Temple de acero

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Sin lugar para los misántropos.

Quizás se trate de una especie de gesto cínico supremo, como si los tipos estuvieran diciendo: “¿Ven?, cuando queremos podemos filmar películas buenas, con corazón. Pero solo cuando queremos, y eso no pasa muy seguido”. Temple de acero no tiene el brillo de Sin lugar para los débiles, pero lo que en aquella era crudeza y desolación, esta lo convierte en elegancia clásica, en manejo con pericia del género. La última de los Coen es un western con todas las de la ley; no importa que esté filtrada por una mirada contemporánea y una conciencia cinematográfica evidente, Temple de acero tiene personajes fuertes, duros, capaces de soportar el peso de una película entera sobre sus hombros. Jeff Bridges es Rooster Coogburn, una especie de Bad Blake (de Loco corazón) pero multiplicado varias veces por sí mismo; o sea, el tipo vive borracho, casi no puede hablar (le cuesta mucho expresarse en general), solamente lo mueve la codicia y no tiene reparos en matar a alguien si es en pos de una recompensa. El LaBoeuf de Matt Damon es su justa contracara: boyscout anacrónico y con ideales, es el que balancea la brújula moral endeble de Cogburn. En el medio de los dos, Mattie, una chica de catorce años que busca desesperadamente al asesino de su padre y que tiene la estampa de una heroína moderna: segura de sí misma e imbuida de un primitivo feminismo, Mattie es capaz de regatearle a un negociante curtido y hasta de inclinar la balanza en favor suyo solamente con una lengua rápida y filosa, siempre dispuesta a desafiar la autoridad patriarcal de la época. Temple de acero cuenta su historia, que es el relato de un aprendizaje emocional: muerto su papá y buscando venganza, Mattie pasa a formar parte de una improvisada familia con un nuevo padre alcohólico y distante y un hermano mayor solitario.

Sin embargo, fuera de la firmeza del trio protagónico, a Temple de acero le falta la unidad y la solidez de Sin lugar para los débiles, la otra gran película de los Coen. La pose liberal de Mattie, la violencia salvaje y sorpresiva que se desata casi por nada, el pintar al villano como un tonto con miedo más que como un malvado consumado, el ajuste de cuentas realista con el género (si uno se queda a dormir en el desierto tiene que poner una cuerda alrededor suyo para que no lo muerda una serpiente), la variedad de puntos de vista en las escenas de acción (hay una cámara en medio del tiroteo y otra que observa segura desde la distancia); Temple de acero no se decide entre la suscripción plena a las exigencias del género y la mirada aggiornada, entre el humor negro y la tragedia lisa y llana. Los Coen hacen una película pastiche en el que sus muchísimos pedazos se unen más o menos armónicamente gracias a los tres protagonistas que conforman la estructura última sobre la que se levanta todo el conjunto. En Temple de acero, incluso siendo una buena película, se respira esa falta de sentimiento típica de los directores de Fargo, como si el western se les resistiera, como si no se dejara atrapar por el comentario amargado de los dos cómodos misántropos hollywoodenses. Esta vez no pueden decir tan fácilmente que el mundo es una porquería, hacer de sus personajes unos cobardes de los que hay que burlarse (aunque el villano Tom Chaney tiene bastante de eso) o matar a sus criaturas de manera vil y traicionera (como hacían con Brad Pitt en Quémese después de leerse o con Steve Buscemi en El gran Lebowski). Hay una entereza casi inmanente al western que robustece la película frente a los tan celebrados arrebatos de cinismo de los Coen, una suerte de nobleza que hace que sean ellos los que tienen que adaptarse al género, los que pisan un territorio inhóspito. Como no pueden apropiarse del tiempo y el espacio del western, los directores filman una película despareja, errática, capaz de contener una escena de un pulso emotivo increíble como el cruce del río a caballo, con un destino miserable para su protagonista que sorprende por su crueldad. En ese final triste y feo, después de una elipsis gigantesca, se percibe otra de las canalladas de los Coen, la revancha de último minuto que los dos se toman contra un género que les dejó pocos rincones para jugar a la misantropía fácil y complaciente.