Entre sus manos

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La película empieza y uno se pregunta qué clase de voltereta va a poner en práctica el guión para establecer que su protagonista, alguien seguro de sí mismo, al que las cosas le salen bien, un tipo que se muestra pleno e, incluso, feliz, es en realidad un adicto. ¿Pero adicto a qué? Si la lista de adicciones del cine está formada por algunas pocas entradas (comida, alcohol, droga, sexo, adrenalina… no hay muchas más), Entre sus manos viene a sumar un ítem hasta ahora ausente: ver porno. Jon Martello ve mucho porno y se masturba al menos una vez por día, pero es curiosa la distinción que hace la película: el problema, la adicción en cuestión, parece incluir solo el acto de ver pornografía y, llamativamente, no el de la consabida gratificación posterior. Hay allí un ruido, un malestar que la película no sabe bien cómo resolver.

El caso es que, mucho antes de que se proponga que lo que tiene Jon es una adicción (y no se trata solo de un mal uso del porno, ya que en la historia no hay otros ejemplos de hombres –o mujeres—que vean porno y lo hagan de manera saludable; no hay, por así decirlo, ningún pajero virtuoso), la película muestra a un personaje satisfecho con su vida cotidiana y sus pequeñas rutinas. Hacer la cama, entrenar en el gimnasio, ir al bar, las conquistas fáciles, el sexo previsible, la misa del domingo y el almuerzo con la familia; hasta cerca de la mitad de la película, el guión pareciera respetar los obsesivos rituales que le dan forma a la existencia un poco gris de Jon, a lo sumo se hace hincapié en su repetición; repetición que, dicho sea de paso, lo es más para nosotros que para el protagonista: si su vida nos resulta aburrida, siempre igual, se trata solo de un efecto producido por la manera en que la película nos presenta su día a día, un trabajo de montaje; el personaje, en cambio, no acusa ningún signo de cansancio ni de aburrimiento, al contrario, parece muy contento con la vida que lleva.

La oscilación la introduce Barbara, una chica que termina enamorando a nuestro héroe y sometiéndolo al punto de convertirlo prácticamente en un títere suyo. Barbara, en el cuerpo, el rostro y los labios de Scarlett Johansson, es un esperpento difícil de contemplar: el personaje es engreído, manipulador, un poco estúpido, metido… en ningún momento resulta creíble, todo el tiempo se revela como una construcción contrahecha de guión, un mero mecanismo narrativo que habrá de sacar a Jon de su equilibrio inicial cuando descubra que a su novio le gusta el porno e inmediatamente lo censure. De ahí en más, la película se vuelve un simple recorrido moral. La tesis del relato puede resumirse así: Jon está mal consigo mismo y por eso ve porno (o está mal por ver porno; la película no aclara cuál sería la causa), hasta que llega Esther, una cuarentona medio desubicada con un pasado trágico que habrá de enseñarle el modo correcto de relacionarse con las mujeres. La película es consciente de su solución moralista e intenta disimularlo, trata que no se note tanto (no lo logra), y con ese fin habrá de acuñar un eufemismo para lo que las comedias románticas, desde hace décadas, vienen llamando “hacer el amor”, en contraposición con el sexo sin compromisos: Esther le explicará en qué consiste “perderse en el otro”, algo que Jon, aparentemente, no estaría capacitado para hacer debido a su gusto por mirar videos porno en internet.

El debut como director y guionista de Joseph Gordon-Levitt empieza bien y, aunque sea por un momento, deja ver a un director con un manejo visual singular (en los planos hay velocidad, ideas y cambios de ritmo), pero enseguida anuncia sus limitaciones: la película no concibe matices, todo debe estar subrayado, desde la maldad y ridiculez de Barbara hasta la disfuncionalidad familiar y el caos de los almuerzos presentados como tanada pintoresca (solo las puteadas del reaparecido Tony Danza le suman un poco de humor a ese concierto de groserías impostadas). Así, el guión tampoco es capaz de respetar la tranquila felicidad de su protagonista durante mucho tiempo, y después de conocer al monstruo de Barbara (Scarlett incluso está afeada, con si tuviera una o dos capas de maquillaje extra) se dará a conocer rápidamente el diagnóstico antes mencionado. Eso sí, al menos en los términos en los que la explican los personajes, la adicción consistiría única y exclusivamente en ver porno y no en el hecho de masturbarse, y eso se debe menos a un gesto de libertad sexual que a un pudor mayúsculo que le impide a la película discutir el asunto. Lo que el moralismo tibio de Entre sus manos evita nombrar (y mostrar, también), viene a ser recordado un poco bestialmente por el simpático título local.