Persona Una película que transcurre en un festival de cine. Pero Woody Allen no le pone a su última película -hasta el momento- el nombre de ese festival -San Sebastián- sino que la llama Rifkin's Festival, el festival de Rifkin. Mort Rifkin (Wallace Shawn) es el protagonista de la película y su punto de vista es el dominante pero no el único. Hay algún momento en el que asistimos al avance del romance entre su mujer y su cliente, el director de cine francés, y es imposible que ahí esté el punto de vista de Rifkin. Hay otros momentos que analizados a las apuradas podrían pensarse como ajenos al punto de vista -a cuánto puede conocer, a la focalización- de Rifkin pero son sus sueños, y ahí hay punto de vista inapelable, o punto de sueño. Estos detalles, sin embargo, pueden ser más que ociosos para acercarse a la -hasta el momento- última película de Woody Allen. Que si el título…, que si la focalización…, que si el saber de Rifkin…, minucias para Allen, que está en otros lados, en otros paseos ya y desde hace ya muchos años y no tanto en pensar cejijunto en si sus películas son sólidas. En ocasiones intentó mayor “solidez” y enjundia y le salieron desastres como Match Point; a veces se despreocupó pero con trasfondo grave y jodido y le salieron desastres como El sueño de Cassandra. De todos modos, o de otros modos, incluso en el siglo XXI se ha enfocado y le salieron relatos admirables como Blue Jasmine. Y eso no fue hace tanto. Pero en otras ocasiones, muchas en el siglo XXI, ha tenido ganas de promocionar algún lugar en Europa -o de pasear por ahí- y de hacer estas liviandades como Rifkin’s Festival tendientes mayormente hacia lo placentero, hacia el hallazgo actoral frecuente, hacia el chiste que parece repentino, quizás falsamente encontrado ahí mismo, a veces debilitado por otros chistes que no logran disimular su escritura -demasiado- cavilada, demasiado pendiente de transmitir una cosmovisión que ya conocemos y que ya conocíamos. Al cine de Allen hoy se llega casi siempre -bueno, habrá gente que vea esta como primera película de Allen en su vida, porque aunque traten de encerrarlos sigue habiendo niños y jóvenes-, con el territorio ya recorrido, con el mapa ajustado, desajustado y cambiado varias veces, con enojos diversos y diversas reconciliaciones. A Rifkin’s Festival se puede llegar ya casi extrañando el cine de Allen. ¿Cuántas películas más de Allen habrá? El señor nació en 1935 y a cada rato notamos que buena parte de los grandes directores vivos ostentan fechas de nacimiento en la primera mitad del siglo XX. Pero esos son otros lamentos, o parientes de los lamentos de Mort Rifkin. Mort extraña el momento de los grandes directores europeos: Fellini, Bergman, Truffaut, Godard… y hasta incluye a Claude Lelouch al hablar de la Nouvelle Vague. ¿Un chiste sobre la pedantería inconducente del personaje? ¿O no? Allen, o el personaje de Allen -actuado por él o por otros- del cine de Allen siempre prefirió a Bergman y a Fellini por sobre Hawks, Capra y Ford. Pero no vamos a discutir acá acerca de esas cosas, o a decir que El séptimo sello está entre lo peor de Bergman sino apuntar que es citada, como también son citadas -en sueños- El ciudadano, Une partie de campagne, Ocho y medio, Jules y Jim, El ángel exterminador y Persona. Allen se vuelve insolente, claro, y también felizmente impune. Y todo el asunto gana en liviandad y capricho placentero. Y otra vez los problemas de pareja, desde donde parte la película apenas iniciada, y la posibilidad del romance, y la música de las películas de Allen y las actuaciones de la gente con Allen. Louis Garrel demuestra, con esta película y con la última -hasta el momento- de Polanski que es uno de los grandes actores europeos del momento. Y el exitoso director francés que interpreta es una de las mayores creaciones cómicas del cine de Allen de estos tiempos. Una creación fulminante, artera y harta de tanto cine -del que circula por fuera pero también del habitual en festivales- meramente hecho por entes dispuestos a agradar a las corrientes de opiniones del momento y no creado por personas. Allen sigue siendo una persona, seguramente en homenaje a Bergman.
Punto para el cine King Richard, la película recién estrenada y acá penosamente titulada El Rey Richard: una familia ganadora, es una muestra de que, quizás, Hollywood esté empezando a entender mejor -y con mayor beneficio para los espectadores- cómo sobrevivir a los tiempos que corren sin disolverse del todo en el intento. La ceremonia de los Oscars lleva transitados unos cuantos años de “desespectacularización” progresiva, cada vez con mayor presencia de cine compungido y “comprometido”, cada vez con menos estrellas que se molestan en ir, cada vez más atada al mandato de una diversidad exhibida sin demasiada convicción y con aún menor cantidad de gracia, y cada vez con más gente y más instituciones y más corporaciones con cara de pedir perdón por un montón de cosas a la vez. La última edición, la de 2021, el punto más bajo de los Oscar, debe haber encendido unas cuantas alarmas: la “gran ganadora” Nomadland (link) es no solamente un producto más artero y empaquetado que la más cínica superproducción basada en una marca previa blindada. Además, su lugar destacado representa todo un riesgo para la máquina industrial del cine y del espectáculo de los premios. Pero ahora -quizás como reacción, quizás simplemente porque el cine sigue- empieza a haber señales de alguna clase de resurgimiento, alguna clase de recuperación, por ejemplo con una película como King Richard, dirigida por Reinaldo Marcus Green. Dentro de algunos meses Will Smith ganará -y nada injustamente- el Oscar o estará muy cerca de lograrlo, y la película seguramente tenga unas cuantas nominaciones más. Y no estará mal: King Richard es una película que filma el tenis como casi ninguna otra en la historia del cine. Lo hace de forma espectacularmente precisa, contundente y comprensible en el juego y en la emoción y tensión que conlleva. King Richard tiene dieciséis productores, y si solamente el 25% de esa lista está presente en la ceremonia de 2022 los Oscars ya habrán recuperado buena parte de su ahora casi extinto glamour, de su interés, de su poder de venta y de su espectacularidad. Uno de los productores es el propio Will Smith, y otra es la actriz (y esposa de Smith) Jada Pinkett Smith. Y hay dos productoras más, insoslayables, en la lista: Venus Williams y Serena Williams. Las dos tenistas, de las mejores de la historia de este deporte -hay muy sólidos argumentos para sostener que Serena ha sido sencillamente la más grande- fueron las primeras jugadoras negras en llegar al número uno del mundo, entre muchos otros logros legendarios y cercanos en el tiempo. Parte de la historia de ambas, de su familia y principalmente de su padre Richard es la base de King Richard, relato de educación vital y deportiva, biografía de un hombre extraordinario, obstinado, terco y con un porcentaje de acierto en su visión que conmueve, deslumbra y hasta asusta. El señor Richard, y esto está abrumadoramente documentado, diseñó una vida de éxito en el tenis para dos de sus hijas que se cumplió con un nivel de concreción que, de haberse pensado como punto de partida de una ficción no basada en hechos reales se habría descartado inmediatamente como inverosímil. King Richard es una película fluida, seguidora respetuosa de recursos narrativos probados y sedimentados durante décadas, sobria en su decisión de seguir sus temas con claridad (a veces, sí, con algunos diálogos reforzados que asoman un poco didácticos para subrayar innecesariamente la importancia del significado de los hechos narrados). Y además de todo eso es una película que nos recuerda y le recuerda a Hollywood una sabiduría elemental: el cine puede contar todas las historias, también y sobre todo aquellas que pueden entender y nutrirse del aire de los tiempos, y hasta beneficiarse de ellos sin negar los poderes, placeres y emociones de este arte, de esta industria, de este vehículo potenciador de leyendas basadas en realidades y en fantasías, y en fantasías y en sueños que se convierten en realidades.
“Tenías razón. No hay nada”. Esas palabras se dibujan en la nota escrita por el marido de Beth (Rebecca Hall) antes de su violento suicidio a bordo de un pequeño bote. Frases que reverberan en la mente de la viuda días después de esa muerte que la deja sola y cautiva de su casa junto al lago. La casa es su única compañía, y en las noches alguien parece visitarla, dejando sus pasos marcados, la música encendida, presencias espectrales que aguardan en la sombra, en el recoveco más oscuro de los propios sueños. La casa oscura podría pensarse como una película sobre la negación antes que sobre el duelo, sobre los mecanismos de protección que ensayamos ante los más terribles silencios y descubrimientos. Y sin abandonar esos dilemas sobre el después de la muerte y la angustia del vacío que nos aguarda –es clara la referencia a La hora del lobo, el acercamiento más evidente de Ingmar Bergman al terror-, David Bruckner (El ritual) modela su puesta en escena sobre un terror que prescinde de golpes de efecto y monstruosas apariciones, que es capaz de subvertir lo conocido para convertirlo en su espejo más siniestro. Pero el gran mérito de la película es la interpretación de Rebecca Hall, una actriz capaz de dar a su personaje todo un abanico de emociones sin reparos ni excesos. Su Beth transita el perfecto calvario del género, sometida a asedios fantasmales, a exploraciones en el bosque, a revelaciones inaceptables, pero también una cruzada metafísica, expresada en un cuerpo convertido en drama, en la carne verdadera de esas tinieblas.
Golpe al corazón En un momento de Cry Macho, el viejo Mike Milo (Clint Eastwood) le dice al adolescente Rafo (Eduardo Minett) que “le está empezando a tomar aprecio”. Ese momento, que en cualquier otra película sutil, estoica, noble podría haberse resuelto con una mirada, un gesto, un silencio sobreentendido, se hace explícito, se hace tosco, se hace anti cine de Eastwood, se hace televisivo, se hace torpe, se hace desdeñoso con el cine, con las emociones perdurables. A los pocos minutos de empezar a ver Cry Macho uno -yo- quiere que se termine: no hay esperanzas, y duele. Cry Macho es un golpe al corazón, y duele. Uno recuerda a Richard Jewell, la película inmediatamente anterior y la mejor estrenada en 2020, y duele. No soy fan –lo confieso una vez más– de nada. En muy pocas ocasiones he esperado más de media hora en una fila para entrar a un concierto o para sacar alguna entrada, no me importa ser el primero en ver una película nueva, no me desvela que esté por salir la continuación de un libro ni que se venga el último capítulo de una serie. Ya llegarán los libros, las películas, las canciones, y la primicia me importa poco. No fui a las privadas de Cry Macho de Clint Eastwood, ni fui el día del estreno, ni fui a la primera semana de exhibición. Y eso que casi todas las películas de Eastwood posteriores a Río místico han estado entre mis favoritas del año, ocho de sus películas del siglo XX han sido las mejores de las que vi en ocho años distintos y seis de esas ocho fueron las seis inmediatamente anteriores a Cry Macho (El caso de Richard Jewell, La mula, 15:17 Tren a París, Sully: hazaña en el Hudson, Francotirador, Jersey Boys). Aún así, no fui corriendo a ver Cry Macho. Y al verla llegó el golpe al corazón. El golpe al corazón llegó cuando llegó, y fue fuerte, doloroso: Cry Macho es la peor película de la carrera de Clint Eastwood, como si el absurdo de detener el mundo por un virus le hubiera pegado mal al mejor director vivo y le hubiera quitado -o retirado temporalmente- el talento. Frente al Guerrero solitario pude haber tenido molestias por el enfoque, por la posición política, por lo que fuera, pero había en esa película bélica y tropical cierta fuerza, un cobertor metálico de decisión. Río místico me provocó y me provoca rechazo pero desde enfrentarme a una estética convencida, a una apuesta por un cine que no casaba bien con Eastwood pero que decididamente era potente. Cry Macho no es nada de eso: es, por primera vez, una película de Eastwood a la que le cuesta caminar, ya no correr. Y duele. Duelen sus diálogos eternos, crasos, obvios y explicativos. Duele su falta de fluidez en el montaje, que propone con demasiada frecuencia cortes que se ejecutan demasiado antes o demasiado después. Duelen las apariciones de personajes secundarios como si fueran Droopys inanimados: nadie -bueno, tal vez el Eastwood anterior a esta película- puede dotar de ánima a personajes tan mal trazados y tan mal ejecutados (¿no hubo retomas para solucionar gestos ostensiblemente acartonados y mal actuados? ¿fue por algún “protocolo”?). Duele notar cómo están los temas y el cine de Eastwood revoleados en su peor película -están los ecos muertos de La mula, de Un mundo perfecto, de Gran Torino, de Los puentes de Madison-, pero todo en una bruma mental y cinematográfica que sigue doliendo (para peor, la muy buena película de su discípulo Robert Lorenz, estrenada este año, trata un tema muy similar). Por supuesto que, como todo gran cineasta -de los fundamentales- Eastwood puede obtener el beneficio de la duda y que todas las torpezas sean vistas en aras de una grandeza tal vez oculta, con algunos guiños en diálogos (el del “macho”) que podrían, con esfuerzos y piruetas, abonar la teoría -las ganas- de que esta sea en realidad una película astuta y que su juego sea un poco escondedor, que no simplemente lo tosca, incontinente y desangelada que es y que transmite de forma muy inmediata, contundente y evidente. Pero no creo que haya mucho de maestría escondida en Cry Macho; más bien creo que hay una maestría pasada que supimos reverenciar con toda justicia y que ahora está ausente. Lo que sí tiendo a creer es que ese final, así iluminado, así aislado, así bailando, así con un gallo cantando, así las letras de los créditos, tal vez sean el epitafio del cine del maestro. Sin embargo, me duele tanto Cry Macho que -si es la película final, como parece indicar ese cierre que ojalá sea prontamente desmentido- la última película de Eastwood siempre será para mí Richard Jewell, así como la última de Casavettes es Torrentes de amor.
A las Armaas ¿Los superhéroes son parte de la causa de la crisis del cine? ¿Los superhéroes y la frecuencia de su presencia son una de las consecuencias esperables de la crisis del cine? ¿Pueden recuperarse espectadores para el cine a partir de los superhéroes? ¿Los superhéroes son el último recurso de seducción planetaria del cine? Preguntas que uno se hace porque justo está leyendo algo sobre música y cree que le sirve para escribir desde algún ángulo acerca de la película que vio el día anterior, una hermosa fiesta cinematográfica llamada El escuadrón suicida, de James Gunn. “En el caso de Piazzolla, podemos preguntarnos qué dirección hubiese tomado su música de no sobrevenir la crisis del tango. Pero el tango entró en crisis. Y Piazzolla -al que en su momento algunos acusaron, desmedidamente, de ser uno de los responsables de esas crisis- la enfrentó con un planteo estético cismático respecto de la tradición.” La cita es de Cien años de música argentina de Sergio Pujol. Y cien tiene las mismas letras que cine, bien lo supimos en la tapa del número cien de El Amante. A James Gunn le tocó empezar su carrera como director en el siglo XX, aunque en 1996 fue guionista de la siempre en la gloria Tromeo y Julieta. ¿Cómo olvidar Tromeo y Julieta, vista en el cine Enrique Carreras en el Festival de Mar del Plata en 1999? ¿Cómo no ver la capacidad festiva, colorinche, de Gunn en El escuadrón suicida? No vi Black Widow, esa con esos afiches prolijos y límpidos, cagados a golpes, fajados a photoshop, que me ahuyentan. Cuando vi el afiche de El escuadrón suicida pensé que Gunn se había vuelto loco, o que el cinismo para vender había osado profanar las profanaciones más sagradas. Pero este tuit me convenció de ver la película. Gracias. El escuadrón suicida -y no me importa si la otra película con actores sacados, si el universo Marvel, si el universo DC o si Miss Universo o si Mundo Universo- es una fiesta de las que hermanan generaciones y públicos. Esa capacidad que supo tener el cine, y que quizás recupere si hay más Gunn y menos tibios, menos acomodaticios para las modas inertes, para la sonrisa beatífica, para el cine “slow burning”, para esas zarandajas que usan la excusa de la contemplación y la ultrajan, para abundar y cavilar sobre los traumas de los personajes y así quedarse quietos haciendo que hacen cine. Pero son apenas fantoches en pose y El escuadrón suicida es ambos volúmenes de Guardianes de la Galaxia más Troma. Y Gunn sigue hablando de hijos y padres y de padres e hijas. Y sigue siendo un salvaje que conecta como nadie con los bicharracos: un tiburón que camina y tiene la voz de Sylvester Stallone, una comadreja (?) inasimilable en cualquier afiche apolíneo, ratas tiernas y punks. Y Stallone no se ve, quizás para que no haya que poner en escena caras con retoques: Gunn toma lo mejor de lo que dispone Stallone hoy en día -su histórica capacidad para hablar con monosílabos cargados emocionalmente- y lo cubre de carne de tiburón. Y muestra las arrugas de Michael Rooker con una mirada cargada de humanidad en un festín de superhéroes. Ternura y punk. Sorpresas y padres e hijas. Destrucción, sangre y chistes y más chistes. Energía, músculo, movimientos de cámara pero nada de ese movimiento tímido, cool, estabilizado, globalizado, pandémico y pantriste. Movimiento en serio, sexy y desacatado: revienten, rompan, pongan música, que la tibieza está matando. Taika Waititi -otro de los que pueden salvar el cine- como un personaje mínimo pero memorable, amigo de las ratas y de las drogas. Harley Quinn (Margot Robbie) entra como personaje intenso sin romper el relato ni debilitarlo porque Gunn puede lidiar con intensidades, porque su mundo fílmico es un kilombo con centro, fuegos artificiales con alma. Un cine bombástico con sangre que bombea desde un corazón, un cine que se ríe con alegría desde las tradiciones como la de Troma y también la de Sam Peckinpah y que mete a los temas “actuales” en forma de chistes y más chistes, tan bien escritos que cuando pasen los años nadie se dará cuenta de que en ellos había referencias a esta actualidad inmunda. Idris Elba, el más grande cowboy negro del cine, se enfrenta a Viola Davis, y ambos actúan como en una de Clint Eastwood. Y hay mucho más que elogiar y festejar, e incluso podríamos contar el argumento de esta película sobre la amistad que florece en la acción y en las aventuras. ¿Contar el argumento? No, por dios, que lo hagan los burócratas. Mejor pensemos que James Gunn podría traducirse como Jaime o Santiago Armaa. Y a las Armaas. Y al carajo. ¿Y ahora qué pasa? Nos dejó Pil Trafa, que cantaba “Por 1980 y tantos”, compuesta por Stuka: Mil ojos nos vigilan detrás de una pared un hombre, una mujer no son dos sino son tres estamos habitando un mundo impersonal y cuando hay trabajo, si es que hay no lo entendemos o no es nuestro lugar. Haré lo que quiera a pesar de él. Estamos construyendo, un mundo nuevo, un mundo mejor en el cual no sé lo que es un amigo y mucho menos lo que es el amor. Fui hecho prisionero, en la cárcel del horror ya amo al gran hermano como también lo amás vos. Haré lo que quiera y lo haré muy bien. La guerra es la paz, el odio el amor, la justicia es ciega sí, es ciega. No queremos acabarnos, no queremos entregarnos pero nos da igual.
El que sabe tirar Don Siegel, maestro de Clint Eastwood, dirigió El tirador (The Shootist, 1976), protagonizada por John Wayne. Clint Eastwood, maestro de Robert Lorenz, dirigió Francotirador (American Sniper, 2014), protagonizada por Bradley Cooper. Robert Lorenz, asistente de Eastwood en nueve de sus películas, justo hasta Francotirador, dirigió The Marksman, que debió haberse titulado en castellano algo así como “El tirador” o “El tirador escondido”. En inglés se completó el círculo de sentido y de herencias, pero aquí nos pusieron El protector. Eso sí, afortunadamente la estrenaron y además la estrenaron en salas de cine, que abrieron, esperemos que para no cerrar más. Titular como El protector a The Marksman inyecta una información adicional. Más que eso, inyecta una clave de lectura: este tirador experimentado, este señor que sabe tirar protegerá a alguien. Ya lo dijo Horacio Quiroga hace más o menos cien años (eso que llaman un siglo, para citar otro western, dirigido por Kevin Costner, que viene a la memoria también por otro lado, por el de Un mundo perfecto de Eastwood): los que ponen los títulos en estos pagos deben creer que el público local necesita “sal gruesa”, necesita que le expliquen un poco del sentido de la película. Quizás podrían haberle puesto “El tirador que se volverá el protector; el protector o tutor que no puede acreditar el vínculo”. Por esas curvas que tiene la vida, Jim Hanson -Liam Neeson- se ha quedado sin mujer y su rancho está a punto de ser ejecutado, y luego se quedará sin más cosas. En un mediodía del bien y del mal cuando anda por sus tierras en Arizona, fronterizas con México, encuentra a una madre y a un hijo, y a unos malvados que quieren matarlos a ambos. Jim se mete y se sumarán varias deudas, algunas de sangre. Y vendrá a partir de ese momento la película de Jim -el hombre añoso, curtido y con pocas ganas- y Miguel, el niño con casi todo por delante. El protector se para en un centro de gravedad permanente, es una película que decide mirar desde miradores perdidos, o casi derrumbados: un niño es alguien a proteger, alguien que tiene prioridad para ser protegido. Y se para en una idea del paisaje amplia, scope de scopes, para mostrar cómo los tonos ocres, arenosos y ásperos mutan en verde, para que la road movie evidencie las distancias. Y decide mostrar a los lados, y en asiento de atrás, los rostros de los humanos, y de Jackson el perro, dialogando sin palabras. Los encuadres están cargados de sentidos, y las palabras están cargadas del peso de quien sabe que está haciendo un cine con claridad de propósitos. Esa carga, sin embargo, no abruma nunca, porque este artesano Lorenz sabe que para hacer películas que lleguen y comuniquen hacen falta puentes, como decía Julio Cortázar cuando más lúcido. Y esos puentes son el suspenso generado por el sentido de dos movimientos de diversa urgencia y un pasillo, por saber dos minutos antes que se acercan los malos; esos puentes son preparar las acciones con ensayos -la progresión de saber tirar en esta película es ejemplo de esos bordados narrativos de los que saben contar-, esos puentes son saber entretener a públicos de muy diversas edades e intereses pero sin demagogias de marquetin, esos mismos puentes son los que están cortando los que están matando al cine: los miedosos que se adaptan a todo en aras de protegerse a sí mismos y los miedosos que hacen Cruella y Nomadland. The Marksman fue obviamente tratada con desprecio por la mayor parte de la crítica estadounidense, pero ya poco o nada puede esperarse de esa gente. Como dijo Pauline Kael, no diferencian un burro de una torta negra, y ya no pueden decir torta negra y denuncian a los que dicen torta negra. No, Pauline Kael no dijo eso, pero impriman la leyenda, porque The Marksman es también un western que se hace eastern, de Arizona a Chicago, un puente gigante tendido en un mapa, algunos tiros en la noche pero casi todos de día. Una película para creer, seguir y querer, una película con un héroe americano actuado por un irlandés que hasta logra parecerse a Costner y también a Cruise, incluso en ese final en la línea del de Colateral del hombre Michael -Miguel- Mann, pero no sobre un robot que se apaga sino sobre alguien que recobra y refuerza su sentido de pertenencia a la humanidad, alguien que vive antes de morir.
Cruella: blanco sobre negro En menos de diez minutos, Cruella -artefactonto a niveles dementes- prueba ser científicamente mala. Cine acomodaticio, obsceno, de lenguaje prefabricado, hecho para un mundo en el que ofrecen “campamentos virtuales para toda la familia”, para un mundo en el que la rebeldía y lo extraordinario son reprimidos a diario -también desde los diarios- en aras de “defender la diversidad”. Un mundo en el que los niños son abollados impunemente, también mediante estas películas abominables, estos insultos a la inteligencia, estos intentos de pasar por punks. Corte, cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento, otro corte, otra vez cámara estabilizada en movimiento. Y así y así y así. Lenguaje prefabricado, adaptado a “los tiempos”, comandado por un director que ya tenía antecedentes pésimos e inanes como Lars y la chica real. A veces la cámara se detiene un poco para que se diga alguna obviedad sobre filiación robada a Star Wars y al manual de psicología más básico. Y a veces hay música y caminatas para copiar a Velvet Goldmine (todo degradado, claro). Y copias a El diablo viste a la moda y a Zoolander; así “toda la familia” tiene algo de qué agarrarse, no sea cosa que Largo y el Tío Cosa se quejen, o Dedos o Morticia. Emma Thompson acierta mayormente los tonos de su personaje, y también Mark Strong: ambos parecen actuar en otra película distinta a la que se entrega absurdamente el resto del elenco; o quizás Thompson y Strong sean los que estén mal y el resto bien, si total esto es un detrito de todo, también de modos actorales. Con frecuencia hartante hay obscenidad para mostrar todas las canciones -ya usadas muchas veces antes y mejor- que se les ocurrió comprar -y son muchas y muy caras- y embaucar a unos cuantos. Y a veces hay digitalitis en modo de módicas dosis (los dálmatas) o en modo diarrea (los murciélagos), o en modo de explicación del twist final (hay varios twists y nada de dicha en movimiento). Y hay explicaciones laterales con flashbacks concebidos en lo más profundo de los infiernos explicativos. Los dálmatas son malvados pero salvados... por favor, hay que ser mercenario para decirle que sí a cada uno de los vientos (los pedos) que hacen así de fétido a este cine. Hay que justificar a los villanos de siempre: bueno, dale, hagamos Maléfica y también Cruella, unos mamotretos colorinches psicologistas para que las marcas que ya están probadas y explotadas y extenuadas tengan una sobrevida. Ah, mirá vos, Maléfica era mala porque tal cosa. Ah, che, Cruella era mala porque tal otra. Copado, dale, hagamos que vaya al lugar del trauma, creo que eso no se hizo nunca. ¿Y si hacen cine? ¿Y si prueban con que les guste el cine antes de meterse en él? Parece que Cruella es buena porque es inusual y oscura para Disney. ¿No vieron La bella durmiente? ¿No vieron Fantasía? Y en todo caso ¿no vieron Velvet Goldmine? ¿Y Sunset Boulevard? Vean cine y no este artefactonto. Bah, hagan lo que quieran, yo me voy a patear tachos de basura.
Nomadland, cine (malo) del presente (malo) Hay películas que te mejoran la vida. Una de ellas fue, es y será Hechizo del tiempo (Groundhog Day). Hay otras que te arruinan el momento, el día y el mes, y vuelven a la memoria con formas de adefesios inolvidables, como por ejemplo La casa de los espíritus. Hay gente que afirma no haber comido más carne después de alguna película que yo ya no recuerdo cuál era pero esa gente sí. Y ahora, en este momento de contagiosa tontería, banalidad y blandura, apareció esta masa chirle -mal cocinada aunque está armada de materiales precocidos- llamada Nomadland. Y yo dejaré por un tiempo de escuchar a Ludovico Einaudi, así que ver Nomadland me ha perjudicado. Einaudi, pianista y compositor piamontés, no compuso la música de Nomadland. En realidad sí, compuso la música que aparece abusivamente en la película, pero no compuso la música especialmente para la película de Chloé Zao. A Zao, o a alguien, se le ocurrió que era una gran idea poner la música de Einaudi en “el filme”. Y quizás haya sido una idea exitosa: “el filme” ganó el León de Oro del Festival de Venecia y dicen que quizás gane el Oscar principal o algún otro, pero no el de la música de Einaudi porque no la compuso; es decir, no la compuso para “el filme”. Quizás en algún momento se agregue un Oscar para el uso cinematográfico de música previamente existente. No creo que lo hagan por este caso particular porque Einaudi es un señor italiano medio pelado -parecido a Larry David-, nada que hoy en día sume poroto alguno. Lo que quizás sea una razón suficiente para que se cree ese premio es que pocas veces hubo una utilización tan atroz, tan abominable, de una música para una película. La música de Einaudi es muy directa en cuanto a generar sentimientos, imágenes, estados de ánimo. Casi que su principal problema es que es muy directa. Hay que ser muy pudoroso como cineasta para poder usar la música de Ludovico E. en una película sin caer aparatosamente contra un piso lleno de grasa, obviedades y chantajes emocionales. Supo evitar ese riesgo -y, sí- Nanni Moretti en Aprile cuando caminó, y corrió, y aleteó por la Isla Tiberina recién convertido en padre y lo musicalizó con “Le onde” de Einaudi. Moretti demostró que podía usar felizmente a Ludovico E., y hasta ser feliz. Pero Moretti es un cineasta del pudor -sabedlo: el pudor no está reñido con el grito y la pasión-, mientras que Zao en Nomadland hace todo lo posible para pergeñar una película rastrera, de esas que apelan a “los buenos sentimientos” de “la buena conciencia” actual, o quizás “actual”. Y pone y pone y pone música de Einaudi, y pone a Frances MacDormand a actuar con ese profesionalismo tan ya aprendido, tan justo en el gesto como carente de frescura, tan correcto como para saber vaciarse de carisma y de placer, y tan dispuesto a dejarse usar en algunos de los planos más, como decirlo, a ver, cómo decirlo… chotos y grasas en mucho tiempo, difíciles de encontrar aún saliendo a la ruta a hacer una road movie que se cree realista y a cara lavada y está llena de maquillaje obturador de poros. La sobriedad MacDormand es puesta a prueba como nunca en un montaje al que podríamos llamar infame: pasamos de un viejo y “pintoresco” pianista con sombrero en un salón a un plano general de MacDormand parada artificialmente -como si todo esto fuera onírico de flotación chota y grasa- a plano caminando por pueblo fantasma, a plano de camioneta y ella maneja mirando la lontananza, a plano lejanísimo de ella en medio de la inmensidad arbolada inspirando el “aire de la liberación para el pueblo lo que es del pueblo”, a búfalo caminado, a agua que fluye, a los pies de MacDormand en el agua, a plano de ella desnuda en el agua ya flotando y “bien encuadrada” con brazos en cruz, a ella mirando en plano cercano, ya mojada y con los ojos prístinos. Dale, espectador sensible a la crisis, a las crisis, sensible a la ecología y al dolor de esta mujer (?), emocionate de una vez, o una vez más y más, que para eso estamos usando y abusando lo que ya compuso Einaudi y que ya podía emocionarte por sí solo pero no estábamos tan seguros de que lo hicieras. Esta descripción y valoración de un momento de Nomadland se puede aplicar a casi todo -todo- este bodrio empaquetado para ser celebrado por las almas que se consideran bellas y lo vociferan todo el tiempo, sobre todo para decir que otros -los que no usan la neolengua del momento- son los malos, los insensibles, los que no se emocionan con Nomadland y “el contexto”, el “este contexto”. Allá ellos y ellas, las almas. Yo me quedo con el plano general de la Isla Tiberina de Moretti, y espero que Nomadland caiga en el olvido que merece pronto así puedo volver a escuchar a Einaudi. Mentira, lo voy a escuchar apenas vea otra vez Aprile, que será muy pronto, porque Aprile mejora la vida y es un antídoto contra todas las malas películas de este mundo.
Promising Young Woman y el signo de los tiempos Para Azul, ojalá que cuando puedas leerlo los signos sean mejores Para cuando se publique esta columna seguramente Nomadland ya haya ganado el Oscar principal y/o algún otro. Signo de los tiempos. Dado que esto es -signo de los tiempos- Internet y no un papel impreso, podría incluso pedir, el lunes 26, justo antes de que se publique, que se modifique esta columna que estoy empezando a escribir el jueves 22. Pero no, mejor apliquemos un poco de rebeldía con los signos de los tiempos. Ahora mismo no sé si va a ganar Nomadland. Pero sí lo sé pero no lo sé. Nomadland es una película que niega el cine bajo la bandera de “la sensibilidad contemporánea”, el signo de los tiempos, los signos, mi parte insegura, bajo la luna hostil... mar de fondo, no caeré en la trampa. Mar de fondo, signo de los tiempos trampa no existes pero existes. También está el mar de fondo y el signo de los tiempos en Promising Young Woman, la ópera prima de Emerald Fennell, que tiene nominaciones de las principales. Signo de los tiempos. El Oscar, los Oscars, son signos de los tiempos. Aunque en ocasiones se hayan equivocado y hayan premiado a películas perdurables, el rol de estos premios -cada vez más- es premiar artefactos unidimensionales envueltos con el diario de hoy, o a lo sumo el de ayer pero la edición vespertina. Promising Young Woman es la historia de una venganza. Una venganza mayormente en frío. O más bien envuelta en un calor que no se va. Cassandra (Carey Mulligan) se anuncia desde el principio y desde el nombre. Y va y va: ya decidió la forma y las formas de hacer justicia, de vengar el mal que le hicieron a su amiga del alma. La directora Fennell decide una forma y unas formas. Al principio, parece que las actuaciones pasadas de rosca y los planos pasados de rosca y la dirección de arte pasada de rosca -cuánto Lynch hay para citar y para cortar- se relacionan, quizás (acá no vamos a asegurar nada eh), con una búsqueda estética relacionada con los cómics; uno recuerda Ghost World y le dan ganas de volver a verla. Promising Young Woman promete inicialmente frescura, soltura y desparpajo. Pero en el plan de la protagonista van ganando lugar la transmisión de sentencias y la comunicación de mensajes cada vez más reiterativa, y para eso la directora Fennell va cambiando de tono, no por una olímpica anarquía que podría festejarse sino atada a un sentimiento, o a un presentimiento: estos son los signos de los tiempos y hay que dejar claro que la película es parte de ellos, o que ellos la sobredeterminan, y todo tiene que ser unívoco, tiene que tener un programa de acción (tal vez menos la película que la visión del mundo de los personajes). Promising Young Woman se debilita cuando cree que es más fuerte: no deja crecer la parodia, la burla, la corrosión, y se vuelve exacta cuando la exactitud se vuelve nociva. Ese final “sorpresivo” nos recuerda otra vez porqué preferimos el suspenso por sobre la sorpresa. El suspenso no solamente es más duradero, suele dejarnos menos dudas acerca de las armas empleadas. Aquí tenemos una sorpresa al final, unos paquetes ostensiblemente envueltos con moños, una canción para abrir los regalos y una sucesión de planos para explicar cuántas cosas funcionaron con exactitud. Promising Young Woman, tozuda, cargada de energía, se derrumba al arrodillarse ante su propio programa tozudo y cargado de energía pero no, tú no puedes dejarte arrastrar, no estamos ante un cine en la senda de Tarantino. Tarantino ayudó a crear los signos de su tiempo, o de sus tiempos, y Promising Young Woman ayuda a ceñir aún más la horca propuesta por los asfixiantes signos de estos tiempos. Y un cine rendido ante los “signos de los tiempos”* se aleja cada vez más de la posibilidad de ser un arte del presente**. * La canción “Signo de los tiempos” de Europe fue lanzada en 1988 y, aún con su ingeniería artera de lo más prediseñado del hair metal de esos tiempos, ofrecía más ambigüedad, respiraba más, que el cine de los oscars de la actualidad. Esa canción fue usada después para un videoclip no oficial, que proponía un montaje de imágenes de la banda “en vivo” con fragmentos de Náufrago (Robert Zemeckis, 2000) y de esa unión nacían nuevos sentidos, nuevos signos. “Signo de los tiempos”, la canción, podía llegar a ser menos unívoca de lo que parecía. ** En el prólogo a Cine, arte del presente, libro de artículos de Serge Daney, David Oubiña escribía que “el cine es un arte del presente no porque transparente el mundo sino porque, cada vez, actualiza una mirada”. Promising Young Woman, Nomadland y muchas otras del “cine necesario de hoy” creen que el mundo se ha vuelto transparente y que las miradas no son otra cosa que vidrios de absoluta visibilidad o directamente invisibles. Signos de los tiempos, de un presente que avizora un futuro cada vez menos promisorio, o menos proyectable.
No pensaba ver esta nueva Wonder Woman, y ni sabía que el 1984 del título se refería a que transcurre en el año de marras, y entonces la ambición malsana y falopa y las ropas y el breakdance y otras referencias que se pueden encontrar en el primer estante del supermercado de referencias. Podrían haber aprovechado para decir algo sobre el lúcido legado visionario de George Orwell, ya que estamos viviendo en alguna medida esa pesadilla de la neolengua y el control. Pero no, esto transcurre nomás en el 1984 pop y colorinche y de la ambición, de la maligna ambición de esos tiempos (ahora no hay más, solo hay buenos sentimientos para todes y toddys). Y no pensaba verla porque ya había visto la primera y, a diferencia de todos ustedes y de la Mujer Maravilla, yo no soy inmortal. Pero me pidieron escribir la crítica para A sala llena. Uh, pensé, pero dicen que esta es mucho peor que la primera. Ah, pero esas gentes dijeron que la primera era buena, o muy buena. Reviso lo que escribí sobre la primera, que es de la misma directora, Patty Jenkins. Y veo que al menos la siguiente oración se aplica sin cambios a lo que pienso de esta segunda parte, que es más o menos igual de mala que la primera: La película es algo así como una chatarrería, un predio en el que han quedado partes de cosas tiradas, carrocerías oxidándose, pedidos de comités, aspiraciones comerciales, fórmulas vetustas y piruetas cool. También en esta secuela lo mejor -lo único presentado con ímpetu narrativo y bríos de aventuras- es lo que transcurre en la isla, el pasado mítico. Claro, en la primera parte ese segmento era más largo, pero el final también, y era malísimo y sumamente estúpido. Acá, en esta segunda parte, entramos más rápido en “el mundo”, una Washington de 1984 en la que se nos contará algo sobre la ambición -oh, claro, Reagan- y un cascote con formas obviamente comparables a las de un juguete sexual de doble propósito. Un juguete sexual doble en esta película dos, en la que hay una Mujer Maravilla y otra mujer que la envidia. Y entonces la ambición, oh la ambición. Y la mujer que se convierte en mala pasa progresivamente de un aspecto de sota de copas a ser algo así como la hija de una de las Bangles con un Thundercat. La actriz que debe sobrellevar esta transformación, más algunos de los diálogos más toscamente escritos en mucho tiempo es Kristen Wiig, una comediante total, atlética y -aquí- a la deriva. No parece haber ninguna decisión en términos de estilo actoral que pueda unificar esta cosa, y Robin Wright -siempre muscular, convencida y convincente- aparece casi nada. La supuesta protagonista Gal Gadot sigue siendo una actriz espantosa, por más que a ustedes -inmortales- les guste. En cada gesto, en cada cambio de tono en el plano, en cada intento de transmitir emociones tremendamente codificadas revela no conocer el código y sus énfasis; sus mohines, sus maneras de doblar el cuello llevan el peso de la autoparodia, pero de la carente de conciencia. Eso sí, su personaje puede leer lenguas extrañas y antiguas, muy antiguas, extintas; el cine, arte del siglo XX, le pasó de largo. Hay un malo hombre -o más de uno, porque hay uno ranfañoso puesto para ejemplificar el acoso callejero- interpretado por el chileno Pedro Pascal, que está desatado y parece entender un juego intermitente, que la película hace a medias, sin cohesión y con resoluciones arbitrarias, estólidas e imbéciles: el de la aventura rematadamente kitsch y meramente devota de la diversión. Pero en estos años eso no se puede hacer plenamente, porque hay que soltar enseñanzas y no soltar la imaginación, y hay que ser bueno con todes y toddys. Y no se puede matar a los malos y que vayan con dios o con su dios de los malos; vaya por dios, que en 2020 la muerte ya no existe más. Pascal parece divertirse, y da la sensación de que está en pantalla más tiempo que la propia Mujer Maravilla. De todos modos, Pascal se divertía mucho más como Oberyn Martell en Game of Thrones. Y también nos divertíamos más nosotros, porque Game of Thrones, excepcionalmente, era televisión hecha con bastante espíritu cinematográfico (si hasta había episodios que parecían dirigidos por Mel Gibson, nada menos). Wonder Woman, en cambio, es parte del aluvión de la destrucción, del desguace del cine, aunque algunos de los pedazos de chatarra que exhibe a los tumbos nos caigan un poco simpáticos.