Mirada infantil para un pasado de violencia El director de Nietos entrega una imagen de la lucha armada de una crudeza inédita para el cine argentino y ofrece al espectador la opción nunca más concreta de asumir un posible punto de vista desde el interior de la resistencia. Hay muchas formas de contar una historia, quizá tantas como conciencias haya en el mundo. Y si bien es cierto que la historia de la represión y la lucha armada durante la última dictadura militar en el país la han querido contar varias películas, lo que viene a ofrecer Infancia clandestina, debut en la ficción de Benjamín Avila (quien antes firmó el documental Nietos, identidad y memoria), propone un giro interesante. Se trata de ver la vida a través de los ojos de Juan, un chico de 11 años, hijo de una pareja que lidera una célula de resistencia, quienes regresan al país en 1979 para llevar adelante la “contraofensiva” montonera. El recurso de la mirada infantil para abordar aquellos años no es novedoso (un ejemplo reciente es el film Las malas intenciones, de la peruana Rosario García-Montero, quien lo utiliza para intentar un acercamiento sobre el accionar de Sendero Luminoso en su país, aunque las situaciones históricas no sean necesariamente equiparables y utilizando una paleta narrativa muy diferente de la que ha escogido Avila), pero el resultado es inquietante y ambiguo. Porque la inocencia de esa mirada entrega una imagen de la lucha armada de una crudeza inédita para el cine argentino y ofrece al espectador la opción nunca más concreta de asumir un posible punto de vista desde el interior de la resistencia sobre quienes generalmente el cine ha entregado versiones más bien románticas, idealizadas y acríticas. Y preguntarse: ¿cómo actuaría yo? ¿Sería capaz de esto? Una de las posibilidades más estremecedoras es que, luego de ver Infancia clandestina, tal vez las respuestas no resulten muy próximas a lo políticamente correcto. En su intento altruista de encarar en inferioridad de condiciones y sin apoyo popular la lucha contra una dictadura asesina, los padres de Juan sumergen a su hijo en un mundo de máscaras superpuestas en el que, paradoja interesante, es necesario hacer desaparecer hasta la propia identidad. Casi como si se tratara de un juego (la mejor forma de hacer que un chico haga incluso lo que no quiere, para bien o para mal), Juan irá a la escuela con un nombre falso y una historia familiar inventada, juego del cual sin embargo conoce bien los riesgos, entre ellos la muerte. Aun así seguirá siendo un chico y de a poco hasta despertará al amor; un despertar que en oposición a la ruda vida dentro de la resistencia es retratado dulcemente y tiene algo de la bellísima Melody (Waris Hussein, 1971), pero que aquí también representa el amanecer a una visión menos inocente del mundo. Lo que equivale a ver de un modo menos idealista aquello que justamente se sostiene en el idealismo. El entramado familiar que propone Avila y las grandes actuaciones de todo el elenco le sirven para presentar los diferentes juicios que hoy y entonces se podían tener sobre la lucha. Más allá de lo puntual de la historia narrada, queda claro que Infancia clandestina se ubica dentro de un marco de cine con compromisos sociales e históricos, que comparte no sólo con otras expresiones cinematográficas latinoamericanas sino también con la literatura de la región, que encuentra en los años de plomo una espina dolorosa capaz de generar relatos que deben ser drenados sobre el blanco del papel o la pantalla. Es que el arte es sin dudas un vehículo por el cual las culturas, los pueblos y las sociedades son capaces de retratarse a sí mismas y transportar en el tiempo su identidad y su memoria, curiosamente dos palabras que el propio Avila utilizó en su debut documental. Sin dudas su segunda película posee esa intención transmisora, pero lo hace a partir de un relato que se permite el saludable lujo de la duda. Una piedra en el zapato para volver a preguntar por qué tanto dolor. Será que lejos de aquello de que la historia la escriben los que ganan, y como ha dicho alguien, tal vez en realidad la historia la ganan los que la escriben y de eso se trata Infancia clandestina. De no perder los fragmentos de un espejo roto que quisieron ser ocultados, y que en el intento de reunirlos para entregar un reflejo nuevo también son capaces de lastimar a quien lo intente. Bienvenido ese dolor, cuando viene de la mano de una buena película, y sirve para seguir pensando y discutiendo la historia.
Sin diferencias entre opresores y oprimidos No es sencillo encarar la narración de un futuro hipotético (o un falso pasado) intentando escurrir entre los pliegues del relato la metáfora social de un mundo de castas tan claro que hasta se reparten los espacios físicos que ocupan. Eso busca Topos, del novel Emiliano Romero, film en donde sin explicar muy bien por qué, la sociedad se divide en una superficie ocupada por la clase pudiente y una red subterránea donde se arrastra el lumpen que lucha contra los de arriba, que literalmente lo aplastan. Este juego fue usado con éxito y de modos distintos en la literatura; basta recordar a Morlocks y Eloi en La máquina del tiempo, de H. G. Wells, o la variante distópica de Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley. El espíritu de ambas sobrevuela la acción de Topos, pero también hay conexiones cinematográficas, como Delicatessen, de los franceses Caro y Jeunet, o la soviética Kin-dza-dza!, con las cuales comparte una estética feísta puesta al servicio de un mundo diseñado con material de descarte y el tono grotesco de las actuaciones. El Topo vive en ese mundo bajo tierra, pero está obsesionado con ser bailarín y se la pasa espiando los salones de un instituto de danza de la superficie. Cuando su padre, líder no se sabe bien si de la resistencia o de una célula terrorista, le encomienda una misión, él aprovecha para huir hacia arriba y tomar el lugar de un nuevo alumno muy esperado en la escuela. La academia es tutelada por la profesora Reznikoff y el director, quienes llevan adelante un régimen de terror que parece ser el emergente del mundo en que viven. Criado en los túneles, el físico del Topo no parece dotado para la danza, pero el portero del lugar, viejo bailarín frustrado, lo entrenará en secreto, aunque deberá competir con Enzo, el inescrupuloso alumno estrella. El crimen, la traición y el amor no faltarán a la cita. Luego de reconocer el notable trabajo de arte invertido en la creación de ese submundo en ruinas (que puede ser visto como non plus ultra de las villas de emergencia) y de destacar la precisa labor de cámara, sobre todo para moverse en sitios reducidos y potenciar el carácter claustrofóbico de la vida bajo tierra, el primer problema de Topos es que el grotesco obliga a trabajar en el límite de la sobreactuación. Sobre ese filo hay quienes mantienen el equilibrio y quienes no tanto. Mientras Lautaro Delgado, Dayub, Audivert y hasta Guzmán lucen cómodos en el exceso, Manso y Goity se pasan algunas vueltas, aunque parece notorio que se trata de una consigna de dirección. También llama la atención la forma en que se ha elegido retratar a esos dos mundos y sus representantes, una forma de mirar (de juzgar) que no deja de ser discutible. Es obvio que los topos son la parte sometida del sistema, pero las causas de su lucha no terminan de quedar claras, permitiendo confundir con terrorismo lo que tal vez sea subversión (o al revés). Un detalle no menor para un país con nuestra historia. De igual modo, los representantes de arriba son lisa y llanamente psicóticos. Una forma oblicua de indulgencia, que relega su accionar al mero delirio y elude la cuestión de que toda opresión por lo general es ejercida por seres humanos completamente normales y no por enfermos mentales inimputables. Eso es lo que los vuelve abominables. Y en un mundo donde todos están locos, no hay diferencia entre opresor y oprimido sino, simplemente, dos demonios.
Dos grandes actores, una comedia ligera Esta historia de un matrimonio derrotado por el tiempo que recurre a la ayuda de un terapeuta se salva por las magníficas actuaciones, pero el director David Frankel sobrecarga todo de lugares comunes, con una estética de tarjeta postal. La primera escena de ¿Qué voy a hacer con mi marido?, cuarto film del director David Frankel, tiene más de una virtud. Al menos tiene dos: Meryl Streep y Tommy Lee Jones. Aquí ella es Kay, una mujer madura que, todo lo bonita y sensual que puede, entra en la habitación de Arnold, su marido, y le pregunta si no puede dormir esa noche con él. El tipo, acostado y sin dejar de leer una revista, la mira con preocupación y quiere saber si le ha pasado algo a su cama. Ella, algo atribulada, responde que no es eso y Arnold, aún más confundido, vuelve a preguntar: “¿Entonces, qué?”. Kay improvisa un gesto con toda la cara, un gesto que a la vez expresa deseo e inspira compasión. Tomado por sorpresa, Arnold comprende lo que necesita Kay y se excusa con torpeza, argumentando algún dolor. Ella se retira abrumada y él se queda en la cama, respirando con alivio. Toda la secuencia dura un poco más de lo que se demora en leer este párrafo, pero Streep y Jones ya han dejado claro que son dos magníficos actores y que si esta vez les toca interpretar a un matrimonio derrotado por el tiempo y bailar al ritmo de la comedia ligera, pues entonces darán una clase de baile. Como en El diablo viste a la moda y Marley y yo, las sobrevaloradas películas de Frankel que han podido verse en las salas locales, el universo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es el de la clase media burguesa. Que en los Estados Unidos y por cómo se encarga de retratarla el director, es tan timorata, moralista y tibiamente progresista, pero en el fondo conservadora, como en la Argentina. O más. El matrimonio de Kay y Arnold es un gran ejemplo de esa rigidez. Ellos componen, cada uno desde su rol, una pareja regida por el orden machista. Ella, mujer de su casa, le prepara a él cada mañana unos huevos con tocino y café. Listo para irse a trabajar, él lee el diario sin prestarle a ella la menor atención y come su desayuno como si fuera natural encontrarlo ahí, listo cada mañana. Como si Kay no existiera. Ambos han aceptado ciegamente ese mandato a lo largo de treinta y un años de matrimonio y el disparador de la película es justamente la epifanía de Kay, su repentina toma de conciencia del no lugar al que ha sido relegada. Como en la vida burguesa todo parece resolverse con los evangelios de autoayuda y sus gurúes (y vaya si se lo puede confirmar aquí en Buenos Aires, donde el jefe de Gobierno de la Ciudad ha tenido la brillante idea de invertir los fondos públicos en una feria internacional de la buena onda), Kay consigue un libro del doctor Feld (Steve Carell), un reputado terapeuta de parejas, y paga con sus ahorros una semana de tratamiento con él. Arnold se resistirá, pero acabará cediendo al “capricho”, convencido de que todo será inútil. El primer tercio largo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es lo mejor de la película. Las sesiones de terapia, en las que Steve Carell cumple a la perfección con el rol del terapeuta neutro, son el ambiente perfecto para que Streep y sobre todo Jones entreguen actuaciones tan potentes como minimalistas. Sin embargo, Frankel se encarga de sobrecargar todo de lugares comunes, apelando a una estética de tarjeta postal en donde hasta la musicalización es un exceso. El relato de a poco se va acomodando en los convencionalismos que el director ya mostró en sus trabajos anteriores, hasta convertirlo en una película más. Aun a pesar del esmero mediocrizante de Frankel, la película mantiene dos puntos extra a favor. Sí: Meryl y Tommy Lee. Sin ellos, aquí se estaría hablando de otra cosa.
Boxeadores perfil ABC1 para un ring sin mística El boxeo es uno de los deportes que más le ha dado de comer al cine, porque es donde con más claridad se reconoce al héroe épico tradicional. Pero también porque asimila mejor las estructuras dramáticas clásicas como la tragedia y la comedia, el melodrama y hasta el cuento de hadas. Basta recordar la saga Rocky, patrón para films de boxeo, pero también Toro salvaje (Scorsese), El campeón (Zeffirelli), Million Dollar Baby (Eastwood), las biopics sobre campeones como los Rockys Graziano (interpretado por Paul Newman en 1956) y Marciano, y hasta Gatica, el Mono, de Leonardo Favio, para reconocer alguno o todos estos elementos. Si hubiera que ubicar dentro del grupo a La pelea de mi vida, se diría que está más cerca del melodrama de El campeón (pero sin golpes tan bajos) que de la épica de Rocky o del apunte social de las películas de Scorsese y Favio. Alex es un boxeador argentino venido a menos que, radicado en Colombia, se contenta con hacer unos pesos en combates arreglados por la mafia de las apuestas. Pero un día tiene que pelear en presencia de Bruno, campeón del mundo también argentino, con quien parece ligarlo algún nudo del pasado, y entonces se negará a perder como indicaba el arreglo. Un poco por orgullo y otro para salvar su vida, Alex regresa al país. Pasaron más de diez años en los que nadie supo de él y todos lo creían muerto. Alex se entera de que Sol, una novia rica a la que abandonó en su huida, tuvo un hijo de él y que tras años de esperarlo al fin se casó para darle un padre al pequeño. El verdadero problema es que Sol murió y el padre adoptivo del chico es nada menos que Bruno. Casi todas las películas antes nombradas apelan a un imaginario asociado a la clase obrera y la cultura popular, que en combinación con la fantasía del ascenso social a las piñas acaban por cocer un caldo rico en propiedades míticas. La pelea de mi vida quisiera abrevar ahí, pero se permite licencias que malogran el intento. En Rocky 3, el viejo entrenador Mickey le dice al héroe –que luego de tres películas se volvió rico y menos tonto que en las primeras– que no debe pelear con Kluber Lang (el personaje de Mr. T) porque ha perdido el hambre que lo llevó a ser campeón. Un hambre que ahora nutre a su rival. No se trataba sólo del hambre de gloria, sino de hambre real, el que empuja a chicos sin salida a encontrar un oficio en el boxeo. Eso, hambre, es lo que les falta a los protagonistas de La pelea de mi vida, dos tipos de clase media alta en los que no se atisba un pasado ni remotamente cercano al lumpen, del que suelen surgir los héroes del boxeo (real o cinematográfico). Ese perfil ABC1 del universo en donde se desarrolla no arruina la película, pero afecta su verosímil. Por no hablar de la relación psicopática que ambos padres mantienen con el chico a partir de que el conflicto se desata, un festín de manipulaciones que harían las delicias de un gabinete psicopedagógico. Tampoco eso sería un problema si la película asumiera dichas conductas como espurias pero, al contrario, La pelea de mi vida cree que en esos actos retorcidos hay legítimas manifestaciones de amor. Con la ausencia de un personaje que ocupe el rol del “villano” –forma ociosa de evitar los clichés del subgénero–, la película vuelve a caer en la manipulación y acaba castigando a uno de los protagonistas más que al otro (y tal vez al que menos lo merece), jugando a un final agridulce por los motivos equivocados. Finalmente, el recurso del 3D aporta poco y sólo parece un intento de aprovechar la popularidad del recurso en la boletería.
Un antídoto contra la indiferencia En la nueva película del director de La humanidad hay evidentes reminiscencias de la mitología cristiana: en el protagonista parece recaer el papel de Cristo, pero un Cristo negativo, un redentor salvaje capaz de matar para salvar. El hombre delgado tiene un aspecto humilde, casi gastado, pero su cara parece siempre sonreír, una sonrisa incompleta, aunque en realidad no lo hace. Se arrodilla en medio del campo (no debe pensarse en la Pampa verde hasta el cielo, sino en un campo de valles y colinas e incluso de arena y mar, sin horizonte) y de cara al sol, se pone a rezar. O algo así: no caben dudas de que se conecta con algo más allá de sí y, quién sabe, también del mundo. Luego atraviesa ese campo de subibaja y camina hasta encontrar una chica parada junto a una granja, que no se sabe si ha llorado pero es seguro que sufre. Ella es casi transparente, con el pelo y los ojos tan negros como su ropa. Todo acentúa esa transparencia, él mismo sin ir más lejos. Con delicadeza le pone una mano en la espalda y la conduce otra vez al campo. Llegan a una torre con un gran tanque de agua como capitel, él entra y sale con una escopeta. Vuelven a la granja, esperan. Después de un rato, sin rencor ni ningún otro sentimiento envenenándole el gesto, él le pega un tiro en el pecho a otro hombre que sale de un galpón cargando una carretilla. El hombre delgado y ella se miran y se van: no se han dicho una sola palabra. Si un árbol cayera en medio del bosque sin que nadie lo viera, ¿habría caído realmente? La respuesta es antes una cuestión de fe que de certeza. Ciertamente el cine de Bruno Dumont parece construirse sobre todo a partir de creencias que se cuestionan y silencios a veces rotos, pero también de amores siempre imposibles y violencias que son el desborde inevitable de una paz engañosa. La escena narrada es el inicio de Fuera de Satán, más reciente película del director de La humanidad, y tiene la virtud de brindar con envidiable economía información muy valiosa para entrar en el clima de la historia. Por empezar, el campo. Ese decorado natural en el que las cosas ocurren pero que, se ha dicho, no es el campo espacioso y oxigenado que imagina un argentino cuando se habla del campo. Este es una celda, laberíntica, inabarcable, pero celda al fin y, aunque cruzado de caminos, ninguno parece ser de salida. Si de un lado las montañas le ponen un límite, del otro lo cierra el mar y los dos protagonistas se cansarán de caminar entre esas dos murallas como ratones en una pecera de vidrio. Luego están ellos, el hombre delgado y la chica, entidad única y dual, que bien podrían ser el desdoblamiento de aquella niña santa de Lucrecia Martel, una referencia estética a tener en cuenta. El, siempre dispuesto pero ambiguo, mansamente rabioso; ella, puro amor y deseo en carne viva, dolorosamente casta. Y por fin el asesinato, cometido como si se tratara de un milagro y no de un crimen, porque tal vez los crímenes (¿cuántos?) son anteriores, la causa de esta muerte. Desde el comienzo es evidente que en Fuera de Satán hay una obvia reminiscencia de la mitología cristiana, también presente en otras películas de Dumont (véase Hadewijch, entre la fe y la pasión, estrenada en Buenos Aires durante 2010). En el protagonista masculino parece recaer el papel de Cristo, pero un Cristo negativo, un redentor salvaje capaz de matar para salvar o de cogerse a una mochilera evidentemente poseída de lujuria, para liberarla, tras compartir con ella una cerveza. Porque en Fuera de Satán el Mal está rondando y su presencia no sólo es sumamente física, sino que su potencia guarda relación directa con la forma vehemente en que la película entiende la redención. Por su parte, en la chica habrá destellos de Pedro, de Magdalena, de la Serpiente, de Lázaro. Habrá milagros; el exorcismo de una niña habitada por la adolescencia; una caminata sobre el agua, una última cena (aquí desayuno) y hasta un cordero, tentaciones y una resurrección. Este carácter religioso del relato se acentúa en la relación ritual de sus protagonistas, cuyos roles tal vez lleguen a invertirse. Claro que Dumont tiene la virtud de hacer una lectura oblicua, parabólica del cristianismo, que le evita caer en literales y simplistas operaciones de dos más dos. Fuera de Satán está construida a partir de secuencias en las que la calma es el eje, pero siempre coronadas por estallidos de violencia. Aun así no hay contraste ni oposición entre ambos extremos, en tanto violencia y calma resultan aquí orgánicas. Tal vez porque, como decía uno de los personajes de Hadewijch, “la violencia es natural, una consecuencia lógica” de un estado de las cosas. Igual que el Big Bang echando a rodar el cosmos: ése parece ser el camino elegido por Dumont para hacer un cine capaz de golpear sin estridencias pero con fuerza. Como un árbol cayendo en el bosque, un antídoto contra la indiferencia.
Las vacas sagradas del cine de acción La receta de la franquicia incluye mucho humor autoconsciente, personajes y diálogos cargados de referencias y hectolitros de sangre falsa, para cocinar una película impensadamente cinéfila, no apta para espíritus sensibles. Había una vez un mundo partido en mitades apenas separadas entre sí por una pared enorme construida con ladrillos y prejuicios. Como si de reinos enfrentados se tratara (o imperios, que es lo mismo), los habitantes de cada una les temían a los de la mitad opuesta, como se les teme a los monstruos por la noche o a los mimos en las calles de París, y no deseaban más que la destrucción definitiva de los otros. Contaban historias espantosas sobre sus vecinos y para protegerse de las fantasías que ellos mismos inventaban, a uno y otro lado acumularon poderosos arsenales. Como en uno de esos imperios el cine también era un arma –aún lo es, y muy poderosa por cierto–, muchas de esas ficciones en las que confluían tantos temores terminaron convertidas en película. Rambo, Comando, Desaparecido en acción o Duro de matar son algunas, las más famosas, cuyo denominador común es un miedo patológico al otro. El tiempo pasó, la historia –a la que hasta se llegó a dar por muerta– cambió, y de esa época sobrevive como pieza de museo la épica ultraviolenta de aquellas fantasías de supremacía bélica en un mundo bipolar. En esas aguas abreva la segunda entrega de Los indestructibles, la nueva franquicia cinematográfica liderada por el legendario Sylvester Stallone, que remeda esa estética, desmedida por defecto. La utilización del verbo remedar no es gratuita. Los indestructibles del título son un grupo de mercenarios que ponen sus balas al servicio de quien los contrate. Primer indicio de que el mundo actual ya no se divide en mitades y que pone en evidencia que el mono siempre bailó por la plata. Luego de que uno de los miembros de la pandilla es asesinado durante una misión, estos mercenarios se olvidarán del negocio para devolver la dignidad al compañero caído. Segundo indicio: sin dejar de ser una de guerra, ésta es también una película sobre el honor y la amistad, porque en el fondo Los indestructibles no son más que un grupo de amigos haciendo lo que les gusta (aunque lo que les gusta sea matarse a tiros). En el camino tendrán la posibilidad de salvar a una aldea sometida por una banda de mercenarios menos escrupulosos, en algún lugar de Europa Oriental. La situación dará pie a uno de los mejores momentos de la película. Cuando una mujer del pueblo les pregunta quiénes son, Stallone responde: “Somos americanos”, con el chauvinismo con que este tipo de personajes podía pronunciar en serio una frase así 25 años atrás. Pero cuando Jason Statham, reconocido actor británico, pregunta “¿Sí? ¿Desde cuándo?”, se vuelve evidente que estos tipos se están riendo de sí mismos. Y con ganas. Si el cine bélico de los ’80 poseía cierta impronta fascista, no es menos cierto que también había algo de naïf en héroes como John Rambo, cuyas pequeñas vulnerabilidades lo volvían menos humano, pero también un poco ridículo (basta recordar la escena en la que el súper soldado se cosía –y cocía con pólvora– sus propias heridas). Un perfil que todavía conservaba levemente la primera de Los indestructibles, pero que en esta parte dos da paso a un desborde lúdico que se mete de lleno en la parodia. El cine de Stallone puede ser muchas veces algo burdo, aunque también ha dado muestras de inteligencia y esta película es una prueba de eso. Reunir en una misma película a las vacas sagradas del cine de acción de los ’80, junto a los más importantes de la actualidad y pretender que de eso podía salir algo serio habría sido imperdonable. Si de algo adolece Los indestructibles 2 es de cualquier pretensión de seriedad. No vale la pena contar mucho, para no arruinar las gracias que se guarda la trama, siempre puesta al servicio casi exclusivo de las situaciones, casi como en las películas de los hermanos Abrahams (La pistola desnuda). Pero la primera aparición de Chuck Norris es una muestra cabal del sentido del humor paródico sobre el que se ha montado el film. Lo mismo que los diálogos entre los personajes de Stallone, Schwarzenegger y Bruce Willis en el tiroteo final, intercalando e intercambiando las frases más famosas de sus personajes clásicos. Pero no sólo de parodia vive Los indestructibles. Se sabe de sobra que un villano débil o mal compuesto es capaz de arruinar hasta una obra maestra. Por cierto que Los indestructibles no lo es, pero Jean-Claude Van Damme consigue hacer de su Jean Vilain un atractivo hijo de puta. El es la frutilla de un postre cuya receta incluye mucho humor autoconsciente, personajes y diálogos cargados de referencias, y hectolitros de sangre falsa, para cocinar una película impensadamente cinéfila, no apta para espíritus sensibles.
Corrección política Desde pocos años después de su invención, una de las funciones a las que se dedicó el cine fue a la denuncia política o la reivindicación de grandes figuras, históricas o contemporáneas, cuya obra mereciera rescatarse y compartirse como ejemplo para la humanidad. De más está decir que, también desde siempre, las buenas intenciones no necesariamente redundaron en calidad narrativa o cinematográfica. Y no es que La fuerza del amor, último trabajo del famoso director y productor francés Luc Besson, carezca de méritos formales ni de un personaje valioso y atractivo al que reivindicar. Pero aun así hay en la película un elemento, más teórico que práctico, que de algún modo la impugna, tanto en lo referente a lo cinematográfico como en su labor reivindicativa: su corrección. La película cuenta la historia de la activista birmana Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz 1991 e hija de un héroe de la independencia de su país que hasta poco después de la Segunda Guerra fue colonia británica. Justamente su padre, el general Aung San, estaba llamado a ser el líder de la nación recién nacida, pero fue asesinado en 1947 por un grupo de militares rebeldes que, por lo que se ve, gobierna desde entonces a la ex Birmania, hoy Myanmar. Esa escena abre la película y signa la línea política del relato, pero no es la única línea dentro de él. Enseguida la acción se traslada a Londres, hace unos pocos años, cuando el profesor Michael Aris recibe el diagnóstico de un cáncer avanzado que le deja poco tiempo de vida. Aris es el esposo de Suu Kyi, a quien no ve desde hace tres años. La narración volverá a saltar en el tiempo, esta vez hasta 1988, cuando Suu Kyi recibe la noticia de que su madre se encuentra gravemente enferma. A pesar de las dificultades políticas para regresar a Birmania, ella decide viajar. Allá se encontrará con un país sumido en la violencia que destila un Estado opresor y represor y será testigo de una terrible matanza de manifestantes pro democracia que llevan como estandarte las fotos de su padre. Ante la súplica de diferentes grupos de intelectuales, activistas y estudiantes, Suu Kyi acepta quedarse en Birmania para ser la cabeza de un movimiento político que luche por el cambio democrático. A partir de ahí, la película seguirá por un lado el crecimiento político de Suu Kyi en su tierra, donde será sometida a amenazas, al encierro de sus colaboradores y a una prisión domiciliaria que recién acabó en 2010. Por el otro, a la lucha de Michael por acompañar a su mujer en Birmania; o desde Londres, donde comienza a trabajar para que sea mencionada como candidata al Nobel de la Paz. Cargada de escenas de calculados efectos dramáticos y personajes estereotipados (sobre todo los que ocupan el lugar de “malos de la película”), ya se ha dicho que lo mejor y a la vez lo peor que puede decirse de La fuerza del amor es que se trata de una película correcta. Son correctas sus actuaciones; es correcta su puesta en escena; son formalmente correctos su relato y su rigor histórico; y sobre todo es políticamente correcta. Demasiado. Tanto que los malos son muy malos y los buenos muy buenos pero, más allá de los graves excesos de unos sobre otros, nunca se sabrá cuáles son las diferencias políticas que los separa y enfrenta tan radicalmente. Y eso equivale a quedarse en la superficie o sumergirse muy poco en la sustancia del relato, jugando a darle una pátina política a lo que en realidad no es más que un melodrama. En ese sentido, aunque disparatado, el título local pone en evidencia ese detalle e intenta conseguir de él un rédito comercial que el título original (The lady, la dama: demasiado “correcto”) jamás le permitiría.
De paseo con Cachavacha por el paisaje puntano Abordar una película como Soledad y Larguirucho representa un ejercicio interesante y hasta un desafío, en tanto obliga a establecer un marco claro para la práctica crítica. Es decir, marcar una divisoria de aguas que indique si no dónde comienza, al menos sí dónde termina el cine. Quizá sea necesario –porque la película misma obliga a ello– recordar que, entre otras cosas, el cine es un arte narrativo y la primera dificultad con la que se encontrará el espectador que decida acercarse a ver Soledad y Larguirucho es justamente su debilidad, su precariedad narrativa. No hay en la película una historia que contar, sino apenas una anécdota decorada con un montón de situaciones, que a modo de tumores van apareciendo en torno de esta mínima premisa narrativa, sin que ninguna de ellas lleve nunca a ningún lado. Esa anécdota se reduce a que la Bruja Cachavacha envidia la voz de la Sole y junto al Profesor Neurus y sus secuaces de siempre, Pucho y Serrucho, intentará hacer fracasar a la cantante de Arequito, embarcada en una especie de gira por la provincia de San Luis. Así y todo la secuencia de títulos iniciales, aun evidenciando una diferencia notable con producciones animadas de primer nivel, luce digna en la simplicidad del retrato paisajístico de una madrugada de campo, con la cámara moviéndose entre la cálida luz del sol que nace y las flores de los cardos, culminado en la panorámica de un ranchito en medio del monte. Pero ahí se termina lo bueno. Acto seguido la escena se traslada dentro de la tapera, donde Larguirucho se despereza en el catre y entre dormido exclama: “¡Amanece... que no es poco!”. Esa sola escena materializa casi todos los problemas de esta película. En cuanto al trabajo de animación, las capas escénicas del dibujo –aquello que daría la profundidad de campo– son como agua y aceite, motivo por el cual el primer plano parece un recorte que nunca (o casi nunca) llega a integrarse con el fondo. La frase que dice el personaje, la primera línea de la película, deja en claro que si ya no había nada nuevo para ver, tampoco habrá nada nuevo que escuchar en el relato. Y por último, los personajes de García Ferré. Puede admitirse su tono inocente si se los ve en el contexto de una serie animada de televisión con más de 50 años, como Hijitus; pero pretender que sean admitidos sin el más mínimo aggiornamiento en los albores del siglo XXI es por lo menos descabellado, para decirlo con respeto. Lejos de parecer simpáticos, la mayor de las veces Larguirucho y compañía parecen tontos. Lo cual nos lleva a lo más grave de todo. Porque si los personajes animados lindan con la vergüenza ajena, ¿qué queda para quienes se han prestado a interactuar con ellos? Ni hablemos de los cameos entre desperdiciados e innecesarios de Capusotto, Carlitos Balá o el Chaqueño Palavecino. Pero la escena de Soledad vestida de marinerita, entonando “La cuchara viento en popa cruza por un mar de sopa”, mientras derriba la cuarta pared junto a Larguirucho, pretendiendo que grandes y chicos la acompañen a cantar semejante línea, amerita una pregunta. ¿Por qué? Eso por no hablar del tour que los personajes realizan montados en la escoba de Cachavacha, por una provincia de San Luis (la película es una producción de San Luis Cine) que se parece mucho a Dubai: una sucesión de modernos edificios aislados en medio del desierto puntano, que no aportan al relato más que la mera (y poco efectiva) promoción turística. Por mucho menos se lo ha despanzurrado a Woody Allen.
Una comedia en off side La película dirigida por el valenciano David Marqués cuenta con los elementos necesarios para hacer una buena comedia, empezando por su pareja dispareja protagónica, pero no necesariamente distribuidos del modo correcto. Hay una anécdota que se atribuye a Albert Einstein, acaso apócrifa, pero lo suficientemente interesante como para que eso aquí no importe. En ella, una mujer hermosa le propone al genio de la física concebir un hijo. “Con mi belleza y su inteligencia, el niño sería perfecto”, habría afirmado la pretenciosa señorita. La respuesta del célebre científico adoptó la forma de una pregunta a la vez resignada y didáctica: “¿Y si sale con mi belleza y su inteligencia?” Como la genética, el cine está lejos de la certeza y la precisión de la matemática: una película puede contar con los ingredientes para ser buena y aun así resultar otra cosa. Es lo que le pasa a Fuera de juego, la comedia del director valenciano David Marqués. Posee el potencial de una buena pareja protagónica, más una idea y un escenario a partir de los cuales se podría haber abordado de manera digna el universo del cine de género –cuenta todavía pendiente para la cinematografía local–, y aun así vuelve a ofrecer un producto no del todo fallido, pero sí ineficazmente resuelto. Porque no caben dudas de que Diego Peretti es uno de los actores más eficientes de la Argentina y, por lo que se ve en Fuera de juego, el español Fernando Tejero parece estar a la altura. El primero es Diego, un médico que empujado por su tío, entrenador de fútbol infantil, debe viajar a España para defender los intereses de un chico que ha llamado la atención del Real Madrid. Todo porque el tío tiene un papel firmado que lo reconoce como derechohabiente del pase y ésta es su última oportunidad para llenarse de plata. El problema es que en España está Javi, apoderado de futbolistas de muy poca monta (él y los futbolistas), que obra en su poder con el mismo papel y la misma firma, sólo que a su nombre. El encuentro entre Diego y Javi en principio será conflictivo y la relación que comenzarán a urdir a partir de allí, el eje sobre el que se desplazará el relato, adoptando la clásica rutina de la pareja dispareja. Porque Diego, que no sabe nada de negociar y mucho menos de fútbol, deberá confiar en el nada fiable Javi, quien comenzará a dar muestras de que tampoco conoce del todo el paño. En efecto, la química entre Tejero y Peretti entrega lo mejor de esta comedia nacida sin pretensiones: ambos manejan con naturalidad lo contrahecho de sus personajes y de la situación inesperada en la que se encuentran. Sin embargo el guión, esquemático y plano, los vuelve unidimensionales, obligándolos a transitar situaciones cuya ridiculez no es la del absurdo, sino la del cliché. Las subtramas apenas son vehículos para sumar de manera poco convincente romance, sentimentalismo, ternura, y los personajes secundarios en general parecen elecciones comerciales antes que decisiones de casting. Cuesta entender cómo, en tiempos en que la comedia pop va abriendo otros caminos en todo el mundo, aquí todavía se la aborda desde una concepción tan antigua. Aunque hay que reconocerle unas cuantas situaciones logradas, dos o tres cameos eficaces y la participación sorpresa del actor más popular del cine argentino (que en sólo dos escenas y no más de tres minutos en pantalla da una lección para comediantes), lo cierto es que Fuera de juego cuenta con los elementos necesarios para hacer una buena comedia pero, tal como temía Einstein, no necesariamente distribuidos del modo correcto.
Demasiadas debilidades para creer La idea es de lo más sencilla y ya desde su título propone un juego de palabras (no muy brillante) que lo deja claro. Ambientada antes de la Navidad de 2001, en ese Acorralados se funden las millones de víctimas que padecieron la retención de sus ahorros con el corralito –gentileza de Domingo Cavallo y Fernando de la Rúa– y un grupo de personas más reducido que a partir de aquella circunstancia se ve envuelto en una situación sin salida. El centro lo ocupa Don Antonio, que en la primera escena le confiesa a la tumba de su mujer que ha tomado una decisión, y se pone una pistola en la cabeza. El intento de suicidio se ve frustrado por dos pibes chorros que le roban los zapatos, el cinturón y la boina. Todo ocurre dentro de un cementerio parque: en sólo dos escenas, Acorralados muestra sus debilidades argumentales. Como ocurre con otras producciones nacionales recientes, esta está construida desde una idea de cine avejentada, que ni en su mejor época produjo buenas películas. Montada torpemente y musicalizada de modo explícito, la trama acumula golpes de efecto: Antonio llega al banco que retiene sus ahorros y, granada en mano, exige que se los entreguen. Para ese momento ya se sabe que además de viejo, viudo y estafado, también es insulinodependiente. Y entre los rehenes hay una pareja con un hijito sordo, un joven noble y suicida cuya novia enferma se mató para no ser una carga, y los empleados del banco, que son más cándidos que aquel de Voltaire (lo cual es mucho). Ante un panorama semejante, no es extraño que los deus ex machina se vayan acumulando para inventar un insólito final feliz, allí donde en la historia no lo hubo. La idea de jugar con los hechos a la vez trágicos y traumáticos de un pasado reciente, en principio no tiene nada de malo. El problema es la absoluta falta de recursos (o la mala selección de ellos) para contar el cuento elegido de una manera convincente. La elección del elenco no ayuda a definir el tono narrativo del film. Mientras Federico Luppi entrega una de sus clásicas actuaciones realistas –y hay que reconocer que hace hasta donde el guión se lo permite–, Esther Goris se maneja en un registro farsesco y el comisario de Gustavo Garzón parece salido de un policial de esos que mezclan comedia con intrigas. Es decir, tres películas distintas según el personaje que ocupe la pantalla. Y no es un film que cruce géneros para causar un efecto narrativo, sino uno que no sabe cómo quiere contar su historia. El resultado es que no hay película.