Viejos héroes en la pos guerra fría La de poner a actores que ya han entrando en distintas etapas de la vejez a jugar papeles de acción para demostrar que en realidad viejos son los trapos es una costumbre más o menos reciente. Quizá el antecedente más destacado sea el de Clint Eastwood, quien en los ’90, junto a Donald Sutherland, James Garner y Tommy Lee Jones, hizo de astronauta jubilado en Jinetes del espacio, aunque ésa no era estrictamente una película de acción. Hoy las grandes estrellas del género en los ’80, con Stallone, Bruce Willis y Schwarzenegger a la cabeza, se dedican a sacarle lustre al nuevo physique du rol en buenas películas como Los Indestructibles, 16 calles o El último desafío, donde se permiten interpretar a héroes que, como ellos, están en edad de merecer... una jubilación digna. La saga RED, basada en una historieta de DC Comics, es el ejemplo más reciente de esta tendencia. La historia no difiere mucho de la primera película, estrenada en 2010. Un grupo de ex espías que vivieron su momento de gloria durante la Guerra Fría son obligados a volver al oficio a causa de viejos trabajos inconclusos que, en un contexto geopolítico radicalmente distinto, los convierte a ellos mismos en cabos sueltos que agentes más jóvenes deben anudar. El acrónimo RED corresponde a “Retirados Extremadamente Peligrosos”, según su sigla en inglés. Con un gran elenco de actores entrados en años, como los británicos Helen Mirren, Anthony Hopkins y Brian Cox, más John Malkovich y el infalible Willis, RED 2 cumple una de sus promesas: ofrecer una sucesión de escenas en las que esta banda de notables despacha a gusto algunos diálogos ingeniosos, que sobre todo se dedican a rizar el rizo de lo infrecuente de ver a los personajes realizar acciones que poco tienen que ver con su edad cronológica ni con las carreras de muchos de los protagonistas como actores dramáticos. El caso más evidente es el de Helen Mirren, deslumbrante en su nuevo rol de heroína. La película apuesta a exagerar los anacronismos en pos de obtener mayor rédito dramático de cada situación. Así y todo, no alcanza para que aquella afirmación que hace el personaje de Willis acerca de que ya no se trata ni de bandos ni de reglas, sino de buenos y malos, no suene infantil y fatalmente reduccionista. Detalle que debe pasarse por alto porque claramente sólo se trata de entretenimiento, de un juego de ingenio que superpone dos maneras diferentes de pensar el mundo en un mismo plano de acción, permitiéndoles interactuar para ver qué pasa. Más allá del gusto de ver cómo Mirren o Malkovich son capaces de auténticos malabarismos actorales, o de reunir por primera vez en pantalla a los dos actores que interpretaron a Hannibal Lecter (Hopkins en la serie de El silencio de los inocentes; Cox en Manhunter de Michael Mann), RED 2 encadena una serie demasiado extensa de situaciones que hace saltar el relato desde los Estados Unidos para pasearse por toda Europa, reduciendo la película a una serie de sketchs generalmente efectivos, pero volviendo un poco engorrosa la tarea de seguir una trama que tal vez a nadie le importe demasiado.
El renegado la va de samurai Suerte de western fantástico, la nueva entrega de la saga del lobizón solitario ahora transcurre en Japón y tiene el encanto del héroe que se resiste a serlo, pero que no puede evitar involucrarse, incluso emotivamente, con cada situación. El cine actual está lleno de superhéroes: son ellos quienes hoy alimentan (y muy bien) a los miles que maman de la gran teta de Hollywood. Que tres de las que más millones juntaron durante 2012 fueran películas del palo (Los vengadores, la última Batman de Christopher Nolan y el reinicio de la saga Spiderman), o que en lo que va de 2013 se estrenaran Iron Man 3 y El hombre de acero (alias Superman), y que ambas ya estén entre las tres más vistas del año a nivel global, son ejemplos perfectos al respecto. Para completar el trío de aces se estrena Wolverine: Inmortal, nueva aventura del personaje más popular de la saga X Men y uno de los más carismáticos de la factoría Marvel. Tan importante es el personaje que además es el que catapultó al estrellato al australiano Hugh Jackman, quien libra por libra es uno de los actores más exitosos del momento. La primera secuencia del film transcurre en Nagasaki justo el día de la bomba. Ahí está Logan (o Wolverine), prisionero del ejército japonés, que terminará esa jornada abominable salvándole la vida al oficial Yashida, uno de sus captores. Esa escena inicial posee una intensidad dramática que hace que el comienzo sea alentador. Logan sufre una mutación congénita que le permite autosanar sus heridas; pero además fue víctima de un experimento en el que sus huesos fueron revestidos de un poderoso metal, combinación que lo vuelve invulnerable incluso al fuego nuclear. Es literalmente inmortal, un poder que lejos de ser vivido como un don, significa para él un trauma y un castigo. Setenta años después, Yashida se ha vuelto uno de los empresarios más poderosos del Japón, y a punto de morir se propone devolver el favor: si Wolverine una vez le salvo la vida, él ahora le ofrece volverse mortal. Pero será Yashida el que morirá. Y para complicar la cosa, si la Pampa tiene el ombú, el Japón tiene la Yakuza, que por algún motivo oscuro se quiere cargar a Mariko, la nieta de Yashida. El peso específico de Wolverine como personaje lo impuso como uno de los centros en torno de los cuales giraban los tres episodios de X Men (estrenados entre 2000 y 2006). Esa misma fatalidad lo convirtió en 2009 en el primero de los mutantes de Marvel en tener película propia, en la que se narraba el origen del mito. Que no por casualidad se remontaba hasta la América del Norte colonial y a partir de ahí seguía el derrotero del héroe por la historia estadounidense. Porque Wolverine tiene algo de descastado y marginal, de jinete solitario que lo emparienta con los fundacionales héroes del Oeste, esos renegados que acababan convertidos en justicieros porque no les quedaba otra. Pero sobre todo tiene algo del Clint Eastwood de la Trilogía del Dólar; tanto que hasta los actores se parecen físicamente. (Raro que a nadie se le ocurrió todavía hacer con Jackman una remake de Harry el Sucio.) Curiosamente esta película lo lleva bien al oeste, hasta Japón. Suerte de western fantástico, Wolverine: Inmortal tiene el encanto del héroe que se resiste a serlo, pero que no puede evitar involucrarse, incluso emotivamente, con cada situación. Hay otra buena escena cuando el relato salta elípticamente de Nagasaki a la actualidad, en la que Logan, convertido en un vagabundo del bosque, venga la muerte de un oso a manos de un grupo de cazadores en una típica cantina de ruta, que no sólo subraya la debilidad del personaje por las nobles causas perdidas, sino que remeda las clásicas trifulcas de saloon. Igual que los héroes de Eastwood en los films de Leone, Wolverine es un forastero en rodeo ajeno que debe apelar a la astucia aun cuando la brutalidad es su mejor arma. Y hasta levanta las cejas en el momento oportuno, igual que Joe, Monco y Blondie. Jackman conoce al personaje de memoria y cada película confirma que su presencia en aquel primer episodio de 2000 fue el gran acierto de Bryan Singer. A pesar de todo eso y de algunas buenas escenas de acción (una de ellas en el techo de un tren, infaltable en un western, aunque se trate de un tren bala), la película va perdiendo densidad. Tal vez se deba a la ausencia de un villano que consiga contrapesar al héroe y dar la talla en términos dramáticos. Y, ya se sabe, no hay buenas películas de superhéroes o de vaqueros sin un buen villano.
Un caracol a mil De Meteoro a Cars, hubo películas para chicos sobre la velocidad, pero pocas tan fantasiosas como la de este gasterópodo rápido y furioso. Aunque tiendan a la confusión, las de hoy no son páginas deportivas, sino de cine. Lo que pasa es que con el estreno de Metegol, gran apuesta animada del Oscar winner Juan José Campanella, y Turbo, lo nuevo de DreamWorks, el fútbol y el automovilismo han abierto sucursales en la gran pantalla. Pero acá se hablará de cine, aunque es inevitable no acercarse al origen que alimenta el imaginario sobre el que se desarrollan estos films, que en el caso de Turbo es el universo adrenalínico del Indycar, clásico del fast and furious made in USA. A pesar de que no es el primer producto infantil ambientado en las carreras de autos (Pixar ya les sacó rédito con las dos Cars, por no hablar de antecedentes como Meteoro), Turbo desvía la apuesta hacia una estética más realista, aunque el disparador no puede ser más fantasioso. Tanto como poner un caracol a correr en las famosas 500 Millas de Indianápolis. Turbo es un romántico que quiere ser caracol de carreras y es fanático de Goyo Ganador, gran campeón de Indycar, de quien todas las noches ve un video en el garaje de la casa en donde vive. Esa fantasía lo convierte en el hazmerreír de su colonia y la vergüenza de Chet, su hermano mayor, quien aspira a convertirlo en un elemento útil a la sociedad. Una noche, luego de que una carrera contra una cortadora de césped casi le cuesta la vida, Turbo irá a dar a una picada de autos tuneados, donde recibirá un baño accidental de nitrox. El resultado: acaba convertido en un caracol realmente veloz. Y otra serie de hechos lo llevará a ser capturado por Tito, un mexicano tan ingenuo como él, que junto a su hermano tiene un puesto de tacos en un paseo comercial de mala muerte junto a una autopista. El fenómeno único de la velocidad de Turbo representará para Tito la posibilidad de promocionar su comercio; y el iluso empeño de Tito será para el caracol una puerta a su ilusión de correr en Indianápolis junto a su ídolo. Turbo es un pastiche que cruza la grasada cool de alto octanaje de Rápido y furioso con las historias de superhéroes y las sagas de superación, habituales en las películas deportivas con Rocky a la cabeza, incluyendo la obviedad de “Eye of the Tiger” en la banda de sonido. Aunque no deslumbra, Turbo es un entretenimiento eficiente, con algunos subtextos de interés, relacionados con su relectura modelo siglo XXI del sueño americano. En primer lugar, su relato alienta el inconformismo y la ambición, esenciales para mantener la ilusión del progreso mágico que es el soporte ideológico de la sociedad estadounidense. A diferencia de Ralph, el demoledor, película de Disney tan brillante desde lo estético como ranciamente conservadora, que justamente hacía agua al proponer la idea de que lo mejor es conformarse con el lugar que la vida (y la sociedad) imponen, Turbo vuelve a las raíces del “mito americano”, afirmando que hay sueños difíciles pero no imposibles. Tan a las raíces vuelve la historia del caracol más rápido que sus creadores supieron actualizar con inteligencia a los depositarios del sueño fundacional. En lugar de irlandeses e italianos, los inmigrantes de siempre en el cine, acá son los mal llamados latinos, el elemento más joven del complejo genoma estadounidense, los que encabezan la lista de descastados que corren por un sueño. Ellos serán quienes se beneficien con el mundo de oportunidades para todos que se abre cuando se consigue atravesar la cada vez más amurallada frontera que separa a los Estados Unidos del resto del cosmos.
Laberinto de luces y sombras Post tenebras lux está filmada con una exquisitez formal y una potencia narrativa tal que es una tentación ponerse a describir en detalle cada una de las escenas que la componen. Un relato signado por la culpa, en donde el deseo es el motor de la acción. Atardece y una nena de no más de dos años corre sola por el campo. No se trata del campo pampeano, porque hay montañas con bosques densos, que interrumpen y enmarcan el plano. Ese detalle vuelve a la escena –filmada en el infrecuente formato de 4:3, con una lente biselada que provoca un efecto de duplicación circular en la periferia del cuadro– inesperadamente opresiva, agorafóbica. Más allá de eso no hay diferencias: hay vacas, perros, y caballos que corren y que a su vez son corridos por los perros que ladran y les lanzan tarascones. La nena camina entre los animales y va nombrando en su embrionaria lengua todo lo que ve: vaca, caballo, perro... Pero también dice mamá, papá, Eleazar, mientras mira –no mucho, pero lo hace– a algo o alguien que permanece fuera de campo: ¿realmente está sola? El cielo enrojece, cae la noche, se acerca una tormenta y ella sigue ahí, entre animales que le son enormes pero no ajenos y parece feliz. En la oscuridad los rayos recortan su silueta contra el cielo, mientras su voz se pierde entre los truenos. Despacio, de a una, sobre el fondo negro van apareciendo las tres palabras que componen el título del opus cuatro del mexicano Carlos Reygadas: no hay forma de que una película pueda empezar de manera más conmovedora y sutilmente intimidante. Post tenebras lux está filmada con una exquisitez formal y una potencia narrativa tal que es una tentación ponerse a describir en detalle cada una de las escenas que la componen. Sin embargo ese trabajo representaría el camino fácil, mucho menos arduo que intentar realizar una sinopsis eficiente de ella. Del mismo modo en que es más cómodo intentar reducir su estructura dramática a la categoría de “experiencia onírica”, que buscar al menos una línea de sentido para su imbricada red de textos cinematográficos. No es que esté mal pensarla como una pesadilla recurrente y cíclica, porque sin dudas también es eso. La clave reside justamente ahí: en su inabarcable arquitectura cinematográfica. La película expone de manera central, pero no lineal, momentos de la historia familiar de Juan, Natalia y sus hijitos Eleazar y Ruth (la nena del comienzo). Luego de un despertar idílico, Juan muestra signos claros de un temperamento bipolar, capaz de ser un padre amoroso pero también el más brutal inquisidor. La familia se ha mudado al campo en busca de una paz y un equilibrio que, sin embargo, Juan no consigue encontrar. Luego de un perturbador e inexplicable arranque de violencia contra una de sus perras, él asiste al grupo de Alcohólicos Anónimos que sus vecinos pobres sostienen en un rancho de chapa y cartón, y confesará su adicción a la pornografía virtual. También se verá a Juan y a su familia en una fiesta de la aristocracia mexicana más rancia, en donde una abuela reparte sobrecitos con dólares entre sus nietos, deseándoles un feliz destino de empresarios. O se verá a Juan y Natalia en una orgía ritual que se lleva a cabo en unas catacumbas ubicadas en alguna parte de la Europa francófona y en la cual nadie parece conectar demasiado con los otros; o sosteniendo una tensa discusión sotto voce que apenas es capaz de contener la evidente violencia que en ella subyace. Pero en Post tenebras lux también hay lugar para mucho más que una saga familiar. Hay un diablo definitivamente macho, rojo y fluorescente, que por las noches se cuela en las casas con su cajita de herramientas para hacer su trabajo. Un leñador muy sociable que abandonó a su familia y un terrateniente que detesta a la suya y para quien tumbar un árbol tiene el mismo peso simbólico que la cabeza de caballo en El padrino. Reygadas construye un laberinto dispuesto en forma de viñetas intercaladas, una encrucijada que revela diferentes caminos pasibles de ser encadenados. Los abismos sociales de un país que responde antes a un orden de castas que de clases. Un relato signado por la culpa y una mirada más bien moral que ética, en donde el mero deseo es el motor de la acción. La escena de la orgía es evidente respecto de esa tensión entre deseo y culpa que la película nunca consigue resolver, y que acaba en regulares estallidos de violencia. Una violencia que también puede provenir del choque cultural que da origen al México actual, entre el mundo occidental y cristiano contra ese otro, original y ancestral. Un choque en donde el sacrifico humano, tan caro a ambas culturas, parece ser el punto de impacto. Post tenebras lux es una película inusual, magnífica y a la vez despreciable e hipnótica, digna de un director que no acostumbra hacerle las cosas fáciles a espectadores cómodos o caprichosos. Por supuesto que se le puede volver a achacar a Reygadas el pecado de saberse virtuoso y no disimularlo. Pero esa profusión de virtuosismo no es sino otra de las máscaras que el exceso se calza aquí para salir a escena. Al final, será la tierra la que se tiña de rojo, cerrando un ciclo que se abrirá de nuevo, igual que la noche sucede al día y la luz sólo nace en la oscuridad.
El enmascarado y el origen del mito Aun con sus excesos, se trata de un relato de vocación clásica, respetando el espíritu original pero también releyendo al personaje desde el presente. El Toro de Depp funciona como comic relief, con un carácter seco que limita el exceso de histrionismo del actor. Puede decirse que esta nueva versión de El Llanero Solitario, que lleva la firma del versátil Gore Verbinski, es agradable no por su enorme despliegue visual, sino a pesar de él, porque supo poner un presupuesto elefantiásico a disposición de un relato con vocación clásica, aun con sus excesos. De igual modo, ha sabido hasta dónde respetar el espíritu original y a partir de dónde releer al personaje desde el presente, siempre a través de la perspectiva de los géneros. Aunque está planteada como adaptación al cine de la popular serie de los años ’40 y ’50 –hay una versión posterior en dibujos animados–, la película elige no atarse del todo a los antecedentes. Si en ellos se contaban las aventuras de un personaje ya establecido con firmeza dentro de su universo, el film prefiere ir más atrás para dar cuenta del origen del mito. Verbinski no se limita a la estética original y entonces, sin dejar de ser un western, la película acaba siendo más una comedia de aventuras que otra cosa. Lejos de tomarse a sí misma muy en serio (algo que hicieron otras adaptaciones de series televisivas), El Llanero Solitario recurre no sólo al humor, sino al slapstick, la farsa y el absurdo (ver los gags con animales). El Llanero Solitario no arranca con la acción misma, sino que interpone un narrador que funciona como filtro adicional que activa un juego de cajas chinas de tiempo. La primera escena establece el presente del relato en San Francisco, 1933. Un nene disfrazado de vaquero y con antifaz entra en una carpa de feria donde le prometen el Lejano Oeste. Ahí se detiene ante un bisonte embalsamado; luego ante un oso embalsamado y, al fin, frente a un indio viejo que –tras un cartel que lo presenta como “El noble salvaje en su hábitat natural”– también parece embalsamado. Pero no. Se trata de Toro, el astuto compañero del Llanero Solitario, que cree reconocer en el niño enmascarado a su viejo amigo Kimosabee, como él solía llamarlo. Luego del susto, el chico consigue que el viejo le cuente la historia, que empieza en uno de esos pueblitos que crecían en medio del desierto junto al moderno tendido del ferrocarril, justo en el límite del territorio indio, en 1869. La película aprovecha los arquetipos que el western deja al alcance de su mano: un sheriff tan duro como noble y honesto, un villano despreciable, un hombre de negocios pragmático y devoto del progreso y un joven abogado idealista que defiende la ley casi tanto como rechaza las armas y al que el destino convertirá en el Llanero Solitario. Y, claro, el noble salvaje. Que en la piel de Johnny Depp es el comic relief que lleva las riendas del relato por partida doble: desde la narración que realiza en su vejez y desde la acción misma en el Oeste. El film se toma algunas libertades adicionales en tiempos de corrección política. Una tiene que ver con el papel de los pueblos indios, que de algún modo “rectifica” el rol de malos que solían asumir dentro del género, para encontrarles otro más adecuado a la realidad histórica, sin que la cosa resulte forzada. En la misma línea se ubica un chiste de una sola línea, notable, en el que el Llanero, tras ser apresado por una tribu, calificará de “razonable” al ejército de los EE.UU. que se acerca al galope con intención de masacrar a los nativos. Depp y Armie Hammer (Toro y El Llanero) montan una relación con buena química que permite sostener las acciones con que se va armando esta pareja de opuestos. Porque El Llanero Solitario también es una buddy movie. Esta vez el carácter seco de su personaje mantiene a raya el histrionismo desaforado que este tipo de papeles suelen provocar en Depp: bienvenido sea.
Asustadores con marca de fábrica El nuevo producto de Pixar es una divertida comedia infantil, pero no alcanza a ingresar al Olimpo de films como Toy Story, Wall-E y la misma Monsters Inc, de la que funciona como precuela. Las voces son de Billy Cristal, John Goodman, Steve Buscemi y Hellen Mirren. Si puestos ante casi cualquier película uno de los caminos habituales para abordarla es a través de la figura de su director, con las creaciones de Pixar ocurre que es el propio estudio el que ocupa ese lugar. Aunque muchos de los directores de sus grandes películas hayan acabado por convertirse en hombres importantes dentro de la industria del cine, el elemento que las reúne en un corpus cinematográfico no son los nombres propios, sino la marca de fábrica. Es lo que ocurre con Monsters University: no interesa si está firmada por el novato Dan Scanlon (cuyo único antecedente es el falso documental Tracy, que puede verse gratis y de manera legal en Vimeo), ya que se trata de la última película del estudio del veladorcito saltarín. Justamente esa marca en el orillo que suele garantizar un alto nivel es también la mejor herramienta para sostener las objeciones que se le pueden hacer a la película. Aunque no son muchas, ni alcanzan para evitar que el balance sea positivo, ahí están. Ocurre que aquella primera ventaja con la que corren las películas de Pixar –la de pertenecer– puede convertirse en el primer lastre, porque no siempre se puede estar a la altura de joyas como la trilogía Toy Story, Wall-E o Buscando a Nemo. Monsters Inc. también forma parte de este grupo, hecho que se convierte en una segunda ventaja problemática para Monsters University, ya que no sólo se le exige que funcione por su condición de producto Pixar, sino por su carácter de secuela de una película maravillosa. Aunque en este caso lo correcto es hablar de precuela, ya que los eventos que se narran son anteriores a los ocurridos en la película anterior. Un detalle que deriva en el primer indicio negativo: cuando es más importante contar qué pasaba en la primera película para poder explicar lo que ocurre en ésta, ya hay algo que no está del todo bien. Si en Monsters Inc. la historia pasaba por la amistad entre Mike y Sulley, dos monstruos que trabajan en la empresa que da título a la película, acá se cuenta cómo estos mismos personajes llegan a conocerse en su juventud, como alumnos de la institución que titula a la segunda película. Monsters Inc. es un cuento ingenioso que imagina una explicación falazmente racional para el muy estadounidense mito infantil del monstruo en el placard (los chicos de la Argentina suelen esconder ese tipo de temores bajo la cama, y hasta se conforman con la más simple de las oscuridades). Según esta explicación, la energía que liberan los gritos de los chicos al ser asustados puede ser envasada para utilizarse como fuente energética en el mundo de los monstruos. Pero al mismo tiempo el trabajo es muy riesgoso, ya que los humanos son tóxicos para los monstruos y se debe evitar el contacto físico con ellos. Dentro de esa estructura hay monstruos asustadores (Sulley es uno de ellos) que trabajan en equipo con otros, encargados del trabajo más bien técnico de la cosa (Mike). Los roperos son entonces los portales que ligan ambos universos paralelos. Si el primer film respondía al molde de las buddy movies con los dos amigos haciendo frente a un problema inesperado, Monsters University se remonta al tiempo en que ambos se conocen siendo alumnos de la carrera de asustadores, enfrentados por incompatibilidad de caracteres. Mike es estudioso y sueña desde chiquito con ser asustador, aunque no tiene condiciones; en cambio Sulley es el heredero un poco fanfarrón de un linaje dotado naturalmente para eso. Al ser expulsados de la carrera por pelearse durante un examen, el único modo que encuentran para ser readmitidos es ganar las olimpíadas del susto, competencia en la que se verán obligados a formar equipo con otros descastados de la universidad. Aunque este tramo se dedica a recrear una serie de escenas bien conocidas de las películas de universitarios, las mismas han sido coreografiadas a puro slapstick y están llenas de un humor ágil que combina, como el grupo de nerds que integran el equipo de Mike y Sulley, lo inocente con el absurdo y el sinsentido. El último tramo, con vuelta de tuerca ética y final con ascenso social incluidos, continúa manejando con precisión el diseño de los gags, sumando alguna situación emotiva. Sin embargo, ante la necesidad de que todo cierre de manera satisfactoria, la resolución de algún modo traiciona parte de la lógica interna del universo creado. Si bien es cierto que la primera película hacía algo parecido, aquel hecho formaba parte esencial de la base narrativa y el relato mismo era capaz de justificarlo satisfactoriamente. En cambio acá el desenlace parece una improvisación al paso (un poco de eso se trata la secuencia mencionada) no del todo eficaz. Detalles como éste impiden que Monsters University ingrese al Olimpo Pixar. Así y todo no deja de ser una formidable comedia infantil, como nadie más que Pixar es capaz de hacer.
La voz íntima de Ernesto antes del Che El documental de Denti abruma por la cantidad, la variedad y la calidad de su información. Sobre todo por la importancia de los testimoniantes, entre ellos su hermano menor, Juan Martín Guevara, capaz de hablar del Che como nadie podría hacerlo. “Los viajes por América latina me han hecho conocer la miseria, el hambre, la imposibilidad de curar a los niños por falta de medios. La degradación causada por la injusticia y el sufrimiento. He visto cosas que me han parecido tan importantes como el empeño por convertirme en un investigador famoso.” Con esta cita declamada sobre un breve travelling virtuoso, en el que se ve cómo las nubes se desplazan a toda velocidad por un cielo muy claro gracias a una cámara híper acelerada que sin embargo se mueve muy lentamente al ras del suelo, así comienza La huella del doctor Ernesto Guevara. Se trata de un documental de Jorge Denti que abarca los años en los que un rosarino joven y viajero comenzaba a convertirse en el Che. La película recorre el hiato que va desde su regreso a Buenos Aires tras su primera travesía latinoamericana junto a Alberto Granado, en 1952, hasta su partida hacia Cuba desde México, a bordo del ya mítico Granma en 1956. El documental consigue hacer aparecer como imposible que todo lo que se relata en sus dos horas haya ocurrido en menos de cuatro años. Existe un motivo para que el director haya elegido empezar con aquella cita, extraída de los diarios que Guevara llevó durante ese tiempo. Es que la película tendrá como eje narrativo los documentos escritos que él mismo fue produciendo, sin saber cuál era el destino histórico que lo aguardaba y lo convertiría en una de las figuras más notables del siglo XX. Justamente este documental intenta construir a partir de un mecanismo similar al utilizado por Borges en su breve ensayo “Los precursores de Kafka”, incluido en su libro Otras inquisiciones. Es decir, comienza por dar cuenta de cuáles son los antecedentes directos que llevaron a Ernesto Guevara a ser el Che, desde el apoyo familiar a la causa republicana durante la Guerra Civil Española al impacto de ese primer viaje. No por nada, apenas hecha la cita inicial, el guión sigue con otra, que será dicha sobre una animación de estética retro que ilustra ese regreso: “Yo no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra Mayúscula América me ha cambiado más de lo que creí”. La vuelta se produce casi al mismo tiempo en que aquí en Buenos Aires moría Eva Perón y ambos hechos parecen confluir en una suerte de ceremonia iniciática en la que el joven Guevara perderá definitivamente la inocencia, para volverse un hombre al fin. El trabajo de Denti abruma por la cantidad, la variedad y la calidad de su información. Sobre todo por la importancia de las “cabezas parlantes” que componen su relato. El personaje más notable es sin dudas su hermano menor, Juan Martín Guevara, capaz de hablar del Che como nadie podría hacerlo: él recordará al adolescente estudioso que se demoraba recitando poesía cada vez que iba al baño, sólo para molestar a los que esperaban afuera, apurados también por cumplir con ese trámite. La lista de testimonios también incluye las voces autorizadas de Alberto Granado y Calica Ferrer, los dos grandes amigos con los que emprendió sus definitivos viajes. El documental se montará sobre el itinerario del segundo de ellos, el que realiza con Calica, que acabará por ponerlo cara a cara con Fidel Castro. En ese sentido, La huella del doctor Ernesto Guevara es exhaustivo, deteniéndose en cada una de las postas que los dos amigos van tomando a lo largo de su recorrido, y en cada una se detalla con documentos, imágenes de archivo y testigos presenciales, el modo en que todo aquello que ocurría en los países que atravesaban iba fortaleciendo una mirada del mundo cada vez más sólida y formando a un ser humano cada vez más seguro del lugar que deseaba ocupar. A pesar de su larga duración y de que muchos de los hechos inventariados ya han sido abordados ampliamente en otras investigaciones, el documental de Denti no cansa ni aburre. Aunque trabaja sobre una estructura clásica (básicamente se trata de personas hablando a cámara y de un montaje de material de archivo), el director se permite utilizar recursos como las animaciones, que sin representar un gran despliegue amenizan visualmente el relato, o una banda sonora que completa el discurso sin interferir ni distraer. También reitera el uso de travellings como aquel del comienzo para embellecer su trabajo desde lo formal, una de las herramientas con las que intenta evitar que la información dura acabe por agobiar. Pero sin dudas el aporte más interesante resulta ser los extractos de la correspondencia que el protagonista mantuvo con Tita Infante, amiga y compañera universitaria, que permiten recobrar de manera indirecta, pero no por eso menos poderosa, la voz íntima de Ernesto antes de ser el Che.
Una gran humorada negra, teñida de rojo La sangre en escena es una de las obsesiones del cine. Oscura, negra, cuando se filmaba en escalas de grises; bien roja con la llegada del color. Se podría hacer un libro contando la historia de las diferentes formas en que el cine ha representado a la sangre a lo largo de su historia. Si se lo escribiera en la Argentina, no habría forma de evitar un largo capítulo dedicado al cine fantástico que se viene filmando en el país casi en secreto desde hace unos veinte años. Un cine hecho por una generación que a la par de la cinefilia ha sabido cultivar la hemofilia, en el sentido menos patológico de la palabra. Un grupo de directores que empezaron de adolescentes a salpicar todo de rojo y que se volvieron adultos haciendo películas, primero bajo tierra, alejados de las salas comerciales, y ahora (un presente que abarca los últimos tres años) embarcados en la difícil batalla de llegar al público masivo. Hermanos de sangre, nuevo trabajo de Daniel de la Vega, es el exponente mejor pulido de este cine, donde la truculencia representa una forma eficaz de evitar que el hacer películas pierda su carácter celebratorio. Desde ahí queda claro que si en algo han sido serios quienes están detrás de la película es en tomarla como lo que es: una gran humorada negra. Y eso a pesar de un comienzo tenso y muy serio, en el que un gordito de anteojos es llevado con sus manos esposadas hasta la morgue forense, para reconocer varios cuerpos mutilados de cuyas muertes sería responsable. Enseguida los títulos corren sobre una lluvia de piezas de rompecabezas que sugieren un misterio a resolver y hasta ahí llega lo “serio”. Elipsis mediante, todo sigue en la entrada de un boliche, donde un energúmeno con músculos le niega el paso al mismo gordito de anteojos, Matías (Alejandro Parrilla), burlándose de su ropa, su corte de pelo y su aspecto físico. Esa será la primera parada del vía crucis nocturno del protagonista, que ya en la disco será ignorado por las mujeres y despreciado por los hombres. Sobre todo por un compañero de trabajo, fotógrafo y baboso compulsivo que coquetea con Eugenia, otra compañera de la que Matías está enamorado. Aunque el guión presenta todo esto con humor, el circuito de humillaciones pone de manifiesto el carácter de eterna víctima que el protagonista ha soportado durante toda su vida. Un emergente de lo que hoy se conoce como bullying que, lejos de ser una práctica moderna, es una vieja costumbre de la humanidad: el abuso del más débil y la estigmatización del demasiado bueno (el buenudo). La aparición de Nicolás (Sergio Boris), misterioso personaje que se le presenta como un improbable compañero de coro durante la infancia, será para Matías la posibilidad no sólo de redimirse de esos abusos, sino de librarse de quienes los infligieron. La violencia y la impiedad serán el camino elegido. La mujer que lo desairó en el boliche, un jefe evasivo, una ex novia psicópata, una tía controladora (interpretada por el gran Carlos Perciavale) y el fotógrafo insoportable serán los candidatos a pagar por los años de humillación, y la sangre no faltará a la cita. De la Vega, especialista en terror y clase B, maneja el timing humorístico de situaciones muy violentas con la misma precisión con que se hace cargo del que en definitiva es su terreno: la coreografía de escenas cargadas de gore y sadismo. Pero, atención, un sadismo alejado de la pornotortura y mucho más cerca del morbo con que los chicos disfrutan de las escaladas de agresión entre Tom y Jerry o de los castigos que Moe le impone a Larry, a Curly, a Shemp (y siguen las firmas). Quizás esa genealogía del humor sádico y políticamente incorrecto sea el mejor punto de vista para disfrutar del film de De la Vega. Desde ahí funcionan los personajes absurdos como el hijo de la tía Dora, ex luchador de catch sordomudo y perverso, y los registros actorales que juegan con los límites entre el naturalismo, la farsa y el grotesco. La película mantiene además una de las particularidades esenciales del CIFA (Cine Independiente Fantástico Argentino): su carácter endogámico. Como ocurrió en otros títulos que forman parte de este (a)salto a las salas comerciales de la movida del fantástico argento, en Hermanos de sangre late un espíritu adolescente que no sólo refleja lo que se ve en pantalla, sino que evidencia la camaradería que mantienen fuera de campo los directores, guionistas y actores de esta movida. Es que tal vez sean todos ellos, amantes del cine fantástico y del líquido color rojo, los verdaderos hermanos de sangre del cine nacional.
Que no sea éste Aunque no es necesario hablar de la obra previa de un director cada vez que se hace una crítica, en el caso de Lasse Hallström no viene mal mencionar un par de títulos que, por carácter transitivo, pueden dar una idea bastante cercana de su obra completa y permite hacer proyecciones sobre sus trabajos futuros. Basta mencionar Chocolate y ¿A quién ama Gilbert Grape? para comprender que este director sueco se siente cómodo con el melodrama y el romance, géneros sobre los que se desarrolla gran parte de su filmografía. Pero también pueden mencionarse sus esporádicas incursiones en el suspenso, la comedia y el policial, habida cuenta de que hay de todo eso en Un lugar donde refugiarse, su último trabajo. En este caso el relato alterna entre el thriller policial y una historia de amor pueblerino, con una vuelta de tuerca final que ya quisiera el mismísimo M. Night Shyamalan. Y en principio la cosa no le sale tan mal. La película empieza con una joven escapando ensangrentada y aturdida por la calle, presa del pánico. El estado de sus ropas indica que ha sido agredida. Lleva un cuchillo en una mano y no tarda en ser asistida por la dueña de una casa en la que pide ayuda con desesperación. Enseguida se la ve con el pelo más corto y teñido de rubio, con la cabeza escondida bajo la capucha de un buzo, escapando de la policía en una terminal de ómnibus. Aunque el cerco policial es rápido, su micro consigue partir sin que la descubran. Katie, que así se llama ella, dejará el viaje a la mitad cuando decida quedarse en uno de esos pueblitos de provincia a orillas de un lago, con su muellecito y su gente campechana. Alquilará una vieja cabaña en mitad de un bosque y comenzará una tierna relación con Alex, padre viudo de dos nenes. Hallström se muestra medianamente profesional en el juego de idas y vueltas entre la nueva vida de Katie y la obsesión con que un policía continúa con su desaforada y violenta pesquisa. Y no ahorra en flashbacks turbios en los que se revela poco de lo que pasó aquella noche al comienzo. Tanto el pueblito tranquilo a orillas del lago como la cabañita en medio del bosque encarnan esos mismos paraísos del imaginario estadounidense que son continuamente subvertidos y violados por el cine de terror, de asesinos y de fantasmas. La paz del sueño americano subvertida por la irrupción de lo siniestro. De hecho, algunas escenas por allí se encargan de subrayar esta posible lectura. Claro que para hacer que Un lugar donde refugiarse se convierta en La niebla, de Carpenter, sería necesario que... que la dirigiera Carpenter. El elemento sorpresa que el guión introduce al final de la trama es un deus ex machina lo suficientemente brutal como para convertir una película hasta entonces mediocre, en una bastante mala. Un giro que pone literalmente en escena el espíritu manipulador que habita dentro de este director pasado de rosca.
La ley de medios antes de la ley de medios La película retrata y explica la quijotesca existencia de Utopía, un canal “pirata” que en los ’90 transmitía desde un living en Caballito. Y a pesar del tiempo transcurrido, resulta interesante repasar la historia a la luz de un momento de los medios bien diferente. Es curioso el problema que surgió en el Instituto del Cine con la modificación de la norma que reglamenta las condiciones para la aprobación de proyectos documentales, un hecho que motivó la protesta de algunas asociaciones de documentalistas y la preocupación de sus miembros. Es llamativo sobre todo porque muchas de las más inteligentes e innovadoras películas producidas en el país durante los últimos años son documentales, y con lógica futbolera podría pensarse que equipo que gana no se toca. El etnógrafo, de Ulises Rosell; Tierra de los padres, de Nicolás Prividera; Papirosen, de Gastón Solnicki; La chica del Sur, de José Luis García, o Yatasto, de Hermes Paralluelo, sirven como muestra de la calidad alcanzada. Más allá de estos títulos que son parte de lo más notable del género en el país, hay un segundo escalón, todavía más poblado, de trabajos menos ambiciosos pero que también evidencian la buena salud del documentalismo nacional. Entre ellos se cuenta TV Utopía, de Sebastián Deus, que fue parte de la 26ª edición del Festival de Mar del Plata, integrando la Competencia Argentina junto con Planetario, de Baltazar Tokman, otro ejemplo oportuno y de reciente estreno que merece mencionarse. Como Planetario, el film de Deus está compuesto por un material que fue producido mucho antes de que nadie intuyera que en ellos habitaba una película en potencia. Así como el trabajo de Tokman se basa en los videos domésticos de seis padres que filman a sus hijos con obsesión, TV Utopía nace de una serie de casetes de VHS que contiene parte del archivo de un canal comunitario que salía al aire en los ’90, cuya programación producían por completo los vecinos del barrio de Caballito. Para quienes no lo saben o no lo recuerdan, Canal 4 Utopía fue, mucho antes de que se hablara de modificar la ley de medios, el emergente de una época donde las radios y los canales comunitarios comenzaron a ganar espacios, mientras eran tildados de “piratas” por quienes siguen dominando el negocio de los medios en el país (la película menciona una denuncia contra el canal realizada por el grupo Vila-Manzano-De Narváez). Con ese adjetivo se descalificaba la necesidad legítima de utilizar a los medios de comunicación como tales y no como meras empresas comerciales, y al amparo de la norma vigente por entonces se condenaba a dichos proyectos a desaparecer. Más allá de su valor documental, la película de Deus realiza un aporte interesante a la discusión actual sobre la ley de medios, porque su contribución, lejos de ser teórica, entrega una prueba de cómo funcionaría y cuáles serían algunos de los beneficios potenciales de la aplicación de la nueva norma. TV Utopía representa aquello que se intenta crear con dicha ley, pero realizado con éxito veinte años antes, en un escenario por completo hostil. Sin necesidad de insistir sobre la discutible calificación de “piratas”, pueden mencionarse las reiteradas clausuras y confiscaciones de equipos a los que eran sometidos los emprendimientos de este tipo. Saqueos llevados adelante por el Comfer, la autoridad competente de la época, y aunque puede parecer incorrecto juzgar el pasado con las reglas del presente, no lo es. La película demuestra que canal 4 Utopía, que había comenzado como el proyecto personal de Fabián Moyano, un vecino ingenioso que hizo del comedor de su casa un estudio de televisión, consiguió convertirse de a poco en la antena transmisora de una serie de descontentos sociales silenciados, en un momento en el que ser oposición era complicado. Pero complicado de verdad, no porque el poder de turno coartara expresamente la libertad de expresión, sino porque merced a la aplicación de una serie de políticas neoliberales consiguió convertir a una amplia mayoría de las clases medias y altas en cómplices por comodidad. La comodidad de vivir en dólares y viajar cada año a Miami, dejando toda responsabilidad social y económica en las responsables manos privadas. Deus muestra el modo en que Utopía supo colocarse del lado correcto en tiempos difíciles: del lado de los jubilados que marchaban cada semana al Congreso, de los docentes acampando durante meses en la Carpa Blanca, de las mujeres de Plaza de Mayo. TV Utopía rescata del olvido esa quijotada televisiva del mejor modo. En su reivindicación de las cosas hechas a favor del placer y en contra de la adversidad, sin renunciar a la estética amateur y anárquica con que el canal emitía sus programas, está el valor cinematográfico del trabajo de Deus. En el reencuentro amoroso con los personajotes que creaban la programación del canal se proyecta la ética y la mística de aquel emprendimiento. En la inteligencia simple con que el montaje consigue superponer pasado y presente se halla el profundo mérito narrativo de esta película de apariencia superficialmente tosca. Ojalá sigan siendo posibles documentales así.