Licorice Pizza

Crítica de Javier Porta Fouz - HiperCrítico

Desencuentro

Escucho a Roberto Goyeneche, me dice que estás desorientado y no sabés / qué "trole" hay que tomar para seguir / y en este desencuentro con la fe / querés cruzar el mar y no podés. Estoy desorientado, desencantado, desencontrado. Vi Licorice Pizza y no tendría que haberlo hecho. Las películas de Paul Thomas Anderson deberían gustarme todas, deberían encantarme. Es uno de los grandes, uno de los directores que más quiero, o eso digo, o eso decía. Escribir sobre una de sus películas, Boogie Nights, me cambió la vida -varias vidas- porque me permitió entrar a la revista El Amante. Pero ya está por pasar medio siglo desde ese momento, es decir casi la mitad de mi vida.

Después de ver Boogie Nights vi en VHS -todavía se usaba eso- su primera película, Hard Eight, una de esas óperas primas deslumbrantes que el cine americano suele o solía darnos. Luego defendí -ya formando parte de la redacción de El Amante- Magnolia. No me animo a reverla, de eso estoy seguro. Me enamoré -o ya estaba enamorado de ese cine y esos actores- de Punch-Drunk Love, y también escribí en El Amante. Más tarde llegó Petróleo sangriento (There Will Be Blood) y encontré juntas, en tándem, las pruebas de las acusaciones que se le hacían al cine de Paul Thomas Anderson, como una especie de revelación del orden de todo lo negativo apiñado y en su máximo fulgor. Creo que algo debo haber escrito en algún lado, seguramente comparándola con la maravilla hustoniana El juez del patíbulo (The Life and Times of Judge Roy Bean), otra película con petróleo y que contaba la misma época. Después llegó The Master y fui a verla con cierta reticencia. Me deslumbró y escribí sobre ella en estas páginas sin papel (link). Luego vino Vicio propio (Inherent Vice) y me enfrenté a una decepción gigantesca, o a mi rabiosa incapacidad para querer -o no odiar- esa película (link). Decidí mantenerme lejos de Phantom Thread, de la que no quise ver ni el afiche.

Meses después del fenómeno -en Twitter, sobre todo- de Licorice Pizza, me dispuse a verla. Se hablaba de mi adorado cine de los setenta, se vociferaban entusiasmos, se mentaba el encuentro feliz con la esencia fundamental del cine, de la capacidad de PTA de llevarnos a todos y a todo talento a la tierra de los sueños. Yo, desencontrado, contrariado, desinflado. Encontré florituras de cámara, como supo y sabe hacer Paul Thomas Anderson, pero no encontré la energía que otros vieron, ven y están viendo. Licorice Pizza es un como si, pero no el como si de un juego. Es otra cosa, es otra cosa, y de esa otra cosa, algo desplazado, algo que no está en donde promete, una película astuta o que quiere serlo, un relato que elude la fluidez en aras de ser inteligente pero que se pierde, se desencuentra, se desarma incluso antes de armarse. Es una película que intenta ser como de los setenta, pero no lo es porque por un lado no puede serlo, y por otro porque es letalmente autoconsciente. Y por otro porque se decide a no fluir, por llenarse de ripios. Y por otro más porque cree que las elipsis cancheras no son finalmente una pesadilla de focalización externa si se abusa de ellas. Es una película sabihonda, que se empachó de ganas de referencias, de detalles de época pero que no confía en su encanto, o no lo tiene. Y así nos explica con la tele, con la maldita tele, que el petróleo esto y aquello, porque 1973. Sólo una película que no es de los setenta puede cometer esa torpeza wiki enciclopédica. Sólo una película que no es de esos tiempos puede incluir una referencia así de tosca al éxito de Garganta profunda. Sólo una película que no es de esos tiempos puede quedarse en la espalda en el momento de mostrar las tetas. Sólo, me dejó solo la película. Solo, desencontrado. Adventureland de Greg Mottola es la gran película de un amor como este amor, y que viajaba bien a otra década. Adventureland permanece y Licorice Pizza me genera mal humor, quizás porque no logro conectar con ella, quizás porque pone la música con un marco dorado, demasiado farolero. Para peor, las actuaciones son todas excelentes, en términos de que todos los actores llegan con creces a cada uno de los irritantes desafíos -casi de muestrario actoral- a los que se los somete. Una película desencontrada, desmembrada, que aparenta tener fe pero no la tiene (aunque la fe ciega en PTA genera fieles y la fe rebota y vuelve y genera alegrías), y que me encuentra solamente cuando Bradley Cooper copa la parada, o con los chistes de John Michael Higgins y las japonesas. La historia de amor ni siquiera la vislumbré, o simplemente no les creí nada. O será que simplemente vi tres cuadras antes cada sentido a interpretar de cada secuencia de desencuentro o desfase de la parejita, y todo se me hacía eterno, falsamente estirado. O tal vez sea que Adventureland estaba y está viva y Licorice Pizza tiene el hálito de la muerte de la nostalgia recreada con hijos, padres, tíos y nietos de famosos, en una especie de lógica del estrellato de línea de sangre, de la parentela de Hollywood. No es lo mío: soy plebeyo y estoy desencontrado, malhumorado y contrariado. Y, por último, no me gusta el sabor licorice. Es tan horrible como el de un caramelo Media hora que, en este caso, dura más de dos.