Gary y Alana corren como si la vida se les fuera en cada paso. O como si no importara nada más que recorrer el camino -cualquier camino- juntos. La secuencia no podría ser más cinematográfica, con la cámara acompañando al dúo jubiloso, derrochando una energía juvenil que estalla por las cuatro esquinas. Pero el artificio del cine, la convención de muchas otras escenas similares a esa ya vistas antes, en Licorice Pizza se transforma hasta volverse parte de su esencia. Alana y Gary están tan vivos como cualquiera y al mismo tiempo existen en un mundo de fantasía en el que la infancia y la adultez son trajes que se ponen y se sacan cuando quieren. Un lugar en los márgenes de Hollywood que tiene nombre en el mapa (el valle de San Fernando) y al mismo tiempo es pura ilusión con un dejo de nostalgia salido de la mente, los recuerdos y la idealización de Paul Thomas Anderson. El director de Magnolia, Boogie Nights y Embriagado de amor -entre otros- retoma algunos de los temas que exploraba en esos extraordinarios films para reflejar el particular clima de época de los años 70 en la zona en la que creció, el patio trasero de la industria del cine, donde la cercanía con los estudios y sus estrellas creaba el espejismo de que todo era posible si se tenía el carisma y las agallas suficientes. Y eso es precisamente lo que le sobra a sus protagonistas: Gary Valentine, actor infantil en pleno proceso de ser jubilado por cometer el terrible pecado de crecer, y Alana Kane, veinteañera sin destino y con rabia para repartir. Desde la primera escena juntos (él puro despliegue de sus encantos que desmienten sus quince años; ella, en la cúspide de la desilusión con lo que resultó su vida), congenian de un modo que se parece al destino. Al menos eso es lo que cree Gary, alto y fornido pelirrojo de sonrisa encantadora, aunque su dentadura está lejos de la perfección de algunos de sus colegas del mundo del espectáculo. Sin un ápice de la torpeza y la timidez que se asocia con la adolescencia, el personaje vive en un mundo de adultos que lo tratan como un igual pero mejor que todos. Y hasta Alana, en su cinismo prefabricado, no puede evitar sumarse a su banda de precoces empresarios. “¿Te parece extraño que siempre ande con Gary y sus amigos adolescentes?”, le pregunta Alana a una de sus hermanas como para encontrar afuera la razón para alejarse de ellos y sus emprendimientos locos que suelen terminar en desastre aunque nunca en tragedia. Porque la historia escrita por Anderson evita cualquier convencionalismo del relato a fuerza de ser fiel a sus personajes, nada que involucre a Gary y Alana se resolverá del modo en el que lo hace en las películas que crecieron viendo en la sala de cine que será el punto de encuentro de unas de sus corridas más significativas. Para lograr la alquimia entre relato y personaje, una vez más Anderson -como en otras oportunidades lo hizo con Daniel Day Lewis, Adam Sandler, Julianne Moore y Philip Seymour Hoffman- consiguió a los intérpretes perfectos para darle vida a sus criaturas. Juntos o separados -aunque siempre mejor juntos-, cuando Alana Haim y Cooper Hoffman aparecen en pantalla es imposible apartar la mirada o concentrarse en otra cosa que no sean ellos. En su debut cinematográfico, Haim, integrante de la reconocida banda que lleva su apellido junto a sus hermanas, despliega la sensibilidad, el enojo y el humor de su personaje en cada gesto, sin olvidarse de su inteligencia, siempre presente aunque ella misma dude de su sensatez por su vínculo con Gary. Que el director haya decidido tener a los padres y las hermanas de la cantante interpretando a la familia del personaje agrega otro matiz de humor y verosimilitud al relato que rebosa de ambos. En gran parte gracias al perfecto timing que consigue la pareja de noveles intérpretes que completa Hoffman (el hijo de Phillip Seymour) es que se logra lo imposible: encarnar a un adolescente seguro de sí mismo, extraordinario y único entre sus pares que al mismo tiempo nunca deja de serlo. Frente al desconcierto de los adultos con el mundo, Gary, “nacido para actuar” Valentine se acomoda el pelo, se tapa los granitos con maquillaje, se mete la camisa que insiste en salirse del pantalón y sigue adelante aunque su más reciente negocio de venta de camas de agua haya naufragado o que Alana, la futura señor Valentine, según él, lo vuelva a rechazar. La música de Jonny Greenwood, habitual colaborador de Anderson, además del trabajo de diseño de producción y la dirección de fotografía- a cargo del propio realizador junto a Michael Bauman-, alejan al tono nostálgico que recorre el film de la pieza de museo o el guiño calculado tan transitado por el cine reciente. El recorrido de Anderson por los años setenta de su infancia, sin reglas ni límites establecidos, no pretende más que reflejar ese peculiar tiempo en el que un chico de quince años podía ser dueño de varios negocios, cliente habitual de un bar en el que solo toma gaseosas o cruzarse con personajes de Hollywood como el infame Jon Peters, productor todopoderoso de la época, que interpreta Bradley Cooper, y al minuto siguiente correr con abandono, impulsado por una vitalidad que traspasa la pantalla.
En el cine de Hollywood, las historias se repiten una y otra vez. Y una ¿última? vez si todavía hay posibilidades de exprimirle algo más al concepto original. Muy pocas veces las secuelas, precuelas, reinicios y demás estrategias para reempaquetar el cuento ya conocido resultan interesantes como lo fue el primer intento. Y está bien: el objetivo de la mayoría de esas películas no es aportar novedad sino más de lo mismo para los que ya conocen de qué se trata y encuentran entretenimiento en la repetición. Algo de eso ocurre con esta nueva entrega de Scream, la saga de terror autorreflexivo inaugurada en 1996 a partir de una historia escrita por Kevin Williamson (guionista de Dawson’s Creek) y dirigida por Wes Craven, el exitoso creador de Pesadilla en la profundo de la noche y su inolvidable villano, Freddy Krueger. Ya sin Craven, fallecido en 2015, ahora la historia del grupo de adolescentes del pequeño pueblo californiano de Woodsboro, tan fanáticos del cine de terror que parecen disfrutar del hecho de ser protagonistas de un cuento lleno de sangre, mutilaciones y referencias cinéfilas, vuelve a la pantalla con los mismos trucos que en sus primeras entregas. En esta quinta película, el metadiscurso utiliza la lógica de la construcción del guion como recurso narrativo en sí mismo para transparentar los trucos que utilizan los escritores del género y así desarrollar el relato y comentar sobre el estado de situación del cine de horror actual. Se ríe de él para alivianar lo pesado, para señalar las trampas de Hollywood y aun así seguir siendo parte del juego que plantea la industria. En la primera entrega, la idea era que el asesino utilizaba todo su conocimiento sobre las reglas de las películas de terror en su favor y en contra de sus víctimas. En la continuación, eso se transformó en una reflexión sobre las secuelas, las segundas partes y la necesidad o no de que existan más allá de los intereses pecuniarios. Ahora, la vuelta de tuerca apunta a la tendencia actual de Hollywood de revivir películas exitosas y populares de otros tiempos pero no ya como nuevas versiones o reinicios sino utilizando elementos y personajes de las originales para demostrar que son parte del legado de la saga en cuestión. Es lo que sucede con la última película de los Cazafantasmas, con Halloween y hasta en Star Wars, dice uno de los personajes de esta nueva Scream, que recupera al trío de protagonistas del inicio, Neve Campbell, David Arquette y Courteney Cox, para que vuelvan a ponerse en la piel, magullada, de Sidney, Dewey y Gale. Pensada para ser un festival de guiños para los fanáticos de la saga y en menor medida para los conocedores del cine de terror y sus modas y tendencias, la nueva historia se las arregla para volver al inicio de una manera prolija y apropiada para la época. Eso implica escenas mucho más explícitas y sangrientas, un grupo de amigos en el centro de la trama que no tiene ni el tiempo en pantalla -hay que dejar espacio para los veteranos-, ni la gracia suficiente para interesar al espectador -aunque sí para irritarlo-, y un guion que se esfuerza por demostrar que nada de lo que se dice o de lo que se ve debe tomarse demasiado en serio. Esa es la primera regla del género.
Para empezar, una obviedad: es difícil pensar en un elenco más talentoso y reconocido del que tiene No miren arriba. El director Adam McKay (El vicepresidente: más allá del poder) armó un equipo soñado que encabezan Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio y que cuenta con Meryl Streep, Cate Blanchett, Timothée Chalamet, Mark Rylance, Jonah Hill, Melanie Lynskey, Ron Pearlman y Ariana Grande como intérpretes secundarios. Para seguir: todos los integrantes del elenco se lucen en sus papeles y Lawrence y DiCaprio -como era de esperarse, se destacan especialmente al interpretar a la estudiante de astronomía Kate Dibiasky y a su profesor, el doctor Randall Mindy- un par de Casandras que tienen la tarea de alertar al mundo de que un cometa se dirige a la Tierra para provocar lo que llaman un “evento de extinción”. A partir de esa premisa, el final del mundo tiene fecha establecida seis meses y algunos días en el futuro, el guion de McKay utiliza las herramientas narrativas de la sátira y la parodia para hablar del estado actual de la sociedad mundial pero más específicamente de la estadounidense y lo hace con la sutileza de un cometa de diez kilómetros de longitud dirigiéndose directo a la Tierra. Reconocido por su trabajo en comedias como las inmejorables El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, su ópera prima, y Ricky Bobby: loco por la velocidad, hace un tiempo que el director y guionista formado en Saturday Night Live parece haber decidido que su habilidad para la comedia podía servir para hablar sobre temas muy serios e importantes. Tanto que hasta valía la pena sacrificar el humor para ponerlos en pantalla. Un cambio de rumbo que demostró en la muy efectiva La gran apuesta, que retrataba como la especulación de los grandes bancos había contribuido a la crisis económica y de vivienda de los Estados Unidos en 2006. Pero de aquel acierto, que le consiguió un Oscar a mejor guion adaptado, hasta No miren arriba, sus relatos parecen haberse decantado más por el mensaje que por las formas. En este film -disponible en Netflix desde el 24- la balanza está claramente inclinada hacia el lado de las preocupaciones sobre el cambio climático, la política norteamericana, el poder de las corporaciones y el deterioro de las instituciones, mientras que el desarrollo de la trama parece una preocupación secundaria. Así, cuando la cruzada de Kate y el doctor Mindy los lleva a la Casa Blanca el film se vuelve una parodia apenas velada de la presidencia de Donald Trump y el hecho de que el presidente de los Estados Unidos sea una mujer, interpretada con oficio por Streep, no consigue despegar toda la secuencia de la caricatura y el ridículo (está acentuado por la actuación de Hill, como el rastrero hijo de la mandataria). El apocalipsis está a la vuelta de la esquina, gritan los astrónomos, y los medios se preguntan si se podrá jugar el Super Bowl. La exageración y el absurdo, elementos de la sátira, en este caso causan más irritación que gracia. En sus mejores pasajes, siempre a cargo de Lawrence y DiCaprio, No miren arriba logra despejar los excesos para conseguir que su mensaje llegue claro y fuerte sin olvidarse del relato cinematográfico. Así ocurre en una escena en la que el doctor Mindy, ya despierto del sueño de la fama y el estrellato mediático, estalla frente a las cámaras y el público que parece más preocupado por la última tendencia de las redes sociales que por el fin del mundo. Puesto a relatar los que podrían ser los últimos seis meses de la vida en la Tierra, el guion se arma de cinismo para apuntar hacia los medios tanto escritos como televisivos. Desesperados por difundir su mensaje y forzar al gobierno a tomar medidas para evitar el desastre, Kate y Mindy visitan un programa de TV, un magazine conducido por Jack Bremmer (Tyler Perry) y Brie Evantee, interpretada por una casi irreconocible Cate Blanchett quien hace lo que puede por insuflar algo de vida a la superficial y calculadora conductora dispuesta a encontrarle un costado liviano y “de color” hasta al apocalipsis. A medida que se desarrolla la historia, la comedia se diluye y deja lugar a una puesta en escena que elige siempre la exageración y el trazo grueso: como el espectáculo de ribetes nacionalistas que monta la presidente Orlean cuando lanza la “ofensiva” contra el cometa y los subterfugios organizados por el magnate de las telecomunicaciones Peter Ishelwell -interpretado por Rylance como una cruza entre Steve Jobs, Elon Musk y Michael Jackson-, para obtener ganancias hasta de la extinción de la vida en la Tierra.
Lo personal se vuelve dolor global El documental explora la trágica historia reciente de un grupo de trabajadores franceses En la rutina del trabajo es fácil, casi esperable, que la rutina haga olvidar o dar por sentado ciertas conductas fundamentales. Entre ellas, muchas tienen que ver con relacionar la actividad laboral con la identidad personal. Somos lo que hacemos y entonces, ¿qué sucede cuando ya no se nos permite hacer aquello que nos define? Una de las trágicas respuestas posibles es la que retrata este documental dirigido por la realizadora argentina Sandra Gugliotta. En él, a través de entrevistas con exempleados de Telecom Francia, víctimas de la política laboral que buscaba eliminar 22.000 puestos de trabajo de la empresa, la directora establece puntos de contacto, inspirada por el libro La privatización de los cuerpos del Damián Pierbattisti, con el plan implementado por la compañía en la Argentina y con la historia de su propia familia. En las charlas con sus entrevistados, Gugliotta que también oficia de narradora, decide incluir una pregunta que suele quedar fuera de cámara y que aquí permite reflexionar sobre el modo en que se define y elabora la propia identidad “¿Cómo debería presentarla?”, le pregunta a una socióloga experta en relaciones de trabajo y lo mismo hace con el hijo de uno de los sesenta empleados de la empresa estatal francesa que se suicidaron entre 2007 y 2010. Obligados a identificarse para el documental, el desconcierto de algunos que siguen presentándose como parte de la organización que los descartó subraya, con sutileza, el daño emocional con el que aún cargan.
“Dudo de que el dios del espacio tenga que tomar un ibuprofeno después de una pelea”, le dice a Natasha Romanoff, uno de los personajes de Black Widow, la película que por fin se centra en la historia de la heroína que Scarlett Johansson encarna desde su primera aparición en Iron Man 2. Y aunque tenga que tomar analgésicos y no cuente con los superpoderes de sus colegas de Avengers ni con los recursos ilimitados de Tony Stark, puede que la Viuda Negra sea uno de los personajes más intrigantes del universo cinematográfico de Marvel. Una sospecha que por momentos confirma esta película dirigida por la australiana Cate Shortland, la primera realizadora a cargo de un film de la usina de superhéroes en solitario. Un hito que, más allá de la estrategia de promoción, se refleja en el desarrollo de la historia ubicada narrativamente en los años “perdidos” de Romanoff entre Capitán America: Civil War y Avengers: Infinity War. Aquí, el guion a cargo de Eric Pearson (Thor: Ragnarok), utiliza la idea de la historia de origen del héroe, un recurso muchas veces transitado pero que esta vez consigue darle espesura, matices y sentido a su protagonista. Más historia de espías que espectáculo de ciencia ficción, Black Widow comienza con una secuencia que muestra a la adolescente Natasha en un escenario propio de la serie The Americans o la película Espías sin rostro, fingiendo ser una familia tipo del medio oeste norteamericano junto a los adultos Alexei (David Harbour) y Melina (Rachel Weisz) y la pequeña Yelena, la única que no sabe que todo se trata de una ficción creada por la KGB. A partir de allí la trama avanzará un par de décadas para intentar una reunión familiar que resulta conmovedora y al mismo tiempo muy cómica, especialmente gracias a la interpretación de Harbour (Stranger Things), ya un especialista en encarnar a padres adoptivos de mujeres jóvenes extraordinarias. Claro que por todo el oficio de Harbour y Weisz, lo más interesante del film -que falla al crear un frente enemigo de limitado interés- es el vínculo que logran transmitir Johansson y Florence Pugh, la talentosa actriz británica que interpreta a Yelena de adulta. Es que Black Widow no solo salda parte de la deuda que Marvel tenía con el personaje de Johansson y las heroínas femeninas en general, sino que lo hace poniendo el foco en la compleja relación entre esas dos mujeres fuertes e independientes que entienden que su mayor enemigo no es el general Drykov (Ray Winstone) sino los traumas no resueltos de su pasado en común. Ese que intentan resolver entre patadas, cuchillazos y momentos de notable vulnerabilidad.
El multipremiado Lin-Manuel Miranda (Hamilton) lleva al cine lo que fue su primer gran éxito en Broadway, una obra inspirada en la vida del barrio latino de Nueva York, Washington Heights. Dirigida por Jon M. Chu (Locamente millonarios), En el barrio define su espíritu al apropiarse de la historia del musical sin reinventar demasiado, sino dispuesta a asentar aquella tradición en una nueva era y un nuevo humor social. La historia nace del recuerdo de Usnavi (Anthony Ramos), un joven de raíces dominicanas que despliega ante la mirada de un grupo de niños la materia de los sueños convertida en baile y música, en coreografías que recogen la inspiración de Busby Berkeley, los desafíos a la gravedad de Fred Astaire, el regreso al hogar de El mago de Oz, y sobre todo el concepto de ópera urbana de Amor sin barreras. Lo que había de avant garde en aquellos hitos del género, Miranda lo establece como arena firme de su historia: anécdotas de inmigrantes, crónicas de sueños y aspiraciones, canciones sobre arraigo y pertenencia. En el barrio piensa su mundo adherido a los contornos de la fábula, a las historias contadas de memoria, idealizadas por la distancia y el peso del recuerdo. En ese gesto, que refuerza el homenaje, sus personajes se convierten en mera encarnación de un puñado de ideas: los que sueñan con volver a los días de la infancia, los que ambicionan un futuro prometedor, los que lidian con la frustración de las falsas oportunidades. Todos los actores son excelentes intérpretes, pero sus personajes persisten como abstracciones antes que como criaturas con carne e historia. Con ecos de la tradición operística, como los musicales de Nelson Eddy y Jeanette MacDonald en la MGM, las escenas con diálogos cantados priorizan el desplazamientos de la cámara y los parlamentos de los personajes antes que el concepto de la coreografía. En esa decisión, nunca alcanzan el pretendido peso dramático, quitan humor y soltura a la película y atenazan la fluidez de la puesta en escena a lo que el discurso debe dejarnos en claro. En cambio, los musicales de conjunto son los grandes hitos de espectacularidad de la película: la escena de la calle del comienzo, la del natatorio, la de la disco. Los encuadres en función de la danza, el despliegue del baile de Melissa Barrera –que resulta una de las mejores del elenco- y el uso festivo de la tradición consiguen que esta oda sentimental al barrio latino encuentre su mejor época en el presente, en esas calles que viste de reivindicaciones y de fiesta.
En otro intento de Hollywood por rehabilitar a algunos de sus villanos más emblemáticos y darle al público una explicación sobre el origen de su maldad, ahora le llegó el turno a Cruella De Vil, la fantástica malvada de 101 dálmatas, el clásico de animación de Disney, que hace unos años tuvo también su versión de carne, hueso y deliciosa irreverencia a cargo de Glenn Close. Ahora es el turno de la talentosa Emma Stone de personificar a la mujer del pelo bicolor y pasión por los abrigos de piel. Si con Maléfica la mala del cuento ganó espesura y justificación para sus caprichos y desplantes, y en Guasón se le asignó al enemigo de Batman una historia de enfermedad mental, Cruella toma prestado algo de cada uno para retratar a un personaje y, lejos de sumarle interés genuino, la película termina por negar las características más salientes de Cruella ¿Eso de que mata perritos para hacerse abrigos? Un malentendido. ¿Aquello de que sus secuaces eran dos tontos sin sentimientos ni conciencia? Nada que ver. Cada vez que el film dirigido por Craig Gillespie (Yo soy Tonya), hace referencia a algún elemento de 101 dálmatas, lo único que consigue es un levísimo reconocimiento y extender su exagerada duración. El relato, que comienza a mitad de los años 60 y se desarrolla en el Londres de los 70, utiliza la música e iconografía de esa época y el incipiente movimiento punk como telón de fondo de la historia de Stella, una joven que desde la infancia hace esfuerzos por encajar sin lograrlo y quien incluso desde niña es consciente de tener un alter ego tan cruel que su madre la bautiza como Cruella. Decidida a sobrevivir luego de quedar huérfana y traumatizada por la violenta muerte de su madre –lo que justificaría su odio por los dálmatas– Stella se une a un dúo de ladrones con los que crece cometiendo pequeños robos por la ciudad. Claro que su sueño es ser diseñadora de modas, una carrera que por fin podrá poner en marcha cuando se cruce en el camino de la exitosa Baronesa (Emma Thompson), una ambiciosa dictadora de la moda. En el enfrentamiento entre la joven dispuesta a volar el status quo por los aires y la convicción de la veterana de que nadie podrá superarla reside el lado más interesante del cuento, que por momentos se torna más oscuro de lo que se suele esperar de una producción de Disney. Para darle ese filo, la película cuenta con las fantásticas interpretaciones de Emma Stone y Emma Thompson: juntas y por separado le sacan todo el provecho imaginable a dos personajes delineados con cierto esquematismo con el que ellas arrasan en cada escena. Con el cambio casi imperceptible pero fundamental que consigue Stone cada vez que “su lado Cruella” le gana la partida a la más bondadosa Stella, hasta el verdadero festín de frases tajantes y cejas enarcadas que reparte Thompson, la película gana la vitalidad que la segunda mitad de la narración necesita con desesperación. Sin ellas ni el prodigioso diseño de vestuario a cargo de la ganadora del Oscar Jenny Beavan, que resulta en un homenaje a la industria de la moda británica, Cruella se desdibuja entre innecesarios giros del guion y demasiadas referencias a su historia de origen que, como demuestra la película, puede causar más problemas de los necesarios.
En el mejor cine documental suele ocurrir que la mejor historia cuenta con un protagonista carismático y fascinante. Los modos en que su director desarrolle ese relato decidirán luego si la historia de vida o de obra -o de ambas- tendrán en pantalla el interés que exhiben fuera de ella. Mucho más difícil de encontrar es un film documental que tenga cinco protagonistas magnéticos con tanto para contar que cada uno bien podría encabezar su propia película. Pero no. Porque Los Knacks: déjame en el pasado, la película escrita y dirigida por Mariano y Gabriel Nesci ( Casi leyendas) funciona en el encuentro de los caminos de Oscar "Robbie" Paz, Carlos "Charly" Castellani, Armando "Armi" Aschenazi Morón, Vicente "Chito" Bullotta y Eduardo "Mossy" Mykytow. Lo mismo que ocurría con Los Knacks, la banda que formaron a mitad de los años 60, cuando eran un grupo de estudiantes de secundario que casi sin saberlo fundó la movida de la música beat en la Argentina. Los detalles de como nació la banda ("la armé para él" dirá Robbie, el baterista y alma pater sobre Charly, cantante y guitarrista), su rápido ascenso hasta el borde de la fama y la llegada de la grabación del primer disco que nunca salió a la venta podrían ocupar todo el desarrollo de la película. Sin embargo, los directores lograron resumir el inicio en un primer acto al que no le falta nada para luego dedicarse al presente más cercano, al reencuentro y la refundación de la banda, cuarenta años después. Un volver a empezar contado con una emotiva combinación de melancolía, sueños frustrados, ilusiones delirantes y un amor por la música y los compañeros de ruta que resulta contagiosa.
Este film dirigido al público infantil probablemente funcione también como una suerte de máquina del tiempo para los adultos. Es que al contar la historia de los hermanos Marla (Anya Taylor-Joy) y Charlie (Gabriel Bateman) y sus aventuras en la tierra de Playmobil, la película funciona como un catálogo de algunos de los juguetes de la infancia de muchos. Por allí aparecen el barco pirata, el Coliseo romano y las naves vikingas de las vidrieras de las jugueterías que sirven como elementos esenciales en ese mundo mágico al que llegan Marla y Charlie, transformados en los muñequitos de plástico tan poco articulados. Aunque toma bastante de las películas de Lego y los recursos narrativos de Disney-incluida la orfandad de los protagonistas-, Playmobil: la película divierte casi tanto como el juego que le dio origen.
Este documental, presentado en el Festival de Cannes y reciente ganador del premio Otra Mirada de la TVE en San Sebastián, construye su narrativa a partir de las movilizaciones públicas ocurridas en 2018 en el marco de la inminente votación en el Senado de la ley de legalización del aborto, tras su aprobación en Diputados. La película comienza con el sonido de los bombos de una de las marchas organizadas por diferentes colectivos feministas, que durante meses salieron a la calle para visibilizar la problemática. El ritmo de la percusión marcará todo el desarrollo del film, que no tiene pretensiones periodísticas, históricas ni pedagógicas. Que sea ley no relata de manera ascética el movimiento social que produjo la posibilidad de discutir el aborto públicamente por primera vez en la Argentina, sino que asume una postura claramente en favor de la legalización del aborto, al denunciar las condiciones en las que se realizan las interrupciones de embarazos no deseados y sus consecuencias para las mujeres de la región. Para ello, el director no solo retrata las manifestaciones callejeras verdes, con esporádicas apariciones de las marchas a favor "de las dos vidas", sino que también recorre distintos puntos del país para ponerles nombre, apellido y rostro a las familias que perdieron madres, hijas y hermanas por un aborto clandestino. El film está dividido en segmentos denominados "militancia", "creencias", "hipocresía y doble moral", "feminismo" y "provida", que ordenan temáticamente los testimonios (que incluyen a legisladores, sacerdotes, médicos y referentes feministas) que Solanas recopiló para construir la trama del film, que cierra con la frase que le da título.