Un día lluvioso en Nueva York

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Es inevitable acercarse a la película más reciente de Woody Allen (si no consideramos la que acaba de filmar en el País Vasco, hoy en posproducción) sin tener en cuenta el accidentado contexto que congeló su estreno durante casi dos años. Estaba lista para estrenarse en 2017 cuando estallaron las acusaciones contra Allen por un supuesto abuso sexual, causa que sigue abierta. Después llegó todo lo conocido: la decisión de Amazon de romper el contrato que iba a financiar las próximas cinco películas del creador neoyorquino (ésta era la primera) y la distancia pública que tomaron de él muchos colegas suyos, algunos de los cuales trabajaron en esta obra.

De haber sido la última película en la vida de Allen -posibilidad que llegó a manejarse en un momento- ese virtual testamento iba a tener los contornos ligeros y muy disfrutables de una agridulce comedia romántica 100% alleniana ambientada en la actualidad, pero con aires visibles de otro tiempo. Gatsby Welles ( Timothée Chalamet), es un muchacho nacido en cuna de oro, estudiante universitario, que está a punto de vivir un soñado fin de semana en su Nueva York natal junto a su novia ( Elle Fanning), estudiante de periodismo. Chalamet se suma aquí a la larga lista de actores que vienen adoptando y recreando desde hace tiempo en el cine de Allen todos los tics, los gestos y las fobias típicas de su creador, pero con un visible agregado de languidez y nostalgia que lo destacan visiblemente en esta lista.

Afortunado solo en el juego, Gatsby sufre al ver cómo su novia empieza a distanciarse de él, atraída sucesivamente por un atormentado director mucho más grande que ella, por los problemas afectivos de su guionista (víctima de una infidelidad) y por los escarceos seductores de un galán latino. Un juego de equívocos constantes que el propio Gatsby también experimenta por su parte a través de varios encuentros y reencuentros que parecen azarosos, pero encuentran siempre un propósito y un sentido.

Los resplandecientes colores de la fotografía de Vittorio Storaro dejan en claro que Allen no habla tanto del presente, sino desde la añoranza de un lugar que hace tiempo dejó de ser como lo imaginaba. Allí es posible, por ejemplo, seguir hablando de vínculos afectivos en los que la diferencia de edad no resulta una incomodidad. Hay bromas y frases filosas sobre éste y otros temas clásicos de Allen (sobre todo lo esquiva que puede ser la felicidad en el amor) desde una trama de constantes vaivenes afectivos que siempre fluye y se disfruta. No estará entre las mejores obras del creador de Annie Hall, pero tiene su marca de siempre: dulce y melancólica.