El nuevo film de Apichatpong Weerasethakul es un viaje a lo fantástico-maravilloso, una película imprevisible, llena de sorpresas. Boomee está enfermo, y decide ir a morir a su pueblo al norte de Tailandia, cerca de Laos, una región convulsionada políticamente. En la casa de su cuñada, una sensible mujer que lo acompañará antes de su partida, es visitado por el fantasma de su esposa, muerta joven, y de su hijo desaparecido años antes, reencarnado en una suerte de orangután fantasma de ojos luminosos que deambula junto a otros semejantes, en una alusión al pasado trágico del país. Esta apretada sinopsis no hace más que dar una idea de un film que, como los anteriores Blissfully Yours (2002), Tropical Malady (2004) y Syndromes and a Century (2006), rehúsa los nexos lógicos y las relaciones causales, rinde homenaje e incluye elementos de la mitología tailandesa y del budismo a la vez que alude a la represión política, pasada y presente. Apichatpong dijo al presentar su película que la clave es “dejarse ir”, y en efecto, el film es como un hermoso sueño, una experiencia meditativa. Nuevamente, demuestra su talento para filmar la selva, sus lugares y sus sonidos, y cómo interrelacionar lo real con lo mítico. Creo que es uno de los directores más originales del momento, coherente consigo mismo, de una cinematografía bellísima, donde la fuerza de la naturaleza ocupa un lugar tan especial como los mundos paralelos.
El perfecto asesino Suelen gustarme las películas de asesinos profesionales. Tanto ellas como sus protagonistas tienen sus códigos y normas de conducta. La inolvidable El samurai los planteaba en la figura de Alain Delon: hombres solitarios y silenciosos, reconcentrados en su trabajo; sin distracciones, ni relaciones familiares ni de amistad, ellos practican un severo entrenamiento mental y físico, con algún hobby o manía. El samurai, de Jean-Pierre Melville cuidaba un pajarito; el de El perfecto asesino, una planta que trasladaba a todas sus viviendas; Arthur Bishop, el mecánico del título, ama la música clásica, y se obsesiona con el tiempo lento del trío Opus 100 de Schubert, sí, el mismo que popularizó Barry Lyndon. El título de mecánico no es sólo metafórico: su otro hobby consiste en reparar un Jaguar clásico, bastante espectacular, en su casa en medio de los pantanos que rodean Nueva Orleans. En general, esas cábalas profesionales no fallan y, cuando sobreviene algún fracaso, suele ser a causa de no haberlas respetado. El inglés Simon West (Con Air) dirige esta remake de Fríamente… por motivos personales, que en 1972 protagonizara Charles Bronson como el implacable asesino, aggiornándola a los gustos y ritmos actuales, y con el aporte de la última tecnología. La estrella es ahora Jason Statham, quien encarna a un profesional independiente cuyo mayor cliente es una compañía o agencia de dudosa identidad. Toda la primera secuencia sin diálogos es una muestra de la eficiencia y perfeccionismo de Arthur para realizar su trabajo: la eliminación de un capo de la droga colombiano, en su propia piscina, bajo la mirada de un ejército de guardaespaldas. Arthur es un hombre atractivo y delicado, y rápidamente gana la confianza del espectador, a pesar de su trabajo brutal. Su contacto con el cliente es Harry McKenna (Donald Sutherland), quien ha sido su mentor y único amigo. Una vez que la compañía ha comprobado que Harry los ha traicionado, presiona a Arthur para eliminarlo. Steve, su hijo pródigo (el versátil Ben Foster, a quien hemos visto crecer profesionalmente desde su actuación en la serie Six Feet Under, siempre en la franja de la ambigüedad, como en este film) se une a Arthur para devenir su discípulo y socio y, ya profesional, vengar la muerte de su padre. Las cosas no serán como antes: Steve quiere proceder a su modo –menos desapegado, más sádico-, y Arthur descubre el valor de la amistad, con lo cual se coloca en un lugar más vulnerable. Si bien no tiene ningún momento brillante, y al guión le sobran clisés y le falta cierta hilación interna, el film está servido para el disfrute de los amantes de la acción, y Arthur y Steve parecen hechos el uno para el otro. Habría sido interesante que profundizara en los temas propuestos: la violencia innata, la culpa, la venganza. Pero parece que las películas de violencia actuales no tienen lugar para reflexiones filosóficas o psicológicas. Se mantiene en lo suyo hasta el final, previsible y decepcionante. Sólo resta desear que Statham (El transportador, Crank, El gran golpe) no siga fijado en los roles de acción, pues todo hace creer que podría animarse al drama con la misma intensidad.
En la actualidad, no son habituales las películas sobre cuentos de hadas. Esto es lo que parece ser Amor sin límites durante buena parte del film. Varios elementos contribuían a creerlo así: un hombre solitario y perdedor (Colin Farrel)), pescador en las costas de Irlanda, cuida a su hijita con serios problemas de salud, a quien deberán cambiarle un riñón. Una ex esposa alcohólica, y un pasado propio de alcohólico también, ahora recuperado para poder ayudar a su hija Annie. Ante estos personajes en conflicto se presenta una bella y misteriosa joven surgida del agua -en verdad, él la recoge con su red entre unos pocos peces- que habla con un acento extraño, y se rehúsa a dar explicaciones sobre su llegada o a ver a nadie del pueblo, y se hace llamar Ondine (Alicja Bachleda). Mujer del agua, nunca se aleja de ella, es una experta nadadora y parece atraer con su canto a peces y langostas a las redes de su salvador. Todo lleva a que la inteligente Annie vea a la misteriosa visitante como un ser mitológico, y que surja el amor entre esos seres que parecen rescatarse mutuamente. Sin embargo, Ondine muestra tener un costado carnal muy evidente. En suma, un film con un alto grado de romanticismo, que se ve con placer, y que trae una vez más el tópico del misterioso recién llegado que viene a alterar la vida de un grupo humano. Me reconcilié un poco con Colin Farrel, en esta actuación medida, entre duro y débil, del hombre que lucha por recuperar una dignidad que tal vez nunca había tenido. Neil Jordan (El juego de las lágrimas, Entrevista con el vampiro) suele ocuparse -en películas de distinto género- de la articulación o interacción entre realidad concreta y fantasía, entre apariencia y verdad. Su film puede disfrutarse cuando se desarrolla en ese interregno cuasi fantástico, mientras se mantiene la magia. La sugestiva fotografía de Christopher Doyle -bien conocido fotógrafo de las películas de Wong Kar-wai- filma esas costas, esos mares, con un sabio uso del gris, del verde y el azul, de las penumbras, de la permanente ausencia del sol, acentuando una atmósfera bellamente misteriosa. El problema sobreviene cuando Jordan decide no sostener más el misterio, y da un duro golpe de realismo anticlimático en un final torpe y apresurado, con lo cual el film cae de manera estrepitosa.
El hombre equivocado Memoria e identidad son los temas sobre los que no cesa de volver este thriller que combina una buena cuota de misterio y otra de acción. Ambientada en Berlín, es una producción que reúne estrellas de diversas nacionalidades, en un euro-pudding muy a la orden del día. El doctor Martin Harris (Liam Neeson) llega a la ciudad alemana para asistir a un congreso de biotecnología y, tras un espectacular accidente, encuentra que su lugar ha sido ocupado por un impostor y que su propia esposa no lo reconoce. A partir de ese estado de confusión, el hombre sin papeles, sin pertenencias, con su sola y debilitada memoria, procurará desesperadamente que reconozcan su identidad perdida, aunque los indicios estén en su contra. ¿Es todo consecuencia de la amnesia vivida tras el estado de coma en el que permaneció durante cuatro días? ¿Quién es realmente Martin Harris? ¿Se ha armado una conspiración para sacar rédito del lugar privilegiado que habría de ocupar en el congreso? Estas son las preguntas que sospecha el espectador y que se hace el protagonista, mientras todas las puertas se le cierran y su vida corre peligro, sin que pueda explicarse el porqué. El director catalán Jaume Collet-Serra (La casa de cera, La huérfana) ha dirigido con agilidad este film menor, pero que no decepcionará a los amantes del cine de acción. Cuenta con buenas dosis de lo habitual: misterio, paranoia, escenas de persecución en auto, accidentes, explosiones, lucha física, espionaje, etc., en una Berlín nevada bellamente fotografiada por el español Flavio Labiano. Tras su consagración en la serie Mad Men, January Jones parece destinada a los roles de esposa de, esperemos que no sea ese su único destino. El irlandés Liam Neeson sostiene con su pericia y toda su corporalidad la intriga y desesperación de ese personaje que recuerda en parte su participación anterior en Búsqueda implacable. Dos personas saldrán en su ayuda: una inmigrante ilegal (la alemana Diane Kruger) y un detective privado, ex agente de la Stasi (un envejecido Bruno Ganz), quien vive orgulloso de sus recuerdos. Inevitable recordar La vida de los otros, sobre todo porque la contraparte científica del doctor Harris está actuada por Sebastian Koch, quien fuera coprotagonista en aquella película. Un guión evocador de Alfred Hitchcock, con varios giros y vueltas de tuerca, donde nada es lo que parece, posee unos cuantos agujeros negros y cabos sueltos. Pero también algunas perlas, como la ambivalencia o ambigüedad de valores, el rol de heroína en la piel de una ilegal y, sobre todo, el personaje árabe que resulta ser un benefactor de la humanidad. Para los cinéfilos, el momento más interesante tal vez sea la escena entre Bruno Ganz y Frank Langella, un duelo entre dos veteranos que encarnan dos tipos de espionaje: el político y el científico.
El sueño americano convertido en pesadilla Pocas veces el cine de Estados Unidos se animó a mostrar con tanta valentía y contundencia el lado oscuro de la sociedad de su país, su sucio patio trasero, como lo hace este film. Mientras las grandes productoras prefieren observar el lado glamoroso de las grandes ciudades, es el cine independiente el que se asoma a sus áreas de miseria, como lo insinuara Kelly Reichardt en Wendy y Lucy, para poner un ejemplo reciente. Es ahora otra mujer, la directora Debra Granik, quien se atreve a sumergirse en la América profunda -en este caso, un pueblo rural de Missouri- para retratar, de manera más dura que Reichardt pero igualmente veraz y sincera, una realidad de extrema sordidez. Transposición de la novela de Daniel Woodrell, Lazos de sangre es una tragedia familiar que tiene como protagonista a Ree, una chica de 17 años que ha quedado a cargo de sus dos hermanos pequeños y de una madre postrada por una aguda depresión que la deja casi catatónica. El padre ha estado en prisión por elaborar droga en un laboratorio precario, ha puesto su cabaña y sus tierras con bosques como fianza y ha desaparecido. Si no se presenta a la audiencia ante la Justicia, toda la familia perderá su hogar. Ree ha crecido prematuramente, y decide salir en su búsqueda, para lo cual deberá hundirse en aguas turbulentas. Un pacto de silencio se cierra a su alrededor, y se repiten las advertencias para que no lleve a cabo su plan y deje de hacer preguntas. En su camino, Ree va encontrándose con un sinfín de personajes sórdidos, amenazantes, en ambientes que no lo son menos, gentes que no vacilarían en eliminarla si continuara indagando, y para colmo, todos pertenecen a su familia. En esas cabañas, en esos bosques donde no existe el sol, parece haber ido a parar toda la mugre y basura del imperio: muebles viejos, neumáticos, toda clase de plásticos descartables, vehículos inservibles decoran el hábitat de esos pobladores entre los que abunda el alcohol, la droga, las armas, la violencia física, mezclados con la música country, la ganadería y una hermosa naturaleza en estado de contaminación. Granik sabe mostrar estas realidades con un estilo medido, casi documental, y, al mismo tiempo, un perfecto sentido del suspenso narrativo frente a la inminencia del peligro. Tras las reiteradas advertencias, Ree va convenciéndose de a poco de que su padre ha muerto, probablemente en un ajuste de cuentas de la mafia local para la que trabajaba. Todos los personajes que la integran están maravillosamente logrados: el capomafia, un viejo cowboy patriarcal temible, de pocas palabras; su mujer y sus hermanas, cuyo código de honor prohíbe que los hombres golpeen a Ree, pero ellas no vacilan en castigarla de la manera más brutal por desobedecer los mandatos de la tribu. La fotografía de esos rostros rudos, curtidos, es particularmente conmovedora. Muchos de los actores no son profesionales, lo cual agrega realismo a la acción, y el inglés que hablan no es menos primitivo. Es interesante también el personaje del tío (un sobrio, duro John Hawkes), quien oscila entre ejercer la violencia familiar y asumir un sentido de responsabilidad ante la misión que lleva a cabo su sobrina. El film tiene como gran revelación a la joven Jennifer Lawrence, quien elabora una interpretación extraordinaria de su personaje. Con realismo extremo, en ningún momento parece estar actuando. Su performance le ha valido ya varios premios, fue candidata al Globo de Oro y tiene una nominación al Oscar. Ree es una chica convencida de su misión y con un altísimo sentido del orgullo familiar. Si bien se trata de una de las escenas menos vibrantes, es particularmente significativo el encuentro que tiene con un sargento del ejército estadounidense. Ree -quien ha deseado incorporarse a sus filas para lo cual sus compañeros se entrenan en la escuela secundaria- decide reclutarse para cobrar los 40.000 dólares que el ejército pagaría a cada soldado que fuera a combatir en Asia. Ree conserva aún su costado ingenuo, al creer que puede llevarse a sus hermanitos consigo. Es este segundo largometraje de Debra Granik, quien en su opera prima Down to the Bone también había tratado las tribulaciones de una madre de familia (Granik parece tener una fijación con los huesos, aunque en este último caso el título tendría un sentido metafórico), la directora maneja con maestría los tonos de una historia durísima, que nunca se excede, ni tiene golpes bajos, ni sobreinformación. Melodrama familiar, thriller, tragedia moderna, es este un film que entra en todas esas categorías, rico en capas de sentido. La búsqueda del padre como proceso iniciático, la entrada en la madurez, la identidad y el honor familiares, la ley y ética tribales, el resistido protagonismo femenino en una sociedad patriarcal, la ausencia del Estado, la relación con la tierra, la pintura de un sector importante de la sociedad norteamericana, son todos temas profundos aunque nunca tratados con solemnidad.
El amor tiene cara de mujer La ley del matrimonio igualitario ha sido la consecuencia de un cambio social vivido por la condición gay en Argentina, cuya comunidad ha pasado de sufrir un silencio condenatorio a la aceptación generalizada de una realidad dada. Bienvenidas, entonces, son películas como Lengua materna y Mi familia, que ayudan a la mayor visibilidad de la pareja lesbiana, sumergida en el desconocimiento y el ninguneo. Afortunadamente, pasaron las épocas en que el personaje homosexual siempre debía morir o pagar por su pecado en algún final trágico, como ocurría cada vez que Hollywood incluía el tema gay. Nuestra sociedad tiene aún deudas pendientes con otras comunidades que viven discriminaciones o situaciones relegadas, siendo la más notoria la sufrida por los aborígenes propios y de países limítrofes. Si bien Adrián Caetano lo trató muy bien en Bolivia, estos grupos todavía esperan otras reivindicaciones en el cine. En Lengua materna, Claudia Lapacó vuelve al cine con un personaje entrañable: una madre que decide sacar del armario a su hija lesbiana, quien desde hace años vive con su pareja, para todos “una amiga”. Ruth (Virgina Innocenti) se siente un poco aturdida por el súbito reconocimiento de su madre, que decidió el coming out de su hija, pero acepta el hecho. Menos resignación tendrá cuando su madre decida investigar sobre la condición lesbiana, se introduzca en la comunidad y acabe invadiendo su casa y su intimidad. Tal vez la madre responda a la apertura social ya mencionada o quizás no haga más que satisfacer su curiosidad por su propio lesbianismo. En ocasión del estreno de su opera prima, Por sus propios ojos, elogiamos el trabajo de Liliana Paolinelli, quien se animó con un tema muy comprometido y un tratamiento y propuesta originales o personales. Si bien en su nueva película aborda también una temática de alto compromiso, su filmación por el contrario se encuadra en lo más tradicional del cine costumbrista argentino. No significa esto una condena: la primera mitad del film discurre con simpatía y tiene momentos hilarantes (oficializada su pareja, Ruth decide blanquear también los abortos de su hermana, lo cual lleva a una pelea típica, y también es muy graciosa la escena en el bar de mujeres). Pero en la segunda mitad se resiente la tensión dramática y la narración tiende a diluirse, para rematar con un final poco iluminado. Sin embargo, un elenco impecable, que se completa con Claudia Cantero (a quien también podemos ver estos días en Sin retorno), Mara Santucho y Ana Katz hacen de este film una más que agradable opción.
Adivinando la película Nunca será demasiado insistente el pedido de cuidado en la proyección de una película. Como toda obra de arte, requiere respeto para su presentación y exhibición. Las condiciones en que vi esta obra de origen sueco en función para la prensa -copia en DVD con colores opacos y cambiantes, interrupciones, saltos y pixelados varios- me impiden compartir el entusiasmo que despertó entre los críticos de otros países, donde seguramente tuvieron la suerte de verla en su formato fílmico original. Tratándose de un largometraje que justamente crece alrededor de la importancia de la imagen y la fotografía, la visión defectuosa arruina el resultado. El director de la recordada Los emigrantes se basa en la historia familiar de su mujer y coautora de la historia original, para construir esta saga de una mujer humilde que en la Suecia de principios del siglo XX lucha por llevar adelante una familia numerosa con un marido agresivo y alcohólico, que sin dejar de amarla a su manera la somete a abusos y maltratos, en un ambiente pintado con atemperado naturalismo. Cuando la mujer decide vender una cámara de fotos que había ganado en un sorteo, para compensar las penurias económicas familiares, tiene la fortuna de encontrar un hombre diferente, que le abre todo un mundo de posibilidades consigo misma. Esa contracara del marido, sensible y respetuoso, la introduce en el mundo de la fotografía, que será su vía de salida del infierno. Muy cerca de La cámara oscura, de la argentina María Victoria Menis, el film muestra la fotografía como un camino para la transformación liberadora de la mujer considerada como objeto, en momentos previos al feminismo. Pero también habla sobre el carácter perdurable de la imagen y su poder evocativo. Con buenos actores y filmado en esos sepias que deberían remedar la vieja fotografía, pero que en la copia en DVD resulta imposible de apreciar.
Un día del año 2000, los canales de televisión transmitieron desde Concordia, Entre Ríos, la noticia de que un grupo guerrillero se preparaba en los montes para entrar a la lucha armada, en respuesta al estado de injusticia que vivía el pueblo. Su líder, encapuchado, manifestaba ante las cámaras que se había entrenado con las FARC en Colombia y con el ejército zapatista en México. Frente a esa noticia bomba, todos los medios calentaron la atmósfera informativa, mientras la población se mantenía en vilo. Poco se tardó en identificar a los autoproclamados “combatientes” y en saberse que todo había sido una operación mediática de un grupo de activistas sociales y piqueteros de la zona, en un intento por llamar la atención del país sobre una región pauperizada, donde la desocupación y la crisis estaba llegando a niveles alarmantes, sin reconocimiento del gobierno, entonces radical. El debutante Nicolás Herzog reconstruye aquellos hechos rescatando los registros que entonces realizó la radio y la televisión, sobre todo los del canal Crónica, el medio que de la manera más irresponsable y ridícula había caído en la trampa. Registra también los testimonios de los protagonistas, que viven un cierto grado de mitomanía, y por momentos se reconstruye o ficcionaliza aquella historia. Herzog trabaja su documental como si fuera un film noir, con un régimen de la imagen nocturno y oscuro, y una estética difusa y borrosa, como lo es la historia que relata. Al mismo tiempo, pone en evidencia el dispositivo cinematográfico y el proceso de producción de la película, complejizando su estructura. Más que resultar una denuncia sobre una situación social, éste es un documento de la manera en que cierto periodismo construye una noticia, a veces sin corroborar la autenticidad o veracidad de los hechos. Herzog dice inspirarse en los grandes realizadores del documental actual, pero Orquesta roja -que ganó el premio principal del reciente Festival Río Negro Proyecta- queda en el marco de algunas limitaciones de realización y desarrollo narrativo.
El lenguaje del amor Estando el cine lleno de historias de amor, resulta difícil encontrar algo único o al menos diferente. Pues Une affaire d'amour lo es. Si bien es fácil adivinar en este melodrama el triángulo que ha de formarse entre Jean, un albañil felizmente casado con una obrera, Anne Marie, y la maestra de su hijo, Mademoiselle Chambon, nunca sabemos cómo seguirá el affaire, qué caminos ha de tomar esa historia tan sutil y delicadamente narrada. Sólo había visto de Brizé Je ne suis là pour être aimé, una deliciosa comedia sobre el amor en la edad madura, y aquí se confirma como un excelente narrador de historias íntimas. La magia del film se basa en dos aspectos clave: la cámara y la actuación de los protagonistas. Si los diálogos son escasísimos, en cambio la comunicación que se establece desde el primer encuentro entre hombre y mujer -Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain- está llena de matices: miradas, silencios, acercamientos, acuerdos tácitos, el lenguaje del amor está aquí inteligentemente explotado y la química, el entendimiento entre ambos actores es elocuente, a lo cual tal vez no sea ajeno el hecho de que ambos fueron un matrimonio en otra época de su vida real. El movimiento de la cámara es el otro punto de apoyo, con largos, pausados planos que acompañan el proceso de enamoramiento, tomándose todo el tiempo necesario para reconocer, reprimir y aceptar un amor que no debe ser. Exquisitamente fotografiado, podríamos llamar a éste un film elegante, como sólo los franceses saben filmar. Film de atmósferas, presenta algunos detalles que dibujan la personalidad de los protagonistas: el test gramatical familiar, la devoción con que Jean trata a su padre anciano y lo acompaña a elegir su funeral, la timidez de Véronique y su resistencia a tocar el violín frente a Jean, su modo de ejecutarlo, la reacción de la esposa, todo está sugerido por los cuerpos, en gestos que trascienden las palabras. Tal vez a algunos les resulte demasiado radical la indecisión de este film mínimo, con sus tiempos dilatados y silencios elocuentes; yo encuentro en ello la exploración de las posibilidades del cine y de la eficacia de los actores, así como la explotación de la puesta en juego de las emociones. Absolutamente romántico y melancólico, el film tiene una música que acentúa este carácter, si bien está utilizada diegéticamente: la banda sonora de Ferec von Vecsey que ejecuta Véronique significa para Jean la apertura a otra esfera cultural, más refinada que la suya, y esa melodía parece no abandonarlo. Algunas escenas simples y elocuentes: la charla en que él se explaya -tal vez por primera vez- con orgullo sobre su oficio de albañil; el momento en que ella escucha sin decir una palabra el mensaje telefónico de su madre, tan orgullosa de su otra hermana, agregan complejidad e intensidad a la situación básica. Y la escena del beso posee un carácter amoroso poco frecuente en un tópico tan reiterado.
Un ángel en mi mesa El tema del paso de un ángel, o del extraño que llega para transmutar la vida de los personajes en un micromundo es un tópico recurrente en el cine. Tal vez la película más emblemática que lo trate sea Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, pero desde Boudou salvado de las aguas (Jean Renoir, 1932), vuelve bajo uno y otro aspecto. La joven directora Mona Achache se inspiró en la muy exitosa novela La elegancia del erizo, de Muriel Barbery, para su primer largometraje. El recién llegado es el señor Ozu (Togo Ogawa), un japonés que viene a habitar un enorme departamento en un edificio elegante de París. Allí vive una niña de 11 años, sumamente perspicaz, sensible e inteligente, hija de una familia de ricos neuróticos con los cuales no tiene comunicación alguna. Paloma (excelente debutante Garance Le Guillermic) resulta demasiado lúcida y cínica para su edad: obsesionada con la cámara, filma a su familia mientras emite los juicios más agudos y lacerantes sobre padres, hermana y todo su entorno. Decepcionada de la vida, le ha puesto fecha de vencimiento. La única persona que zafa de su juicio condenatorio es la encargada -portera o concièrge- del edificio, el erizo del título. Madame Michel no es lo que quiere parecer, y a juicio de Paloma, oculta algo. De otra manera, no se explica que esa mujer hirsuta, deteriorada y malhumorada tome el té de una exquisita tetera oriental mientras lee Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki, un ensayo sobre arte japonés, y come delicadamente tabletas de chocolate amargo en su pequeño departamento de la portería, donde atesora una muy nutrida biblioteca. “Ha encontrado el escondite perfecto”, le dice la mocosa, con expresión cómplice. Esas son las vidas que serán tocadas por el señor Ozu, el único que tiene ojos para percibir la sensibilidad de esas dos almas, y catalizará sendas metamorfosis. La veterana actriz y también directora Josiane Balasko es el punto más alto del este film lleno de buenas intenciones, pero no siempre traducidas en buen cine y que, entre otros, llega con un premio de la crítica internacional FIPRESCI. Y hablando de veteranas: Ariane Ascaride tiene un secundario como la doméstica del edificio. Reflexión sobre los prejuicios, las clases sociales, las apariencias y el secreto, todo transcurre en ese edificio que parece albergar la sociedad misma, vista a través de los ojos de la niña y la mujer. Pero también se aborda la dificultad en las relaciones: las de la niña con sus padres, las de la mujer con su prójimo. Y aquí es donde El encanto del erizo deriva hacia cierto reblandecimiento que no lo beneficia, con una pintura de personajes que cae en la caricatura. Sin embargo, este film amable y algo superficial tiene elementos que garantizan la aprobación del gran público. Por último, El encanto del erizo resulta una suerte de pálido homenaje a Yasujiro Ozu, no sólo por el nombre del personaje sino también porque se ven fragmentos de su gran obra Las hermanas Munakata.