Temple de acero

Crítica de Rodrigo Seijas - CineramaPlus+

El western es mujer (adolescente)

La actuación de Hailee Steinfeld es superlativa, se carga la película al hombre sin dudarlo y entabla varios duelos actorales con total soltura y responsabilidad.

Porteño de clase media como soy, si hay algo de lo que tengo certeza es que no tengo idea de cómo vive gente que no pertenece a mi ámbito social, económico y cultural. Creo que, por ejemplo, me resultaría bastante difícil imaginar una historia ambientada en una villa. De ahí es posible que me guste tanto un género como el western. Porque parece ser el único modo de aproximarme a gente que en general no comprendo ni comprenderé nunca, como son la gente del Oeste y el Sur norteamericano.

También lo es para Hollywood: la mentalidad liberal de la meca del cine estadounidense pocas veces le permitió comprender lo que sucedía en otras esferas por fuera de su pensamiento. Ahí es donde me vuelve lo personal: como crítico, cinéfilo y espectador, he objetado muchas prácticas de Hollywood, pero también he mamado mucho Hollywood.

El western se convirtió en el género por excelencia para comprender un tiempo fundante en la historia norteamericana, que permitió a la vez hacer múltiples paralelismos con otros períodos históricos en otras sociedades. Pero también supo ser un magnífico vehículo lingüístico, una forma de hablar sobre un tipo de identidad que parece perdida pero cuyos rastros perduran. Incluso ha reflexionado con acierto sobre el papel del cine en la construcción de mitos fundantes modelos identitarios, como en Un tiro en la noche.

Los hermanos Coen, esos muchachos que hasta en sus filmes más agradables –como El gran Lebowski- son unos cínicos de campeonato, demuestran tener plena conciencia de lo explicado en el párrafo anterior. De hecho, parecen haber visto mucho John Ford, un director que supo como nadie establecer el punto justo de unión entre el hombre del Oeste y el paisaje que lo rodeaba. En Temple de acero hay mucho para contemplar: montañas, bosques, atardeceres, otras criaturas (ah, ese gran caballo…) que no tienen un sentido meramente preciosista, pues van delineando a los personajes.

Pero también hay una mujer. Una joven mujer, prácticamente una niña, que es el eje ético y moral de la trama. Es Mattie Ross, interpretada por Hailee Steinfeld, de la cual es preciso hacer un par de aseveraciones: ya somos unos cuantos los que estamos cansados de las arbitrariedades de la Academia, pero la Academia no se cansa de sí misma, y por eso nomina a esta actriz principal como actriz de reparto. Asimismo, aunque tengo que dejar bien en claro que no vi todavía varias actuaciones de reparto y principales, me atrevo a decir que a esta muchacha hay que darle el Oscar sin más trámite. Su actuación es superlativa, se carga la película al hombre sin dudarlo y entabla varios duelos actorales –con Jeff Bridges, Matt Damon, Josh Brolin, Barry Pepper- con total soltura y responsabilidad. Pero es verdad también que puede llegar a hacerlo porque hay un guión y una dirección detrás que la apuntalan y encaminan en la trayectoria correcta.

Ese guión, esa dirección, es de los hermanos Coen, y es importante resaltarlo. Difícil prever que unos realizadores como ellos pudieran construir un western que no es feminista, sino femenino, y además de femenino, infantil (vertiendo otro ejemplo de la mixtura permanente de géneros). Temple de acero es también un filme infantil acerca de una adolescente a la que le es revelada el mundo exterior; superando las fronteras de su vida; descubriendo la vida y la muerte, la lealtad, las distintas nociones de justicia y valor, incluso el sexo.

Los Coen pueden hacer eso porque nunca juzgan a los personajes, porque los dejan ser y crecer, expresándose con toda su sinceridad, incorporando la figura adolescente como pocas veces en el western. En ese humanismo, cimentan su película más pura en sentimientos, a la vez que desde una aparente simplicidad vuelven a poner en discusión la complejidad del héroe individual en contraposición al grupal. Semejante evolución –que es la vez un salto al vacío- en dos cineastas consagrados es tan inusual como digna de aplauso.