Cita en la Patagonia con lo siniestro En su tercer largometraje, la directora de XXY y El niño pez confirma que es una narradora eficiente, precisa a la hora de seleccionar los detalles para hacer una película atractiva, aunque con una tendencia a metaforizar en exceso. La tercera película de Lucía Puenzo, Wakolda, le permitió a la directora volver a Cannes, festival al que había llegado en 2007 con XXY, su ópera prima, y del que se había vuelto con el premio de la Semana de la Crítica. Esta vez regresó de Francia sin lauros, pero hay varios elementos que ligan a ambas películas, méritos y objeciones que tienden puentes por encima de El niño pez, segundo film de la directora. Para aclarar la cosa, Wakolda no es una mala película. Lejos de eso, confirma que Puenzo es una narradora eficiente, precisa a la hora de seleccionar los detalles para hacer otra película atractiva. Para contar su historia de nazis (y la de uno en especial) refugiados en Bariloche en una década de 1960 todavía pre-Beatle (es decir: la antigüedad del siglo XX), Puenzo consigue una reconstrucción de época notable, no sólo desde los bien administrados recursos artísticos, sino con la elección de un reparto equilibrado. Resulta redundante hablar de las virtudes de Diego Peretti y la destacada labor dramática de Natalia Oreiro ya no debe ser calificada como sorpresiva, adjetivo que esta vez aplica al trabajo del catalán Alex Brendemühl, a cargo del papel más importante. El resto del elenco, encabezado por Elena Roger, Guillermo Pfening y la niña Florencia Bado, completa un trabajo de equipo sumamente elogioso. Wakolda posee los elementos adecuados para una historia siniestra: una familia que regresa al sur para hacerse cargo de una vieja hostería familiar, dentro de una comunidad de origen cerrado sobre sus tradiciones; una niña con trastornos de crecimiento; un doctor alemán que aplica sus conocimientos de genética para mejorar la cría de ganado; un padre que se dedica a fabricar muñecas de cerámica; la perversa tensión sexual entre esa nena que lucha contra la demora de la madurez y un hombre obsesionado con sus teorías científicas. Como se ve, lo siniestro en Wakolda está dado por múltiples elementos, algunos desarrollados con sutileza, otros expuestos en exceso. Dentro de la primera categoría se puede considerar aquello que es elidido o no dicho de manera explícita. Como el regreso de esa familia a Bariloche, donde el personaje de Oreiro fue educado en un colegio que no sólo es alemán sino filonazi, que representa de modo sutil el surgimiento de lo inefable dentro del núcleo más íntimo. La imagen de Oreiro sacando de una caja viejas fotos en donde el emblema del Reich flamea frente a su escuela, habla de ese retorno de lo reprimido. La llegada del extraño doctor al seno familiar reafirma la aparición de lo ominoso. Quizá no sea casual que algunas nociones psicoanalíticas aparezcan conforme el relato avanza. Se ha dicho que en Wakolda también hay una serie de elementos que acentúan esa presencia siniestra de manera artificial, propensión que la directora ya había mostrado en XXY. Basta recordar un par de planos en donde la hoja de un cuchillo atacaba en distintos momentos un pescado o una zanahoria, construcciones simbólicas que remitían innecesariamente al concepto de castración. En Wakolda, Puenzo realiza operaciones análogas, dándoles cuerpo a las ideas del doble y del autómata que Freud toma del cuento “El arenero”, del escritor alemán E.T.A. Hoffmann, en su ensayo Lo siniestro, para explicar sus diferentes manifestaciones y con el que la directora parece querer dialogar. El nombre de la niña, Lilith, se suma al cargado conjunto de alegorías, en tanto corresponde a una de las más abominables criaturas de la mitología hebrea. Un exceso similar al que representaba el nombre del personaje de Ricardo Darín en XXY: Kraken, la gran serpiente marina de la mitología escandinava, otro subrayado freudiano para una figura paterna fuerte. Tal vez esta profusión metafórica no hubiera quedado tan expuesta si el relato consiguiera explotar todo su potencial siniestro desde lo narrativo. Pero pasados los sugerentes dos primeros tercios del film, la tensión cede ante el sentimiento de que todavía quedaba fondo en este abismo, de que el monstruo no termina de mostrar sus dientes y de que todo ese armazón simbólico acaba por contener al horror en lugar de exponenciarlo.
Saga sin gracia Cuando se estrenó Percy Jackson y el ladrón del rayo, película basada en una saga de novelas para adolescentes al estilo Harry Potter (pero peor), en la que el protagonista es un descendiente de los mismos dioses griegos, ante el pobre resultado obtenido y desde estas mismas páginas surgía una pregunta: ¿continuará? La respuesta, lamentablemente, es que sí. Tres años después llega Percy Jackson y el mar de los monstruos, basada en el segundo de cinco libros y no hay que ser el oráculo de Delfos para saber que si la idea es continuar la saga en esta línea, se trata de un mal augurio. La premisa es simple: el joven Percy se descubre hijo de Poseidón, dios del mar, y a partir de eso ingresa a un mundo secreto de semidioses que habitan en la Tierra protegidos por sus padres, pero nunca a salvo de su caprichoso comportamiento. La saga intenta trabajar un registro de aventura y humor mucho más ligero que el de sus exitosas antecesoras Harry Potter y Crepúsculo. Curiosamente, a pesar de ser la que toma como excusa la tradición más antigua y por lo tanto más universal, es la saga que más abusa de lo estadounidense. Si en la primera se mencionaba que el portal que comunica a la tierra con el Olimpo era un ascensor neoyorquino, aquí los jóvenes semidioses viven en un campus que reproduce lo más vacuo de la vida burguesa del estudiante estadounidense. ¿Esto es criticable de por sí? Claro que no: la reciente Monsters university de los estudios Pixar hacía algo parecido con su precuela de Monsters Inc. Pero lo hacía con verdadera gracia y sin segundas intenciones: en la saga Percy Jackson... todos los caminos conducen a jugar con la idea de que los Estados Unidos son una sucursal olímpica. Acá los dioses poseen multinacionales –Hermes, dios del correo (y patrono de los ladrones), acá maneja UPS, una de las empresas de encomiendas más grandes del mundo, un chivo burdo–, mientras sus hijos leen los mitos en tablets y confunden el Capitolio con la casa paterna. Los efectos especiales son otra cuenta pendiente: tal vez nadie lo recuerde, pero en 1998 se estrenó en Buenos Aires Spawn, pésima adaptación de un exitoso comic, que por entonces representó uno de los primeros intentos de intercalar personajes digitales con actuación tradicional. Puede decirse que, en comparación, algunos monstruos de esta película compiten en tosquedad con los de aquel film, hoy considerado prehistórico. Pero lo más penoso de Percy Jackson es la evidencia bastante clara de un proceso que podría denominarse de “disneychanelización” del cine. No sólo por instalar su relato en el insulso escenario antedicho, que también es habitual en las series producidas por el canal Disney, sino porque abona a una idea irritante de lo que es la actuación, en la que la superficialidad y el abuso gestual son la marca distintiva. No hay mucha distancia entre los actores de este film y, por ejemplo, las presentaciones recientes de Miley Cyrus, máximo exponente de esa escuela. Demasiados malos augurios para una sola película.
Cuando la comedia no tiene nada de comedia No es poco ni muy bueno lo que puede decirse de una película como Un piso para tres, relato mediocre de intención humorística del director y actor Carlo Verdone, que intenta pegarse a la etiqueta de lo que se conoce (o conoció) como commedia all’ italiana. Se sabe que la picaresca italiana tuvo su auge y posterior decadencia con figuras muy populares como Alberto Sordi o Ugo Tognazzi a la cabeza, quienes supieron explotar legítimamente ese registro hasta los años ’80. Querer hacer lo mismo ya entrado el siglo XXI es un anacronismo que sólo podría reportar buenos resultados clonando a Tognazzi o Sordi, fallecidos hace rato, o reviviendo directores como Mario Monicelli o Dino Risi. Y ésa es la sensación que se tiene al ver esta comedia: la de estar en presencia de un rito mortuorio o de una invocación espiritista. Pero no sólo porque Verdone pretenda insuflar a su relato el espíritu de un género que lleva décadas clínicamente muerto, sino porque también les endosa ese carácter a sus protagonistas. Se trata de tres tipos que ya han pasado la mediana edad y se encuentran, a su pesar, rodando la cuesta abajo de los primeros años de decadencia. Pero a no confundir: acá no se está afirmando que todo aquel que pasa los 50 no tiene otra alternativa que sentarse a esperar que le llegue la parca, sino que la película ha elegido no darles a sus personajes más oportunidad que ésa. Y si bien en su epílogo se imposta un final feliz, éste resulta tan falso como una máscara funeraria y no hace más que ratificar que estos tres protagonistas no son sino mortos chi parlan. Un otrora exitoso productor de música pop que subsiste viviendo al fondo de una disquería especializada en rarezas; un crítico de cine miserable devenido periodista de chimentos por necesidad y un agente inmobiliario chanta, timbero y gigoló de señoras, que se ven obligados a compartir un departamento desvencijado para no terminar en la calle. Aunque al inicio la película incluye un puñado de situaciones capaces de generar alguna sonrisa legítima, pronto comenzará a acumular otras que encienden la desconfianza. El humor se irá volviendo cada vez más básico (léase: pueril, banal, misógino), proponiendo situaciones que se pretenden folletinescas, pero que en lugar de acentuar el carácter cómico de los personajes sólo consiguen hacerlos ver cada vez más sórdidos, mezquinos y, sobre todo, terminales. A la par, algunos de ellos terminarán, de manera inverosímil, casi mágica, encamados con (o enamorados de) jovencitas, recurso que en lugar de resultar erótico representa una prueba adicional del carácter tanático de este film. Si bien algunas pocas actuaciones son dignas dentro de la pobreza del panorama general, hay otras que pecan de una pornografía gestual que no ahorra en histrionismos burdos, histerias épicas y declamaciones a grito pelado, como si sólo fuera posible pensar al homo italicus desde ese estereotipo ramplón. Presentar a Un piso para tres como una commedia all’ italiana es entonces tan injusto como inexacto: quizá sería más certero hablar de trash all’ italiana.
Una historia que no llega a levantar vuelo Se sabe que las Cars han sido dos de las películas más exitosas de la filmografía de Pixar en términos comerciales, ya que desde lo estrictamente cinematográfico puede decirse que se encuentran entre lo más flojo de lo surgido de ese estudio. Sobre todo la segunda de ellas, que es decididamente prescindible. No es extraño entonces que a partir de la producción de Aviones –relato que traspola (o amplía) ese universo a la aeronáutica– la saga haya pasado directamente a la órbita de la matriz Disney. Con buen tino, la decisión libera a Pixar de lidiar con la incomodidad de producir películas cuyo centro está corrido de lo meramente artístico hacia el lado del marketing. Porque si algo quedó claro es que el mundo de Cars, que ahora incluirá a los personajes de Aviones, pasó de ser una saga cinematográfica para convertirse en una de las franquicias más redituables dentro del gran negocio de la animación digital. Tal vez no en la taquilla, pero sí en la venta de productos adicionales. Por eso no se recomienda a quienes elijan ver esta película que lo hagan esperando encontrar en ella el noble espíritu de Pixar, sino que deberán conformarse con un relato clásico y hasta eficiente pero, valga la paradoja, carente de vuelo. Si bien es cierto que reproduce muchos de los esquemas y estructuras de Cars, curiosamente Aviones repite de manera casi textual el relato de Turbo, última película de Dreamworks (principal competencia de Disney/ Pixar). No caben dudas de que la historia de Dusty, una avioneta fumigadora que sueña con competir en carreras de aviones, tiene más en común con el caracol Theo que con el exitoso Rayo McQueen. A diferencia de este último, Dusty y Theo son dos lúmpenes que deben superar las limitaciones de su propia clase para alcanzar un éxito que hasta entonces sólo era posible en el marco de la fantasía. De hecho, no parece casual que ambas películas comiencen jugando con los sueños de sus protagonistas, porque, como en el caso del caracol de carreras, la historia de Dusty recupera lo primordial del sueño americano, esa idea de que todo es posible para cualquiera. Mientras el Rayo era un aristócrata, una estrella desplazada que buscaba recuperar su lugar de privilegio, Dusty y Theo son dos obreros en busca del ascenso social. No por nada el caracol forma parte de una comunidad pseudo rural que desea abandonar; no por nada el relator de la carrera de aviones (a quien el gran Gonzalo Bonadeo presta su voz con naturalidad) menciona que el ingreso de Dusty al mundo selecto de la competencia lo convierte en “el héroe de la clase trabajadora”. Si alguna sorpresa depara Aviones es la de presentar este breve e inesperado insert de peronismo pop. Sacando eso, y algunos gags y chistes bien presentados, Aviones no aporta mucho más que una galería de nuevos personajes para renovar el catálogo de merchandising del mundo Disney. Bastante menos de lo que el mismo estudio logró con algunos de sus últimos títulos, como la exquisita Enredados, o la discutible pero efectiva Ralph, el demoledor.
Terror político con cambio de enemigo El estreno de Amenaza roja, de Dan Bradley, justifica un ejercicio de memoria. En 1984, John Milius estrenó su película Amanecer rojo, rodada sobre un guión propio, en la que imaginaba una invasión de los ejércitos de Cuba y Nicaragua (con apoyo soviético) a suelo estadounidense. En ella un grupo de típicos adolescentes norteamericanos acababa convertido en un foco de resistencia armada, que de manera heroica conseguía jaquear al invasor. La película llevaba al extremo un recurso típico de los años ’80: poner a un grupo de chicos a vivir una aventura extraordinaria sólo que, a diferencia de Los Goonies o Cuenta conmigo, aquí la fantasía que le da pie es la del terror político, otro clásico ochentoso. Mientras eso ocurría en el cine, el ejército de EE.UU. llevaba tres años de operaciones en Nicaragua, lo que llevó al país centroamericano a iniciar un proceso judicial contra EE.UU. el mismo año que Milius estrenó su película. Dos años después se destapó el escándalo Irán-Contras, comprobándose que el gobierno estadounidense financiaba económica y militarmente a los opositores del sandinismo, desobedeciendo las resoluciones de la ONU y del propio Congreso. A partir de este caso, EE.UU. se convirtió en “el único país condenado por terrorismo en el Tribunal Internacional”, como afirma Noam Chomsky en su libro 11/09/2001, inédito en la Argentina. Desde el presente, aquella película resulta un ejemplo claro de cómo la industria del cine estadounidense funciona a veces como descarado aparato de propaganda. Considerado uno de los directores de segunda línea de la generación que hizo renacer el cine norteamericano en los ’70, con Coppola, Spielberg, Scorsese, Lucas y otros más a la cabeza, Milius no dudó en calificarse a sí mismo, en más de una ocasión, como un fascista zen, sea lo que sea que esto signifique. Cuesta hallar un motivo sensato para que en 2012 alguien haya creído que una película con estos antecedentes merecía una remake. Pero así es, y el dispositivo vuelve a ser puesto al servicio de una operación de terror puertas adentro, cambiando a los viejos enemigos –que demostraron estar muy lejos de ser la amenaza en que la película intentaba convertirlos– por uno nuevo: Corea del Norte. Amenaza roja es entonces una película de fantasmas (políticos) dirigida al adolescente globalizado, que actualiza con mucha torpeza los moldes y los ritmos narrativos en pos de un verosímil modelo siglo XXI. Entre sus burdos juegos simbólicos hay uno que llama la atención. Durante el inicio de la secuencia de la invasión coreana, sobre una repisa en la habitación del protagonista pueden verse dos muñequitos: uno personifica a Gandhi, el otro al Che Guevara. La escena dura segundos y los muñequitos se estremecen a causa de los temblores provocados por las explosiones enemigas. De entrada se avisa a los jóvenes que el idealismo que representan esos iconos no servirá para solucionar los problemas que vienen. Como en el original de Milius, quien además es miembro activo de la famosa Asociación Nacional del Rifle, las armas (que abundan) y un nacionalismo ciego encarnan la única solución posible. Sin elegancia alguna, la película de Bradley enaltece el ojo por ojo y los métodos “terroristas” que se critican a diario cuando son otros quienes los usan. Es difícil juzgar como cine lo que no es sino una nueva pieza de propaganda: lo confirma el plano final que, pletórico de barras y estrellas, arenga a golpear primero.
Entre la inocencia y el desamparo Una joven pueblerina llega sola por primera vez a Buenos Aires y se entrega a una fantasía que ella irá construyendo a su medida. Martina Juncadella vuelve a demostrar que es una de las actrices más talentosas y versátiles de su generación. “La gracia no sabe nada de sí, lo único que la define es la inconsciencia. A la inconsciencia de la gracia la llamamos inocencia. (...) Y la inocencia es un desamparo que se ignora.” La cita casi textual corresponde al capítulo que el poeta y ensayista Sergio Cueto le dedicó al dramaturgo y novelista alemán Heinrich von Kleist en su libro Otras versiones del humor (Beatriz Viterbo, 2008), pero sirve perfectamente para comenzar a hablar de Habi, la extranjera, el debut cinematográfico de María Florencia Alvarez, que este año pasó por la Berlinale y la Competencia Argentina del Bafici. En primer lugar porque gracia e inocencia es lo que transmite Martina Juncadella, la joven actriz que vuelve a demostrar que es una de las más talentosas y versátiles de su generación, en la piel de esta chica de pueblo recienvenida, a quien la ciudad le provoca una fisura en la estrechez de su mundo privado. Es desde esa inocencia que Habi, la protagonista, se permite rasgar repentinamente el capullo de su adolescencia para permitirse una nueva vida posible. Es ahí donde se hace evidente el desamparo con el que finaliza la cita, que ella padecerá sin registrarlo. La joven pueblerina interpretada por Juncadella llega sola por primera vez a Buenos Aires para entregar en distintos comercios unas artesanías que produce una amiga de su madre. Pero ese simple encargo acabará por convertirse en un viaje iniciático, que abrirá la posibilidad de una fantasía que ella irá construyendo a medida. El quiebre se dará a partir del contacto fortuito con la comunidad árabe, con sus ritos y su idioma. Y con un chico, porque los primeros amores nunca son un detalle menor. A partir de ahí fingirá un origen libanés y se hará llamar Habiba, nombre que toma de un cartelito fotocopiado en el que se pide información acerca de una niña extraviada. Esa simple referencia a una nena perdida subraya el juego de oposición inicial entre inocencia y desamparo, elementos que suelen formar parte indispensable en la estructura de cualquier cuento de hadas. Porque algo de eso hay en Habi, la extranjera: algo de ese peligro potencial, que surge de la tensión entre ambos elementos, acecha a esta Caperucita suelta en la ciudad. Sin embargo, Alvarez, directora y guionista, evita el camino siniestro y elige resolver la ecuación por el lado de una fantasía naif casi al estilo de Amélie, de Jean-Pierre Jeunet, pero omitiendo los detalles fantásticos. Lejos de ser amenazante, aunque ese sentimiento tampoco es ajeno al relato, el camino que Habi va haciendo discurre a través de una galería de personajes anclados entre lo real y lo inverosímil. A medida que vaya avanzando en su metamorfosis, los lazos que irá desarrollando con la cultura árabe, símbolo paradigmático de una otredad idealizada por ella, serán cada vez más intensos y también será mayor la sensación de extrañeza y desamparo. Habi pronto encontrará los límites de esa construcción ideal que ha levantado para sí misma, y la realidad comenzará a meterse por las mismas grietas por las que antes se filtró la fantasía. Si una virtud tiene Habi, la extranjera es la ausencia de pretensión mal entendida, manteniéndose a resguardo de los extremos, y que le permiten sortear con lo justo el riesgoso coqueteo con un costumbrismo que podría definirse como mágico. Aunque no puede evitar caer en algunas sensiblerías que acaban por restar potencia y precisión al relato, debe decirse, sin embargo, que ese es un problema con el que sólo se enfrentan quienes asumen ciertos desafíos.
La última broma macabra del maestro Argento En honor a la verdad, el Drácula 3D de Dario Argento resulta tosco, anticuado y bastante berreta. Sin embargo, no está mal preguntarse cuánto de esto es voluntario y parte de un efecto buscado por un director que, como el maestro italiano, conoce al terror como pocos. Sin dudas, el realizador ha buscado de manera deliberada una estética retro para su versión en tres dimensiones sobre el que tal vez sea el más clásico de los personajes del cine. Es imposible no notar que Argento ha querido llevar el expediente Drácula a su foja cero, alumbrando una película en la que pueden reconocerse homenajes nada velados (y hasta se diría que bastante gruesos) al Nosferatu de Murnau, el Drácula de Lugosi y, sobre todo, a la versión filmada en los '60 por los británicos estudios Hammer con Christopher Lee en la piel del mítico conde. En ese sentido, esta versión en 3D es decididamente vintage, desde la estética más romántica que gótica elegida para “lookear” al alemán Thomas Krestchmann al uso descaradamente trucho de los efectos digitales que, a su manera, no dejan de recordar a los murciélagos colgados de hilos “invisibles” que habitaban las viejas pero entrañables películas protagonizadas por este u otros monstruos. Ahora bien, ¿se trata en todos los casos de detalles autoconscientes? ¿O más bien será que Argento ha envejecido tanto como su cine? Lo más justo sería creer que hay un poco de cada cosa. Sin embargo, y en vista de las risas francas que muchas de las escenas despertaron en el auditorio nocturno del Festival de Pinamar (el primero que exhibió la película en la Argentina), no debe dejar de reconocérsele al creador de Suspiria el mérito de haber sabido conectar con el público antes que intentar filmar una versión pretenciosa del mito del vampiro. Lejos de eso, Argento propone un Drácula antes lúdico que poético, más cercano al mundo de las fantasías infantiles que a los círculos más profundos del horror adulto. El uso del 3D es sintomático en ese sentido ya que, lejos de todo realismo, la profundidad de campo imaginada por el italiano se parece más a la de los libros de dioramas para chicos que al uso de intención veristas que le dan las películas de Hollywood estilo Avatar. Incluso se permite aprovechar la herramienta de la tridimensionalidad para retratar la muerte y la sangre, dos de las más grandes obsesiones del italiano, abusando a consciencia del efectismo y con bastante humor negro. Nada que ya no hubiera quedado bien claro en sus viejas películas. Una recomendación de la casa: aunque es indudable que las escenas de terror no traumarán a nadie, no vayan a ver Drácula 3D con chicos. A menos que tengan ganas de explicarle qué es lo que hacen ese aldeano y esa aldeana completamente desnudos en un establo ni bien empieza la película, como le pasó a una señora de Pinamar a la que se le ocurrió ir con su hija y dos amiguitas de no más de ocho años. En todo sentido, Argento sigue siendo Argento.
Un Guillermo Francella pequeño, pequeño Las virtudes de la película y de un elenco que incluye a Julieta Díaz y Mauricio Dayub deben lidiar con la performance del protagonista que, a pesar de los buenos efectos de jibarización, no deja de ser Francella jugando a ser liliputiense. A simple vista podría parecer que el de Corazón de León es el protagónico más complejo de los que componen el currículum cinematográfico de Guillermo Francella. Un logro módico, teniendo en cuenta el perfil más bien chato de los personajes que el cómico más popular de la televisión argentina suele elegir a la hora de hacer comedia en el cine. Está claro por qué otros de sus trabajos, como los realizados en películas como El secreto de sus ojos o Los Marziano, quedan fuera de esta lista. En cambio, su paso por Papá es un ídolo, Un argentino en Nueva York o la saga de Los Bañeros parece justificar la afirmación. Pero si se piensa un poco la cuestión, tal vez sólo se trate de una ilusión óptica o simplemente de un truco de los efectos especiales, que son la zanahoria con que este nuevo trabajo de Marcos Carnevale se propone llenar las salas. Es inevitable no comenzar por mencionar las particularidades físicas de León, el personaje interpretado por Francella, teniendo en cuenta que, por obra de los efectos, se trata de un enano. O más bien un liliputiense, una persona de muy baja estatura, pero cuyas proporciones físicas se mantienen dentro del promedio. Una especie de hobbit porteño con una personalidad seductora, pícara y extrovertida, características que comparte con la mayoría de los personajes clásicos el actor. Y ahí es donde aquel riesgo que parecía tomar se vuelve apenas una cuestión de efecto: más allá de que los códigos no sean los mismos (acá no hay miradas a cámara ni improvisaciones que busquen de manera olmediana la complicidad del público, como en la televisión), León no es ajeno a las reglas, gestos y mohínes que definen a la mayoría de las creaciones de Francella. Y eso provoca un efecto paradójico. La primera mitad del relato, cuando León consigue seducir y conquistar a Ivana (Julieta Díaz) a pesar de su metro 36, más allá de lo efectivo del truco de jibarizar a Francella y del buen desempeño de todo el elenco (incluido Nicolás, el hijo de Guillermo), no pretende sino obtener rédito del talento del cómico potenciado por el truco del mini Francella. Y eso la hace básicamente conservadora. Por el contrario, en la segunda mitad, donde el actor corre el riesgo de apartarse de su zona de confort para darle a León un matiz sufrido y melancólico, el film pone en fila demasiados clichés del melodrama romántico. Eso quizá sea consecuencia de una mirada cinematográfica un poco fuera de época, sobre todo si se piensa en productos similares. Los últimos trabajos de Adrián Suar (con los que Corazón de León pretende dialogar en alguna escena), o Vino para robar, la recién estrenada película de Ariel Winograd, son la prueba de que en la Argentina hay materia prima para realizar este tipo de comedias. Aunque Díaz y Mauricio Dayub demuestran versatilidad en el género y acompañan con eficiencia el carisma de Francella, cuesta entender cómo un actor con sus dotes no consigue encontrar proyectos al nivel de esa tremenda capacidad cómica que Corazón de León explota a medias.
Mirada real sobre la cultura wichí Hablada íntegramente en el idioma de ese pueblo originario, la película de Lingiardi es toda una revelación. No hay aquí nada de los lugares comunes del hombre blanco frente a otra cultura y sí un retrato tan respetuoso como transparente, sin sobrecarga dramática. Hablado por completo en wichí, Sip’Ohi, el lugar del Manduré, de Sebastián Lingiardi, es sin dudas un objeto cinematográfico infrecuente, que se propone no sólo enajenar a sus espectadores ubicándolos frente al desafío de esa lengua a la vez extranjera y propia, en tanto forma parte de las que se hablan dentro del país, sino que va todavía más allá. Este documental representa una de las puertas de entrada más vívidas que se puede tener dentro de una sala de cine hacia un universo desconocido (pero posible). Ese universo es el de la cultura wichí, y aunque en efecto se trata de un documental, el salto entre ambas realidades, pantalla de por medio, no deja de ser sorprendente. No sólo por la distancia que media entre la vida en la periferia del mundo occidental y cristiano que representa Buenos Aires y la sencillez empobrecida y semisalvaje de la comunidad wichí, sino porque el salto mismo representa una experiencia mucho más reveladora de lo que aquellas diferencias obvias suponen. Los protagonistas de Sip’Ohi se dedicarán a contar historias, aquellas que han sido acarreadas hasta la actualidad de padres a hijos y que conforman la cosmovisión del pueblo wichí. Como en otras culturas, la primera de ellas remite a la historia del fuego. Un tigre se adueña del fuego y lo acapara, mientras otros animales fracasan una y otra vez en el intento de escamotearle al menos una brasa con la cual replicar y compartir aquel regalo de la naturaleza, de cuyos beneficios disfruta sólo su dueño. Mientras una voz gastada y morosa va construyendo el relato, en la oscuridad un par de manos se empeñan en sacarle algunas chispas a un palito frotándolo contra otro. Pero esa sincronía entre las palabras y su representación, un juego dramático que define el modo en que Lingiardi elige hacer su narración, no es lo que carga de energía a esta primera escena. Lo que no deja de sorprender es el modo en que aquella historia ancestral, cuyos orígenes se pierden en la noche de la historia preincaica, puede ser traducida de este lado de la pantalla, por ejemplo, a la dialéctica socialista. Aunque esa conclusión parece difícil de trazar, la siguiente historia no hace sino apoyar a quien elija ese juego de trasposiciones. El narrador cuenta enseguida acerca de un tigre, sin dudas el mismo de antes, que se complace devorando un caballo entero y se niega a compartirlo con un zorro. “El tigre es el hombre blanco”, dirá el narrador, “que se niega a compartir la comida con nosotros, que somos el zorro”. Ambos relatos, fácilmente asimilables como metáforas del mundo moderno, se encuentran unidos por una escena urbana, breve y única, en la que Gustavo Salvatierra, miembro de la comunidad, afirma que en la ciudad no hay nada wichí, y decide regresar con los suyos. Esa afirmación (“Acá no hay nada wichí”) genera un juego de espejos, en donde la extrañeza de Gustavo enfrenta a la del espectador, quien podrá pensar, y con razón, que en esta película tampoco hay nada familiar, repitiendo en ese reflejarse ad infinitum la ecuación de civilización contra barbarie, pero con un resultado bien distinto. Viendo Sip’Ohi es inevitable no pensar en El etnógrafo, el formidable documental de Ulises Rosell: los rostros y los paisajes que habitan ambas películas sin dudas son hermanos. Pero si en el film del primero el inglés Palmer funcionaba como intermediario y era quien portaba el hilo de Ariadna que permitía ir y venir del extrañamiento que produce el sumergirse en una realidad ajena, el de Lingiardi le impone al espectador la posibilidad de ver el mundo con la mirada wichí (o lo más parecido que puede haber a esa experiencia imposible). Aun así tiene la delicadeza de no acosar torpemente la sensibilidad burguesa, siempre tan susceptible, evitando empeñarse en el retrato de la parte más miserable y urgente de la vida en esas comunidades. Por el contrario, en un rico diálogo final acerca de la forma más apropiada de visibilizar a este pueblo relegado, uno de los protagonistas afirma que “vamos a dejar de pedir reconocimiento cuando hablemos por nosotros mismos”. Y de eso se trata Sip’Ohi: de mostrar lo oculto y de ver lo invisible. De que a un lado de la pantalla unos digan lo que han callado y de sugerir a los que están del otro que dejen de taparse los oídos.
Cuando el exorcista se para en la escalera El cine de terror es ante todo convencional: no hay género que como éste dependa casi por completo de un conjunto de códigos, leyes y hasta de lugares comunes. Las grandes películas de terror suelen ser por lo general aquellas que consiguen subvertir esas reglas de un modo sutil, y encontrar el resquicio entre ellas para generar algo nuevo. O, para ser más precisos, para causar una revolución en el sentido más estricto de la palabra. El conjuro insinúa, coquetea, amaga con intentar dar ese salto, pero al final termina revolviendo el cajón de las ideas viejas, las convenciones y las fórmulas probadas ya mil veces, sin preocuparse por darles una lavada de cara mínima para que parezcan, si no nuevas, al menos otra cosa. Así y todo, la película no empieza tan mal, porque el guión y el director tienen la buena idea de ambientar su historia en los años ’70, década que dio algunas de las mejores películas de terror puro. Clásicos como El exorcista, de William Friedkin, o Al final de la escalera (también conocida como El intermediario del diablo, estrenada en realidad en 1980), de Peter Medak, a las que El conjuro les debe, como se verá, más que la simple inspiración. Se trata de la historia de los Warren, un matrimonio de investigadores paranormales formado por Ed y Lorraine (siempre eficientes Patrick Wilson y Vera Farmiga), que deciden ayudar a la familia Perron, tan numerosa como la familia Brady, que acaban de mudarse a un enorme caserón suburbano en busca de paz y comodidad. Aunque, claro, la casa ya tiene inquilinos de esos que no se dejan ver, pero a quienes las conocidas limitaciones de lo incorpóreo no impiden andar haciéndole maldades horribles a la gente. La primera mitad de la película está filmada con una estética vintage que consigue recrear con eficacia el estilo cinematográfico de los ’70, ya sea desde el tratamiento del color, el tipo de travelling y las puestas de cámara elegidas para componer los cuadros. Todo el trabajo de arte, vestuario y maquillaje acentúa esos aciertos: Wilson y Farmiga, más Lili Taylor y Rod Livingston, lucen como actores de aquella época, y esos detalles encantarán a los amantes del género más atentos. Pero la segunda mitad se encarga de ir volviendo de a poco a la estética más efectista que el género empezó a practicar en los ’90, apostando más al susto repentino que a la creación de atmósferas abominables u opresivas que busquen crear la genuina sensación del miedo. Wan acaba apostando a lo más fácil. Por supuesto, habrá una escena con una pelota para “homenajear” al film de Medak, y el final reincidirá en un exorcismo tan convencional que hasta el maquillaje, los efectos y las ideas parecen no haber evolucionado nada en los 40 años que pasaron desde el estreno del clásico de Friedkin. Para empeorar las cosas, El conjuro se estrena el mismo año que la verdaderamente revolucionaria La cabaña del bosque, fatalidad que deja sus convenciones mucho más expuestas y hace aun más evidente lo previsible de su relato.