A pesar de la solemnidad con la que está filmada y hablada, esta película que habla de búsqueda de respuestas y soluciones cuando ya casi todo está perdido, tiene, una vez más, una maravillosa interpretación de Gustavo Garzón.
Arturo (Garzón), es un importante ingeniero de 65 años, sereno y de pocas palabras, que lleva una vida tranquila y rutinaria junto a su esposa (Frenkel). Luego de su jornada laboral ambos cenan juntos en una pequeña mesa de una casa de grandes espacios, dialogan sobre el día vivido y miran la tele desde el sillón hasta la hora de ir a la cama. Sin embargo, Arturo hace unos días que se acuesta, pero no duerme. Acaban de diagnosticarle una enfermedad incurable y le quedan pocos meses de vida.
Arturo (Gustavo Garzón) es un hombre de sesenta años a quien se le anuncia una enfermedad terminal. Esa angustia frente a la muerte lo llevará a buscar alguna respuesta o incluso la chance de encontrar una cura a partir de un elemento mágico irrumpe en su vida. También revisa todo lo que ha hecho, tanto en su vida familiar como laboral. La relación con su esposa (Noemí Frenkel) también recupera una comunicación que parecía perdida, lo mismo con su hijo. Este proceso de redescubrimiento es el centro de una película de una solemnidad aplastante, pero también cargada de cursilería en cada una de las escenas. El costado filosófico mágico no funciona en ningún momento y la inexpresividad de Gustavo Garzón no colabora en nada. Noemí Frenkel le saca varios cuerpos de ventaja en lo actoral y el resto del elenco no deja huella alguna. Una película algo inexplicable, de las que quedan fuera del radar pero se estrenan todos los años en Argentina. Las citas a Fernando Pessoa y Olga Orozco no tienen ninguna razón de ser, aunque delatan algunas intenciones por parte del director, cosas que nunca se plasman en la pantalla. Lo mismo para la banda de sonido, pura solemnidad sin emoción. Ni una mala cita a Siempre (Always, 1989) le puede dar algo de gracia.
Aquí se habla de situación límite y de aceptación. Una solución entre fantástica y realista de qué hacer frente a un diagnóstico terminal. Se habla de un cáncer avanzado que pone a un ingeniero de vida metódica, costumbres tradicionales y rutinarias frente a un panorama aterrador. Qué hacer cuando el tiempo es muy corto y los problemas muchos por resolver. Frente a tal problemática el autor y director Martin Viaggio recurre a una construcción entre fantástica y delirante, donde personajes impensados acompañan a un hombre grande, de 65 años, a aprender, reparar, prestar atención, poner las cosas en orden. Con algo de “new age” y metáfora sobre toda una vida, el tono es amable y en algún punto reparador. La película se hizo en pandemia, en Mendoza, con actores del lugar y dos enormes intérpretes. Por un lado Noemí Frenkel sensible y talentosa. Pero el peso del film descansa en una conmovedora composición del gran Gustavo Garzón que lleva a su personaje hacia la emoción, el despojo, el aferrarse a la segunda oportunidad, con un trabajo minucioso. Garzón puede ser la imagen del desamparo, de la gradual comprensión. No hay ni una fisura ni un golpe bajo en su trabajo para el aplauso.
Un ingeniero con una vida rutinaria recibe una noticia que lo trastoca todo: padece una enfermedad incurable y le quedan apenas unos meses de vida. Llega entonces la hora de enfrentar un camino distinto, de trazar balances, de reconocer errores y también de cumplir deseos. El protagonista de esta historia se siente lógicamente abrumado por su nueva situación y la relación con su pareja refleja esa crisis, hasta que la aparición inesperada de un personaje peculiar le empieza a señalar un posible rumbo. Originalmente, Martín Viaggio -director también de A quién llamarías (2009) y Amando a Carolina (2018)- recibió de manos de un productor de cine argentino de los años 60, Guillermo Smith, un relato corto que imaginó como base de una película. Aquel cuento inspiró un guion difuso con un argumento central que, por sus características, corría el riesgo de caer rendido a la solemnidad y el sentimentalismo. Y más que intentar esquivar esos problemas, Cuando ya no esté los abraza con una voluntad inquebrantable. Es el profesionalismo de actores con mucha trayectoria como Noemí Frenkel, Marcos Woinski y sobre todo Gustavo Garzón, concentrado en entender su papel y resuelto a involucrarse emocionalmente en ese desafío, los que mantienen a flote un film que muchas veces parece ir a la deriva, oscilando entre los lugares comunes subrayados con planos en cámara lenta y una atmósfera esotérica creada artificialmente para dar paso a un surtido de moralejas pedestres.
En más de una ocasión la crítica de cine (los críticos, uno mismo) utiliza el término “académico” (y sus derivados) para invocar la supuesta prolijidad formal de una película. Otro término recurrente es el de catalogar a un film como “solemne” dando a entender el tono grave que impera en la narración. Y esto más allá de la calidad de la película en sí misma, de sus logros o defectos en la puesta en escena, de la forma en que el cineasta transmite el discurso al espectador. En efecto, cuando se escribe sobre cine se suele caer en ciertos lugares comunes o en “tips” que la crítica usa como necesidad imperiosa para analizar una determinada película, valiéndose de ciertos recursos que se repiten (repetimos, aclaro) en más de una oportunidad. Ocurre que la cuarta película de Martín Viaggio amerita que se vuelva a exponer el manual del lugar común apelando a los términos antes citados con el fin de analizar de manera crítica los contenidos y la forma en que se transmite el discurso fílmico. Daría la impresión que Cuando ya no esté, en casi todo su desarrollo, justifica la nueva utilización de las palabras “académico” y “solemne” para analizar las escasas bondades que trasuntan en su hora y media. En ese sentido, no encuentro otro camino que calificar a la cinta a través de esas definiciones, y por qué no, de manera avasallante. Ahora, ¿había otra forma de expresión para describir la historia de Arturo, a quien se le informa que tiene los días contados por una enfermedad y que la ciencia nada puede hacer con eso? ¿Existía otro camino temático que el afán del personaje por reconciliarse con su hijo y comunicarle con tardanza de la horrible noticia a su esposa y a sus compañeros de trabajo? ¿Podía haberse construido una puesta en escena diferente donde la música, hermosa pero excesivamente invasiva, refuerza algunas escenas de manera gratuita? Probablemente no pero justamente desde esa contundente prolijidad formal surgen tomas y planos de indudable valor turístico (la película se filmó en Mendoza) ajenos al lenguaje cinematográfico. Y aparece, en más de una ocasión, ese riesgo transparente de que la película caiga en golpes bajos y expulse lágrimas gratuitas en el espectador que, por suerte, se diluye rápidamente. Ahora, Cuando ya no esté necesita de ese tono grave y solemne, de ese academicismo de manual y de planos y movimientos de cámara racionalmente expresados a través de las imágenes para transmitir su discurso. Y desde allí los resultados terminan siendo frágiles, perfectos pero dignos de una naturaleza muerta. Un personaje secundario, el del ciego que encarna el gran Marcos Woinsky, tal vez represente los alcances y objetivos de la película en sí misma. Verborrágico y reflexivo, su criatura de ficción oscila entre la sutileza y la banalidad. Destaco como desenlace de este texto “académico” y “solemne” el notable trabajo de Gustavo Garzón. El año pasado con El monte y ahora en Cuando ya no esté se confirman las innegables virtudes del intérprete.
El filme abre presentándonos a Arturo (Gustavo Garzon) un ingeniero de alrededor de 65 años, en el momento que le diagnostican una enfermedad terminal. No puede ser operado por su delicada salud pre-existente. Decide continuar con su vida como siempre, nada le dice a su esposa (Noemi Frenkel). Hace años que la relación con el hijo esta cortada. En ese lapso de tiempo conocerá al Sr, Canepa que le ofrece un tratamiento alternativo para su salud, no para la enfermedad terminal que desconoce, los resultados son favorables.
Lo positivo de los lugares comunes es que pueden ser utilizados como guía. No sorprenden, no nos tienen expectantes, entonces uno se relaja y se deja llevar por caminos conocidos, disfrutando los paisajes y recordando con mayor o menor nostalgia la fibra que le toque a cada uno. Además, ya se sabe de antemano si vale comprar esa travesía o no. En los primeros minutos de `Cuando ya no esté' se visualiza el sendero por el cual transcurrirá la historia, con la garantía de Gustavo Garzón, quien con su penetrante actuación anticipa que estamos frente a una gran película. Se intuye y todo lo que sigue lo confirma. `Cuando ya no esté' aborda la vida de Arturo (Garzón), un ingeniero de existencia chata al que le diagnostican una enfermedad terminal. Situación que lo pone entre derrumbarse en lo apático de su vida o reinventarse y vivir con alegría lo que le quede de tiempo. Claro, la segunda opción no encuadra con su forma de ser, por lo que las cartas ya parecen echadas. Sin embargo, Arturo no está solo en la vida, su enérgica y vital mujer Virginia (gran trabajo de Noemí Frenkel) parece estar en otra dimensión aunque está a su lado. Ella en colores, él en gris. Pero todo cambia cuando Arturo, por un encuentro fortuito, conoce a un misterioso hombre que parece tener la solución a su dilema con simples acciones. Así, su bella mujer refuerza su identidad, el hijo -con quien está distanciado desde hace años- vuelve a tomar protagonismo y vínculos secundarios toman preponderancia. La intención es mejorar su salud para tener la posibilidad de operarse y curarse; o en caso contrario, dejar un recuerdo más festivo en los que continúan en el plano de la vida. REDENCION Como autor y director, Martín Viaggio se luce en la creación del guion y luego, en cómo plasma una historia de redención, introspección y de una interesante reflexión para entender por dónde pasan los vínculos. La elección de los protagonistas es pura. Garzón y Frenkel logran momentos de una intimidad increíblemente real. Algunos desconcertantes cortes y cambios de ritmo nos sacuden por momentos, pero no logran sacarnos del idilio en el que estamos. Ya en el epílogo, dos finales cierran la película. Uno, el real, el que esperábamos. Y luego el otro, un poco más metafórico, con unos monólogos medio perdidos que no hacen al punto. La película ya había llegado al corazón.