Halloween: la noche final

Crítica de Javier Porta Fouz - HiperCrítico

El cine es

Ir al cine. Ir a la energía del cine. Acercarse al sol del cine. Acercarse al poder del cine. A la felicidad del cine. Entregarse al cine. Eso permite la nueva película de David Gordon Green, la tercera de la trilogía de Halloween que desde 2018 ha continuado a la película original -dicho esto en más de un sentido- de John Carpenter de 1978. David Gordon Green, el director que empezó su carrera, y el siglo, con George Washington, All the Real Girls y Undertow y que hizo mucho más, como por ejemplo Prince Avalanche. David Gordon Green, un cabal director de cine en un siglo en el que las cosas que importan o importaban han mutado tanto que ya no parece importar ni siquiera el nombre de los directores; es notorio cómo van desapareciendo de los afiches y de los trailers).

Este siglo ha cambiado tanto las condiciones de recepción del cine que cada vez se pone de manifiesto con mayor claridad la derrota de las concepciones de los grandes, se hace caso omiso del poder del arte del siglo XX, el arte de Hitchcock y Buñuel. Hoy, otra vez, se reciclan los debates que parecen obnubilarnos para después pasar merecidamente e importan los temas, los mensajes, la educación, el cine debate de las materias de educación cívica y de “formación ciudadana”. Bueno, jódanse: el cine sigue merodeando y todavía nos estremece y nos emociona por películas como Halloween Ends y no por la película necesaria.

Halloween Ends, que debió ser “Termina Halloween” o “Halloween termina”, acá se ha estrenado como Halloween: la noche final, quizás para unirla con el título local de estreno de Halloween de John Carpenter de 1978, que fue Noche de brujas. O quizás a nadie le importó eso. Quizás lo que importe ahora en general sea “el nuevo terror” o el “terror elevado”, el terror de temas más identificables, el terror más de moda, el terror que te da un tema para discutir. Acá, como siempre en Carpenter -que anda muy presente en esta película y en esta trilogía- el tema es el mal. El mal el mal el mal espejo de mi corazón, esa es la perfidia. El mal en Michael Myers y el mal que irradia la forma de Michael Myers, el mal que atraviesa las relaciones en el pueblo. No todas, claro, porque los que están solos nunca están del todo solos, y ahí es cuando el cine sabe construir una gran historia de amor en el sendero de los clásicos del western -acá sí que están Hawks y Ford- con apenas minutos y reverberaciones. Gracias una vez más Jamie Lee Curtis, gracias otra vez Will Patton. Rostro, arrugas, miradas, desafíos, golpes, respuestas, movimientos de Jamie Lee Curtis obtienen respuestas positivas, enaltecidas, de la implacable fotogenia. Jamie Lee Curtis, es decir Laurie Strode, en una silla mecedora abierta de piernas y golpeando rítmicamente la pared. Laurie y una calabaza, Laurie y la pelea física. Laurie monumental, Jamie Lee Curtis monumental. Erotismo y violencia, Kiss Kiss Bang Bang, cine para homenajear a los setenta inolvidables, a Pauline Kael y a los sentidos implicados, a la euforia de saberse interpelado por una película de esas que se desprecian como innecesarias. Esas son las películas que hicieron el cine, las que realmente necesitamos para emocionarnos, para pedir más y más cine, las que nos llevan a otras películas, a Christine, a La cosa y a Martes 13 y las tradiciones que supieron ser novedades orgullosas y pasionales y no cálculos de ingredientes melindrosos. Las películas que nos hacen como espectadores, cuyo virtuosismo se evidencia invisible para los ciegos ante la luz y su capacidad de visibilizar y también de ocultar, de ponerse en pausa para retomar la acción. Cine que se mueve porque piensa de verdad, no porque afirma que piensa. El cine no se señala sino que es, porque el cine es antes de afirmarse como tal.

En Halloween Ends importa la relación entre el personaje y los marcos de las casas, las casas y sus marcos para encuadrar, el movimiento que no pide permiso para ser motor (y esta es una película con muchos motores, una película nada híbrida). Importa el montaje que da paso a la acción virtuosa y no virtual, a la violencia que no teme mostrarse, a la adrenalina de una caída y el corte violento a los títulos iniciales del sinfín de calabazas demoníacas con la música, la música, la música imparable de uno de los grandes directores compositores (Carpenter como Eastwood como Chaplin). En Halloween Ends importa dónde poner la cámara en función del rostro y del cuerpo de los personajes, de sus interacciones, de sus movimientos, en planos no prefigurados por lo que la gente reconoce de la televisión sino por la llegada a los sentidos desde la tradición del cine: la liberación de los monstruos que sí tienen aspecto de monstruos -la transformación que siempre estuvo latente del personaje de Corey señala a un actor extraordinario- aunque no necesitan siempre la máscara, al menos no la visible. El humor y la violencia combinados, la tragedia que no niega la continuidad de la vida. Una película imposible pero que existe, aunque a juzgar por lo que se escribe sobre ella pocos la puedan ver, porque aparentemente estamos matando al cine, en procesión y con antorchas. Pero David Gordon Green, John Carpenter y Jamie Lee Curtis resisten, alumbran de forma asertiva el ser del cine, hecho siempre de luces que se explican solas, incluso cuando se presentan como sombras.