminal que echó a patadas de Los Angeles a la mismísima Maffia en los años ’50. La película cuenta cómo, en medio de una justicia y un departamento de policía por completo corrompidos, un grupo de oficiales apoyado por un alto funcionario crea un grupo parapolicial para realizar por izquierda lo que la ley no conseguía por derecha. La película de Fleischer, quien había sorprendido hace unos años con la excelente Tierra de Zombies, se permite un juego pop más propio de una de superhéroes, de dotar a cada integrante del escuadrón de una habilidad que lo hace ideal para formar parte del equipo (el viejo que es un as con la pistola y el negrito que es un mago con el cuchillo; el que es un genio de los gadgets retro; el líder incorruptible, masculino y violento; y el joven galán que renuncia a todo menos al amor). Esto hará que, si bien la película empieza con la seriedad impostada de los clásicos, violencia explícita incluida, pronto se transforme en un híbrido más cercano al cine de acción multitarget que al policial negro puro y duro. En el medio el relato se empastará aún más queriendo retomar la veta histórico-social, aludiendo a la posguerra donde hombres entrenados para ganarse la vida matando debían reintegrarse a una sociedad pujante y en desarrollo, pero en tiempos de paz. Cada vez menos firme, el relato se cargará entonces de subrayados comentarios éticos y morales, puestos en boca de quienes necesitaron romper todas las leyes para hacer cumplir algunas. Una contradicción que esta película, a diferencia de otras, no alcanza a justificar, para acabar siendo una de muy buenos contra muy malos, que es como suelen ver al mundo allá por el Norte.
Que viva el terror al modo argento De a poco, el cine de género escapa a los nichos habituales y construye una reputación que va más allá de la anécdota. A través de tres relatos, la película juega con los registros y se permite transitar terrenos difíciles, con resultados apreciables. ¡Malditos sean! llega a las pantallas comerciales tras un largo recorrido. Se trata (aunque no es un dato confirmado) del film nacional de género de más importante trayectoria internacional, habiendo obtenido premios en Brasil, Sudáfrica, España y en el tradicional Buenos Aires Rojo Sangre; participando de una docena de festivales de género, entre ellos Sitges, el más importante del mundo, pero también en Holanda, Inglaterra, México, Estados Unidos, además de formar parte de la programación de otros de primer nivel como los de La Habana y Mar del Plata. Aunque este tipo de recuento no necesariamente significa nada, ni positivo ni negativo, no debe dejar de mencionárselo, del mismo modo en que se lo suele destacar cuando la película encuadra en la más prestigiosa (y gastada) etiqueta del Nuevo Cine Argentino. ¡Malditos sean! responde a un rótulo más joven, el de Cine Independiente Fantástico Argentino (CIFA), del cual la recién estrenada Diablo, de Nicanor Loreti (ganadora de la Competencia Argentina de Mar del Plata 2011 y aún en cartel), resulta hasta ahora el más exitoso exponente. Firmada por el tándem integrado por Demián Rugna y Fabián Forte, nombres esenciales dentro del cine fantástico en el país, ¡Malditos sean! responde a las reglas básicas del CIFA y, a partir de una estructura de relato clásica, cruza con éxito varios géneros, yendo del terror a la comedia y de ahí al policial, para llegar al gore (que no debe confundirse con Al Gore). La historia se desarrolla a través del tiempo en tres relatos que abarcan tres épocas distintas. Lo curioso es que todo comienza en 1979, el mismo año que eligió Benjamín Avila para contar su Infancia clandestina. La referencia no es gratuita. Un grupo de tareas ingresa a una casa derruida en busca de un hombre, pero sólo encuentran a una vieja que parece bastante perdida en un mundo que poco tiene que ver con la realidad. Sorprende que una película de terror nacional se atreva a tomar como punto de partida el más abominable de los horrores reales de la historia del país, y sin embargo la cosa tiene sentido. Forte y Rugna son capaces de jugar con el horror y el absurdo ahí mismo, en el año más violento de la última dictadura militar, el non plus ultra de los horrores absurdos. También sorprende que el tipo que buscan y secuestran sea un brujo, que terminará siendo el origen de todos los males de la película y que trae a la memoria a otro brujo (real), tanto o más maligno que éste. Que dos directores consigan remitir a la Historia de un modo tan inesperado, pero sin resignar nunca la convicción de hacer cine fantástico, es uno de los méritos de ¡Malditos sean! El relato del brujo es el soporte de los otros dos, que ocurren años después pero que, como la Historia misma, se encuentran fatalmente ligadas a aquel origen. En “La caja”, un atormentado asesino a sueldo se ve envuelto en un ritual macabro para pagar su culpa por la muerte de un niño, mientras que en “Cafeomancia” el amor acaba siendo, como de costumbre, la mejor de las armas contra el mal. En el medio los directores se permitirán poner en pantalla un par de monstruos dignos; escenas de violencia explícita, humor negro, algo de incorrección política y detalles escatológicos; un cameo de Daniel de la Vega (director de Hermanos de sangre, film que este año revalidó en Mar del Plata el triunfo de Diablo) y una desconcertante hermandad de enanos de jardín. Más allá de los puntos flojos, que los tiene (aunque no afecten el gusto de verla), ¡Malditos sean! resulta exitosa no sólo en el relato, sino en su impecable factura artística y técnica. Desde el trabajo de un elenco notable casi en un ciento por ciento a la destacada tarea de cámara, fotografía, arte y música, nada hace suponer que una película de este nivel se haya realizado con un presupuesto menor al de una publicidad de televisión. Sin ser el Santo Grial de las películas de su tipo, el trabajo de Forte y Rugna resulta un nuevo gran y alentador paso hacia un cine nacional de género con personalidad propia. Otra muestra de que acá también se pueden hacer buenas películas de género y, quién sabe, soñar con que el público comience a amigarse con la idea de ir al cine a ver una de monstruos, de tiros o de risa, pero con acento argentino.
Asesinos por naturaleza Este noir chaqueño tiene varios ingredientes del policial clásico: el narrador en primera persona, una pareja de amantes criminales dispuestos a todo y una serie de acciones con las que los protagonistas se empujan a sí mismos a un punto de no retorno. El policial es un género transitado por el cine argentino, aunque no demasiado habitual. Mucho menos esa clase de policiales en los cuales el punto de vista es el de los asesinos. El décimo infierno, ópera prima como director del escritor Mempo Giardinelli, en colaboración con Juan Pablo Méndez (basada en una novela homónima del propio Giardinelli), tiene varios ingredientes de la receta del policial clásico: el recurso de la voz en off y el narrador en primera persona; una pareja de amantes criminales dispuestos a todo para estar juntos; una huida y una serie de acciones con las que los propios protagonistas se empujan a sí mismos a un punto de no retorno. Que la historia transcurra en Resistencia, Chaco, una hoguera de vanidades talle pueblo chico, suma a la película la certeza de que el infierno que se avecina es indefectiblemente grande. Todo comienza con una cena entre amigos. Antonio y Griselda reciben en su casa a Alfredo, socio del primero, en un ambiente de confianza y distensión, de charlas sobre vinos, discos y la demora del delivery que no llega. Como en un cuadro de Hopper, la escena nocturna es seguida desde el jardín de la casa por una cámara fija, a través de las puertas de vidrio que asordinan los diálogos interiores. Sin mediar ningún cambio en su actitud, Alfredo sale al jardín, toma una pala, vuelve a la casa y sin dejar de conversar con su socio, lo golpea salvajemente en la cabeza por la espalda, frente a la indecisa pasividad de Griselda. Mientras tanto la voz de Alfredo confiesa que siempre supo perfectamente que lo que hacía era horroroso, pero que eso no lo detuvo. Del mismo modo en que todos estos detalles remiten, como se ha dicho, al policial clásico y a lo que hasta hace muy poco solía llamarse “crimen pasional”, lo que sigue a partir de ahí parece cambiar la dirección (y la intención) del relato hacia la variante psycho killers. Con Antonio desangrándose en el piso pero todavía vivo, la pareja en lugar de recapacitar sobre la barbarie cometida decide persistir en ella y Alfredo remata a su socio con una cuchilla de cocina. Enseguida llegará una vecina preocupada porque acaba de escuchar gritos en la casa y esta vez será Griselda quien no tendrá reparos en apuñalarla y pedirle a su amante (y ahora cómplice), que remate también a esta mujer. El chico del delivery que finalmente llega no correrá con mejor suerte. Como los tiburones que se desesperan con sólo oler la sangre, Alfredo y Griselda emprenderán la huida hacia el Paraguay dejando un tendal de víctimas inocentes, casi a la manera de Juliette Lewis y Woody Harrelson en Asesinos por naturaleza (pero sin los desbordes estéticos de Oliver Stone, aunque algunos hay). Muchas veces la forma en que son utilizados cinematográficamente los elementos narrativos que componen El décimo infierno conservan un estilo literario que recuerda, y casi subraya, que detrás de la película hay una novela. Sobre todo el relato en off de Alfredo, a través del cual pueden saberse los detalles de la historia, y la mayoría de los diálogos. Por desgracia esa “literariedad” vuelve a muchos de esos diálogos poco naturales, artificiosos antes que artificiales, quitándoles potencia a los momentos de intimidad en los que estos dos sádicos amantes se van revelando mutuamente las diferentes capas de su locura. Una prueba de la eterna dificultad de adaptar una obra literaria al cine, ya que no siempre lo que resulta verosímil en la lectura conserva esa característica al cambiar su género narrativo. Es esa falta de realismo cinematográfico lo que debilita incluso el humor negro que se percibe en las acciones absurdas que cometen Alfredo y Griselda. Una lástima, porque la historia no es mala.
Una película fundacional Con la ultraviolencia explícita como marca, Diablo se permite explorar un estilo de humor negro salvaje que es muy común en el off del cine argentino, pero que difícilmente accede al circuito comercial, como es el caso ahora. Vamos al punto: Diablo es una película con varios aciertos, algunos puntos flojos e influencias evidentes. Si eso fuera todo lo que hubiera para decir de ella, podría concluirse que se trata de una película buena, con lo justo. Pero sucede que es mucho más que la mera enumeración de sus virtudes y defectos. Diablo es una película quizá fundacional, un umbral y un piso para toda una movida de cine subterráneo e independiente que comenzó a gestarse a mediados de los ’90, cuando un grupo de amigos adolescentes grababa películas de zombies por las calles de Haedo, provincia de Buenos Aires. O quizá un poco antes, cuando un grupo más amplio se juntaba a hablar del cine que les gustaba en el local del famoso videoclub bizarro Mondo Macabro; o después, en el Festival Buenos Aires Rojo Sangre. O cerca de eso, con la aparición de la revista La cosa, idea del hoy exitoso productor de cine Axel Kutchevasky. O tal vez haya que viajar hasta fines de los ’70, cuando todos esos chicos eran nenes de verdad y se pasaban los sábados enteros frente a la tele, mirando primero los Sábados de superacción en Canal 11 y a la noche, por Canal 13, las imperdibles películas del ciclo Viaje a lo inesperado, presentadas primero por el impecable Narciso Ibáñez Menta, y más tarde por el quasimodesco Nathan Pinzón. Entonces, si Diablo representa en términos inmediatos el debut cinematográfico del periodista y guionista Nicanor Loreti, en términos de industria representa el primer emergente notorio de un grupo de artistas que hace tiempo se vienen formando en el cine como juego y oficio, antes que como ejercicio académico. Puede decirse que Diablo de Nicanor Loreti marca la mayoría de edad de lo que ya ha sido mencionado como Cine Independiente Fantástico Argentino (CIFA). En términos narrativos, Diablo propende al desborde, a una pérdida de control que a veces excede lo estético y parece trasladarse al artista detrás de cámara. Sin dudas ese exceso forma parte del cine que Loreti escribe y filma, y este debut les hace honor a esos principios. Se trata de la historia de Marcos (Juan Palomino), boxeador de extraño pedigree (judío de origen peruano) cuyo apodo profesional es El Inca del Sinaí, sobre quien pesa la culpa de haber matado accidentalmente a un rival. Justo cuando se disponía a prepararse para el reencuentro con una ex, la llegada de su primo Huguito (Sergio Boris), un delincuente de poca monta, le llenará la casa de extraños personajes y las situaciones se pondrán cada vez más violentas. La estética trash desarrollada por Loreti para su debut sin dudas les debe mucho a los universos creados por Quentin Tarantino y, sobre todo, por Robert Rodríguez en el díptico Grindhouse, o en películas que remedan el cine exploitation como la más reciente Machete. Con la ultraviolencia explícita como marca, Diablo se permite explorar un estilo de humor negro salvaje que es muy común en el off del cine argentino, pero que difícilmente accede al circuito comercial. Sin preocuparse demasiado por la lógica ni la verosimilitud del relato y sus giros, Loreti se concentra en desarrollar y coreografiar el absurdo, sobrecargando el ambiente de personajes con el único propósito de llevar las cosas al extremo, en busca de determinados efectos de violento slapstick. Más allá de su éxito como comedia de excesos (obtuvo el premio a la Mejor película argentina del Festival de Cine de Mar del Plata 2011), Diablo alinea una suerte de seleccionado del CIFA. No sólo porque Loreti dirige y escribe, sino porque cuenta con la colaboración en cámara de Daniel de la Vega (director de la destacada Hermanos de Sangre, ganadora de este año en Mar del Plata) y la asistencia de dirección de Fabián Forte (director de La corporación, que también compitió este año en ese festival, y junto a Demián Rugna de ¡Malditos sean!, que estrena en enero próximo), además del cameo de otro director de la movida, como Valentín Javier Diment (Parapolicial negro). En casi todas sus películas también se repiten los nombres del elenco: Palomino y Boris, Jorge D’Elía, Luis Aranosky, Luis Ziembrowski, e incluso ellos mismos realizan pequeños papeles en las películas de sus camaradas. Aun así, es posible que Diablo no sea lo mejor que puede dar el CIFA, pero no caben dudas de que se trata de un sólido y remarcable primer gran paso del nuevo cine fantástico argentino.