Narrar desde el movimiento y el sonido El film, que prescinde del lenguaje oral, está basado en una obra coreográfica creada por KM.29, grupo autogestivo de danza moderna surgido en González Catán. Y los directores deciden meterse en el ojo del tornado de la danza para filmar en primer plano. No es fácil expresar en palabras lo que transmite una película tan potente como Los posibles, de Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato. La dificultad tiene que ver con lo extraño del objeto cinematográfico que representa, proveniente de ese universo que a priori parece tan apartado que es la danza. No es aquí el mejor lugar para reconstruir la relación entre estas dos artes escénicas, pero sí puede decirse que Los posibles no es un musical estilo Hollywood, que no es comparable a la reescritura en clave de baile que hizo Leonardo Favio de su propio clásico en Aniceto, ni es Pina, de Wim Wenders. Pero tampoco es videodanza ni un documental sobre un cuerpo de baile, ni se la puede reducir con el estigma simplista de ser danza filmada. Tal vez lo más cercano a una definición que puede hacerse de este film consiste en decir que se trata de un relato que, prescindiendo de todo lenguaje oral, consigue narrar desde el puro movimiento y el sonido. Los posibles es baile y es música, pero combinados de un modo que, lejos de acercar al espectador al ballet de alta gama, lo arroja miles de años atrás en la historia, para conectarlo con el sentimiento tribal de hombres danzando en torno de una hoguera, al compás de los golpes sobre el parche de un tambor. Antes de ser película, Los posibles es una obra coreográfica creada por KM.29, grupo autogestivo de danza moderna surgido del trabajo realizado por algunos docentes en el Centro de Día Casa Joven La Salle, de González Catán, uno de los barrios más humildes al oeste del conurbano. Cuando comenzó el proceso, los bailarines ahí formados eran chicos que recibían asistencia social en ese centro, y la obra es una creación grupal de maestros y alumnos. Los posibles se representó con éxito durante varios años en el Teatro Argentino de La Plata, el más importante de la provincia de Buenos Aires. Todos los detalles en la genealogía de Los posibles hablan de su valor, y el trabajo de Mitre y Onofri les hace honor a los antecedentes. El relato comienza con varias escenas en las que hombres jóvenes solos, de espaldas a cámara y en primer plano, se hallan en diferentes paisajes suburbanos: un monoblock, el costado de una ruta, la ruta misma. Están inmóviles pero enseguida, como obedeciendo a un llamado sordo, cada uno se pone en marcha. La acción se traslada al interior de una construcción de concreto, de apariencia despojada y racionalista. El lugar, amplio y rodeado de galerías abiertas en diferentes niveles, tiene algo de arquitectura industrial, como de fábrica abandonada. En una de esas galerías aéreas, los jóvenes alternativamente se agrupan y separan, pero nunca de modo inconexo. Hay algo orgánico en el contacto que mantienen entre ellos a través de la mirada, de los roces de la ropa y de la piel, pero sobre todo hay una tensión física que se palpa en el ambiente inclusive como espectador, desde la sala del cine. De golpe todo estalla, una explosión de movimiento, de sonido y también de color: si la primera parte se desarrolla en un blanco y negro contrastado, casi expresionista, con un sonido ominoso y desplazamientos contenidos, ahora todo es energía liberada en espasmos que responden al latido de una batería que replica el espíritu industrial del lugar. Más adelante, un travelling notable retratará en detalle ese espacio, que no es sino el sótano de una magnífica sala de teatro, descendiendo por un ascensor que conecta ambos mundos. Como si se tratara de una versión futurista de El fantasma de la Opera, los protagonistas bien podrían ser una horda de artistas descastados, bailarines zombies condenados al reducto marginal de las catacumbas del Coliseo. Mitre y Onofri toman distancia del original teatral y lejos de asumir el lugar esperable del espectador, poniendo su cámara por fuera de la acción, deciden meterse en el ojo del tornado para tener el primer plano del músculo tenso, el detalle del sudor sobre la piel, la proximidad del gesto vivo en cada rostro, y desde ahí dar cuenta de los vínculos que los protagonistas van forjando. Aun así se extraña la inclusión de más planos generales que permitieran contemplar el organismo total de algunos desplazamientos, cuya riqueza muchas veces no termina de percibirse en su compleja plenitud. Del mismo modo puede resultar incómoda la escena final, que al revelar la realidad simple que habita tras los protagonistas de una obra deslumbrante, no hace sino pinchar el globo de lo fantástico para tomar un atajo hacia un realismo tal vez innecesario. Ninguna de estas objeciones desmerece el trabajo cinematográfico realizado por este grupo de artistas unidos que han conseguido hacer del baile una película digna de verse.
El rito sagrado de capturar el instante El documental reúne los registros caseros de seis familias de distintos lugares del mundo que no se conocen entre sí y que tienen como común denominador la costumbre de filmar a los hijos. A su manera especial, Planetario, de Baltazar Tokman, es uno de esos documentales que rehacen una saga familiar a partir de la mirada interior de uno de sus miembros, que se encarga de registrar, descomponer y volver a ensamblar una historia que en el proceso se vuelve a la vez propia y ajena. Con salvedades: primero, aquí ese registro se multiplica por seis, que es la cantidad de familias que se filman a sí mismas e integran el relato; luego, Tokman, el director, no forma parte de ninguna de ellas. Esas variaciones, lejos de disminuir la carga de la mirada, la multiplican. De una manera obvia en esas seis familias que son las que le dan carne a este menú. Pero es justamente la mirada del director la que consigue urdir una trama única que engarza a esos seis relatos en uno sólo y a partir de esa operación, amplificar y condensar sus sentidos diversos y muchas veces opuestos. Planetario recolecta los registros caseros de seis familias de distintos lugares del mundo que no se conocen entre sí, cuyos miembros fundadores, un padre y una madre (a veces ambos y otras sólo uno de ellos), han hecho de la costumbre de filmar a sus hijos un rito sagrado. Padres y madres de la India, la Argentina, Polonia, Rusia, Egipto y los Estados Unidos, atentos a capturar cada momento de la vida de sus pequeños. “Antes tenías que anotar todo en un cuaderno”, dice uno de ellos al comienzo como signo de los tiempos, y de ahí surgen las primeras preguntas. ¿Esos padres realmente están atentos a sus hijos? ¿Puede atenderse al encuadre, al foco, a la luz al mismo tiempo que se atiende la vida? ¿Puede actuarse la vida? El documental muestra que no siempre: varios de los momentos más emotivos del film ocurren cuando los protagonistas (incluido quien maneja la cámara) están más preocupados por vivir que por filmar. Como aquella en que el padre argentino deja la cámara sobre el tablero del auto para decirle a su hijo de 10 años que con su madre harán todo lo posible para que pueda hacer en su vida lo que elija y el chico termina llorando en brazos del adulto que por un momento, apenas un momento, se olvidó de filmar. En ese deseo manifiesto de guardar para siempre el registro de los momentos felices se esconde la convicción de que la tristeza y el dolor acechan. Filmar se vuelve entonces una lucha contra la muerte y sus avatares: el abandono; la soledad; los miedos, desde los más infantiles a los de orden político; la guerra. El futuro. El mérito de Tokman consiste en haber detectado las formas del miedo en esos paisajes estereotípicos del momento feliz. Sobre todo en la forma delicada con que los va dejando aparecer aquí y allá, entre los pliegues de lo cotidiano. “Mientras más cumpleaños y años nuevos pasan, significa que queda cada vez menos tiempo”, confiesa alguien por ahí. “Trabajé en fotografía y eso me hizo conocer el valor del instante”, dice otro. “Esperamos lo mejor, pero nos preparamos para lo peor”, concluye otro más sobre el final de la película. No parece casual que en casi todas las familias que dan forma a este Planetario, el tema de Dios aparezca de maneras disímiles pero poderosas: la idea de Dios ha sido siempre el conjuro más primario y radical en contra de los miedos. En Planetario, incluso en los padres más nihilistas (como el ruso), Dios no deja de aparecer como la mejor solución contra todas las muertes. Gracias a la habilidad de Tokman, Planetario consigue ser el registro que esos padres llevan de sus hijos, pero también y quizá sobre todo, la catarsis inconsciente de esos padres tratando de convivir lo mejor que pueden con sus obsesiones. De a poco el documental va develando los porqués de algunas de las situaciones que fue presentando a lo largo de su relato, pero de un modo sutil, sin subrayados. Entonces la imagen de un hombre en uniforme cantando una canción, solo con su cámara en un comedor vacío, puede ser por demás elocuente. Planetario retrata la avidez con que cada ser humano se abraza a la felicidad, quizá porque, como el poeta, todos saben que “tristeza nao tem fim, felicidade sim”.
Poner oficio en una historia conocida Podría haber sido un compendio de lugares comunes –un hombre que se entera de la existencia de una hija de doce años–, pero el actor y director eligió contar su historia con tiempos ajustados y una sabia dosificación de los tonos necesarios. El salto de pasar de ser intérprete al intento de ocupar la silla de dirección es una prueba que han realizado muchos actores en la historia, y el cine argentino no ha estado exento de este tipo de piruetas. No vale la pena mencionar las tentativas modestas, olvidables o fallidas y, la verdad, tampoco sirve de mucho recordar casos exitosos como los de Hugo del Carril o Leonardo Favio (que además cantaban), sólo por señalar dos nombres bien pesaditos. La aspiración de un actor de ir un paso más allá de su primer oficio e intentar convertirse en otra clase de artista es por completo válida, y quien se ha atrevido a darlo en este caso es nada menos que Gustavo Garzón. Que no canta, pero ha escrito y dirigido Por un tiempo, película que representa su ópera prima como director. En principio, la historia que Garzón ha decidido contar en su debut no sorprende por su originalidad. Se trata del viejo truco de desencajar el mundo perfecto del protagonista de turno, obligándolo a hacerse responsable de un hijo ya grande (hija en este caso) del cual desconocía por completo su existencia. Es lo que le ocurre a Leandro (Esteban Lamothe), felizmente casado con Silvina (Ana Katz) con quien espera su primer hijo, cuando una desconocida se presenta como hermana de una chica con la que se acostó un par de veces hace 12 años, para decirle que tiene una hija de esa edad de la que debe hacerse cargo porque la mamá está muy enferma. No hace falta ir muy lejos para encontrar historias muy parecidas. Cambiando los detalles puntuales, es lo mismo que le ocurría a Adrián Suar en Igualita a mí (2010). Y es cierto, el disparador de la historia es el mismo, sin embargo los detalles que separan estas películas (o cualquiera de las muchas otras con anécdotas similares) son muy importantes. En primer lugar, porque Garzón tomó la decisión de contar su historia de manera sobria, sin eludir algunos pasos de comedia minimalistas ni los momentos emotivos cuando éstos son oportunos, pero tratando de evitar la comodidad del efectismo. Entre las cosas que pueden rescatarse de su debut como director, la más importante es ese sentido de la oportunidad para saber cuándo se puede hacer sonreír, en qué momento es aconsejable tensar una situación al límite o cuándo es prudente pulsar la cuerda sensible. Aunque el tema elegido podría haberlo empujado al facilismo de abusar de esos recursos, Garzón supo evitar los excesos con oficio. Hay algo en el ritmo que utiliza para ir agregando peso a las circunstancias que deben atravesar Leandro, Silvina y Lucero (la nena), que habla de esa larga experiencia del director como actor. El tiempo que se toma para que ese padre a disgusto y su acomplejada hija entren en contacto físico real, tras los simulacros de abrazos y los rechazos que signan el comienzo de la relación, es una buena muestra de su paciencia dramática. Pero no la única. Tampoco es gratuito que, en el debut de un actor como director, la protagonista sea una muy respetada directora de cine como Ana Katz. Un sutil detalle metacinematográfico. Por un tiempo es una bomba de ídem, un mecanismo inestable en cuyo interior coexisten las crisis de sus tres protagonistas. Esa sensación de peligro, de cosa al borde de la explosión, es otro elemento que el director y guionista ha sabido dosificar, para llevar el relato a su clímax sin grandes apuros, pero con firmeza. Hay una sensación que sobrevuela la película y que, cuando se la reconoce, echa luz sobre el estilo narrativo elegido por Garzón y a la vez sobre el fondo de su historia. Ese ámbito familiar en donde habita el relato es la escena elegida para poner el drama en acción. Un espacio en donde la relación padre/hijo no es necesariamente un lugar cómodo, pero el único en el cual las personas están obligadas a verse como realmente son y, por lo tanto, a crecer y aprender. Una prueba de que las historias de amor entre padres e hijos no están libres de pasiones ni de compasiones y que, como cualquier otra, siempre se construyen de a dos.
¡Hola, morocha... te estamos llamando! El norteamericano Brad Anderson no la ha tenido fácil a la hora instalar su nombre como director. Tal vez porque tiene un apellido muy común entre los colegas de su propia generación: ahí están sus prestigiosos compatriotas Wes y Paul Thomas, más el británico clase B, Paul W. S. Y si lo consiguió fue básicamente por una única película, que por varios motivos se convirtió en moderado objeto de culto. Se trata de El maquinista (2004), un thriller fantástico/psicológico que tiene como curiosa apostilla el hecho de que el gran Christian Bale bajó como 30 kilos para componer al torturado protagonista. 911 Llamada mortal es su último trabajo y comparte con este antecedente ciertos elementos del thriller. El ambiente elegido es Los Angeles, arquetipo cinematográfico de ciudad infernal que reproduce todos los círculos imaginados por el Dante en su Divina comedia. En medio de tanta maldad está el centro de recepción de llamadas del 911, el famoso número de emergencias telefónicas, desde donde es posible tener algo así como el minuto a minuto del crimen. Ahí trabaja Jordan (Halle Berry), una experimentada operadora que debe enfrentar una crisis laboral, a partir de que una mínima pero significativa falla en su manejo de los protocolos de asistencia acabe con la muerte de una adolescente atacada en su propio hogar por un intruso. Seis meses más tarde, Jordan ha sido relegada a instruir a los aspirantes a operadores. Guiando a un grupo de ellos en una visita al call center, al que llaman “La Colmena”, ella reemplazará a una compañera novata en el auxilio de otra adolescente (Abigail Breslin, la nena de Pequeña Miss Sunshine) que llama desde el baúl de un auto en el que un hombre la tiene secuestrada. El relato consigue ser eficiente al establecer un paralelo entre estos dos espacios donde las posibilidades de acción son reducidas al mínimo. Por un lado la niña en su cautiverio rodante se encuentra imposibilitada de aportar datos que ayuden a dar con su paradero. Por el otro, Jordan padece desde ese panóptico ciego que le permite limitadas formas de auxilio. La tensión que consigue Anderson nace por un lado de forzar la cuerda que liga a estos dos espacios igualmente asfixiantes, pero también del amenazante personaje de Michael Eklund, un psicótico en la línea del inolvidable Jame Gumb que compuso Ted Levine en El silencio de los inocentes. Esta última referencia es importante más allá de que el personaje de Eklund actúe un carácter y una perversión con múltiples puntos de contacto con aquel otro. Todo el final de la película está cargado de referencias a la de Jonathan Demme, detalles que por hacer al remate de la historia no conviene exponer aquí. En cambio es posible afirmar que en esos últimos diez minutos, Anderson se dedica a dinamitar lo que hasta ahí era un thriller no original, pero sí eficaz. Desde un pequeño encuadre patriotero al cambio injustificado que en diferentes medidas experimentan las conductas de los tres protagonistas, todo conspira para que 911 Llamada mortal se convierta en ideológicamente cuestionable. Y, lo que es tal vez peor, en una película fallida.
Escribir sobre una película que retrata los años de exilio de Juan Domingo Perón en España, los más complejos de su vida al frente del movimiento político y social más importante de la historia argentina, es una tarea espinosa por razones obvias. Pero hay algo más complicado que el mero ejercicio crítico: la decisión de intentar hacer esa película. El desafío lo asumió el actor (también coguionista y codirector; esto último junto a Dieguillo Fernández) Víctor Laplace, convencido de que era necesario reconstruir al hombre para comprender al líder. El resultado es Puerta de Hierro, el exilio de Perón, un relato que, como el peronismo, puede ser leído de maneras diversas, incluso opuestas, sin que ninguna resigne el derecho de ser la lectura correcta. La que aquí consta es sólo una de ellas. La película comienza en octubre de 1972, el día del cumpleaños 77 de un Perón que ya es el león herbívoro enfermo de López Rega. Mientras el nefasto personaje le niega el ingreso a Puerta de Hierro –la residencia de Perón y su esposa Isabel Martínez en Madrid– a una joven que pretende entregar un regalo, el viejo líder observa todo desde lejos con incomodidad. El paquete contiene una cinta magnética donde enseguida Perón comienza a grabar algunos recuerdos. El recurso da pie a los directores para ir más atrás y contar cómo es que Perón llegó a esa situación de exilio. Puerta de Hierro cuenta con una correcta factura. Una ambientación y reconstrucción de época simple pero cuidada al detalle, gran fotografía y trabajo de cámara (gentileza de Diego Poleri) y un reparto que tiene a la mímesis como primera virtud. Los actores se ven bien en la reproducción morfológica de sus personajes: Victoria Carreras como Isabel, Fito Yanelli como López Rega, Javier Lombardo como Jorge Antonio y Manuel Vicente como Cámpora, por citar los parecidos más logrados. De las actuaciones puede decirse que, aun con altibajos, el elenco de secundarios cumple su labor con eficacia. Por su parte, Laplace luce algo excedido en el intento de reproducir en la intimidad la gestualidad pública de Perón, personaje al que ya representó antes en cine y teatro, lo cual deriva en una composición un tanto artificial (aun cuando también hay algo de humor en ello). Esa dificultad se replica en un guión que abusa del recurso de adaptar el discurso político del personaje a su vida cotidiana, como si Perón hablara para la posteridad incluso cuando desayunaba. Pero la mayor objeción que se le puede hacer a la película –y aquí es donde las miradas tienden a multiplicarse– viene por el lado de su lectura política. Puerta de Hierro peca de condescendiente y superficial al narrar una suerte de historia oficial que nunca se propone ir más allá. El resultado es un relato tibio, que no se atreve a juzgar al prócer. Poco se sabe acerca de cuál fue la traición de Vandor y de si esa acusación es justa o injusta; poco se sabe de la relación del líder con Montoneros, más allá de que Galimberti era fachero y entrador (y un poco imberbe); tan poco como de su relación con los líderes de la derecha, casi ausentes. Puerta de Hierro retrata a Perón como víctima de su entorno, como si él mismo no hubiera sido artífice y actor principal de ese escenario. Sobre todo en lo que se refiere al lugar que le otorga a Isabel dentro de la vida política y a la influencia que llegaría a tener un ser abominable como López Rega, dos hechos que mucho tuvieron que ver con las atrocidades ocurridas poco antes y después de su muerte y de los cuales Perón fue el único responsable.
Epica al modo de la mitología sajona El director detrás de éxitos como la trilogía inicial de los X-Men, de fracasos resonantes como Superman regresa y de films de culto como Los sospechosos de siempre aporta ahora una lograda versión de un clásico de la literatura infantil. A raíz del estreno de Hansel y Gretel: cazadores de brujas (Tommy Wirkola, 2013), mediocre reconversión del clásico cuento infantil en película de acción, en estas páginas se comentó algo acerca del agotamiento del recurso de transformar cualquier relato clásico en una de tiros y patadas (gracias Matrix). Cuando se conoció el plan de adaptar el cuento Jack y las habichuelas mágicas, casi todo el universo cinéfilo resopló esperando más de lo mismo. Hasta que revisando un poco la información se supo que el director del proyecto era Bryan Singer, el hombre detrás de éxitos como la trilogía inicial de los X-Men, de fracasos resonantes como Superman regresa y de films de culto como Los sospechosos de siempre. Su nombre aportaba algo de esperanza al asunto, porque se trata de uno de los directores, junto a Sam Raimi (trilogía de Spiderman), que mejor ha manejado grandes universos fantásticos en la última década, a pesar de los reparos y objeciones que pudieran ponerse (perdón la insistencia, pero Singer es responsable del peor Superman de la historia). No es que hacer una versión “sólo por la guita” de este tradicional cuento inglés le hubiera valido un anatema, pero sin dudas hubiera restado puntos a su handicap. No puede saberse si Jack el cazagigantes será o no un éxito en las boleterías, pero sí es posible decir que se trata de una adaptación afortunada. En primer lugar porque no se permite caer en el ya gastado recurso de “tunear” las estéticas originales abusando de la inclusión de modernos arsenales puestos a disposición del héroe ni de vestirlos con superheroicos maillots de vinilo y sobretodos de cuero negro. Y si no lo hace es porque ha sido lo suficientemente creativo como para encontrar la forma de volver a contar el cuento sin desfigurarlo, respetando su esencia y tradición. Eso representa de por sí varios puntos a favor de su versión. Lo que hace Singer es agregarle épica a la historia de Jack, el pequeño y humilde labrador que consigue unas semillitas mágicas que crecen hasta el cielo, en donde habita un ogro gigante que custodia un tesoro. Una épica que por otra parte no se aleja nunca de la mitología sajona que le ha dado origen. Estos agregados incluyen a Isabel, una princesa adolescente en busca de aventuras; Brahmwell, un rey conservador que desoye los deseos de su hija, obligándola a casarse con un noble tan obsecuente como conspirador; un grupo de valientes caballeros dispuestos a dar la vida por su rey y por su reino y un ejército de gigantes deseosos de vengar una antigua maldición que los condena a su exilio más allá de las nubes. Por lo demás, Singer se entrega a un amable juego de espejos, comenzando el relato con un padre y una madre leyendo a sus respectivos hijos un cuento sobre semillas mágicas y un valiente rey que consigue derrotar a un ejército de gigantes. De más está decir que esos niños son Jack y la pequeña princesa Isabel que, como el mendigo y el príncipe de Mark Twain, están condenados a cruzarse. Singer ha sabido también seleccionar un elenco estupendo, entre lo mejor de los actores británicos, incluyendo a Ewan McGregor y Eddie Marsan como el valiente Elmont y su ladero Crawe; a Ian McShane, más famoso por ponerle voz a infinidad de personajes de películas y series animadas, desde Kung Fu Panda y Shrek a Bob Esponja, como el rey Brahmwell (muy parecido al gracioso lord Farquaad de la primera Shrek); a la maravillosa voz de Billy Nighy para Fallon, el general de los Gigantes. Y además sumar al enorme Stanley Tucci para hacerse cargo del traidor lord Roderick (qué otro papel podía corresponderle a un norteamericano en esta película so british). Jack el cazagigantes no abusa ni de la acción ni de los efectos, apostando antes a la creación de climas que al descontrol visual estilo Michael Bay y acierta con una mirada más cercana al cine de aventuras clásico, acorde con la estética elegida para narrar. También incluye un uso interesante del 3D, sobre todo en las puestas que suponen la perspectiva de los gigantes. Todo esto habla de un director que elige poner los recursos al servicio de una inteligencia cinematográfica, en lugar de poner la tecnología sólo al servicio del ¡clin! caja. En vista del estado actual del cine industrial estadounidense, utilitario antes que artístico, este no es un dato menor. Comentario aparte merece la escena/ chiste final de la película, que de manera humorística cruza ese pasado fantástico con un presente real en más de un sentido y que permite a los más atrevidos imaginar al principito Harry peleando con gigantes. ¿Eso también sería como jugar al PlayStation?
Un director de comedias en los dominios del drama Juan Taratuto es uno de los pocos directores argentinos que consiguieron algo parecido a convertirse en un cineasta “mainstream” de cierta calidad; aunque “mainstream” sea una etiqueta discutible al hablar de cine nacional. A fuerza de comedias hechas con eficacia –No sos vos, soy yo (2004); ¿Quién dice que es fácil? (2007)–, Taratuto logró que sus servicios fueran requeridos por los más poderosos productores de cine en el país: los canales de televisión. Si hace unos años filmó para Patagonik (Canal 13) Un novio para mi mujer, escrita a la medida de Adrián Suar por Pablo Solarz (también autor de ¿Quién dice que es fácil?), ahora es Telefe quien produce La reconstrucción, su opus cuatro. Como su primer trabajo, este vuelve a tener guión del propio director. Aunque su oficio lo llevó a destacarse como un narrador de comedias románticas de estructura clásica (amor inesperado entre personajes dispares; choque de opuestos; crisis, quiebre y final feliz), con esta última película Taratuto se revela como un director audaz. Lejos de dormirse en los laureles de lo probado, con La reconstrucción, un drama de título a título, el director decide aventurarse en el territorio de un género que, si bien no le es del todo desconocido, se encuentra a buena distancia de su zona de confort. Aunque, se sabe, riesgo tomado no significa éxito seguro. Un auto avanza por una ruta que atraviesa la estepa y la montaña. El conductor, hombre de 40 y pico mal llevados, maneja con el rostro tomado por un gesto tan árido como el paisaje: Eduardo (Diego Peretti) es ingeniero en una planta petrolera en la Patagonia y tiene la simpatía de un pedazo de piedra pómez. Apenas responde cuando le hablan, no se detiene a dar explicaciones ni acepta órdenes, y si un amigo al que no ve hace años lo llama por teléfono para invitarlo a Ushuaia, le corta tras un par de monosílabos y de avisarle que está ocupado y no puede hablar. Este podría ser el comienzo de una película de Carlos Sorín. El paisaje del sur, un protagonista solitario que esconde un conflicto y hasta el ritmo pausado con que la cámara acompaña al personaje permiten imaginar que es así. Y, sin embargo, no. Cuando viene manejando por la ruta, Eduardo se cruza con una mujer que pide auxilio con desesperación junto a un automóvil volcado en la banquina, pero en lugar de detenerse elige seguir de largo. Esa efectista búsqueda inicial de impacto, impensada en un director llano como Sorín, es esperable en otro como Taratuto, que no suele despreciar este tipo de recursos para definir un personaje e incluso una película. Esa escena es uno de los excesos moderados sobre los que se monta La reconstrucción. El protagonista al fin accede a visitar a su amigo (Alfredo Casero), que vive con su mujer (Claudia Fontán) y dos hijas adolescentes, para hacerle el favor de cuidar su negocio mientras él se realiza unos estudios que, según le dice, no son simple rutina. Podría contarse un poco más, pero no es necesario: por un lado para no birlarle a la película el derecho de hacerlo por sí misma; por el otro, porque no será difícil para los cinéfilos aventurar un par de alternativas con bastante certeza. Aun lejos de la comedia romántica, Taratuto vuelve a apoyarse en el juego de opuestos que acá representan el tosco Eduardo y la femenina familia de su amigo. Pero ésta no es su única reincidencia. Como en todas sus películas, excepción hecha de Un novio para mi mujer, Peretti vuelve a cargar con el protagónico y la decisión es acertada: se trata de uno de los actores más eficaces del cine argentino y en el drama responde con la misma solvencia que en la comedia. La otra es más bien de fondo: los personajes masculinos de Taratuto son en algún momento vistos o acusados de cobardes por sus contrapartes femeninas. Le ocurría al propio Peretti con Carolina Peleritti en ¿Quién dice que es fácil?, y también a Suar con Valeria Bertuccelli en la siguiente. No es un dato menor: también ahí parece estar el origen del dolor de un tipo que eligió cortar todos los puentes emocionales con el mundo. La reconstrucción es la proyección de ese protagonista agobiado y agobiante, en la que se extraña el remanso de alguna sonrisa, recurso que Taratuto ha sabido manejar con habilidad.
Otra prehistoria animada La Fox parece haberse encariñado con el enorme éxito obtenido de la saga de La era del hielo, que va por su cuarta entrega, y como quien elige no cambiarse el saco o las medias sólo por cábala, por primera vez encara la distribución de una película animada de Dreamworks que también sucede en la prehistoria. Teniendo en cuenta que la última entrega de la serie mencionada fue por lejos la película más vista de 2012 en la Argentina, con casi cuatro millones y medio de espectadores, no resulta inesperada la insistencia con el espacio y el tiempo de las cavernas. Sin necesidad de recurrir al truco de los animales antropomorfos que son la clave de La era de hielo, en Los Croods la humanidad vuelve a escena, para recuperar un protagonismo que había perdido en la primera aventura en la que Manny el mamut, Diego el tigre dientes de sable y Sid el perezoso atravesaban la estepa para devolver a un niño humano extraviado a su tribu de origen. En este nuevo trabajo de Dreamworks es una familia de cavernícolas la que ocupa de manera exclusiva el centro de la atención. Pero igual que en las películas de Fox, la trama gira en torno de la idea de un éxodo forzoso originado por la pérdida del hogar a causa de los cataclismos de un mundo en permanente cambio. Los Croods son una familia típica del mundo paleolítico: numerosa (padre, madres, tres hijos y una suegra) y sedentaria a fuerza de miedo. Es que Grug, pater familias de la Edad de Piedra, sabe que el mundo es peligroso y que más allá de los límites de su precario hogar acechan las enfermedades y las bestias. El mismo se ha encargado de instruir a los suyos a través de breves cuentos, que ilustra dibujando con sus manos sobre la piedra, en los que diversos personajes tiernos que se atreven a aventurarse hacia lo desconocido acaban invariablemente muertos. Como ocurre en otras películas animadas recientes, el contrapunto de ese padre conservador es Eep, su hija adolescente: lo mismo ocurría en Hotel Transilvania (Genndy Tartacovsky, 2012), en la que el conde Drácula hacía lo imposible para evitar que su hija diera un paso fuera del castillo. La nueva película de Dreamworks mantiene la estética y el diseño de trabajos anteriores del estudio, sobre todo de la épica vikinga Cómo entrenar a tu dragón (2010). Como en ésta, y a diferencia del realismo paleontológico de La era de hielo, el universo de Los Croods se encuentra poblado por una flora y fauna de fantasía, cargada de criaturas coloridas que combinan de manera caprichosa los rasgos de diferentes animales reales. En lo narrativo, Los Croods cubre la cuota esperada de situaciones cómicas y personajes simpáticos y cumple con un final aleccionador en el que todos aprenden algo luego de atravesar un mundo que literalmente se desmiembra. Sin embargo, como ocurre con Grug y sus cuentos, el relato no consigue escapar de las estructuras conservadoras de las películas infantiles. Es mucho más lo que puede esperarse de un estudio que ha imaginado películas maravillosas, como la primera Shrek o Madagascar 3.
Hombres en crisis de la mediana edad El director catalán Cesc Gay propone una comedia en viñetas que tiene tanto de narración coral como de historieta, en la que narra encuentros relacionados con el universo masculino en los que los diálogos son tan cruciales como quienes los interpretan. Quien conozca aunque sea de modo parcial la obra de Cesc Gay sabrá que en sus películas las palabras no son lo de menos, sino una herramienta que el director catalán sabe aprovechar. Ocurría en Krampack, ópera prima en la que dos adolescentes desbordados por la libido encontraban alivio en el intercambio de favores manuales, y también en Ficción, donde un director de cine se instala en la casa de campo de un amigo, para poder terminar un guión basado en las charlas que un actor mantiene con otros personajes durante la noche en que festeja sus 39 años. Como se ve, el diálogo es tan importante en los universos imaginados por Gay que hasta es el motor de esa ficción dentro de Ficción. Pero nunca ese detalle se hizo tan evidente como en su último trabajo, Una pistola en cada mano, en donde las conversaciones son acción, argumento, drama y todo. Proyectada por primera vez en la Argentina en la reciente edición del festival Pantalla Pinamar y compuesta por cinco episodios en los que sus personajes se irán encontrando, Una pistola... se propone como una comedia en viñetas que tiene tanto de narración coral –aquella en que diferentes historias que parecen paralelas acaban por cruzarse al final en un relato superior a todas ellas– como de historieta, género en el que se avanza a partir de cuadritos unitarios que al finalizar su lectura y vistos en conjunto revelan una imagen nueva que los fragmentos mantenían oculta. Será a partir de esos diálogos que se destacan por su verosímil naturalidad que Gay le permitirá al espectador ir sabiendo qué es lo que ocurre. Pero ése no es de ningún modo el único detalle que hace de ésta una buena película. En primer lugar están las historias que el catalán elige contar, una colección de anécdotas más o menos ordinarias que vienen a ofrecer un cuadro incompleto, pero bastante certero, del universo masculino y la crisis de la mediana edad. Terreno resbaloso si los hay, ya que el riesgo de volcar hacia el lugar común acecha en cada rincón de los cinco episodios. Se trata de encuentros que se desarrollan siempre de a pares en lugares como la entrada de un edificio, una oficina, el interior de un auto o el banco de una plaza, en los que la intimidad siempre acaba por imponerse y desbordar los límites que esos espacios suponen. Dos amigos se reconocen en la puerta de un ascensor tras diez años sin verse: uno sale llorando de terapia y el otro llega para ultimar los detalles de su divorcio con el abogado. Un hombre le confiesa a su ex que quiere volver con ella tras dos años de separados. Otro se cruza en una plaza con un conocido que llegó hasta ahí siguiendo a su esposa, y otro más, también casado y de paternidad reciente, le propone a una compañera de oficina salir a tomar algo luego de cinco años de compartir el trabajo y charlar más bien poco. El último de los episodios es el de estructura más compleja: se trata de historias montadas en paralelo en las que dos amigos se cruzan por separado con la mujer del otro. Todos se dirigen a la fiesta de cumpleaños de un tercer amigo en común y durante el viaje ellas irán revelando detalles íntimos de sus parejas que a ellos les sorprende desconocer. Aquí Gay hasta se permite el chiste, cinéfilo a su manera, de incluir uno de los manuales de psicomagia para parejas en apuros, escritos por el chamán y cineasta de culto Alejandro Jodorowsky. Otro gran acierto del director es la elección de los protagonistas y la intuición para hallar la química entre ellos a la hora de diseñar los duetos. El nihilismo yang de Eduard Fernández se acopla con la sensibilidad yin de Sbaraglia; la graciosa fragilidad de Javier Cámara calza justo entre los pliegues de una irónica Clara Segura; la melancolía porteña de Darín y la resignación de Luis Tosar son como azufre y potasio; el inseguro y caliente Eduardo Noriega se somete mansamente a la picardía de Candela Peña; mientras que Leonor Watling, Cayetana Guillén Cuervo, Alberto San Juan y Jordi Mollá resultan un cuarteto eficiente para el juego de incógnitas que cierra la película. Si bien es verdad que hay cierta teatralidad en la esencia de Una pistola..., Gay demuestra que no hace falta valerse de excesos para generar tensión cinematográfica y que construir a partir de la palabra no necesariamente deviene en esterilidad discursiva.
Cómo llegar a la tercera edad A diferencia del registro de Amour, el film cuenta en clave de comedia la historia de dos parejas de la tercera edad. El principal atractivo, claro, reside en quiénes encarnan el cuarteto: Jane Fonda, Pierre Richard, Geraldine Chaplin y Daniel Brühl. Exponente de múltiples tendencias del cine actual, la película francesa ¿Y si vivimos todos juntos? tiene, antes que cualquier otra cosa, varios motivos de peso para llamar la atención: los nombres del elenco. Entre las damas se cuentan dos que no necesitan presentación: Geraldine Chaplin y Jane Fonda son hijas de dos leyendas del cine que han conseguido forjarse un nombre propio en el oficio. Entre los hombres, tres franceses, dos de ellos actores (Claude Rich, que trabajó con Truffaut y Resnais, y Guy Bedos), más una leyenda (el otrora popular comediante Pierre Richard). Junto a ellos, el joven pero versátil actor catalán de ascendencia alemana Daniel Brühl (Good bye, Lenin y Bastardos sin gloria). Con semejante lista es fácil creer que esta película es de las que no deberían fallar y, si se sabe mirar el vaso medio lleno, en realidad no lo hace. Amigos de toda la vida, las parejas que forman Jean y Annie (Bedos y Chaplin), y Jeanne y Albert (Fonda y Richard), más el seductor solterón Claude (Rich), empiezan a sentir que el paso del tiempo finalmente les pasa factura. Ante la sensación de desamparo que algunos de sus amigos comienzan a manifestar, Jean, que es un cascarrabias que extraña los convulsionados pero solidarios años ’60, propondrá a todos durante un almuerzo que se muden al caserón familiar que comparten con Annie, para vivir en comunidad. Aunque la pareja está sola hace años y no recibe ni la visita de sus nietos, Annie no verá la idea con buenos ojos. Pero el marcado deterioro físico que el Alzheimer produce en Albert y un accidente cardíaco sufrido por Claude ayudan a que todos acaben conviviendo bajo el mismo techo. Aunque las situaciones se suceden casi como sketches, la narración se ordena con la aparición de Dirk, un joven estudiante alemán de antropología que decide realizar su tesis de graduación en torno del papel que ocupan los ancianos en la Europa moderna, observando la vida del grupo. Si la aclamada (y controvertida y premiada) Amour, del austríaco Michael Haneke, realiza una aproximación durísima al tema de la senilidad, ¿Y si vivimos todos juntos? lo intenta desde un registro de comedia que, sin ser ligera, busca al menos no caer en el drama y por cierto lo consigue. En ese sentido esta historia se encuentra mucho más próxima a títulos como El exótico hotel Marigold y hasta Tres tipos duros, con los que comparte aciertos y pifias. El film de Stéphan Robelin, que es además el guionista, se propone y logra no adentrarse demasiado en los rincones oscuros de los asuntos temidos, como las enfermedades y la muerte, para concentrarse en el empeño con que los personajes se aferran a la vida, incluso los que sin complejos planean el propio final a toda orquesta. Pero ese éxito no le cuesta poco a la película. El aligeramiento de esos temas provoca también cierta superficialidad que obstaculiza una conexión más profunda y empática con el sufrimiento y las alegrías de esos personajes que, aun cerca del final, demuestran una enorme pasión por seguir adelante. Otro demérito de esta historia otoñal es el uso de algunos lugares comunes para intentar una aproximación desacartonada a los dramas de la tercera edad. Sobre todo en las múltiples referencias sexuales. Aunque ¿Y si vivimos todos juntos? hace equilibrio para mantener su dignidad y mayormente lo consigue, no es justamente al final en donde esto mejor se nota. Sin embargo ver a semejante catálogo de viejos talentos del cine puede llegar a emparejar la ecuación. Todo es cuestión de cómo se perciba un vaso que tiene agua hasta la mitad.