En la adolescencia de una década Octubre de 1962 fue el mes en el que el primer single de Los Beatles y el primer film de la saga dedicada al Agente 007 vieron la luz en el Reino Unido. Pero también fue el mes de la bomba, de los misiles cubanos apuntando a los Estados Unidos. El riesgo real de que las potencias mundiales terminaran reducidas a cenizas radiactivas es el trasfondo del último largometraje de la británica Sally Potter, en lo que seguramente sea su proyecto cinematográfico más clásico y frontal, al menos desde un punto de vista narrativo. En cuanto a sus aspiraciones, las de Ginger & Rosa no son menores, pero resultan bien diversas a las de su film más reconocido, Orlando, que jugaba el juego de las múltiples temporalidades con un personaje eterno y cambiante. La otrora artista experimental, miembro de la famosa cooperativa London Film-makers’ Coop durante los años ’70, intenta aquí un retrato de época que se siente autobiográfico, no tanto por los detalles de la trama sino por el particular zeitgeist que la película intenta replicar y que la realizadora vivió en aquellos tiempos, con apenas trece años recién cumplidos. Coming of age en épocas difíciles (¿qué épocas no lo son?), Potter ambiciona cruzar lo personal con lo político y social, con el devenir de la Historia. “1962 es antes de nuestro concepto de ‘los años ’60’, pero está más allá de los ’50. Es casi como la adolescencia de una década”, declaró Potter en una entrevista a la revista Sight&Sound luego del estreno de Ginger & Rosa en el Festival de Toronto. Y adolescentes son, precisamente, sus dos protagonistas, amigas desde la más tierna infancia. Desde el parto, para ser precisos, según revelan las primeras imágenes. Si Ginger (Elle Fanning teñida de violento naranja, como corresponde a su nombre) es un poco más cándida que Rosa (Alice Englert), desconocedora todavía de las pulsiones sexuales y cuyos primeros contactos con el alcohol y el tabaco sólo pueden provocar tos y borracheras, ello no impide que su interés por el estado del mundo la empuje a relacionarse con un grupo de activistas pro desarme nuclear. Generando, de paso, las primeras fricciones en una amistad que se suponía eterna, inviolable. La vida en casa de Ginger tampoco es fácil: su madre pide a gritos una vida hogareña más “normal”, mientras su padre (interpretado por Alessandro Nivola), un profesor universitario de espíritu libre, no termina de comprender las consecuencias que trae aparejada su irrefrenable pasión por sus jóvenes alumnas. Extraño que Potter haya optado, en un film tan british, por actores americanos (es de suponer que habrán luchado bastante para pulir sus acentos), pero más allá de este detalle circunstancial, que sólo puede quebrar la apariencia de verosimilitud para un espectador de habla inglesa, el mayor obstáculo que encuentra el desarrollo de Ginger & Rosa es su obsesión por los detalles de época, que terminan convirtiendo a sus personajes en meros portavoces de ideas, creencias e ideologías. No se trata de un film maniqueo en sentido alguno, pero la carga simbólica de cada línea de diálogo, parece dispuesta para tensar alguna línea de discusión sobre la era retratada. Potter se apoya en una fotografía demasiado majestuosa, que destaca la fotogenia no sólo de los actores sino de cada una de las locaciones, sea ésta una playa frente al mar o una parada de ómnibus suburbana. En una propuesta de representación naturalista, el resultado es una narración que termina virando hacia los excesos melodramáticos y que reemplaza la posibilidad de la empatía por una superficial nostalgia vintage.
Tres historias casi perfectas, pero sin alma Puedes ir a la cama el miércoles en la noche siendo un escritor y despertar el jueves por la mañana y ser otra cosa totalmente diferente. O puedes irte a la cama el miércoles por la noche siendo un plomero y despertar el jueves por la mañana siendo un escritor. Este es el mejor tipo de escritores”, escribió Charles Bukowski. Algo de eso da vueltas en Palabras robadas, al menos en uno de los tres escritores que habitan sus páginas (sus fotogramas). Pero a pesar de las apariencias, el debut como guionistas y realizadores de Brian Klugman y Lee Sternthal no está centrado en el oficio de la escritura y el ambiente editorial, ocupado como está en exaltar grandes palabras como el Talento, el Amor, la Inspiración, el Honor, la Culpa y las Segundas Oportunidades. Guión de hierro a la vieja usanza, el de Palabras robadas cronometra rigurosamente sus tres actos y presenta su trío de historias de literatos como si se tratara de cajas chinas, a través de flashbacks dentro de flashbacks que van atando cabos y llevando la resolución de sus conflictos a su correspondiente casillero. El Hombre Viejo (Jeremy Irons), el primero de los escritores (sin nombre propio, lógicamente, como se verá), es el que más cerca está de la definición de Bukowski. Su libro autobiográfico lo muestra como un joven soldado americano, enamorado de una blonda francesa en el París post-1945, pero esa historia de amor contrariado nunca llegará a publicarse. Unas seis décadas más tarde, esas mismas páginas amarillentas son halladas casualmente por Rory Jansen (Bradley Cooper), escritor sin libro publicado que encuentra en el plagio directo y literal una forma de catarsis primero y un enorme éxito editorial después. Claro que el Hombre Viejo se entera y no pasará demasiado tiempo hasta que sus destinos se crucen. La historia del escritor fantasma y el simulador es narrada a su vez por otro escritor, Clay Hammond (Dennis Quaid), quien luego de la presentación de su último libro será cuestionado por una joven groupie, trasformando una posible noche de placer en otro cuestionamiento al rol de narrador y su relación con la vida real. Palabras robadas gira desembozada y melodramáticamente alrededor de toda clase de lugares comunes, no sólo los relacionados con el oficio del escritor. Rory Jansen (nuevo intento de Cooper, exitoso a medias, de despegarse de sus papeles cómicos) es un compendio de ideas gastadas sobre el joven escritor con talento incomprendido por las reglas del mercado, y la relación con su joven esposa parece tomada del Manual del Conflicto Matrimonial para guionistas de Hollywood. El personaje de Irons –quien gana por afano con su presencia en cámara– es otro ejemplo de lo antedicho, una versión romántica e ingenua del escritor maldito transformado por la historia en un dador de lecciones de vida. El film de Klugman y Sternthal es cine elaborado a partir de la ingeniería del guión, pensado y repensado desde la aceleración y desaceleración del ritmo, la dosificación de impactos anímicos y la construcción de crescendos. Pero, sin sustancia por encima de esos pilares, Palabras robadas esquiva cualquier atisbo de emoción genuina y se convierte en una película cuyo mayor mérito es ser funcional a su trama. Un film-robot.
Nostalgia y costumbrismo familiar El cuarto largometraje como realizadora de la actriz, guionista y cineasta franco-estadounidense Julie Delpy navega mansamente las aguas del costumbrismo familiar. Familia numerosa, por cierto, que a partir de un flashback seminal se reúne en la casa de campo de la matriarca para festejar su cumpleaños. Verano boreal de 1979, fin de una década que Delpy no elige casualmente: la edad de quien dispara el recuerdo coincide aproximadamente con la de la directora, nacida en 1969. “La pequeña niña principal del film, Albertine, soy básicamente yo”, según sus propias palabras. Si el origen del film es entonces la remembranza personal, con esa estación espacial que puede o no caer cerca del lugar del encuentro, en el corazón de Bretaña (el Skylab del título original), Verano del 79 hace de los choques generacionales y políticos, las cuestiones de género y el encuentro entre el ámbito rural y el urbano algunos de sus condimentos esenciales. Si en pueblo chico el infierno es grande, el microcosmos hogareño es trasformado aquí en espejo de la sociedad en su conjunto. Para retratar al extenso clan, la directora de 2 días en París congregó a un puñado de actores y actrices de carácter y trayectoria, comenzando por Bernadette Lafond y su par Emmanuelle Riva (vista recientemente en Amour), ambas decanas de la nouvelle vague, Eric Elmosnino (a quien resulta difícil separar de su reciente caracterización de Serge Gainsburg), Denis Ménochet y la propia Julie Delpy, quien se reservó un rol importante en el reparto. Y el film ciertamente les saca el jugo, reservando momentos de alta exposición actoral para todos y cada uno de ellos. El principal escollo que encuentra Verano del 79, que en líneas generales escapa de la ñoñez y la sensiblería, es su incompetencia a la hora de hacer de los personajes algo más que simples arquetipos, símbolos de tal o cual forma de ser y pensar. El “loco de la guerra” es básicamente eso, el padre estricto es por definición un tipo de derecha y los personajes de Delpy y Elmosnino –padres de la joven Albertine– parecen sacados de un compendio del buen veterano del Mayo francés. En esa construcción monolítica de sus criaturas y en su obsesión por lograr un tono siempre ligero, Delpy no logra ir más allá de la superficie de las cosas. Previsiblemente, los conflictos familiares ocupan un lugar relevante en la historia, con una discusión sobre política que deviene en rencilla a alto volumen como punto climático, tormenta que será seguida por la calma. Donde acierta la realizadora, en la segunda mitad de la película, es en el retrato de los personajes más jóvenes. La escena del baile en el pueblo –luego de que Albertine logre bailar con ese Adonis que, ante sus ojos, surge del mar como una Rachel Welch en versión masculina– encuentra en la mirada embelesada de la chica una intensidad que el film, en su conjunto, halla sólo esporádicamente. Mirada melancólica y amable sobre el pasado, Verano del 79 encuentra en el clásico de la chanson setentosa “L’Ete Indien”, de Joe Dassin (que en aquellos años se escuchaba hasta en la sopa, la Argentina incluida), la encarnación perfecta de sus logros y limitaciones: un hit de manual que, escuchado retrospectivamente, dispara algunas emociones genuinas y otras algo embarazosas.
Desfile de histriones y vanidosos Las adaptaciones de grandes clásicos del teatro o la literatura que apuestan por un giro moderno, refrescándolos con pátinas de diversos colores y texturas, corren siempre el riesgo de la obsesión por la superficie. Algo así le ocurre al londinense Joe Wright, quien luego de su traslación cinematográfica de Jane Austen (Orgullo y prejuicio) se le anima ahora nada menos que a Leon Tolstoi y a su novela más celebérrima, Anna Karenina, quintaesencia de la literatura rusa del siglo XIX. La romántica y trágica historia de la aristócrata que, metida de lleno en un affaire amoroso, olvida todos los deberes matrimoniales y sociales al uso, ha sido llevada a la pantalla en decenas de ocasiones. La mayor novedad de esta nueva versión radica en su tratamiento narrativo, que intenta cruzar el más puro y tradicional romanticismo con la autoconciencia de su artificialidad. Si el mundo es un teatro, como afirmaba Calderón de la Barca, Anna Karenina presenta el universo aristocrático de la Rusia zarista como un desfile de histriones y vanidosos, una mascarada hipócrita y opresiva, particularmente para las almas libres. Adaptada por el dramaturgo y guionista Tom Stoppard (Shakespeare apasionado, El imperio del Sol, Brazil), la Karenina 2012 se exhibe con aires revisionistas, al menos desde sus apariencias. Las primeras imágenes introducen a los personajes representándose a sí mismos, en lo que se revela una escenografía que emula un teatro en todo su derecho, con proscenio, bastidores, candilejas y tramoyas. Eso le permite al film atacar con ingenio las inevitables elipsis (la novela en su edición completa se acerca a las mil páginas), moviendo delante de cámara escenografías y demás elementos ante cada mudanza espacio-temporal. Las comparaciones con Moulin Rouge, que vienen acompañando la película desde el momento de su estreno, no parecen del todo atinadas, por más de una razón. En principio, no hay canciones que acompañen la trama y la apuesta por la artificialidad no llega a los extremos del largometraje de Baz Luhrmann. Sí es cierto que ambos proyectos comparten cierta debilidad por el amor romántico como sublimación del espíritu humano, ideal que no por anacrónico ha dejado de tener su atractivo en pantalla. Film de despliegue visual pero también de enfático reparto, Anna Karenina cuenta con la actuación central de Keira Knightley como la atribulada heroína titular, papel que la actriz lleva adelante con profesionalismo y ocasionales momentos de gesticulación desproporcionada. En el otro extremo, Jude Law (en el rol de Karenin, su comprensivo pero árido marido) está atado a una inexpresividad que no logra transmitir en toda su dimensión la discusión moral interna que abruma al personaje, excepto a través de las líneas de diálogo. Stoppard desde el guión y Wright desde la dirección de actores apuestan a la transformación de los personajes originales en algo así como versiones destiladas, sintetizadas. Existen en Anna Karenina momentos de invención visual. El trabajo de fotografía es ciertamente llamativo, por momentos casi pop (lentejuelas, brillos y reflejos están a la orden del día) y el ritmo del film no abandona el gusto por la velocidad y la variedad. Pero en su tendencia a priorizar la intensidad por sobre cualquier otra posibilidad narrativa, Wright y Stoppard caen en más de un momento en la afectación y la cursilería. Eventualmente la noción misma de artificio en primer plano, que la película nunca deja de lado, extingue todas sus posibilidades y desnuda su verdadera naturaleza: no tanto una reflexión sobre la esencia de toda representación, sino un simple truco narrativo que se agota a mitad de camino.
Un Cupido con flechas de grasa Tercera entrega de una saga que se pretende romántica (la primera de ellas se estrenó en la Argentina con el título original en italiano Manuale d’amore), Las edades del amor vuelve a enfrentar al espectador con tres historias de ¿amor? ¿sexo? ¿deseo? El realizador Giovanni Veronesi utiliza en este caso a un personaje aglutinador, un taxista llamado Cupido, que grafica de alguna manera la cursilería que atraviesa el proyecto de punta a punta. Así, con sus irresistibles flechazos, el tachero del amor hace blanco en los tres personajes masculinos que motorizan las historias –la mujer es aquí objeto del deseo, nunca sujeto, excepto en el segundo relato, donde la fémina en cuestión es una acosadora de celebridades con trastorno bipolar diagnosticado–. De hecho, la historia del periodista estrella que le mete los cuernos a la esposa con la mujer equivocada es el único de los cuentos que, en escasos momentos, genera algún tipo de interés por su parentesco –muy lejano, es cierto– con la acerada y corrosiva tradición de la commedia all’italiana. El resto es un despliegue de lugares comunes y “bella” fotografía, por momentos más cerca de la estética de una publicidad de turismo (o del recientemente importado día de San Valentín) que del arte cinematográfico. En la primera de las historias un joven abogado romano a punto de contraer matrimonio se engancha con una hermosa pueblerina, haciendo tambalear más de una de sus convicciones, mientras que en la última un profesor estadounidense exiliado en Italia se enamora de la hija de su mejor amigo, demostración de aquella tesis que propone que para el amor no hay límites de edad. Ni el trío integrado por Robert De Niro, Monica Bellucci y Michele Placido puede salvar a esta última crónica de la obviedad, la falta de gracia y el tedio. Las edades del amor es una de esas películas que, con total desfachatez, tratan al espectador como un niño, llevándolo de la mano a lugares que tal vez nunca quiso visitar, enseñándole “cosas del corazón” como una casamentera desvencijada. Si lo grasa fuera una categoría estética, Veronesi sería uno de sus máximos cultores. Dicho esto en el mal sentido de la palabra.
El lado B del sueño americano En The Master, Paul Thomas Anderson, un autor a la europea pero hecho en Hollywood, propone un particular retrato generacional, concentrado en dos personajes que de tan antitéticos no pueden sino atraerse, como polos imantados. Con apenas seis largometrajes realizados a lo largo de quince años, Paul Thomas Anderson es, a esta altura, una suerte de tótem cinéfilo. Tal vez no a la altura de un Stanley Kubrick, pero sí lo suficientemente esporádico y extravagante como para que cada una de sus nuevas obras sea esperada con una importante dosis de reverencia. En otras palabras, esa rara avis, el autor a la europea made in Hollywood. The Master, gran perdedora a la hora de las nominaciones de los Oscar 2012, es un film excéntrico en más de un sentido. La decisión de rodar en 65mm, un formato virtualmente extinto, hizo agua las bocas de los fetichistas del celuloide, aunque la película poco y nada tiene que ver con los relatos épicos usualmente relacionados con esa tecnología: el film de Anderson es, en gran medida, un drama de interiores. (De todas formas, se produjeron tan sólo 16 pocas copias en 70mm y ninguna de ellas llegará a la Argentina.) Más allá de este aspecto técnico, que semeja a una empresa quijotesca en plena conversión de la industria cinematográfica al digital, The Master no se parece a muchas otras películas de su mismo origen. Apenas fue anunciado el proyecto, la polémica se instaló sin que Anderson hubiera rodado un solo plano. Pero The Master no podría estar más lejos del retrato biográfico de L. Ron Hubbard, el controvertido creador de la Cientología –la “filosofía religiosa” con altas dosis de autoayuda que tantos adeptos ha ganado en la costa oeste americana– que le sirve de inspiración. El realizador propone en cambio un particular retrato generacional, concentrado en dos personajes que de tan antitéticos no pueden sino atraerse, como polos imantados. Freddie Quell (un Joaquin Phoenix siempre al límite del estallido total) deja pasar los últimos días de la Segunda Guerra a la espera de su regreso a casa: en las primeras escenas se lo ve teniendo sexo virtual con una mujer de arena o preparando tragos con ingredientes poco ortodoxos, incluido el combustible de un navío. Ya de regreso en la vida civil y con un nuevo trabajo como fotógrafo, la emprende a golpes con uno de sus retratados en pleno centro comercial, delante de decenas de clientes. Resulta evidente que su psiquis está bastante maltrecha, pero si Quell es un “loco de la guerra” o ya estaba arruinado de antemano, no es algo que el film descifre. Ni falta que hace. Anderson sigue a Quell en su búsqueda (o escape) de sí mismo hasta que se topa con el doctor Lancaster Dodd, interpretado por un favorito del realizador, Philip Seymour Hoffman. Dodd es El Maestro, el líder de La Causa, un movimiento que entrecruza la psicoterapia, la fe religiosa y las ansias de superación personal. Ese encuentro, que semeja más un choque estelar, guiará el resto del relato hasta la última escena. Pero antes quedará claro que el inestable Quell, obsesionado con el sexo, el alcohol y la violencia, necesita a su mentor, el aparentemente autosuficiente y procurador Dodd, tanto como éste necesita a su protegido. En realidad, ese “ser primitivo”, el hombre bestial encarnado por Quell está bastante más cerca de Dodd de lo que las apariencias parecen indicar. La suya es una simbiosis fuera de serie, que incluso amenaza con desestabilizar el orden de la particular familia de seguidores del carismático caudillo religioso. Entre ambos, la esposa del Maestro, Peggy (Amy Adams), personaje no sólo relevante sino imprescindible en la historia, mente rectora y racional, el único personaje que parece ser dueño de algo parecido al autocontrol. O tal vez ese sea otro espejismo. Anderson se niega a ofrecerle al espectador algo parecido a la empatía con sus criaturas, al tiempo que evita una construcción narrativa con arco dramático transparente, dos de los aspectos más estimulantes de The Master. No es éste un film con moralejas o de claras intenciones descriptivas –más allá de la notable reconstrucción de época–, sino una compleja amalgama de emociones, impulsivas y violentas en su mayor parte, que el realizador despliega en capas, por acumulación y sedimentación más que por el tradicional procedimiento de la construcción secuencial y cronológica. Hay algo pesadillesco e inquietante en The Master, que el director convoca sin los excesos de estilo de su largometraje anterior, Petróleo sangriento, aspecto que se hace extensivo a la dirección de actores y al uso de la música, compuesta por el guitarrista de Radiohead, Jonny Greenwood. El bizarro grupo de familia de The Master se suma a otros creados por P. T. Anderson previamente, desde la troupe porno de Boogie Nights hasta la particular relación padre-hijo que estaba en el centro de Petróleo sangriento. Aquí propone una imagen en negativo del sueño americano de posguerra, con sus relaciones filiales claramente definidas y ese utópico futuro de progreso indefinido, donde la realización personal está a la vuelta de la esquina. Si Quell y Dodd son detritos de una sociedad que comienza a (re)construirse después de la aventura de la guerra, o bien dos de sus esencias constitutivas, es algo que la película no intenta ni desea aclarar. Nuevamente, ni falta que hace.
Comedia musical nada revolucionaria Hay varios tipos de espectadores posibles para Los miserables. Están aquellos que han leído la obra original de Víctor Hugo, pero desconocen las distintas adaptaciones cinematográficas que se han hecho de ella (vale la pena rastrear aquella dirigida por el francés Raymond Bernard en los años ’30). Otros que sólo conocen la historia de Valjean y Javert a partir del exitosísimo musical escrito por Alain Boublil y Claude-Michel Schönberg en 1980. Finalmente, habrá un grupo de espectadores absolutamente vírgenes. Para este último contingente, la nueva traslación –primera que lleva el boceto del musical a la pantalla– difícilmente sea la mejor manera de conocer esta saga de pasiones, sufrimientos y expiaciones en la Francia de la Restauración borbónica, que cruza los destinos de una docena de personajes a lo largo de más de quince años. Nobleza obliga, el realizador Tom Hooper (el mismo de El discurso del rey) tomó una decisión osada, temeraria casi, que pudo haber dado como resultado una extravagancia genial o bien, como es el caso, un híbrido bombástico y, por momentos, un poco ridículo. Los miserables versión 2012, nominada a la nada despreciable suma de ocho premios Oscar, intenta combinar el artificio inherente a toda obra de teatro musical con la carga de realismo siempre presente en el medio cinematográfico, generando así un choque de voluntades, una lucha de titanes que el film nunca abandona a lo largo de sus casi 160 minutos. Todos los “diálogos” son cantados por los actores, aunque en un modo que intenta eliminar la declamación operística. En ese sentido, resulta razonable la determinación de utilizar primeros planos para los momentos de mayor intensidad dramática. Esa misma intencionalidad lógica puede atribuírsele al uso del registro directo de las voces en el momento del rodaje, a contramano de la práctica casi universal del lip sync (mover los labios sobre una pista de audio pregrabada), que en algunos contados momentos genera cierto grado de impacto emocional. Pero la lógica, muchas veces, está reñida con los resultados artísticos. Resulta doloroso ver a estos actores de renombre –Hugh Jackman como el convicto Valjean, Russell Crowe en el rol del policía Javert, Anne Hathaway como la sufrida Fantine– forzar sus cuerdas vocales al límite de las fuerzas, tratando de llegar a tonos para los cuales no están preparadas. La puesta en escena –ese término tan resbaladizo– aquí se reduce prácticamente a un par de estrategias de encuadre y montaje. Con notables sets de fondo (los naturales, los generados por computadora se ven poco convincentes) Hooper se acerca a los actores, a veces rodeándolos, en otras ocasiones siguiéndolos con una ubicua steady cam, abusando del objetivo gran angular, sin que medien para ello demasiadas razones creativas. Para combatir el miedo a la sensación de teatro filmado, el montaje frenético corta y corta sin cesar, generando un ritmo artificial, forzado. Es cierto que Los miserables no quiere ser una película armoniosa, bella en el sentido tradicional, y que la idea del realizador está más cerca de una destilación de la obra original que de su simple reproducción. Pero es muy difícil sacarse de encima la sensación de cáscara sin contenido, de despliegue de medios sin verdadero espíritu rector. La segunda mitad del film es la más penosa, cuando sus románticos revolucionarios de diseño y la muy poco convincente historia de amor entre los personajes jóvenes toman el centro de la escena. En ese momento comienzan a sentirse en el cuerpo los minutos transcurridos y los aún por llegar. Que son muchos, demasiados. Pero al menos ahora sabemos con certeza que Hugh Jackman es mejor cantante que Russell Crowe.
Un primitivismo rancio Este film independiente está nominado a cuatro Oscar porque toca las teclas adecuadas en los momentos precisos, mientras se debate entre el cuento de hadas y el regreso del realismo mágico. Muy mimada esta niña del sur. Desde su estreno el año pasado en el Festival de Sundance, Beasts of the Southern Wild (rebautizada sin razón aparente como La niña del sur salvaje) viene levantando premios y críticas laudatorias en cuanto evento cinematográfico se presenta. El film, realizado de manera independiente con un presupuesto de apenas dos millones de dólares, está nominado a cuatro premios Oscar, incluidas las categorías de Mejor Película, Director y Actriz protagónica. Es entendible, en algún punto, ya que esta ópera prima idiosincrásica parece tocar las teclas adecuadas en los momentos precisos, aunque es precisamente esa cualidad en la ejecución –su programa estilístico y las curvas que describe la historia– la que aleja los resultados finales de la frescura y el ímpetu de sus primeros minutos. ¿Cuento de hadas o triunfal regreso del realismo mágico? La mirada casi excluyente de la protagonista, una chica de seis años, parecería señalar hacia la primera de las opciones, pero hay algo (mucho, en realidad) en el debut de Benh Zeitlin que hace inclinar la balanza fuertemente hacia el otro costado. Hushpuppy (Quvenzhané Wallis, oriunda de Louisiana, como casi todo el resto del reparto) vive junto a su padre en una región nunca nombrada del sur de los Estados Unidos, una suerte de Waterworld hiperrealista que los lugareños llaman, afectuosamente, Bathtub (bañadera). Es que la erección de un dique cercano ha abandonado a sus propios recursos a un reducido grupo de habitantes, aferrados con uñas y dientes a su lugar de pertenencia. Casas de chapa derruidas, animales correteando, alto consumo de bebidas alcohólicas, naturaleza exuberante. Y el agua, siempre el agua. La chica parece feliz en su entorno bayou, desconocedora del mundo que existe del otro lado del espigón, resguardada en la cercanía de su padre y sus vecinos. Es un mundo diferente, primitivo, con reglas propias, en precario equilibrio. El padre de Hush-puppy, se sabe desde temprano, está muriendo, y su hija ha sido elegida depositaria de ese estilo de vida en extinción. No tardará en aparecer la tormenta, que el espectador no puede más que relacionar con el huracán Katrina. La tempestad cambia la vida de Hushpuppy y del resto del clan, quienes a pesar de todo intentan resistir y sobrevivir. A las fuerzas naturales pero también a las reglas humanas. Hay dos aspectos de La niña del sur salvaje que impactan desde un primer momento. La cámara del director de fotografía Ben Richardson hace un excelente uso técnico de la película de Súper 16mm utilizada como formato de rodaje, logrando unas tonalidades y un grano original que difícilmente pueda emularse con un equipo digital (mal que les pese a los exegetas de las bondades de los bits). El otro es la música, compuesta por Dan Romer y el propio realizador, que acompaña los minutos iniciales con fausto e insistencia, contrapunto de la suave voz en off de la protagonista. Pero con el correr de los minutos, las imágenes comienzan a estar más cerca de la pericia untuosa que de lo oportuno y la banda de sonido se revelará algo machacona y pretenciosa. Que el relato entrelace imágenes de un grupo de bestias prehistóricas –referidas en el título original– como metáfora infantil (¿del miedo?, ¿del mundo adulto?, ¿de lo aparentemente inevitable?) no hace más que agregarle una pizca extra de fantasía a un film que va abandonando el ideario poético para acercarse cada vez más al universo de la sensiblería. Es que la película de Zeitlin, con sus pobres bellos y tozudos, termina apostando por una idea de primitivismo algo rancia, en una operación cinematográfica que no puede esconder del todo cierto aire oportunista, tal vez inconsciente, que se esconde entre sus pliegues. No hay dudas de que la crítica o el retrato social nunca figuraron entre las intenciones originales del realizador. Y no hay necesidad de dudarlo: La niña del sur salvaje es original en su planteo y la ejecución es tenaz y bien intencionada. Pero es difícil no sentirse algo traicionado por un film que llega a sus últimas escenas –cada vez más esquemáticas y dislocadas– con aire cansino, y cuya carga de emoción, lejos del aire mítico de sus primeras imágenes, es insuflada por métodos tan tradicionales como el llanto en primer plano de una nena.
Retrato en tono de elegía para una figura trágica Daniel Day-Lewis interpreta a un hombre avejentado pero todavía enérgico y hábil como para conducir las riendas de un país. Película extraña Lincoln, a pesar de su pulido clasicismo. Extraña porque, a diferencia del grueso de la obra de Steven Spielberg, el director de Rescatando al soldado Ryan se concentra aquí mucho más en las palabras que en los aspectos visuales del relato, como consigna el propio autor en la entrevista publicada por Página/12 el martes pasado. Extraña también porque una de las marcas de estilo en sus largometrajes de temática “seria” –Ryan, Schindler y casi todas las demás– fue siempre la simplificación de ciertas complejidades del mundo real en pos de la tersura narrativa. La gran excepción a esta regla tal vez sea Munich, película de tintes grises, ideológicamente difícil de aprehender. Lincoln, en la carrera por los premios Oscar en doce categorías, no se parece en nada a Munich, pero ambos títulos comparten el deseo de desechar maniqueísmos y sobreentendidos para ofrecer una mirada personal sobre momentos pedregosos de la historia. El decimosexto presidente de los Estados Unidos ha sido desde siempre una figura irresistible para el retrato cinematográfico, pero no han sido muchos los cineastas que le han dedicado por completo un largometraje. Resulta interesante comparar este Lincoln siglo XXI con dos antecesores de alcurnia. D.W. Griffith debutó en el cine sonoro con un Abraham Lincoln (1930) que hoy se muestra avejentado, teatral en varios pasajes, una suerte de compilado de grandes éxitos de la vida del homenajeado. Mucho menos cerca de la biopic canónica, El joven Lincoln (1939) concentraba la historia en un período puntual de su vida: los primeros pasos como abogado en un pueblito de Illinois. John Ford suavizaba allí una historia dramática con su habitual sentido del humor, en una película sorprendentemente lírica y humana. Este nuevo Lincoln está más cerca de Ford que de Griffith, aunque la historia es ciertamente menos amable y luminosa, enfocada como está en uno de los períodos más oscuros de la historia norteamericana. La historia que cuenta Spielberg –cuyo origen descansa en parte en un libro de investigación histórica– ocupa un espacio temporal breve pero sustancioso: el primer cuatrimestre del año 1865. En ese período, el Congreso de los EE.UU. sancionó la enmienda a la Constitución que puso punto final a la esclavitud, los Estados Confederados de América terminaron rindiéndose ante el ejército del norte luego de una sangría de cuatro años y Lincoln fue asesinado durante una función teatral, el primero en una lista de cuatro magnicidios en la historia de ese país. En la interpretación de Daniel Day-Lewis (que se suma así a una lista de notables que incluye a Walter Huston y a Henry Fonda, los Lincoln de los films citados), en su caminar cansino, en sus hombros doblegados por pesos literales y metafóricos, es posible hallar la esencia del tono del film. Esperanzado aunque melancólico, Lincoln es el retrato de un hombre avejentado por los golpes de la vida en general y la vida política en particular, pero todavía lo suficientemente enérgico y hábil como para conducir las riendas de un país. El guión de Tony Kushner (coguionista asimismo de Munich) está mucho menos interesado en sacarle lustre al prócer que en describir los vericuetos legales –y no tanto– que llevaron a la reescritura de la Carta Magna. De esa forma, la verdadera estrella del film es la exposición de esa realpolitik de intramuros que incluye, no sorprendentemente, la compra de votos a cambio de puestos oficiales o la súbita conversión de parlamentarios demócratas en republicanos de pura cepa. Algunos querrán ver en esa mirada cándida sobre los resortes reales del funcionamiento democrático una defensa del vale todo, del fin que justifica cualquier medio, pero lo cierto es que la película no parece tanto celebrar esos procedimientos como rescatarlos del olvido de la historia oficial. En última instancia, la votación en cuestión no involucraba la ratificación de una ley que beneficiaría a uno u otro grupo económico o la reforma para la obtención de mayor control político sino, lisa y llanamente, la abolición de la esclavitud, causa digna si las hay. Al mismo tiempo, Lincoln no es presentado como un adalid de la lucha por la igualdad entre las razas, sino más bien como una figura opuesta por principios a la idea de la servidumbre forzada, dejando de lado su pensamiento sobre la espinosa cuestión del derecho al voto y las posibilidades de de-sarrollo social de la “raza negra” para la discusión académica. Así, Spielberg evita la tentación de mirar con ojos contemporáneos una cosmovisión muy distinta a la actual. Film inteligente y noble, Lincoln es en realidad un relato coral, en el cual los personajes secundarios adquieren una relevancia insoslayable. Es el caso del abolicionista radical Thaddeus Stevens (interpretado por el siempre confiable Tommy Lee Jones), animal político que complementa a la figura central, pero también el de la extensa galería de colaboradores, asistentes y contrincantes que pueblan el film. La guerra, el cansancio, los conflictos familiares (Sally Field es la encargada de encarnar a su conflictiva esposa) también se cuelan en la pintura general de un film felizmente plácido, poco estridente, que incluye sus dosis de humor, en el cual hasta la música de John Williams está reservada para algunos momentos esenciales. A fin de cuentas, la de Lincoln es una figura trágica y el film de Spielberg termina adoptando el tono de una elegía. Nada más alejado de la historia según Billiken.
Reescribiendo la Historia Django sin cadenas es un film desparejo, irreverente en su estilo y biempensante en su filosofía, una película donde conviven la inteligencia a la hora de poner en choque anacronismos y estereotipos y ciertos excesos argumentales. El octavo film de Quentin Tarantino es, como muchas de sus otras películas, una historia de venganza. Django sin cadenas también es, en alguna de sus capas más superficiales, un homenaje (o parodia admirada, o pastiche, dependiendo del punto de vista) del spaguetti-western, el hijo bastardo del género cinematográfico americano por excelencia. Asimismo, los avatares que sufre su protagonista terminan transformándolo, muy conscientemente, en un anacronismo total: el “primer” héroe blaxploitation, una suerte de proto-Shaft sureño. Finalmente, y sin agotar todas las posibilidades, la historia del esclavo emancipado devenido cazarrecompensas es al esclavismo lo que Bastardos sin gloria era al nazismo: una reescritura lúdica de la historia, una fantasía de desquite y revanchismo con altas dosis de espíritu catártico, drama y humor. Pero no es ninguna novedad que las películas de Tarantino pueden ser muchas cosas al mismo tiempo, incluso si se deja de lado su costado más cinéfilo y juguetón, el de las referencias directas u oblicuas a aquel cine injustamente relegado al canon de lo aborrecible o al menos de dudoso gusto. Si Django sin cadenas es un spaguetti-western por extensión (imposible serlo por definición estricta), su universo no es tanto el de Leone como el de cualquiera de los otros Sergios (Corbucci, Sollima), que hicieron del Salvaje Oeste un lugar sucio, feo y malo en los desiertos de Almería y los sets de Cinecittà. La elección del nombre del protagonista no es casual, como no lo es tampoco que su realizador escoja el tema central de Django (1966, Corbucci) para acompañar las imágenes de la secuencia de títulos, reemplazando el icónico ataúd de Franco Nero por imágenes de esclavos llevando como carga su propio cuerpo ultrajado. Con las últimas notas de la composición de Luis Bacalov entra en escena el doctor King Schultz, un Christoph Waltz que replica en esencia esa mezcla de perspicacia, falsa bonhomía y espíritu pícaro que hizo de su Hans Landa en Bastardos... un personaje de antología. Porque si bien es cierto que Waltz era claramente el villano en aquel film, y aquí no tardará en demostrar cierto grado de nobleza y compañerismo, tanto Schultz como Landa son hombres duros en tiempos complejos, amorales que “hacen su trabajo”, sea éste detener y mandar al muere a colaboracionistas y enemigos del Estado o asesinar a sangre fría a aquellos buscados por la ley. Es el Dr. Schultz, un bounty hunter travestido de dentista nómade, quien rescata de un incierto futuro al encadenado Django (Jamie Foxx), no tanto por un deseo de igualdad entre las razas sino por la más simple de las necesidades coyunturales. Corre el año 1858 y faltan aún tres años para que la secesión americana dé origen a una sangrienta guerra fratricida. Dejando detrás el oeste y adentrándose en el sur profundo, el alemán expatriado y el descendiente de africanos (nada más alejado del núcleo anglosajón del western clásico) enfrenta su primera misión en la plantación de Big Daddy, un casi irreconocible Don Johnson. Allí Django prueba por primera vez el sabor de la venganza, en una escena de enorme poder simbólico que ubica al negro violentando física y verbalmente al blanco. Django es entonces, parafraseando una de las líneas de diálogo de la película, “The Right Nigger”. El negro que viene a patear el tablero al tiempo que intenta salvar a su amada, bautizada en una ocurrente vuelta de tuerca como Broomhilda, referencia a la saga de los Nibelungos que Tarantino utiliza como ligazón a la cultura y a ciertos valores germánicos, casi una inversión de los que encarnaban el Mal en Bastardos sin gloria. Los Estados Unidos de Django sin cadenas están tan alejados de la Historia como aquellos que D.W. Griffith describía en El nacimiento de una nación, largometraje seminal estrenado hace casi cien años. Griffith, de la mano del escritor Thomas Dixon, imaginaba un sur pisoteado y humillado por el norte vencedor, rescatado de la anarquía por el heroico Ku Klux Klan. Tarantino presenta un film elaborado a partir de arquetipos, en muchos casos parodiados hasta el grotesco. La enorme diferencia entre ambos realizadores es la supuesta veracidad de la mirada. Tarantino no quiere “filmar la historia” como su antecesor, sino imaginarla a partir del presente utilizando el filtro del cine. Un fin y nunca un medio. Es por ello que la gloriosa supremacía blanca de Griffith (reflejo de su propio pensamiento pero también de toda una época) es presentada aquí en un sketch jugado definitivamente hacia lo cómico, una escena hilarante aunque, es necesario afirmarlo, narrativamente poco pertinente. Pero no es Django ni Schultz, ni el esclavista interpretado por Leonardo DiCaprio el gran personaje de Django sin cadenas. En un film que se aleja cada vez más de la maestría narrativa de Bastardos sin gloria a medida que avanzan sus casi tres horas de metraje, la gran creación oculta de Tarantino es el Stephen de Samuel L. Jackson. En ese personaje, que habilita toda una línea narrativa a partir de inferencias, puede imaginarse otra película posible, cuya mirada está marcada por la del “negro fiel”, el afroamericano manso y servil, esa otra institución americana sancionada inconscientemente por Harriet Beecher Stowe en La cabaña del Tío Tom. Si Django viene a terminar con los Toms del mundo, a desperdigar dosis de orgullo negro como una enfermedad infecciosa, Tarantino no puede evitar hacerlo con un exceso de estilo que hace de los últimos tramos del film un derrotero más rutinario de lo deseable. A tal punto que la notoria emulación del Peckinpah de La pandilla salvaje se advierte no tanto como homenaje sino como manotazo de ahogado. Django sin cadenas es un film desparejo, de bordes afilados, irreverente en su estilo y biempensante en su filosofía; una película donde conviven la inteligencia a la hora de poner en choque anacronismos y estereotipos como reflejo de los cambios sociales y algunas subtramas (como la historia de amor entre Django y Broomhilda) que parecen esbozadas como simples excusas argumentales. Django es un Tarantino ingenioso pero sin genio, como esos tíos inteligentes, dicharacheros y chispeantes que a veces no saben detener su verborragia y se ponen algo pesados. Pero a quienes, a pesar de todo, es difícil no querer.