“Diez años pasaron sin ver a mi madre, hasta que en 2012 pude viajar de Argentina a Taiwán. Llevé una cámara para capturar momentos y me encontré con una película. Mi madre no era la misma que recordaba, estaba más vieja, y “más humana”. Con la cámara de por medio, nos conectamos como nunca en la vida. Ella siempre fue fría y lejana, pero el dispositivo nos acercó”, señala Juan Martín Hsu acerca de su documental La luna representa mi corazón, en cartelera en el Cine Gaumont y disponible en CineAr. Se puede pensar a La luna representa mi corazón como una crónica intimista de los eventos transcurridos en los dos viajes de Argentina a Taiwán que realizó Hsu a lo largo de siete años, con el objetivo de reencontrarse con su madre y averiguar lo no dicho sobre el asesinato de su padre. En el interín, Hsu se da cuenta de que, en realidad, su viaje tiene más que ver con trazar un retrato de una madre que siempre, incluso a veces a pesar de ella misma, fue una luchadora inclaudicable. Así se repasan anécdotas y pedazos de vida, se revelan secretos y se da cuenta de todo un estado de situación, yendo de lo particular a lo general y viceversa. La cámara atenta y alerta de Hsu no pierde un instante que pueda ser significativo- incluso aquellos momentos que parece que no lo son. Da la impresión de que todo lo filma, que el registro es infinito. Ya en La salada, su documental previo, se podían observar estos méritos típicos de cualquier buen documentalista. Queda corroborado, por si era necesario, que hay aquí un realizador que sabe observar bien de cerca y transmitir su mirada, con las subjetividades del caso, a toda una audiencia que ni idea tiene de este universo que se nos presenta lejano geográficamente y un poco ajeno culturalmente. Humanamente, es imposible resumirlo. Es tan complejo y diverso como cualquier otro universo donde los vínculos son los protagonistas. En Buenos Aires o en Taiwán, nadie es tan simple como lo que una primera visión podría sugerir. De hecho, a medida que transcurre el documental, cada vez más pequeñas grandes revelaciones salen a la superficie. Demasiadas. Sin priorizar un eje narrativo con suficiente potencia, La luna representa mi corazón llega a ser digresiva sin buscarlo. Menos es más podría haber sido la opción más indicada para evitar cierta redundancia y la morosidad que suele acompañarla. Un criterio de montaje más ajustado, más ágil, le habría dado el ritmo ideal. Que quede claro que todo esto no ocurre en forma continua. Es muy evidente en ciertas zonas de la película, y es entonces cuando pierde impulso. Pero luego lo recupera y sigue siendo el retrato agudo y lúcido que se vislumbra desde los primeros planos. Un retrato, o una crónica intimista, si se quiere, que de fácil no tiene nada. A eso se le suma la espontaneidad general, otro acierto difícil de lograr. En muchos documentales, sobre todo en los de este estilo, los protagonistas están posando, esperando su turno para hablar, concientes de la presencia de la cámara. Este no es el caso, ni por asomo. Aquí todo se ve y se siente de una manera muy natural. Como si uno estuviera ahí.
“¿Qué significa habitar? ¿Cuál es el vínculo entre un espacio y una persona? ¿Cómo se convive? ¿Cuál es la relación entre un espacio y la memoria? ¿Qué es una casa?” señalan Gustavo Fontán y Gloria Peirano acerca de El piso del viento, una película que entrelaza rasgos del ensayo fílmico con los del documental con la voluntad de explorar, entre otras cosas, las relaciones posibles entre una casa y quien vive dentro de ella. Un grupo de personas es invitado a recorrer un espacio recién construido, un pequeño piso enteramente blanco y extremadamente pulcro, una casa en la que pronto vivirá una pareja. Los invitados ingresan al recinto, lo observan mientras lo recorren, comparten sus impresiones y hacen comentarios varios. Algunos de ellos están más directamente relacionados con el espacio en sí mismo, mientras que otros son más oblicuos y hablan de recuerdos y evocaciones que la casa dispara en sus visitantes. Entonces, ese espacio aún vacío se llena de miradas, palabras y sentimientos. Aunque sea por unos momentos, cobra vida antes de empezar su nueva y, posiblemente, larga vida. Como en toda la obra de Fontán, aquí también el elaborado diseño de sonido general es esencial para expresar los distintos climas de la casa y sus alrededores, del mismo modo que lo hace la fotografía con su luz suave y envolvente. Eso dentro de la casa, porque hay otro mundo, el del afuera inmediato, que con su aspereza y semi penumbra contrasta con el plácido interior. Es un mundo de tormenta, no solo en su literalidad. En los hallazgos de esa tensión entre lo interno y lo externo también se pueden leer los distintos pliegues y matices que habitar esa casa propone. En esta ambigüedad reside una buena parte del encanto de El piso del viento. Como en toda la vertiente poética y menos narrativa de la obra de Fontán, La casa del viento también es una película que recurre a lo sensorial y lo torna tangible de un modo admirable. Peirano narra en off poéticos textos de su autoría y es esta otra de las características más pregnantes de este ensayo fílmico documental. Por otra parte, los discursos varios de quienes visitan la casa no tienen el mismo impacto. Algunas reflexiones sí nos permiten construir sentidos vinculados a la propuesta de base, nos invitan a pensar y a hacernos nuestras propias preguntas mientras escuchamos las de otros y otras. Son disparadores espontáneos para nuestros monólogos internos que hacen que nos exploremos. No podrían funcionar mejor. Otros discursos, sin embargo, quedan en el nivel de la anécdota personal o se mueven en la superficie, apenas bordeando la esencia. Así, la palabra se aplana, pierde volumen. El piso del viento tiene un comienzo fuerte con una primera visita, un hombre de una percepción aguda que nos invita a imaginar lo que no se ve, con sus subjetividades y sin solemnidad. Hay algunas otras visitas que también profundizan en las cuestiones del presente y el pasado que este inusual juego entre casa y visitante propone. Aún así, el eventual zigzaguear de la progresión dramática hace que la película pierda impulso y fuerza de tanto en tanto. Sin la expectativa de encontrar un todo que funciona con impecable precisión – como lo es buena parte de la obra de Fontán – vale la pena ver El piso del viento por sus logros puntuales y sus momentos más poéticos, que no son pocos. Aún siendo una obra irregular, está absolutamente comprometida con su premisa. Es que Fontán siempre es fiel a su visión y a su percepción, más allá de los resultados.
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos es la primera película de Emmanuel Mouret que he visto. Ergo, es imposible ponerla en perspectiva con su filmografía. Pero creo no equivocarme, al revisar las sinopsis y leer críticas de sus películas anteriores, que los temas de este director son, casi exclusivamente, el amor, el deseo y los muchos romances que experimentamos en nuestras vidas. Sin duda, esos son los ejes por los que transita Las cosas que decimos, las cosas que hacemos. Con ecos de Rohmer y Truffaut – y hasta me atrevería a decir al Woody Allen de Hannah y sus hermanas, en menor medida- es una película que sabe qué es lo que quiere decir y cómo narrarlo. De ahí a que lo logre, eso es otra cosa. Es que una película ambiciosa como esta no puede evitar enfrentarse a obstáculos difíciles de sortear. Y no siempre logra evitarlos. Todo comienza cuando Daphné (Camélia Jordana), una joven vivaz y curiosa, embarazada de tres meses y pasando sus vacaciones en el campo, recibe como huésped a Maxime (Niels Schneider), aspirante a escritor, un tanto melancólico, y primo de su novio Francois (Vincent Macaigne), quien tuvo que retornar a París para reemplazar a un compañero enfermo. Durante un período de cuatro días impredecibles, mientras esperan el regreso de Francois, Daphné y Maxime empiezan a conocerse, con prisa y sin pausa. Así, comparten historias íntimas acerca de romances pasados – y quizás presentes también- que los acercarán cada vez más. De esos relatos y de otros por venir, con flashbacks y elipsis varias, surgen otras historias de amor entre los mismo personajes que se entrelazan entre unas y otras, que van y vienen, que se clausuran y vuelven a abrirse, y que asumen, voluntariamente o no, las formas de un zigzag caprichoso pero también muy calculado. Como película coral, está muy bien organizada. Diría que su geometría es prácticamente impecable. Nada fácil de hacer considerando que hay tantas (tal vez demasiadas) voces hablando todo el tiempo, complementándose y eclipsándose. Nadie aquí queda a un costado o desdibujado. Otro mérito es que consigue que nos identifiquemos con las tribulaciones amorosas de estos personajes que dicen cosas que no coinciden con las cosas que hacen. Todos y todas hemos pasado – o estamos pasando o pasaremos – por situaciones similares, o hasta idénticas. Quizás un tanto exageradas aquí, a propósito, pero en esencia nada puede resultarnos (muy) ajeno. De ahí las sonrisas cómplices que esta comedia romántica agridulce nos provoca. Es evidente que a Mouret la palabra hablada lo fascina. Casi literalmente, no hay minuto de silencio en todo el metraje. Diálogos cruzados, reflexiones en solitario y enunciados retóricos se suceden unos a otros. A veces, incluso se superponen, tal como lo hacen los distintos romances. Sí, es una estrategia narrativa. Pero no siempre funciona. Y se nota. Es ahí donde encuentro el problema central: en su verborragia interminable de cosas ya dichas muchas veces. Lamentablemente, nunca no dichas ya que no hay el suficiente espacio para los silencios elocuentes. Todas estas formas del hablar conforman un discurso inteligente con frases inteligentes – quizás demasiado inteligentes – y poco queda que el espectador complete sentidos a su buen saber y entender. No se trata solamente de que hablan mucho (hay directores que han hecho de la palabra hablada el material de obras maestras), sino de cómo hablan. Entiendo los subtextos, los hay, pero tampoco son muy difíciles de dilucidar. Pero, también es cierto que la explicitación un tanto artificial es una elección narrativa, no un error por parte del director, lo que no significa que no pueda ser un problema. Al menos para mí lo fue. Entiendo el dobles sentidos, es que la obviedad los acompaña. Y llega un punto en el que este modo de la verborragia puede llegar a agotar o a resultar indiferente. Por otra parte, las interpretaciones son más que loables. Hacen que lo más disparatado sea creíble, que los personajes tengan carnadura, en cambio de ser portavoces de nociones ya conocidas Y, sobre todo, que nos importe lo que les pasa. Si no, no nos identificaríamos y no nos preocuparíamos por ellos. El agudo y contagioso sentido del humor es otro mérito insoslayable que va de la mano de las aventuras y desventuras de los protagonistas de Las cosas que hacemos, las cosas que decimos. Y sí, el título es muy acertado. Porque analizar y mostrar las contradicciones entre las palabras y las conductas, cuando de amor se trata, es algo que está realmente muy bien resuelto. Y que sea tan lúdico ayuda, y mucho.
Luego de ganar el premio principal en Festival de Biarritz y el Premio al Mejor Largometraje en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata 2021, Jesús López, de Maximiliano Schonfeld (Germania, La helada negra, La siesta del tigre) se ha estrenado recientemente en Malba Cine, en el cine Gaumont y CineAr TV. Jesús López fue guionada por el mismo Schonfeld y la escritora Selva Almada. “Jesús López es una película acerca de los duelos colectivos, sobre todo en los adolescentes, y como de una forma u otra ese dolor se materializa en la rutina, en los actos cotidianos. También en la búsqueda constante de dialogar con el más allá, con el misterio y con la manera en que nos aferramos al desapego como una única salida posible cuando la tragedia invade, abrupta y silenciosa”, señala Schonfeld acerca de su tercer largometraje de ficción, un sentido, melancólico pero nunca sentimentaloide drama que va más allá de lo que puede parecer a simple vista. Situada en un pueblo que parece estar empezando a agonizar ante el paso del llamado progreso, Jesús López (Lucas Schell), un joven piloto de carreras apreciado y querido por todos los lugareños, muere en un muy desafortunado accidente. Su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente introvertido, a la deriva y un tanto depresivo, siente un deseo profundo, y hasta irracional, de ocupar el lugar de su primo muerto, ante su familia, amigos y el pueblo entero. Incluso parece que ha sido poseído por el difunto (¿o acaso es pura subjetividad desesperada?). Sea como fuere, se obsesiona con vincularse con todo aquello y con quienes mantenían una relación cercana con su primo. Como si quisiera borrarse a sí mismo, de a poco, para ser ese Otro que se fue irremediablemente. Y que no puede duelar, tanto como el pueblo tampoco puede hacerlo. Cuando se organiza una carrera para homenajear a Jesús, Abel no duda en participar con el mismo auto de su primo. Es entonces cuando el destino (¿o el conjuro de ese destino?) entra en escena y no va a tardar en dejar sus huellas. La mixtura de géneros, tonos y texturas hacen de Jesús López una película inusual, y para bien. Porque el drama y la sugerencia de lo sobrenatural, más el retrato de la juventud de un pueblo perdido en el medio de la nada, se superponen con fluidez, sin que se vean las costuras. Por eso, el sutil enrarecimiento puede ser perturbador y seductor, atractivo y siniestro a la vez, más en algunas ocasiones que en otras. Como en las películas previas de Schonfeld, son los climas, las atmósferas, las aristas que le dan forma a su narrativa, independientemente de la trama. Claro que son muchos los sentidos que se pueden construir a partir de lo que pasa, pero son más profundos aquellos que emanan de cómo pasa lo que pasa. Impecable la fotografía – lo que no debería sorprender- en sus composiciones tan pensadas, pero no rígidas ni de un formalismo vacío. Sugestivo el diseño del sonido, que por momentos nos habla de otros planos de este mundo terrenal – o al menos eso parece. Y la música, de un dramatismo subterráneo que aflora en la superficie inesperadamente también es otra textura que se entrelaza en este universo conocido pero extraño. Quizás eso fue lo que más me gustó de Jesús López: esa indiscernibilidad entre lo que pasa en el mundo real y en el otro, el que habita en Abel; los dobleces casi invisibles del vínculo que establece con la novia de Jesús; la dificultad de leer qué pasa en el fondo de su personalidad tan opaca y su afectividad tan retraída. Creo, también, que Abel no es solo Abel, sino también un recorte posible del pueblo entero. O, más precisamente, un reflejo, quizás un tanto deformado, de tantas subjetividades y cosas no dichas. Pero que siempre están presentes. Se perciben, aunque no se vean.
La estética de El perfecto David es tan refinada y expresiva como delgada y casi anecdótica es su narrativa. Lo que se diría un triunfo del estilo sobre el contenido. Atmosférica, climática, envolvente. Aunque también redundante, bastante estática, sin ningún sobresalto, incluso cuando los necesita. Como una especie de loop que ni siquiera marea. Pero una cosa es cierta: la vuelta de tuerca del final sí funciona al resignificar casi todo lo ya visto y dar cuenta de la premisa de la película. Demasiado tarde. David (Mauricio Di Yorio), un adonis adolescente, está obsesionado con entrenar su cuerpo, ya de por sí deslumbrante, para alcanzar el yo idealizado de un fisiculturista. Horas y horas en el gimnasio, rutinas demoledoras y esteroides conforman su vida cotidiana. Su madre, Juana (Umbra Colombo), una reconocida artista plástica, mide y estudia cada músculo de su cuerpo. Siempre exige más masa muscular, más definición, nada de imperfección. Busca, y consigue, que desarrolle proporciones físicas perfectas. Como el David de Miguel Ángel. Pero el panorama es más complejo: la relación madre-hijo es endogámica – ¿y por qué no incestuosa?, aunque no se concrete literalmente. No parece haber mucho afecto ni registro de las necesidades del hijo por parte de la madre, pero sí parece que el hijo desea otros cuerpos masculinos. Aunque no lo pueda asumir. Aunque le produzca vergüenza. Aunque sufra. Y sí, con tanta presión, tarde o temprano todo detona. Mauricio Di Yorio sabe transmitir todo ese sufrimiento contenido. En sus ojos medio tristones, en su mutez interrumpida por apenas algunas palabras, en su andar cabizbajo y su fragilidad emocional que es puro contraste con su cuerpo tan musculoso. Y su deseo bien escondido se revela en miradas fugaces a sus compañeros del gimnasio. Uno de ellos, en particular, le devuelve las miradas. Eso lo excita y lo pone en guardia a la vez. Por supuesto, también lo retrae. Umbra Colombo tiene el physique du rôle adecuado para su personaje – una artista distante, de rasgos angulosos en el rostro, con una mirada intimidante, como esas personas que se llevan el mundo por delante sin importarles quienes quedan tirados en el camino. Pero su interpretación es monocorde, no tiene un solo matiz, no sorprende porque siempre mantiene un registro con la misma expresión – y dudo de que sea a propósito – y con una voz que recita las líneas del diálogo. Casi una caricatura. Por otra parte, la estética de El perfecto David es, efectivamente, perfecta. Luces perdidas en sombras bien profundas que atrapan al dúo madre-hijo los aíslan del entorno. Contraluces suaves pero intensos, una atmósfera sombría propia de una película oscura, quizás incluso de terror. Y tiene sentido. Porque estos personajes viven en un mundo cerrado en sí mismo, no tienen un afuera que los atraiga. Juntos, casi pegados, hasta asfixiándose el uno al otro. O, para ser más preciso, una madre que asfixia al hijo y un hijo que la seduce con su cuerpo. No hay lugar para otra persona. Y es esto lo que la fotografía – con sus cuidados encuadres, su composición tan estudiada y su puesta de luces tan elocuente – logra comunicar sin dar un paso en falso. Lo mismo ocurre con el sonido. Es el pulso que necesita esta narrativa, acompaña y hace de contrapunto a lo que pasa y lo que pasará. Nos hace sentir lo que no podemos ver. Crea un mundo propio unido, sin fisuras, al diseño visual. Es cierto, también, que hay un aire general a cine publicitario, pero no veo por qué eso tenga que ser un problema. Es claramente una elección del director, Felipe Gómez Aparicio, quien precisamente se formó en ese terreno. El perfecto David tiene una duración de 75 minutos, sin embargo toda la primera hora parece ser un cortometraje extendido. Va en una misma dirección, sin sorpresas. Es ahí adonde le falta fuerza a la trama. Pero, también es cierto que estos hermosos cuerpos tienen su drama propio. Y eso sí se nota muy bien.
Anahí Benítez, una joven vivaz y vital de 16 años de la Escuela Normal de Banfield desaparece en el año 2017. Sus compañeros inmediatamente se movilizan por su aparición con vida. Pegan su foto en cada calle, marchan por la ciudad, producen radios abiertas. Luego de cinco días, sus compañeros encabezan otra movilización, esta vez al Congreso. La reunión fue interrumpida y los estudiantes se vieron obligados a cambiar su consigna de aparición con vida a un reclamo de verdad y justicia: Anahí había sido asesinada. Así comienza Algo se enciende, el sensible documental de Luciana Gentinetta, que puede verse en Cine Ar Estrenos desde el 9 de diciembre hasta el 9 de enero. Tristemente, no es la desaparición de Lucía la única que ha marcado la historia de la escuela. Ya que durante la última dictadura cívico-militar 32 estudiantes fueron desaparecidos y el caso de Lucía no puede sino actualizar la tragedia previa. Por otra parte, este sombrío panorama hizo que los problemas socio-políticos de la actualidad y los que conciernen a la educación pública son los pilares de esta incansable lucha de los estudiantes que mantienen la memoria viva. Algo se enciende cuenta con varios aciertos. Es emotivo y conmovedor sin llegar al sentimentalismo ni a la siempre tan conveniente catarsis. No pretende asfixiar al espectador con una angustia intolerable, pero tampoco hace caso omiso de todo lo doloroso que hay que mostrar para informar y generar una profunda reflexión. Son diversas las miradas de los estudiantes, se complementan, no son redundantes y no dan rodeos. Que ellos sean tan jóvenes hace que sus palabras sean más sentidas todavía. Otro mérito reside en el tono general del documental. Rabioso por momentos, más sosegado en otras oportunidades y siempre asertivo, acá no hay gritos desde la barricada ni consignas desaforadas. Incluso, un poco antes del final, se ve cómo los estudiantes hacen sus duelos de manera activa, dejando de lado tanto martirio y retornando a una especie de vida normal. Es que vuelven a apostar por la vida una vez más. Antes, la depresión los agobiaba; ahora, cierta alegría y vitalidad los cobija. El material de archivo – creo que, en parte, es inédito – nos retrotrae a los momentos de lucha más aguerridos, a las marchas, al reclamo de una comunidad entera. Eventualmente, también al dudoso valor de los medios de comunicación a la hora de explotar el dolor de los otros. Pero eso ya lo sabíamos antes de ver el documental. Siempre, o casi siempre, buscan culpar a la víctima, tergiversar información y construir una narrativa propia que sirva para sus fines. La película termina en una nota desalentadora, con una placa que señala: “Según la propia querella, el juicio no despeja lo que le ocurrió a la adolescente de Lomas de Zamora. El caso tiene una trama en la que se mezclan corrupción policial, redes de trata, narcotráfico y una comisaría intervenida. Desde el feminismo denuncian que no hay pruebas contra Marcos Bazán, el único acusado que espera el veredicto. Hicieron encajar todos los indicios para inculpar Bazán, para proteger a la policía”. Una vez más, nada nuevo bajo el sol. Tarde o temprano, la impunidad es la gran protagonista, en este caso y en tantos otros.
“No hacía mucho que había salido del armario, a mediados de los años 90, cuando un día vinieron a dar una charla en un espacio de lesbianas, Ilse Fuskova y Claudina Marek. Quedé impactada, supe que habían escrito un libro: Amor de mujeres, el lesbianismo en Argentina, hoy. Corrí a buscarlo a la biblioteca del centro cultural y me lo leí en una noche. Ese texto le dio raigambre y luz a mi reciente y culposo lesbianismo”, señala Liliana Furió acerca de su luminoso documental Ilse Fuskova, realizado en co-dirección con Lucas Santa Ana y actualmente disponible en Cine. Ar. Estrenos. Ilse Fuskova es un retrato puntilloso sobre la vida y obra de una de las activistas históricas del feminismo y del lesbianismo en Argentina, al haber transitado un camino esencial para las nuevas luchas por los derechos civiles en el siglo XXI. Primero fue azafata, luego periodista hasta que se declaró feminista en 1978 – en plena dictadura militar – y ocho años después, al regresar del Encuentro Latinoamericano de Mujeres de Bertioga, se reconoció públicamente como lesbiana. Hoy Ilse tiene 92 años y este documental realizado por Furió y Santa Ana da cuenta tanto de su esfera privada como de la pública. Creó, junto a Adriana Carrasco, los Cuadernos de existencia lesbiana, una publicación indispensable para difundir sus ideas, y pronto se convirtió en una figura clave al hacerse presente en los medios de comunicación en los 90. Así, abrió un debate público que la sociedad argentina necesitaba. Los realizadores de Ilse Fuskova, Liliana Furió y Lucas Santa Ana, son dos figuras reconocidas por sus amplios conocimientos de la historia de la luchas por los derechos de la comunidad LGBTQI, con documentales como Tango Queeridoy El puto inolvidable, la historia de Carlos Jáuregui. Por eso, si de los contenidos de este nuevo documental se trata, entonces las expectativas han sido más que superadas. La información es mucha y relevante y, sobre todo, está muy bien organizada. Lo que podría haber resultado confuso tiene, en cambio, una claridad meridiana. No importa si el espectador conocía a Ilse o no antes de ver el documental porque de una u otra manera, siempre va a saber más. Va a ampliar su conciencia política, va a recorrer no solo la historia de Ilse, sino también la historia política de una sociedad entera. Todo es político y eso queda ampliamente demostrado en cada escena, aunque se trate de una anécdota aparentemente trivial. Incluso el material de archivo, que en muchos documentales es apenas material de relleno, aquí se despliega en el escenario. Lo que no funciona del todo bien, como también era el caso con El puto inolvidable, es la forma fílmica. O, mejor dicho, es tan convencional y poco creativa que, por momentos, hace que el interés en lo narrado decaiga. La riqueza del lenguaje cinematográfico no es explorada expresivamente y tampoco sobresale como un documental tradicional que hace de la fotografía y el montaje, por ejemplo, elementos narrativos en vez de simplemente funcionales. Dicho de otro modo, es lo formal lo que es plano. Es muy común ver este tipo de desaciertos en documentales que parecen dar por sentado que si el contenido es muy valioso – y sí, claro que en este caso lo es – entonces la forma fílmica no es tan importante. De ahí entonces que sean tan desparejos. Aunque también es cierto que Ilse tiene una presencia en escena tan imponente dentro de su simpleza, un discurso tan inteligente y bien articulado, y tantos saberes para compartir que ella sola puede llevar el documental adelante. Uno sigue viendo porque está Ilse. Compártelo:
“El apego es un melodrama criminal, una pieza de orfebrería del entretenimiento podríamos decir, un paseo por la locura y el deseo, pero también una historia habitada por temáticas donde lo humano y lo político confluyen. Cuenta el proceso de descubrimiento paulatino entre dos personas atravesadas por el abuso, cada cual a su manera. Refleja una época pero desde su zona más periférica, alude a conflictos que allí estaban vivos y ahora también”, señala Valentín Javier Diment acerca de su nueva película, protagonizada por Lola Berthet y Jimena Anganuzzi y ganadora del premio a Mejor Película en la sección Noves Visions de la 54a edición de Sitges, y ahora recientemente estrenada los sábados a las 22 hs. en Malba y todos los días en Gaumont a las 18.30 hs. Filmada en color y en blanco y negro, El apego se desarrolla en los años de plomo y narra la historia de una joven indefensa y desesperada (Jimena Anganuzzi) que acude al consultorio de una médica (Lola Berthet) que realiza abortos clandestinos. Dado a que el embarazo ya está muy avanzado, la médica se niega a realizarlo y, en cambio, le propone que tenga al bebé para luego venderlo a unos clientes suyos. Mientras tanto, la joven puede vivir en su casa. Pero el punto central de El apego no es ni el embarazo ni el bebé. Acá lo que importa, y de a poco comienza a ser tan perturbador como perverso, es la tortuosa relación que establecen las dos mujeres entre sí. Pero también lo que harán con los que se les crucen en el camino para frenar sus planes. Si hay algo que no se le puede reprochar a las películas de Diment es el modo en el que crea climas y atmósferas que no solo establecen el tono de inmediato, sino que literalmente narran todo un universo en términos visuales y sonoros. Los diálogos son buenos, correctos quizás, pero los méritos más sobresalientes están en el cuidado formal: la composición del cuadro, el uso de lentes que proponen puntos de vista contrastantes, el juego entre el blanco y negro y el color – que no es un capricho estético, sino una arista esencial de la narrativa – el foco y el fuera de foco que nos desorienta en espacios que se espejan y se duplican, las texturas con toda su pregnancia y la expresividad de cada recurso del lenguaje cinematográfico. Casi literalmente, la experiencia de ver El apego es entrar a un mundo paralelo. Anganuzzi y Berthet no desentonan nunca. Sus personajes son sufrientes, desilusionados, heridos. Lo que no significa que sean solamente eso. Se sabe que las fachadas son descubiertas cuando ya es demasiado tarde. O no tanto. Sea como fuere, es el momento en el que el gore, la violencia y el sadismo entran en escena. Y no precisamente de una manera sutil. A mi gusto, mejor que así sea. Cuando la sangre brota, todo toma otro color. Sin embargo, las flaquezas están en otras áreas. En un registro actoral que por momentos es un tanto solemne, voluntaria o involuntariamente. No es un problema de las actrices, es el registro en sí mismo. Tomarse a sí misma demasiado en serio tampoco es un punto a favor. Un poco de humor macabro, hasta cruel, si se quiere, habría potenciado lo bizarro de unas cuantas secuencias. Que la historia es pasional y desgarradora, de eso no cabe duda. Aún así podría haber sido más juguetona. Por otra parte, hay algo que no funciona del todo bien en el ritmo del relato. El tercer acto llega un poco tarde y pierde parte de su potencial dramático, mientras que el primer acto se extiende un poco más de lo deseado. En cambio, es el segundo acto cuando El apego adquiere toda su oscuridad y de ahí en más, excepto lo relativamente abrupto del final, todo gira en un torbellino de miserias, amour fou, vejaciones y sacrificios. Y, como es de esperar, la misma muerte en distintas formas y colores. Una pieza original en el alicaído cine argentino contemporáneo, El apego dista de lograr todo lo que se propone. Pero lo que sí logra, lo hace con creces. Eso, de fácil no tiene nada.
Ganadora de los premios a Mejor Dirección, Mejor Actriz (Shira Haas) y Mejor Fotografía en el Festival de Tribeca, la recientemente estrenada Asia, escrita y dirigida por Ruthy Pribar, no es una película fácil para cumplir dignamente con su premisa. Todo relato que aborde un tópico tan delicado como el de acompañar a una persona hasta el día de su muerte puede desbarrancarse en varios niveles. Ni hablar si se trata de una madre sola que nunca abandona a su hija adolescente a la que no le queda mucho tiempo de vida. Más doloroso todavía es que la enfermedad que sufre es de carácter neurológico y se traduce en una degeneración de funciones motrices y cognitivas. Esta historia puede narrarse utilizando, al menos, un par de géneros muy usuales. Podría ser un melodrama – ¿por qué no? – , pero tendría que ser un melodrama sin excesos, de esos que trabajan desde la contención y el retraimiento. Y, aparte, tendría que evitar el llanto fácil y, en cambio, apuntar hacia una angustia contenida que sí conmueva, pero de otra manera. La directora israelí Ruthy Pribar ha elegido que sea un drama intimista el molde para este relato. De hecho, el drama no es solamente el de la adolescente, incluso se podría decir que está en segundo plano, sino el que se genera en el vínculo entre madre e hija, que ya de por sí era complejo y ríspido. Ahora, Asia (Alena Yiv) , que es una enfermera dedicada y sacrificada – pero, a la vez, una madre que dista de estar presente cuando se la necesita – se enfrenta a que su propia hija va a tener que recibir todos los cuidados que una madre le puede y tiene que dar. Porque si no la distancia entre ella se va a marcar aún más: no por nada Vika (Shira Hass) se pasa casi todos los días enteros con sus amigos en el parque y atenta contra su propia salud al no respetar qué puede y qué no puede hacer para evitar un pronto deterioro. Claro que es material para melodrama, pero aún sabiendo que la directora elige el formato del drama intimista, Asia sigue siendo una película difícil de lograr exitosamente. Porque aquí la clave es el tono. Es más, no solo el tono, sino la cohesión del tono general con cada elemento en particular. Si es demasiado distante para evitar el sentimentalismo, no va a funcionar. Si es demasiado cercana y cae en el error asfixiar al espectador con tanto dolor, tampoco. Es un punto intermedio, el que conmueve pero no descoloca, el que aquí se logra con creces. Narrar desde el dolor es necesario, pero también desde el amor. Debe haber ternura y empatía, pero también agobio y hastío por lucha tanto sabiendo cómo va a terminar todo. Y hasta se pueden colar algunos momentos de goce. Siempre los hay incluso en la peor de las tormentas. Entonces, creo yo, el mejor tono posible es el que resulta de una amalgama sin fisuras. Y eso es exactamente lo que pasa en Asia. A veces momentos muy breves, casi fugaces, los que más emocionan. Otras veces, en cambio, hay escenas no tan breves que estrujan el alma. Y otras veces, son de pura placidez, de amorosos encuentros entre madre e hija que no podrían ser más reales. Lejos de esquivar lo más difícil de ver, Asia, la película, apuesta a mostrar, y mucho, sin tapujos, pero tampoco sin regodeo. Otra muestra más del equilibrio de la película como un todo. De las actrices, basta con decir que son extraordinarias. Todos los otros adjetivos que se puedan agregar son innecesarios. Y todo lo innecesario que esta película podría tener está ausente. Acá no hay relleno. Solo vale la esencia.
«Cuando a mi padre le diagnosticaron una enfermedad degenerativa, esa burla del destino tuvo algo de «justicia poética». Porque mi padre había hecho todo lo posible por olvidar. Y ahora que todos los últimos recuerdos familiares se han perdido con él, busco en esas viejas películas caseras para tratar de entender cómo se heredan los recuerdos, como se construyen… “, señala Nicolás Prividera (M, Tierra de los padres), acerca de su tercera película, un lúcido y punzante documental que se llevó el Premio Astor a Mejor Guión y el Premio SEAE a Mejor Edición a en el Festival de Mar del Plata. Mientras en Argentina en los 70s se impone un régimen dictatorial, que hace del olvido un requisito insoslayable para (dis) continuar la Historia – negándola, borrándola, distorsionándola – el padre de Prividera comienza a perder la memoria, poco a poco. El hijo, entonces, revisa las películas caseras que ha visto tantas veces, pero quizás nunca como las vio ahora. Porque quiere encontrar las huellas de su propia memoria. En esa búsqueda, en ese vínculo entre padre e hijo, existe una ausencia que, de hecho, es una gran presencia: la de la madre y esposa desaparecida. Se hace difícil sacar conclusiones inteligentes sobre una película que es tan inteligente. Quizás el mejor camino sea el de señalar algunos de sus grandes logros, alabar su mirada inclaudicable y así después dar cuenta de los pensamientos y, sobre todo, de los sentimientos y emociones que experimenta el espectador. Porque, en definitiva, pareciera que a Prividera le interesa tanto narrar una (su) historia como sacudir a la audiencia y crear una conciencia nueva. Incluso revivir aquella que quedó cómodamente adormecida. Una de las características esenciales que separa a Adiós a la memoria de tantos otros proyectos similares es que no está concebida como un testimonio desde el yo del cineasta, en singular, sino en cambio a través de una tercera persona en la cual Prividera narra en off su historia y la de los otros. No se trata de narrar la anécdota. Eso solo le importaría al cineasta. No es el caso. No hay, entonces, ningún atisbo de un narcisismo inconsecuente. Inteligentísima decisión. Acá lo que sí importa es que en esta operación discursiva de lo particular a lo general, la traumática dimensión política y social de un país se convierte en objeto de estudio examinado, una y otra vez, desde una perspectiva muy aguda. Pensemos que aquí el discurso del autor, siempre en un tono contundente y de furia contenida, interpela al espectador sin darle oportunidad de esconderse. No deja indiferente a nadie. Ni a los negadores de siempre. Claro que la película es dolorosa y angustiante. ¿Cómo no podría serlo? Cómo olvidar, qué olvidar, cómo recordar y qué recordar son ejes que atraviesan toda la película. Del mismo modo, la madre desaparecida y el padre que es una sombra de lo que era siempre están. Y todo está planteado sin respuestas fáciles. Sin nada que nos tranquilice. Es que algunas de las respuestas ya las conocemos y la tristeza que las acompaña, también. Otras las buscará cada espectador, a su buen saber y entender. Claramente, Prividera propone una discusión y una postura crítica activa entre su película y su audiencia. Exactamente como lo hizo con M y Tierra de los padres. Se podría decir que es un tríptico que se completa y resignifica después de cada visionado. Un tríptico más que necesario. No debería sorprender que de acá a diez años Adiós a la memoria se haya convertido en una película de culto, de esas que no se olvidan nunca.