Aún cuando sus raíces vienen por el lado del thriller policial, Eduardo Pinto demostró su talento para contar historias de terror. Basta recordar Corralón -que comienza como un film costumbrista y se va sumergiendo en las aguas pantanosas del género- y La sabiduría, donde también los elementos más extravagantes y violentos irrumpen para destronar toda idea de realidad. En cada caso, el director le imprime un sello personal, vinculado a las luchas de clases (tampoco se debe olvidar Lo inevitable, de Fercks Castellani, donde ofició de productor y director de fotografía). La misma línea sigue con El desarmadero. Luciano Cáceres interpreta a Bruno, un atormentado artista plástico que es dado de alta en un hospital psiquiátrico. Sin tener adonde ir, acude a Roberto (Pablo Pinto), un amigo que le permite trabajar de sereno en un viejo desarmadero y vivir en una casa rodante ubicada allí mismo. Rodeado de restos de vehículos, espera encontrar algo de tranquilidad. Eso está lejos de ocurrir: por un lado, debe lidiar con un grupo de ladrones, liderados por Ojoloco (Diego Cremonesi), y por otro, es acosado por visiones espectrales de su esposa (Clara Kovacic) y la hija de ambos (Amelia Cáceres Currá), ambas muertas, lo que irán resquebrajando aún más su mente torturada. Pinto vuelve a acertar con una ambientación familiar, palpable, pero que se va volviendo inquietante y peligrosa. Aquí el arte y la fotografía juegan un papel crucial, y el director da cátedra de cómo usar un dron con fines dramáticos. No sobresalen referencias concretas, aunque es posible descubrir guiños al cine de John Carpenter: el horror a partir de elementos inofensivos -los autos, la chatarra, Christine-, y el aislamiento, reforzado con el sorpresivo cameo de un VHS de Asalto al precinto 13. Al igual que en Corralón y Lo inevitable, Luciano Cáceres logra sumergirse en las tinieblas de su personaje, sin perder ni una pizca de magnetismo. En esta oportunidad, el actor pudo compartir escenas con Amelia Cáceres Currá, su hija en la vida real, que junto a Clara Kovacic -la Jamie Lee Curtis del cine argentino- brindan momentos espeluznantes. Diego Cremonesi nos regala un nuevo personaje desquiciado, mientras que Malena Sánchez compone a la psicóloga de Bruno. En su cáscara de terror psicológico, El desarmadero indaga en el dolor y sus ramificaciones, y confirma a Eduardo Pinto como un especialista en el terror local con voz propia.
Los estragos de la última dictadura militar argentina ya son de público conocimiento. Para alejarse del horror, un gran número de ciudadanos pudieron escaparse a otros países. Tangos, el exilio de Gardel, de Pino Solanas, se centró en los argentinos que recalaron en París. El documental Partidos, voces del exilio le permite a la directora Silvia Di Fiorio adentrarse en los casos de quienes aterrizaron con lo justo en España, para empezar de nuevo. Los más veteranos recuerdan los pormenores de su llegada y de cómo dejaron atrás un país inestable y siniestro (algunos incluso llegaron a estar detenidos), y cómo a fines de los ‘70 fueron recibidos por una sociedad que recién salía de su época amarga, el Franquismo, y vivía por placer y libertad el Destape. Los que por entonces eran niños revelan sus experiencias en cuanto a la adaptación -otro acento, otras denominaciones, otras costumbres- y cómo crecieron sabiendo la situación de su llegada. Además, la realizadora presenta la mirada de los descendientes de los exiliados, que nacieron en España pero no ignoran el pasado familiar. A modo de separador de los testimonios, fragmentos de Héctor Alterio recitando el poema “Qué lástima”, de León Felipe. No es casual la participación del actor, un caso emblemático de exilio en España. De hecho, también presta sus palabras Malena, su hija y hoy también actriz, nacida en Buenos Aires pero mudada a Madrid con seis meses. Con la participación de Andrés Habegger en el guión, Partidos, voces del exilio muestra la intimidad de quienes dejaron Argentina y no volvieron, aunque no olvidaron sus raíces, y los frutos de esa nueva vida. Al mismo tiempo, ayuda a seguir ilustrando las consecuencias de uno de los episodios más oscuros de la historia del país.
El teléfono negro reúne dos de las mente creativas que mejor vienen trabajando el terror. Por un lado, el escritor Joe Hill (muy digno hijo de su padre, Stephen King), autor del cuento en el que se basa. Por otro lado, Scott Derrickson, que ya había demostrado sus credenciales en la subestimada Hellraiser: Inferno, El exorcismo de Emily Rose, El día que la tierra se detuvo (en este caso, ciencia ficción), Sinister, Líbranos del mal y Doctor Strange. Se suponía que iba a dirigir la secuela del Hechicero Supremo de Marvel, que apostó por más monstruos y sustos, pero su enfoque del género, más adulto, lo alejó del proyecto, que se benefició del tono más lúdico -pero no menos grandioso- de Sam Raimi. La acción tiene lugar en un pueblo de Denver durante 1978 y es, ante todo, un coming of age que pronto se revela amargo y desesperado. El tímido y sensible Finney (Mason Thames), de 13 años, experimenta el miedo y la violencia en las calles (peleas de preadolescentes), la escuela (es el blanco predilecto de los matones de la clase), incluso en su propia casa; el padre (Jeremy Davis) es un alcohólico que los maltrata a él y a Gwen (Madeleine McGraw), su hermana menor. Las películas de terror y el enamoramiento de la chica linda del curso apenas son un consuelo. Y como si aquel calvario no fuera suficiente, los chicos del pueblo están siendo secuestrados por alguien a quien apodan The Grabber. Pronto Finney es otra víctima del invididuo (Ethan Hawke), que lo encierra en un sótano poco iluminado. Allí sobresale un teléfono negro, antiguo, que parece no funcionar… hasta que suena. Uno de los méritos de Derrickson -junto a su co-guionista, C. Robert Cargill- es el de saber integrar a la relación de Finney y Gwen, el verdadero corazón del film, la trama de un asesino serial y los elementos sobrenaturales. Esto último tiene dos vertientes: las pesadillas de la niña, que se relacionan con las desapariciones y The Grabber, y el teléfono, por el que el chico irá recibiendo llamados de los niños asesinados, para advertirlo y ayudarlo. Así se obtiene un tono parecido al de la obra de King y al díptico de It, de Andy Muschietti (no es casual que uno de sus actores participe aquí), donde la crueldad de vecinos y familiares de los protagonistas por momentos era más shockeante que cualquier acto del monstruo. De hecho, la escena más perturbadora e impredecible de El teléfono negro no involucra al villano principal. Asimismo, la incorporación de lo fantástico también conecta con una de las preocupaciones del realizador: personajes que entablan vínculos con otros mundos, lo que traerá diferentes consecuencias. Derrickson -que reconoce los tintes autobiográficos de la historia- también acierta al privilegiar una narración clásica y prescindir de explicaciones alrededor de la figura del psicópata, que usa máscaras demoníacas cortesía de Tom Savini y su socio, Jason Baker, para Callosum Studios. Esto conecta con las primeras entregas de La masacre de Texas, mencionada dos veces, y Halloween, emblemas del cine de terror de la época. En cuanto a exponentes posteriores, remite a la australiana Fortress, en la que un grupo de alumnos y su maestro son atrapados por un grupo de enmascarados y deben aprender a sobrevivir. Y otro punto importante para Derrickson: pone énfasis en la atmósfera de tensión y peligro, y reduce al mínimo indispensable los jump scares, lo que la diferencia de la mayoría de las producciones comerciales del género de los últimos años. Imposible no detenerse en el elenco. Hawke sabe ser tan perverso como fascinante, y sin casi revelar la cara y, en algunos casos, casi sin moverse. Una versión del homicida que supera a la del cuento, donde luce como un hombre obeso que es payaso ocasional, clarmente inspirado en John Wayne Gacy. Pero son Mason Thames y Madeleine McGraw quienes sostienen la propuesta con interpretaciones de una madurez infrecuente en gente tan jóven. Con una sobria recreación de época (la nostalgia está presente, pero en su medida justa, sin pose), El teléfono negro aporta una novedosa variante del boogeyman y profundiza en el aspecto más crudo de la pérdida de la inocencia y el camino a la madurez.
Santiago Mitre es uno de los directores argentinos más reconocidos de esta época, y también el más arriesgado. Con cada una de sus películas demuestra su capacidad para ir más allá y desafiar cuestiones temáticas y cinematográficas. Pequeña flor es otra muestra de ello, con sus personajes en medio de una situación límite, pero a la vez resulta ser su creación más libre. Mitre parte de la novela de Iosi Havilio para indagar en un matrimonio de mediana edad que se las arregla para sobrevivir en un vecindario poco atractivo de Francia. Todo se complica cuando José (Daniel Hendler), dibujante argentino, pierde un importante trabajo. Lucie (Vimala Pons), francesa que habla más en español que su marido en francés, comienza a trabajar para que no falten ingresos. Él deberá quedarse en casa para cuidar a la hija de ambos, todavía bebé. Un cambio de vida para José. Hasta aquí, una interesante exploración del costado más realista de una relación conyugal, con el agregado del choque de culturas por la diferencia de nacionalidades. Y nunca deja de ser una historia de amor, en la que el protagonista deberá luchar por salir de una crisis. Pero desde el vamos hay un factor menos realista y más original: el narrador es el vecino (Melvil Poupaud), un dandy devoto del jazz (no podía ser de otra manera), con el que José entabla una particular amistad. De hecho, al final de cada encuentro, José lo asesina de las formas más variadas y truculentas, dignas de un psicópata experto. Pero el vecino siempre está ahí al día siguiente, como si nada, para hablarle de la buena vida y aconsejarlo con el fin de que pueda afrontar sus tormentos maritales. Cada rutina de crimen y resurrección aporta elementos de comedia negra y absurda, que rompen con la solemnidad y suman a la frescura. Al notable elenco principal se suma el siempre estupendo Sergi López. Aquí compone a un gurú especializado en terapia de pareja que incurre en métodos tan extravagantes como él mismo. Al estilo de un Julio Cortázar pasado de ácido, Pequeña flor cautiva tanto como deja pensando, y sirve como aperitivo para el próximo y muy prometedor film de Mitre: Argentina, 1985.
El subgénero de los zombis suele comprender dos criaturas distintas: los muertos vivientes, que George A. Romero impulsó gracias a su saga de clásicos, y los infectados. Aquí los personajes muestran conductas depravadas, inhumanas, por acción de alguna enfermedad. Este caso también tiene a Romero como figura clave; en The Crazies, un arma biológica libera los impulsos más primitivos. David Cronenberg aportó los suyos con Shivers, donde unos parásitos liberan el frenesí sexual de los habitantes de un edificio, y Rabia, en la que una joven, Rose (Marilyn Chambers) contagia a todo Montreal a partir de un apéndice mutante debajo de su axila. Más acá en el tiempo, Danny Boyle, con guión de Alex Garland, presentó Exterminio, que le insufló un prestigio hasta entonces novedoso a estos films. Poco después, Brad Pitt se enfrentó a hordas de estos seres en Guerra Mundial Z. Y llegaron más exponentes, como la coproducción uruguaya-argentina Virus: 32. Se trata de la nueva película de Gustavo Hernández, que supo triunfar con La casa muda y viene de realizar No dormirás. Ya la secuencia inicial remite a su ópera prima: un elaborado plano secuencia permite ir descubriendo cómo se desata un brote de violencia entre los ciudadanos de Montevideo, y en paralelo presenta a la protagonista: Iris (Paula Silva), una joven mujer separada, que debe cuidar a Tata (Pilar García), su pequeña hija. Entonces la lleva a su trabajo, en el turno nocturno como cuidadora de Neptuno, un club venido a menos. Por desgracia para ellas, los infectados corren a hacerles compañía, pero hay una mínima ventaja: 32 segundos en los que quedan paralizados antes de seguir provocando destrucción. Como en sus films anteriores -al que también se debe sumar Dios local-, Hernández demuestra ser un experto en sacarle el jugo a una sola locación. Gracias a un cuidado trabajo de arte y fotografía, convierte a Neptuno en una especie de castillo, con sus pasillos interminables, piletas vacías y canchas abandonadas donde la amenaza puede surgir de cualquier rincón oscuro. El director también sabe crear escenas truculentas -ni los animales se salvan del raid homicida-, aunque sin regodearse en las aberraciones. Y por sobre todas las cosas, Hernández no descuida que el centro de la historia reside en Iris y la relación con Tata, y cómo en medio de aquel caos de locura y sangre deben superar tormentos del pasado. A ellas se suma Luis (Daniel Hendler), un individuo que debe lidiar con una esposa embarazada… y contagiada. Virus: 32 es una odisea de supervivencia que recupera los mejores elementos de esta clase de películas y se destaca por una identidad propia.
A 100 años de su nacimiento, la figura de María Luisa Bemberg se mantiene más vigente que nunca, tanto por su obra como por su lucha… que, en realidad, van unidas. Esto y mucho más queda patente en el documental María Luisa Bemberg: el eco de mi voz. El director Alejandro Maci, quien supo ser su mano derecha en los últimos años de su vida, realizó un sentido homenaje que funciona tanto para entendidos como para quienes apenas la conocían de nombre. Se trata de un repaso de su vida y obra, mediante diferentes recursos que no se pisan entre sí. Para empezar, los audios de entrevistas que Maci le hizo a la directora durante las reuniones de guión de El impostor, quien sería la ópera prima de él ante la muerte de ella. En esas grabaciones podemos conocer su origen de clase alta, donde la abundancia de lujos no significó la ausencia de problemas; su lucha temprana para hacerse un lugar en ámbitos donde predominaban -y dominaban- los hombres, sus trabajos literarios que le permitieron llegar al cine como guionista; su debut como directora a los 58 años (cuando el común de sus colegas ya se encuentra en plena madurez), la nominación al Oscar por Camila, que además fue uno de los primeros grandes largometrajes argentinos tras el regreso de la democracia; la gloria, los prejuicios por su clase social y su condición de mujer… Para contar los pormenores de la filmografía de Bemberg, Maci recurre mayormente a testimonios de amigos y colaboradores y a fragmentos de las películas. Entre los que prestan sus palabras se encuentra la productora Lita Stantic, su socia en los momentos claves de su obra; el guionista Jorge Goldenberg, el director de fotografía Félix “Chango” Monti, el propio Maci y los intérpretes Graciela Borges, Susu Pecoraro e Imanol Arias. Todos destacan sus cualidades como profesional y su espíritu sensible, que nunca dejaba de plasmar historias de mujeres de diferentes épocas que deben hacer su propio camino en un entorno que las relega o directamente las condena. María Luisa Bemberg: el eco de mi voz es el tributo que la cineasta merecía y una invitación a descubrir, o redescubrir, las piezas de su breve pero notable carrera.
El espacio nunca deja de ejercer fascinación. A su vez, el cine nunca dejó de plasmar esa fascinación. Pero muy pocos casos detiene su atención en quienes se fascinan con el espacio. El documental El camino eterno sigue a Sergio Montúfar Codoñer, un astrofotógrafo guatemalteco. En busca de la foto perfecta del cielo estrellado, recorre los observatorios más destacados de Argentina, donde se encuentran los telescopios más potentes. Un viaje que lo lleva desde la urbe de Buenos Aires, La Plata y Córdoba hasta los parajes más alejados y silvestres (y donde mejor se aprecian las estrellas por las noches despejadas). Una experiencia que también permite conocer los pormenores de cada complejo astronómico, explicado por la voz en off de Ricardo Alanís. El cineasta Hernán Moyano se hizo de un nombre gracias a películas de terror que produjo con la compañía independiente Paura Flics, como 36 pasos. Luego incursionó en otros géneros y formatos, como el fulldome. Así realizó la serie animada Belisario, el pequeño gran héroe del cosmos y El camino eterno, que fueron proyectadas en el Planetario de la Universidad Nacional de La Plata. Este último trabajo fue readaptado para ser exhibido en pantallas de cine tradicionales, pero no pierde la potencia visual, con deslumbrantes tomas de cielos y montañas, de ríos y atardeceres, y por supuesto, de telescopios imponentes. Las imágenes van acompañadas por una narración con fines educativos, pero que nunca se hunde en los detalles técnicos para entendidos y resulta accesible para toda clase de público. En paralelo, la película habla sobre la naturaleza y la urbanización, y cómo todavía hay lugar para las maravillas. El camino eterno funciona como una road movie apasionante y apasionada, capaz de atraer a fanáticos de la astronomía y a quienes empiezan a alzar la vista para dejarse cautivar.
En sus primeras décadas, el cine de terror estuvo mayormente ocupado por piezas góticas. Podían ser de origen literario o estar basadas en leyendas, y solían ser engalanadas por los hoy considerados monstruos clásicos, empezando por Drácula y Frankenstein. Sí eran constantes los castillos o caserones alejados, con sus habitantes misteriosos y habitaciones que mejor nunca explorar. Compañías como Universal, la británica Hammer Films y American International Pictures lograron sus mayores éxitos gracias a esas producciones. A partir de los ‘60 comenzó a ser relegado con la aparición de amenazas más reales, que atacan aquí y ahora. El terror moderno se inició con el Hitchcock de Psycho y Los pájaros, y explotó en 1968, cuando se estrenaron El bebé de Rosemary y, sobre todo, La noche de los muertos vivos. La ópera prima de George A. Romero presentó un nuevo tipo de monstruo, inspirado en mitos haitianos pero con la ferocidad de una época. El último zombi combina lo clásico y lo moderno, más algunas sorpresas. El punto de partida es más clásico: Nicolás Finnigan (Matías Desiderio), un científico, sale en busca de Salzman (Tony Lestingi), su antiguo maestro Helena (Maia Francia), su propia esposa. Nicolás llega a una hostería en una ciudad balnearia de Santa Sofía del Mar. Pronto se da cuenta de que, en ese contexto de aparente relax, los secretos abundan como los árboles que rodean la residencia: una habitación que funciona como laboratorio y un centro de spa donde los clientes salen más cambiados de lo que esperan. Y en determinado punto, irrumpe un estilo de terror moderno: Nicolás y otros habitantes de la hostería deben refugiarse de hordas de zombies. Aunque estos entes tienen más que ver con los zombies de Haití que con los devoradores de gente que creó Romero. El director Martín Basterretche había dirigido el thriller Punto ciego y la historia de ciencia ficción Devoto: La invasión silenciosa. Como en aquellas oportunidades, la acción sucede en la ciudad ficticia de Santa Sofía del Mar, dejando en claro que sigue desarrollando su propio universo cinematográfico. Un desarrollo que evidencia su entendimiento de los géneros y la preocupación por combinar ideas o, como en este caso, subgéneros y corrientes. Hasta propone un giro poco habitual en las películas con infectados. Basterretche también le saca el jugo a las escasas locaciones (la mayoría de la acción sucede en la hostería) y aprovecha a un elenco eficiente, donde se destaca la scream queen latina Clara Kovacic. El último zombi confirma que siempre es posible mantener el interés de un tópico tan explotado cuando se toma un camino personal.
Tanto el título de la película como la secuencia inicial, con un ataque a un ganado durante la noche, llevan a pensar que estamos ante una historia de terror implacable, de la vieja escuela. Justamente la vieja escuela sí se mantiene, pero en un tono de fantasía oscura juvenil. Sol (Luciana Grasso), una adolescente retraída, se muda con su madre (Jazmín Stuart) a un pueblo donde convivirán con Gonzalo (Esteban Lamothe), pareja de la mujer. La adaptación es difícil, e incluye compañeras de colegio maltratadoras. Pero pronto conoce a una perra blanca con la que entabla una relación especial y que la protegerá de los peligros más inmediatos. Pero, ¿qué relación tiene el can con el supuesto puma que mata animales por las noches? La propuesta del director y productor Sebastián Perillo es un coming of age que homenajea al cine estadounidense de los ‘80, con sus pueblitos, los jóvenes conflictuados, los adultos que no los entienden, los paseos nocturnos y los misterios. No recurre a citas directas, pero se siente en la estructura dramática, los tópicos y hasta la elección de casting (los estudiantes parecen salidos de la saga de Pesadilla en lo profundo de la noche). El espectador más atento notará la influencia directa de John Carpenter, Steven Spielberg, John Hughes y hasta Sam Fuller. Al mismo tiempo, lejos de intentar un tono neutro para una fácil comercialización internacional, posee una identidad argentina, desde los modismos de los personajes hasta la manera de hablar. Otro logro del film pasa por el tono: si bien continúa siendo un cuento juvenil, tiene sus detalles adultos, como una masturbación y un intento de abuso sexual. Luciana Grasso tiene la presencia exacta para Sol, capaz de ser tímida y fuerte, y sabe llevar la película sobre los hombros. Por el lado de los secundarios, Lamothe es quien sobresale por la incomodidad que genera su personaje. Las noches son de los monstruos puede despistar a más de uno al principio, pero basta con captar su esencia para adentrarse en una película que admite sus fuentes y lo disfruta.
Desde el estreno de Diablo, su ópera prima, Nic Loreti fue construyendo una carrera prolífica, con una característica única: la oda al antiheroísmo, a esos personajes que constituyen el fondo del tarro y se ven envueltos en situaciones tan extrañas como peligrosas. Se aprecia tanto en propuestas como Kryptonita, basada en la novela de Leonardo Oyola, como en las películas de Socios por accidente, codirigidas con Fabián Forte. Punto rojo no se aleja de esas preocupaciones. Diego (Demián Salomon) aguarda dentro de un auto en medio de un desierto. Fanático de Racing, mata el tiempo participando en el concurso de un programa radial dedicado a su adorado equipo. No para de responder correctamente, se acerca a la instancia final, hasta que una persona aterriza en el capó del vehículo. Un hecho que permite revelar qué está sucediendo realmente: Diego lleva en el baúl a Nesquik (Edgardo Castro), y ambos pronto deben lidiar con una implacable agente (Moro Anghileri). Partiendo del universo de su cortometraje Pinball, Loreti retoma la ferocidad de Diablo, con la diferencia de que ahora invierte la locación: ya no sucede en interiores sino en espacios abiertos, desolados. Al director le alcanzan con tres personajes para contar una comedia negra policial, donde nadie es inocente pero ninguno deja de generar algo de simpatía, sobre todo Diego y su fanatismo por la Academia. Otro punto alto reside en los diálogos, directos y con un nutrido catálogo de malas palabras que son parte de la identidad de los personajes -urbanos, rudos- y del film. Demián Salomon, Edgardo Castro y Moro Anghileri sostienen el film y exprimen a sus personajes desde lo emocional y lo físico. Salomon en particular sobresale porque su personaje, al tener un poco más de desarrollo que lo vuelve entrañable, es el verdadero protagonista. Punto rojo muestra a Nic Loreti en plena forma y presenta un universo que tiene condiciones para continuar expandiéndose.