Un festín de desquiciados en pantalla El director de Escondidos en Brujas, Martin McDonagh, vuelve a la comedia negra, pero ahora multiplicada por siete. Hacer películas sobre psicópatas es casi un subgénero del cine de Hollywood, el legado recibido de manos de un inglés, Alfred Hitchcock, a quien se le ocurrió filmar Psicosis en 1960, que convirtió a Norman Bates en un icono imperecedero de la cultura pop norteamericana. (Por no hablar de la siniestra melodía de violines, bastardeada ad infinitum con “homenajes y bandas de sonido gratuitamente inspiradas en...”) Quizá los expertos en el tema conozcan antecedentes previos, pero no caben dudas de que fue la creación del maestro del misterio la que convirtió a los psicóticos en favoritos del público. No es casual que la comedia negra Siete psicópatas tenga por director a otro inglés, Martín McDonagh, quien hace cuatro años sorprendió con Escondidos en Brujas, comedia también negra cuyos protagonistas eran dos demenciales asesinos a sueldo. En su segunda película, McDonagh vuelve sobre el tema y lo multiplica por siete, ecuación irrealizable si no se la piensa desde el desborde y un humor desaforado que es la esencia de este relato, que reúne un conjunto heterogéneo de personajes insensiblemente sádicos y litros de sangre artificial. Marty (Collin Farrell) es un escritor de origen irlandés con problemas para terminar un guión que gira en torno de las historias de siete personajes psicóticos. El caso es que no termina de encontrar los relatos que sean capaces de dar vida a un grupo de locos lo suficientemente de remate que merezcan estar en una película. Por ese motivo su amigo Billy (Sam Rockwell), quien se dedica a la lucrativa tarea de secuestrar perros, se encargará de proporcionarle extrañas historias acerca de individuos perturbados. A partir de los relatos que el propio Billy irá haciendo, comenzarán a aparecer en forma de viñetas las historias de los siete psicópatas que Marty necesita para desarrollar su proyecto. Un cuáquero que busca vengar el asesinato de su pequeña hija; un asesino serial que sólo mata destacados miembros de la mafia (o la Yakuza); un vietnamita vestido de cura que asesina prostitutas en hoteles, porque siente que la guerra aún no terminó. Y hasta un gangster preocupado por recuperar a su perrito Shih Tzu, misteriosamente desaparecido. McDonagh se encarga de narrar a toda velocidad pero sin apuro, siguiendo el ritmo desaforado de sus personajes, sin ahorrar en giros absurdos ni despreciar la estética gore cuando ésta adquiere el carácter de la mot juste. El resultado es una película donde lo importante son los personajes y las relaciones que comienzan a tejerse entre ellos, y ahí está la clave. Porque la gracia principal de Siete psicópatas se encuentra en la conformación de su elenco, integrado por actores que se han hecho famosos interpretando otros psicópatas recordados del cine reciente. Ahí están Woody Harrelson (Asesinos por naturaleza), Sam Rockwell (Asfixia y Confesiones de una mente peligrosa), Tom Waits (Renfield en el Drácula de Coppola), Christopher Walken (bueno... ver filmografía completa de Christopher Walken). Y Colin Farrell, que rinde más si, como en este caso, se lo libera al juego que cuando se lo intenta sujetar a personajes “serios”. En definitiva, un grupo de actores capaces de abordar registros oscuros, pero también de brillar en la comedia, características indispensables para que Siete psicópatas no colapse en su intento de abordar un humor negro pasado de rosca. Quiso el destino que la película de McDonagh se estrene en Buenos Aires una semana después de que Hermanos de sangre, de Daniel de la Vega, fuera elegida mejor película de la Competencia Argentina en el Festival de Mar del Plata. Y una semana antes del estreno de Diablo, la película con la que el periodista, director y guionista Nicanor Loretti obtuviera el mismo premio el año pasado. Siete psicópatas comparte con ellas un absurdo y violento espíritu lúdico, y si algo puede concluirse a partir de esta conexión, es que ahora el cine argentino también puede hacer con eficacia películas de este tipo. Sin embargo, sin despreciar la calidad de los actores locales, tal vez la gran diferencia entre Siete psicópatas y las otras sea que acá no se puede contar ni con Harrelson, ni con Waits, ni con Rockwell, mucho menos con Christopher Walken. En eso no tiene comparación: la película de McDonagh es un festín de desquiciados en pantalla.
La acción en los pequeños detalles El director de El gato desaparece exhibe en su nueva película varias líneas que se comunican con Historias mínimas, su film más popular: encuentra excusas narrativas en anécdotas cotidianas. La crítica de cine en la Argentina suele adherir a lugares comunes, recetas que dan cuenta de acuerdos tácitos a la hora de hablar de algunas cosas. Está claro que el lugar común es siempre un síntoma de comodidad que suele denotar una debilidad argumental. La excusa para no profundizar, dando por sentado que la simple utilización de la fórmula conjura, de facto, un cúmulo de rasgos con el que todos acuerdan. Los críticos argentinos le deben uno de esos cómodos pactos a Carlos Sorín, quien sin dudas nunca tuvo semejante intención cuando en el año 2002 bautizó a la que tal vez sea su película más popular, con el nombre de Historias mínimas. Diez años después, hoy es habitual definir a un determinado tipo de películas como “de historias mínimas”. Ejemplo: “La película del director X se encuentra conformada por un grupo de historias mínimas”. Definir qué se entiende cuando se habla de “historias mínimas” es pertinente a la hora de escribir sobre Días de pesca, último trabajo de, claro, Carlos Sorín. Una película de historias mínimas sería aquella que encuentra excusas narrativas en anécdotas cotidianas, en donde lo extraordinario no surge forzosamente de lo fantasioso o intrincado de la trama, sino de la acción de pequeños detalles, domésticos por lo general (o casi), capaces de volver maravilloso o conmovedor a un relato que prescinde de forma consciente de toda grandilocuencia. El de “historia mínima” es, de algún modo, el concepto opuesto al de “pochoclero”, otro lugar común, para hablar en este caso de grandes superproducciones norteamericanas de alto impacto, sobre todo visual, con un elevado nivel de dependencia de la tecnología aplicada al desarrollo de efectos especiales. Ambas definiciones se pueden discutir y mejorar, puesto que han sido elaboradas de apuro para este texto, pero si de algo no hay dudas es que el de Sorín es, por lo general, un cine de historias mínimas. Y a Días de pesca ese marco conceptual (ese lugar común del que abusan los críticos, incluido quien suscribe) le calza perfecto. Más allá de toda definición, tampoco es casual la referencia a Historias mínimas, porque no son pocas las líneas que unen ambas películas. Tras el intermezzo que representó El gato desaparece, intento de Sorín por narrar desde los géneros y jugar con un cine de estructura clásica, Días de pesca significa un regreso que no sólo es geográfico, en tanto vuelve a utilizar a la Patagonia como escenario (habitual telón de fondo para sus relatos desde la inicial La película del rey), sino a sus fuentes estéticas. Como en Historias mínimas, acá cuento y geografía parecen espejarse: una narración cálida y despojada, en la que conviven personajes y relatos de lo más peculiares, como si el mismo viento patagónico los hubiera amontonado en la pantalla. En ambas, que tienen algo de road movie (género ideal para moverse en el paisaje elegido), lo que une a estos elementos es un personaje central con algo de trotamundos, que en el fondo persigue una necesidad tan profunda como íntima. En este caso es Marco (Alejandro Awada) un viajante de comercio, oficio a punto de volverse obsoleto merced el uso de Internet en esa área, que llega a un pueblito patagónico para pasar unos días pescando tiburones. Mera excusa para volver a ver a su hija Ana (Victoria Almeida), a quien hace demasiados años ni siquiera llama por teléfono. En el camino conocerá a un entrenador de box y su pupila, que vienen al sur a pelear con una púgil boliviana; a un instructor de pesca y su ayudante y a otros personajes menores. Todos ellos serán instrumentos con los que el director irá dejando señales que conducen al desenlace del cuento. Días de pesca vuelve a demostrar que Sorín es un notable contador de historias, que con economía de recursos es capaz de obtener el máximo rendimiento narrativo. Y para ello aprovecha las herramientas que el cine pone a disposición de quienes disfrutan contando historias. Entre ellas vuelven a sorprender dos cosas: su capacidad para seguir encontrando planos de notable belleza cinematográfica en los paisajes patagónicos y su habilidad para crear personajes tomándolos de la vida cotidiana. Un mérito que se potencia en su insistencia por trabajar con un elenco de no-actores, en donde los únicos que cuentan con una formación dramática son Awada y Almeida, quienes entregan dos composiciones impecables. El resto es la capacidad de Sorín para hacer ficción de manera casi documental, aunque a veces peque de excesivamente autorreferencial (ver la escena de los muñecos cantantes, casi una reescritura de aquella de las tortas en, por supuesto, Historias mínimas). Licencias de un pequeño gran director.
Un crucero de personajes que nunca zarpan La secuencia de títulos iniciales realizada con dibujos animados, adscribiendo a una estética muy de finales de los ’60 y un aire lejano a los títulos de ciertas películas de Blake Edwards no puede ser más promisoria. Desde allí, con sugerente música, se adelanta con eficiencia cuáles serán las líneas que articularán el relato de Amor a mares, una historia En cubierta, debut del director Ezequiel Crupnicoff. Hay un escritor atribulado, un lujoso crucero con exóticos destinos, mujeres hermosas, hombres de dudosas intenciones, escarceos furtivos entre unos y otros, y un beso final que da comienzo a la película propiamente dicha. Que arranca cumpliendo lo prometido. Luciano Castro (el bombero boxeador de Sos mi hombre) es Javier, un famoso escritor de novelas, algo fóbico luego de un desengaño amoroso, en plena crisis creativa. Andrés (Miguel Angel Rodríguez), su agente, desesperado por la demora de su estrella en entregar el boceto de una novela decente, busca rescatarlo del alcohol y la carencia de musas embarcándolo en un transatlántico a todo trapo, convencido de que rodeándolo de lujo y exotismo conseguirá despertar el talento dormido. Y si no, al menos hacer que le robe alguna idea a Matesutti (Pompeyo Audivert), un escritorsucho, suerte de Salieri de Javier, pero que esta vez le ha ganado de mano con la idea del crucero. Es sabido que el cine da changüí, que no hace falta ser muy original para de todas formas hacer una buena película, y que no hay que ser Peter Sellers (o Francella, para establecer un estándar más o menos alto, pero aún accesible) para hacer reír a la platea. Y con un elenco eficiente, dos o tres ideas reescritas con astucia y un poco de oficio, se puede hacer una comedia digna. Casi nada de eso ocurre en Amor a mares. Y si en algún sitio puede ubicarse el epicentro de sus problemas, es en la pretensión de escribir una comedia de personajes donde no funcionan los personajes. Porque el elenco mayormente está, pero a Rodríguez no le queda más que sobreactuar un puto fino para tratar de hacer reír desde el exceso. Pompeyo Audivert, talentoso hombre de teatro y probadas dotes para la farsa, debe minimizarse a mohínes y morisquetas para ni redondear algo parecido a un personaje. Y Castro, a cargo del rol de galán, apenas aporta su galanura, porque no alcanza con un par de anteojos, una mirada huidiza y un tartamudeo para hacer de Woody Allen. Ni hablar de los dos trolos (no hay otra forma de describirlos) que interpretan Germán Krauss y Santiago Ríos, que no tienen ninguna razón para estar en esta película. Apenas Gabriel Goity y Nacho Gadano consiguen darles algo de carne a sus creaciones, más por conocer de antes los papeles que les han tocado en suerte que por aciertos de la película. Amor a mares quiere aportar al cine argentino una comedia de intención popular, pero desde una mirada cinematográfica perimida. Alcanza como prueba una apabullante banda sonora que no deja un solo segundo sin musicalizar, con melodías que sobrecargan el sentido obvio de las escenas y algunas hasta desvían la atención. Si en algo es eficiente la película es en promocionar los lujosos servicios de la MSC (Mediterranean Shipping Company), conocida compañía de cruceros.
Allí donde se cruzan el documental y la ficción En una entrevista posterior al estreno de La mujer sin cabeza, su tercera y hasta ahora última película, Lucrecia Martel afirmaba que el cine es un arte pequeñoburgués (un lujo fue la palabra utilizada por ella) que no amerita que nadie trabaje gratis ni sea maltratado. Comenzar con esta cita una crítica sobre Porfirio, película del colombiano Alejandro Landes incluida el año pasado en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata, es dar de lleno en el centro más controvertido de un relato tan rico como digno de discutirse. Si bien la afirmación de Martel refiere a los miembros de un equipo de rodaje, incluyendo a los actores, sin dudas es posible extenderla para abarcar a una película en todas sus etapas: el cine no tiene derecho a abusar de nadie, tanto se trate de personas como de personajes. Y si una sensación puede llegar a aparecer en algunos pasajes de Porfirio, entre las muchas que su historia es capaz de provocar, es que hay momentos, contados pero evidentes, en los que el director se permite una sordidez impostada que no le hacen honor a una historia con méritos suficientes como para darse el lujo (aquella palabra exacta) del efectismo. La complejidad de esta película no sólo involucra la dureza de su historia, sino también el tipo de registro elegido por Landes para realizar el relato. Porfirio navega las agitadas aguas donde se cruzan el documental y la ficción y está compuesta de equilibradas dosis de ambos. Porfirio Ramírez es un hombre al final de la mediana edad que ha quedado inválido al recibir una bala perdida proveniente de un tiroteo entre dos bandas, policías y narcos. Aunque está claro que la que le tocó en desgracia fue disparada por un arma oficial. Mientras espera con paciencia que avance el juicio que inició contra el Estado, para que éste se haga cargo de su situación, Porfirio sobrevive y sobrelleva su condición con un heroísmo construido de lo cotidiano. Gana unos pesos alquilando su celular como si se tratara de un teléfono público; se baña ayudado por su hijo; hace el amor con una mujer más joven con la que mantiene una tierna relación. Y espera. Aunque la historia que cuenta Landes es real y cada protagonista se interpreta a sí mismo, no se trata de un documental, sino de una reconstrucción ficcionalizada de la vida de Porfirio Ramírez luego de su tragedia personal. Con lo cual todo aquello que se muestra no corresponde al registro directo de la realidad, sino que se trata de una representación de ella que responde a los giros que le ordena un guión. El detalle no es menor e ignorarlo puede llevar a confusión. Desde una delicadeza visual que deviene construcción poética, Porfirio asume y sostiene la decisión de contar la historia con una cámara que mira el mundo desde la altura en que lo ve este hombre en silla de ruedas. La misma altura de un niño: no son pocos los puntos de contacto entre un hombre postrado y un nene, desde su necesidad de ser asistido en lo más básico, hasta los sueños que el propio protagonista narra y que de a poco lo acercan a un final amargo. A pesar de planos, escenas y secuencias de innegable belleza, Landes acaba por confundir la miseria con lo miserable, y se permite llevar su retrato de Porfirio Ramírez a extremos a los que no era necesario llegar. No se trata de escandalizarse por aquello que películas de Lars von Trier (Los idiotas) o José Campusano (Vikingo), por dar ejemplos contrapuestos y recientes, ya demostraron que puede ser justificadamente incluido en un relato. Se trata de que no todo relato amerita los mismos recursos y de que los personajes en la pantalla merecen el mismo respeto que las personas en las butacas. Manipular a ambos sólo para obtener un efecto narrativo es un lujo tan evidente como discutible. A veces dos escenas consiguen poner en cuestión los méritos de una película entera. Esta es una.
Como una bitácora de la demolición Fontán cierra su Ciclo de la Casa con un film que se presenta como documental, pero no es eso ni ficción: cabe hablar de ensayo, prosa y poesía cinematográfica, sólidamente apoyados en una impecable labor de fotografía, sonido y montaje. Si algo es felizmente inasible en el cine de Gustavo Fontán, ese algo es la realidad: de ahí para abajo todo puede ser puesto en cuestión. De hecho La casa, su última película –que cierra el Ciclo de la Casa, trilogía compuesta por la inicial El árbol, más Elegía de Abril– desafía al espectador ya desde los títulos iniciales, en donde se afirma que se trata de un documental. Alcanzan las primeras escenas para preguntarse de qué manera amplia definirá el director al género. Una lechera derramando su contenido sobre la hornalla encendida; los pies de una niña esquivando a la vez el rastro oblicuo del sol sobre las baldosas y la mirada intrusa de la cámara; juegos de luz a través de una ventana sucia entre ramas a medio secar o de las hendijas de una persiana fuera de foco. Nada de ello parece ser el registro directo de la realidad, sino una representación coreográfica de ella. Las películas de Fontán afirman ser menos de lo que son. Ni El árbol es pura ficción, ni Elegía de Abril es un... ¿Qué es? ¿Se trata de un documental que deviene ficción? ¿O es una ficción que engaña, haciéndose pasar por un documental fallido? Cierre de trilogía y suerte de balance de todo lo filmado hasta aquí por Fontán, todo eso convive en este film que, claro, tampoco es un mero diario de la demolición de una casa. Buscando un punto de apoyo, puede decirse que el director se permite intervenir literariamente los géneros cinematográficos y que quizás lo mejor fuera no hablar ni de ficción ni de documental, sino de ensayo, prosa y poesía cinematográfica. Las películas que componen el Ciclo de la Casa tienen elementos que las ligan. Por un lado el hecho de haber sido rodadas en la casa paterna, con la complicidad de su familia. Por otro, una fantasmagoría sumamente personal: en todas su casa es habitada, en diferentes formas y medidas, por espíritus siempre difíciles de aprehender. Pero los fantasmas de Fontán son más que un simple residuo de la muerte. También son la persistencia de la memoria; los senderos abiertos en el tiempo por rutinas familiares acumuladas durante años; obsesiones de una vida que se apaga iluminando. A partir de la combinación de esos elementos podría sostenerse que el cine de Fontán es siempre un trabajo en torno de aquel ensayo de Sigmund Freud acerca de Lo siniestro. Allí el padre del psicoanálisis definía a su objeto como lo cotidiano que repentinamente se vuelve extraño, lo inesperado surgiendo del seno mismo de lo familiar. Ese es uno de los caminos por los que se puede recorrer la trilogía ahora completa. Si en El árbol esos fantasmas habitan un espacio hipotético ubicado entre la pérdida (los tiempos idos) y la incertidumbre (el propio futuro) de sus protagonistas (interpretados por los padres de Fontán), en Elegía de Abril los espíritus se vuelven tangibles y truncan el proceso del rodaje, obligando al director no sólo a repensar la película, sino a filmar sus antojadizos recorridos por los cuartos y pasillos de la casa. La misma casa que es protagonista absoluta de esta tercera parte; una casa que, como en la novela homónima de Mujica Lainez, se encarga ella misma de contar su historia y su final. Pero si el escritor narraba desde su herramienta literaria –la palabra–, Fontán elige darle a su casa la voz cinematográfica de la imagen. Así, del mismo modo en que los susurros de las voces que habitaron ese hogar se van sumando hasta convertir al proceso de desmantelamiento en una polifonía del caos, Fontán también acumula imágenes a las que va superponiendo para tejer una maraña hecha de susurros que se ven. Para ello filma a través del reflejo en un piso mojado; de cortinas en movimiento; de las multiplicaciones que producen los biseles de un espejo, consiguiendo texturas naturales que materializan lo invisible. Como todas las películas del director, La casa tiene una impecable labor de fotografía, sonido y montaje, herramientas vitales para dar con la multiplicidad de tonos que requiere una obra que maneja un gran abanico de recursos poéticos, capaz de ir de un impresionismo desde donde se trabajan los juegos con la luz, los focos y las capas de imágenes, al modo más bien expresionista con que consigue articular sombras y contraluces. Aunque no es absurdo decir que el film es una suerte de bitácora de demolición, eso equivale a quedarse en el zaguán para luego afirmar que se conoce toda la casa. La casa es también una composición acerca de la memoria; de la muerte y de sus múltiples “más allá”; y sobre todo, de esa particular y potente forma de supervivencia que para Fontán representa el arte de hacer cine.
Esos golpes maestros que terminan mal Al borde de la incorrección política, la historia que protagoniza Alan Sabbagh se apoya en la naturalidad con que el porteño medio puede asumir una estafa: allí se inicia una espiral descendente para un hombre que ya no sabe cómo salir de su laberinto. El debut de los hermanos Diego y Pablo Levy como directores de ficción con Masterplan fue una de las gratificaciones inesperadas que tuvo la Competencia Argentina del último Bafici. No porque se tratara de la mejor película de esa selección, sino por el tono narrativo de esta comedia costumbrista, tan alejado del prejuicio popular que suele acusar al Festival de Buenos Aires de elitista o snob. Nada de eso hay en Masterplan y el mérito es doble, porque sus directores y además guionistas (tarea esta última que compartieron con Marcelo Panozzo, quien curiosamente es el flamante director de ese festival en reemplazo de Sergio Wolf) asumen el riesgo de contar una historia que coquetea a conciencia con lo políticamente incorrecto y consiguen superar el desafío con envidiable dignidad. Masterplan es un tipo de comedia con historia en el cine nacional, un relato construido sobre un humor autocrítico en el que se ponen en juego algunos estereotipos de la “argentinidad”, del ser argentino. Su gracia es entonces la de los espejos deformantes, en donde quien se para delante puede reírse de la imagen distorsionada del reflejo, pero sin olvidar que ese también es uno. Mariano es un muchacho a punto de casarse, que por comodidad decide ser parte de un plan que no puede fallar. Inseguro e influenciable, él se deja convencer por su cuñado de simular el más sencillo de los autorrobos. Uno saldrá de compras por media Buenos Aires usando la tarjeta del otro y una vez que hayan acumulado la suficiente cantidad de ropa, muebles y electrodomésticos, Mariano irá a denunciar el robo de la tarjeta. Luego el seguro se hará cargo de pagar esas compras y listo. La naturalidad con que ambos personajes asumen que transgredir la ley no siempre es tan terrible y que se deben aprovechar los pequeños errores que el sistema ofrece son ideas que se encuentran en el centro del estereotipo de la clase media argentina (sobre todo porteña). Una mirada crítica que remite a la idea de que si la parte perjudicada es una empresa o institución, no sólo no se le hace mal a nadie, sino que hasta se juega algo de justicia poética en ello. Pero cuando algo del plan finalmente falla, esa fantasía se desvanece en la contundencia de lo real: una estafa siempre es un delito. Desesperado por el imprevisto fracaso, Mariano no podrá sino seguir con el plan hasta el final, pero el miedo lo empujará a la torpeza. Para denunciar la tarjeta no tiene mejor idea que fingir que le robaron el auto con todo adentro. Para ello abandona el vehículo (un Siam Di Tella impecable) al costado de una vía de tren, dando comienzo a una cadena de mentiras que lo van encerrando en un laberinto donde no le queda nadie en quien confiar. Mientras tanto, su auto será ocupado por un hombre que vive en la calle, con el que Mariano comenzará a abonar una relación. Uno de los aciertos de Masterplan es que, a pesar de lo tentador de “reírse de” este linyera, el relato nunca pierde de vista a su víctima no tan víctima, Mariano, al que seguirá en su espiral descendente, en el que deberá enfrentar a un inspector de seguros desconfiado, a un perito policial intolerante y, sobre todo, la burla y la presión de su propio círculo social. Un poco al modo de Juan que reía (Carlos Galettini, 1976), con la que mantiene varios puntos de contacto, en su película los Levy crean un antihéroe al que colocan en una situación de crisis, y la gracia está en el modo en que éste irá atravesando los diferentes infortunios a los que se enfrenta. Pero entre ambos títulos existe un cambio importante. Mientras al personaje de Brandoni lo empujaba a actuar su circunstancia, el de Alan Sabbagh es víctima de la propia mala educación, un camino que marca las dispares realidades que retratan uno y otro relato. Entre el robo del Citroën de la película de Galettini al comienzo de la dictadura y el falso robo del Siam de Masterplan hay 35 años de historia que justifican ese cambio. No por nada el trabajo de los Levy juega con una sensación de inseguridad de la que el protagonista busca sacar ventaja. A diferencia de otro tipo de cine nacional, de pretensión más seria, en donde la mirada de clase se usa para construir a “el otro” muchas veces desde el prejuicio, los Levy sostienen una mirada clase media de la clase media, con la certeza de que el humor (el buen humor) es muchas veces la mejor manera de decir lo que más cuesta escuchar.
La historia como drama y luego como farsa Si algo había mostrado Ben Affleck en sus dos primeras películas como director era coherencia. Tanto en su debut con Desapareció una noche, como en ese mecanismo de suspenso y acción que resultó Atracción peligrosa, demostró capacidad para guiar sus relatos sin desvíos ociosos y con la intensidad dramática que requerían. A diferencia de lo dicho, en Argo se permite combinar géneros diversos, del thriller político a la comedia autorreferencial del cine dentro del cine, cuyo resultado final es un híbrido al que se le notan las costuras. Lo curioso es que tomadas de manera aislada, casi todas sus partes tienen vida propia. Las mata justamente el capricho de reunirlas y, sobre todo, la idea (la ideología) de fondo que pretende justificar el esfuerzo por crear una unidad donde sólo hay pedazos. No es que no haya una historia en Argo: la hay y es interesante. Sus primeras escenas resultan lo más parecido a un mea culpa histórico–político que se ha visto en mucho tiempo en el cine norteamericano. El relato cuenta que en los años ’50, Mossadegh asume el gobierno democrático de Irán y que una de sus primeras acciones es nacionalizar el petróleo, hecho que mejoró de inmediato las condiciones de vida en su país. Pero en 1953, la inteligencia norteamericana (la CIA) monta un golpe de Estado para retomar el control económico de Irán, sosteniendo al sha Reza Pahlevi, quien durante casi treinta años llevó adelante un régimen de opresión en beneficio del imperio del norte. En 1979 es derrocado por una revolución popular que puso en el poder al ayatolá Jomeini. El sha se refugió en los Estados Unidos, que se negó a extraditarlo, y la revolución se hizo violenta y antinorteamericana. Si para los tiempos que corren es un impacto recibir esta información casi revisionista de un film estadounidense, no menos sorpresivo será el giro ideológico que desde ahí dará la película. Porque tras la revolución, el pueblo iraní (y su ejercito) toma la embajada norteamericana, haciendo rehén a todo su personal. Argo cuenta la historia del insólito operativo montado por los Estados Unidos (la CIA) para rescatar a seis empleados diplomáticos que lograron escapar y refugiarse en la casa del embajador de Canadá. En cierto momento alguno de los personajes de Argo cita esa frase de Marx según la cual la historia se repite primero como drama y luego como farsa: ésos parecen ser los extremos del arco dramático que propone Affleck para su cuento. Así, ante la ausencia de un plan coherente para entrar en Irán y efectuar el rescate, el agente a cargo opta por el absurdo: montar una productora de cine fantasma y simular que los rescatados son parte de un equipo de rodaje en busca de locaciones para una película estilo Star Wars. El nombre de esa falsa película es “Argo”. Tal disparate da pie al tramo de comedia, en el cual el agente de la CIA se reúne con dos productores de Hollywood, porque para que la fachada sea convincente, la falsa película debe, al menos mientras dure la misión, ser real. El relato sigue y tendrá varias escenas de tensión que Affleck maneja con solvencia. Pero al final el film se volverá una oda al patriotismo de la CIA (la misma agencia que provocó éste y tantos golpes de Estado), aunque no hará el más mínimo comentario acerca de la negativa de su país de extraditar al dictador para que fuera enjuiciado en su ley. Si a pesar de sus diferencias de registro puede decirse que Argo es una película entretenida, no hay nada que pueda hacerse por aprobar sus ideas. En el papel de un productor capaz de mentir con descaro para salirse con la suya, Alan Arkin desliza una frase elocuente. Dice que el negocio de la mentira es como el del carbón: no te podés sacar sus manchas al volver a casa. Es decir: podés contar todos los cuentos de héroes que se te ocurran, pero la sangre real no se lava con cine.
Historia de superación de corte clásico En contra de todos los pronósticos, el film del español Paco Arango coquetea con el golpe bajo, pero sale airoso del desafío que se propone: una fábula navideña sobre un niño con cáncer. Hay tópicos que incluidos como parte del argumento de una película activan todas las posibles alarmas antimanipulación. Una historia navideña donde uno de los protagonistas es un niño con cáncer podría escalar muy rápido al tope de un hipotético ranking de recursos truculentos dispuestos a sorprender al espectador con la guardia baja. Justo ése es el disparador de Cambio de planes, debut cinematográfico del español Paco Arango, que cuenta con el versátil Diego Peretti en el rol principal. Pero en contra de todos los pronósticos y apuestas, la película bordea el abismo, coquetea con el golpe bajo y, sin embargo, casi siempre sale airosa del delicado desafío que se ha propuesto. No caben dudas de que semejante derrota del mal gusto hace que Cambio de planes se merezca algún punto extra en el balance final. Lo que propone esta película es una historia de superación de corte clásico, aunque dicho concepto guarda aquí una relación estrecha con otro adjetivo que lo complementa y amplía: clásico... y conservador, tanto en lo narrativo como en su visión del mundo. Se trata de la historia de Manolo, un hombre sometido por la rutina de un trabajo que le pesa casi tanto como los años que lleva de matrimonio. Una noche, durante una fiesta a la que su esposa lo obliga a asistir, Manolo caerá por accidente desde lo alto de un escenario y se dará un buen golpe en la cabeza. Aunque pronto se siente bien, el protagonista comenzará a ver en todos lados (en su oficina, por la calle, en el subte, dentro del baño de su propia casa) la figura de una mujer gorda que lo mira de una manera que tiene algo de siniestra. Preocupado pero sin ganas, Manolo acepta someterse a una tomografía y en la sala de espera del hospital conoce a Antonio, un adolescente que se encuentra bajo un agotador tratamiento contra el cáncer. Lejos de los miedos y depresiones esperables en su situación, Antonio es un chico desbordante de vida, noble, travieso y hasta un poco fabulador, que en ese primer encuentro le pedirá a Manolo que se haga pasar por su padre, para firmar unos formularios sin los cuales no puede completar los estudios que necesita realizarse. El guión hará que estos dos personajes vayan cultivando una extraña amistad, donde el adulto ofrece el apoyo y la seguridad que les faltan a Antonio y a su madre (soltera), y el joven tal vez sea para Manolo una llave que le permitirá abrir el cerrojo emocional que le impide la entrada a una vida mejor. Cambio de planes tiene una virtud importante: en su relato conviven con naturalidad situaciones de comedia ligera con otras, plantadas en un humor saludablemente negro. Pero también tiene sus contras. Su universo está superpoblado de criaturas benévolas y aun cuando alguna de ellas pudiera insinuar cierta conducta reprobable (dentro de aquella mirada conservadora del mundo), llegado el momento los giros de la trama conseguirán redimirlo. Y es que, no hay que olvidarlo, se trata de una película navideña, estrenada en España en diciembre pasado, a la que no le falta ni un oportuno (y literal) espíritu dickensiano. Por fortuna, este estreno porteño a destiempo consigue el liberador efecto de desaclimatarla, minimizando los daños colaterales que suelen provocar las películas bienintencionadas estrenadas durante la Navidad. En conclusión, el debut de Arango elude el bochorno y, a pesar de estar cimentada sobre lugares comunes, se sostiene como una propuesta válida, sin caer en abusos. Para eso es esencial el apoyo del buen elenco que encabeza Peretti (a quien sólo se le puede reprochar el uso forzado del “tú” en lugar del “vos”, decisión que no parece su responsabilidad). Teniendo en cuenta que no muchas películas han conseguido mezclar con éxito cáncer, niños y humor, los humildes méritos de Cambio de planes no resultan despreciables.
Un “spa” apto para monstruos Con un método similar al utilizado por Monsters Inc. para abordar el mito de los monstruos en el ropero, la animación de Genndy Tartakovsky se permite subvertir el universo de los clásicos del horror de la tradición cinematográfica. Con Lluvia de hamburguesas, una película con un notable humor absurdo y una narrativa tan simple como brillante, los estudios Sony consiguieron instalarse como cuarta posición en el mundo de las películas infantiles de animación digital. A la altura de lo mejor del género, sobre todo de lo hecho por Pixar, pero también por Fox y Dreamworks, la película no logró igualar en boleterías su gran éxito artístico. Pero no se rindieron. Tras otros trabajos interesantes, Sony ataca de nuevo con Hotel Transylvania, film en la línea de los anteriores que, sin llegar a la altura de Lluvia de hamburguesas, se permite algunas novedades dignas de atención. Con un método similar al utilizado por Monsters Inc. para abordar el mito de los monstruos en el ropero, o a la fórmula de Shrek abrevando en el imaginario de los cuentos de hadas, Hotel Transylvania se permite subvertir el universo de los monstruos más populares de la tradición cinematográfica: Drácula, la criatura del doctor Frankenstein, el Hombre Lobo, la Momia, los zombies. A partir de injertar una pequeña variante que opera como mariposa bradburyana, los clásicos del horror acabarán transformados en un cuento para chicos (y grandes). Aquí Drácula ha convertido su castillo de los Cárpatos en un exclusivo spa, para que los monstruos puedan descansar sin ser molestados por las turbas humanas que, con antorchas, picas y horquillas, insisten en lincharlos. Merced a este giro, la aberración de este cuento son los humanos, un cambio en el punto de vista que no representa ninguna dificultad, ya que si en algo ha sido exitoso el cine es en generar mayor cariño por los monstruos que por sus víctimas habituales. A pesar de las reformas operadas, la película respeta las tradiciones del género. Así, Drácula habrá fundado su hotel para monstruos en 1898, un año después de que Bram Stoker publicara su novela; la criatura de Frankenstein le tendrá pavor al fuego, y los zombies, que por ser los monstruos más jóvenes del cine pagan el derecho de piso como servidumbre multifunción descartable. Pero ocurre que Drácula además tiene una hija que acaba de hacerse mayor de edad al cumplir 118 años y que, como cualquier joven, quiere salir a conocer el mundo. Pero Drácula, posesivo y opresivo, tanto en su rol de padre como en el de líder de esa tribu de abominaciones, les ha hecho creer a todos que los humanos aún son una amenaza mortal que debe ser evitada. Pero no se trata de un engaño completo porque, encerrado como está hace más de un siglo, el buen conde está convencido de que las personas siguen siendo aquella horda obsesionada con el ajo y las estacas. Pero en pleno siglo XXI, donde Nerds, Geeks y demás freaks han impuesto su cultura en un mundo globalizado, tal vez las cosas sean muy diferentes. Y el Príncipe de las Tinieblas tendrá oportunidad de comprobarlo, cuando un adolescente mochilero (y humano) llegue por accidente hasta el hotel. Con sencillez y sin pretensiones de profundidad, Hotel Transylvania rueda sobre el eje de ese particular conflicto que surge entre un padre empujado por miedo a la sobreprotección y una hija desbordada de deseos y hormonas que, adrede o no, pone al tipo al borde del ataque de nervios. Lo mismo que en el 97 por ciento de los hogares humanos, pero potenciado por un guión que aprovecha lo ilusorio del mundo creado, para aplicar precisos estiletazos humorísticos. Gran mérito en todo esto parece tener el director Genndy Tartakovsky, quien demostró solvencia con creaciones televisivas como Las chicas superpoderosas o El laboratorio de Dexter. Parte del estilo a la vez inocente y descontrolado de aquellas creaciones se mantiene en Hotel Transylvania. Y aunque no se aparte demasiado de las fórmulas probadas, allí está lo mejor, la personalidad de este film acerca de padres, de hijas y del monstruo que todos en este mundo llevamos dentro.
Una boda y cuatro tipos para un funeral La comedia dirigida por Gabriel Nesci, de inocultable corte comercial, intercala aciertos y deslices, que van desde personajes sólidos y un correcto trabajo de casting, hasta un humor que a veces roza la propaganda de cerveza. Debe saludarse que el cine argentino sea capaz de abordar una comedia de corte comercial como Días de vinilo y redondear un producto que, más allá de las objeciones que se le pueden realizar, cumple en hacer un cine dispuesto a generar empatía con el gran público. Si algo demuestran los últimos 25 años es que la producción local ha logrado nutrir y sostener un cine al que podríamos llamar “de autor”, consiguiendo el respeto de todo el mundo. Pero el éxito de taquilla con películas de género (aun cuando la comedia sea el menos complejo a la hora de conectar con los espectadores) sigue siendo una cuenta pendiente. Días de vinilo parece ser a priori una buena opción para dar un paso adelante en ese sentido. La fórmula incluye un guión que acumula algo más que chistes repetidos u obvios; algunos personajes sólidos; un correcto trabajo de casting que permite que buenos actores se encuentren con papeles que parecen escritos para ellos; y sobre todo el valor, en todos los sentidos de la palabra, de reconocer la diferencia entre hacer cine y hacer televisión, y obrar en consecuencia. Pauls, Spregelburd, Mirás y Toselli, cuatro amigos de viejas épocas y con nuevos problemas. Imagen: . Tal vez el inicio no parezca auspicioso. Comenzar una historia con una voz en off que nos cuenta cómo es que cuatro preadolescentes sellaron para siempre su amistad en una esquina, bajo una lluvia de discos de vinilo, se acerca bastante al lugar común. Pero hasta las mejores películas de género (y se ha dicho que la comedia lo es) necesitan de ciertos códigos y tal vez esa escena actúa como falso normalizador, del mismo modo en que la fórmula del “Había una vez...” simula que todos los cuentos son en realidad el mismo, cuando luego es evidente que no. Estos niños crecerán y, empujados por traumas clásicos de la clase media –siempre gentileza de padres peleadores, sobreexigentes, irresponsables o abandónicos–, se volverán adultos más o menos conscientes de su insatisfacción. Está el cineasta depresivo enamorado de una crítica de cine que lo deja y sólo puede escribir historias que narran su propio de-sengaño. El disc-jockey celoso e hipocondríaco cuya inseguridad es un tormento para todos. El eterno joven al que sólo le importa viajar a Liverpool con su banda tributo a Los Beatles. Y el exitoso en su trabajo que está a punto de casarse, pero que ha relegado su pasión por escribir canciones. Todos ellos tendrán su momento de crisis. Pero como la película en el fondo es conservadora –el peor defecto de la comedia norteamericana a la que Días de vinilo le ha pedido prestado el molde–, cada crisis acabará rigurosamente en final feliz. Aunque el balance sea positivo, la película intercala aciertos y deslices. La parodia de sí mismo que realiza Leo Sbaraglia como actor psicótico; la confirmación de la veta cómica que ha encontrado Gastón Pauls tras su paso por series como Soy tu fan y Todos contra Juan; la solvencia de Fernán Mirás para hacer el Woo-dy Allen más argentino de la historia; el buen trabajo de todo el elenco, se encolumnan dentro del haber. Un humor que a veces roza la propaganda de cerveza, la recurrencia de utilizar títulos de canciones de rock para hacer humor y justificar el título de la película, y cierta falta de verosimilitud para convencer al espectador de que estos cuatro tipos son realmente amigos son algunas cuentas pendientes. Párrafo aparte merece el chiste en que el guionista que interpreta Pauls se enamora de la crítica de cine (Peleritti) que hace una reseña negativa de su ópera prima y que luego lo abandonará con frías excusas. Un buen chiste que refiere a la relación amor-odio que liga a los cineastas con los críticos. Aun más curioso es lo que produce el personaje de Inés Efrón, joven intuitiva y sensible que obra como opuesto de esa crítica de cine robótica e infame. Desde el sentido común (virtud que a partir de la oposición mencionada la película le niega a la crítica como práctica formal), la chica realiza objeciones varias al nuevo guión escrito por el personaje de Pauls, algunas de las cuales pueden trasladarse a Días de vinilo merced a un interesante efecto de Moebius, que permite que la película y su crítica más justa se proyecten en simultáneo sobre la misma pantalla. Altos y bajos de una comedia que articula un humor tan ágil como simple, sin subestimar al público.