En más de una ocasión la crítica de cine (los críticos, uno mismo) utiliza el término “académico” (y sus derivados) para invocar la supuesta prolijidad formal de una película. Otro término recurrente es el de catalogar a un film como “solemne” dando a entender el tono grave que impera en la narración. Y esto más allá de la calidad de la película en sí misma, de sus logros o defectos en la puesta en escena, de la forma en que el cineasta transmite el discurso al espectador. En efecto, cuando se escribe sobre cine se suele caer en ciertos lugares comunes o en “tips” que la crítica usa como necesidad imperiosa para analizar una determinada película, valiéndose de ciertos recursos que se repiten (repetimos, aclaro) en más de una oportunidad. Ocurre que la cuarta película de Martín Viaggio amerita que se vuelva a exponer el manual del lugar común apelando a los términos antes citados con el fin de analizar de manera crítica los contenidos y la forma en que se transmite el discurso fílmico. Daría la impresión que Cuando ya no esté, en casi todo su desarrollo, justifica la nueva utilización de las palabras “académico” y “solemne” para analizar las escasas bondades que trasuntan en su hora y media. En ese sentido, no encuentro otro camino que calificar a la cinta a través de esas definiciones, y por qué no, de manera avasallante. Ahora, ¿había otra forma de expresión para describir la historia de Arturo, a quien se le informa que tiene los días contados por una enfermedad y que la ciencia nada puede hacer con eso? ¿Existía otro camino temático que el afán del personaje por reconciliarse con su hijo y comunicarle con tardanza de la horrible noticia a su esposa y a sus compañeros de trabajo? ¿Podía haberse construido una puesta en escena diferente donde la música, hermosa pero excesivamente invasiva, refuerza algunas escenas de manera gratuita? Probablemente no pero justamente desde esa contundente prolijidad formal surgen tomas y planos de indudable valor turístico (la película se filmó en Mendoza) ajenos al lenguaje cinematográfico. Y aparece, en más de una ocasión, ese riesgo transparente de que la película caiga en golpes bajos y expulse lágrimas gratuitas en el espectador que, por suerte, se diluye rápidamente. Ahora, Cuando ya no esté necesita de ese tono grave y solemne, de ese academicismo de manual y de planos y movimientos de cámara racionalmente expresados a través de las imágenes para transmitir su discurso. Y desde allí los resultados terminan siendo frágiles, perfectos pero dignos de una naturaleza muerta. Un personaje secundario, el del ciego que encarna el gran Marcos Woinsky, tal vez represente los alcances y objetivos de la película en sí misma. Verborrágico y reflexivo, su criatura de ficción oscila entre la sutileza y la banalidad. Destaco como desenlace de este texto “académico” y “solemne” el notable trabajo de Gustavo Garzón. El año pasado con El monte y ahora en Cuando ya no esté se confirman las innegables virtudes del intérprete.
UNA MUJER Y UN CONTEXTO Suerte de viaje ideológico de un sujeto pasivo, descripción de un contexto repleto de silencios y miedos interiores y sutil mirada sobre una sociedad que en buena parte disfruta de su tercer año golpista, la opera prima de Manuela Martelli (actriz de renombre acá y en su país de origen) manifiesta un determinado estado de las cosas con un punto de vista declaradamente unívoco. Carmen (gran trabajo actoral de Aline Küppenheim) representa a la alta burguesía chilena pero sin voz ni voto en conversaciones con íntimos o no tanto cuando se refiere a ese estado de las cosas. El accionar criminal de la dictadura pinochetista (cívica, militar, económica) permanece en un espacio en off como se expresa en la primera escena de la película: algo ocurrió pero no se sabe qué fue, ya está, no se observa en el plano. Desde ahí Carmen observará y luego tomará decisiones, a su manera, claro, como si de a poco armara su propio rompecabezas ideológico, qué es aquello que sucede a su alrededor y cómo de ahí en adelante se desarrollarán sus relaciones privadas: con el padre, el esposo, en un almuerzo, en una fiesta. Ahí Carmen desovilla su identidad, su actualidad fluctuante, más aun, cuando deba ocultar a un joven supuestamente militante y opositor al régimen imperante. 1976 es un viaje hacia el interior de un personaje que descubre acontecimientos y hechos impensados para ella: el rol que ocupó la iglesia contra la dictadura, el papel que jugaron los medios (en la película constantemente se observan televisores encendidos anoticiando informaciones sobre el régimen), la rabiosa colaboración de las capas altas de la sociedad chilena con las autoridades, en especial, en esas conversaciones que se ven interrumpidas cuando se intenta hablar de política. La directora Martelli nunca recurre a la información abundante sobre ese estado de las cosas. Retacea explicaciones, descarta escenas de alto impacto ideológico, elabora una narración donde ese sujeto actuante, pasivo en principio, activa su mirada a medida que descubre hechos y acontecimientos. En esas caminatas de Carmen, siempre cigarrillo en mano, la película decide modificar a su personaje central, adentrándose en los bordes del infierno, en la periferia de una dictadura que silencia voces u obliga a hablar en forma tenue y hasta temerosa. Un buen ejercicio comparativo podría establecerse entre 1976 y La historia oficial de Luis Puenzo. Dos miradas, dos mujeres, dos paisajes criminales, dos tomas de conciencia. ¿Opuestas o complementarias? ¿Qué conecta o separa a Carmen y Alicia, la profesora de literatura del oscarizado film local? Creo entender que lo esencial es la forma en que se transmite el discurso, por extensión, la manera en que se construye la puesta en escena. Desde allí podría sugerirse que entre ambas películas subyacen más diferencias que similitudes. Y en algunos tramos, de acuerdo al devenir de los relatos, esas distinciones terminan resultando amplias y concluyentes.
Dentro de la corriente “película intimista con fuerte contexto político y social”, El engaño gana puntos por su sutil discreción en abordar ciertos temas donde confluyen aspectos públicos y privados. En efecto, la opera prima del tunecino Mehdi Barsaoui comienza con un clima de confort familiar y de pareja, una reunión de amigos y una ida y retorno en auto con la alegría desbordante de padre (Farez), madre (Meriem) e hijo (Aziz) entonando una pegadiza canción que emite la radio. La fatalidad surgirá a pocos kilómetros del regreso de un día perfecto: una escaramuza, disparos de por medio, paisaje conflictivo y el hígado destrozado de Aziz que requiere de un trasplante urgente. El engaño (título original: El hijo) estalla en medio del papelerío burocrático y, desde ese punto, empieza otra historia, o en todo caso, lo afectivo, particular, intimista y familiar se fusiona a un entorno en eclosión, en permanente tensión, de acuerdo a las revueltas políticas y sociales de entonces (la historia transcurre cuando aún Gadafi ocupaba un espacio de poder). Ahora, ¿cómo funciona esa simbiosis de aspectos públicos / políticos y privados / infidelidad de pareja de tiempo atrás? ¿De qué manera el director transita de un ítem a otro desde la narración? El pasaje, por momentos, es más que alentador como dispositivo dramático: Barsaoui recorre los pasillos del hospital y manifiesta el conflicto de los padres sin caer en golpes bajos o escenas gratuitas. Cruces de miradas, silencios, reproches sin necesidad de levantar la voz, recriminaciones varias conforman un corpus temático de lograda elocuencia: allí están los mejores momentos de El engaño. La otra zona, aquella donde impera el contexto por encima de la historia particular e íntima tiene su escena detonante cuando Farez se entera de la posibilidad de obtener un hígado de manera ilegal y clandestina. Esta escena, que produce un vuelco importante desde lo narrativo hacia lo general, público y político acumula demasiadas novedades y giros argumentales en la segunda mitad, omitiendo el estilo seco y contundente de los momentos que suceden en el hospital. Vaya desafío del director Barasaoui: aunar en una misma historia la descripción de una sociedad y sus características y costumbres, contar el descubrimiento de una infidelidad de antaño, bucear en la temática “hospitalaria” sin falsedades y lugares comunes en la narración y contextualizar un paisaje que marca el desenlace de un gobierno y de una época. En esa mezcla de alto riesgo El engaño canta victoria por su destreza narrativa, la química actoral de la pareja protagonista y las referencias, no tan ostensibles pero delicadas, al cine del director iraní Asghar Farhadi, en especial desde su mejor título, La separación (2011), punto ideal de anclaje para comprender a un matrimonio, en este caso de origen tunecino, junto a sus idas y vueltas dentro de una situación más que límite.
THRILLER=DENUNCIA Como se percibe en los primeros minutos de Legítima defensa la vida profesional de Eduardo (Alfonso Tort), fiscal, no se compadece con su devenir afectivo. La relación con su hija no es la mejor y entre cavilaciones y preguntas sin respuestas la opera prima de Andrea Braga presenta su conflicto inicial que de inmediato se verá aumentado cuando el personaje se anoticie de dos muertes en su pueblo natal. En ese comienzo el film desovilla sus dos tramas paralelas, anexadas entre sí: la confluencia de aquello público (las muertes a investigar) junto con el terreno privado (el retorno del personaje a su lugar de origen), donde deberá reencontrarse con dos viejos amigos: Paula (Violeta Urtizberea) y Ramiro (Javier Drolas), ahora convertido en comisario de ese paisaje en tensión. Estimulante inicio el de Legítima defensa, adscripto a la vertiente policial fúnebre y solemne donde el recurso de una luz contrastante actúa como protagonista de varias escenas. Son los momentos donde la trama refiere al policial desde las adyacencias del género y no desde la exhibición de sus costuras más reconocibles. En ese paisaje acorde a la remanida frase de “pueblo chico, infierno grande”, Legítima defensa describe sin enfatizar las idas y vueltas de un contexto donde se ocultan demasiadas cosas y los secretos están a punto de estallar. Entre susurros y voces tenues, como si pidieran permiso o tuvieran miedo de revelar aquello que se olfatea en el lugar, la historia recae en una sutil descripción psicológica de los tres personajes centrales, unidos entre sí por el pasado y ahora asfixiados en un presente tumultuoso. El giro dramático que adquiere el film en su segunda mitad, aclarando ciertos conceptos ahora sí de forma poca sutil, no favorece el interés de una historia hasta ahí sustentada en la investigación a cargo del fiscal. Se dirá, y con razón, que la información que responde al conflicto inicial – un ecosistema ilegal que se basa en el uso y abuso de agroquímicos – revela las miserias de funcionarios y de un contexto al que le importa poco y nada la vida de los lugareños. Pero, justamente, esa aclaración del conflicto público perjudica a una trama que hasta el momento se sostenía en hipótesis y preguntas aun sin respuestas. Desde allí hasta el desenlace, Legítima defensa trabaja desde las convenciones del policial de denuncia, aferrándose al a-b-c narrativo de en esta clase de historias desplazando u omitiendo las tipologías de sus tres personajes centrales en sus zonas más cálidas pero también oscuras. En ese cambio de rumbo de la trama la película elige un tono de informe periodístico que invalida aun unas últimas imágenes filmadas en ralentí de fuerte impacto emocional. Ocurre que Legítima defensa es un film partido en dos, sutil y subrayado en dosis similares.
REALISMO INSTITUCIONAL Seductor desafío para quienes escribimos crítica y conocemos al detalle al cine argentino de cualquier época. Plantearse, preguntarse, interrogarse cuándo el cine de Campusano declinó en interés y a partir de qué cuestiones estéticas y temáticas su propuesta no sale de una medianía ineficaz sin el impacto de la brutalidad y honestidad de la primera parte de su obra. Obra iniciada hace más de veinte años con Vil romance y Vikingo, que continuaría con Fantasmas de la ruta y la extraordinaria Fango hasta El perro Molina, acaso su último opus de interés. De ahí en más, entremezclada con otras películas, aparecería su descanso inusitado en la geografía de Puerto Madero con Placer y martirio y un puñado de retornos a paisajes reconocibles con un grupo de películas (El azote, Bajo mi piel morena, El viaje de Nehuén Puyelli, Hombres de piel dura) que, sin tratarse de material de descarte, no se acercan a la sinceridad formal y temática de antaño. Cabría preguntarse por qué Campusano libra al azar las marcaciones actorales, por lo general a cargo de no profesionales, que recitan textos sin contemplaciones. Ahora, esta (supuesta) falencia, ¿acaso no estaba presente en las primeras películas? Sí y en varias ocasiones pero ocurre que el despliegue feroz de situaciones límite, la violencia visceral y creíble retratando un mundo en descomposición o a punto de estallar y el ruido de las motos encabezado por el inolvidable Vikingo neutralizaban aquellas zonas erróneas de un cine personal e intransferible. En ese grupo de títulos inestables que siguieron a El perro Molina se adscribe su última propuesta: La reina desnuda, filmada en Gálvez (provincia de Santa Fe), con actores de esa localidad, en una trama que desovilla en diferentes tiempos narrativos la ciclotímica vida de Victoria (Natalia Page). En primera instancia resuena más que relevante que Campusano describa una historia a través de flashbacks para comprender mejor un presente tumultuoso como el de la protagonista quien, entre otras idas y vueltas, pierde un embarazo, se prostituye, transgrede ciertas normas que incomodan al macho misógino y golpeador y decide trabajar como pasante en un sector del municipio donde se manifiesta el maltrato a la mujer. A Natalia le ocurren más cosas (novedosas o no) a través de la trama, siempre construidas con el estilo del director, directo y recitativo, contundente y aleccionador. En ese punto, presumo, se encuentra el cine de Campusano en la actualidad. Nada se ha perdido de la potencia visual directa y sin vueltas que conforman un estilo de inmediata identificación. Pero a esa zona ya reconocible de su cine, en las últimas películas, se ha sumado una mirada institucional y redentora que se contrapone a la virulencia de sus escenas más representativas. Ejemplos: el inolvidable duelo final de Fango, las cenizas del Aguirre desparramadas en la ruta por los motoqueros en Vikingo y las escenas carcelarias de Fantasmas de la ruta no necesitan de la piedad, la redención, el consejo y el reglamento de una determinada institución. Se valían por sí solas desde su costado más salvaje dependiente de la supervivencia y la violencia cotidiana. La reina desnuda, con sus defectos y virtudes, se encuentra en ese sector frágil que hoy caracteriza la obra del director.
MUJERES DE FUEGO, MUJERES DE NIEVE El coraje y la valentía de dos jóvenes mujeres embarazadas, el derrotero de hospital en hospital, el maltrato hogareño, la amistad de ambas, la mirada del director brasileño Pedro Wallace que apunta a la denuncia social de un sistema de salud resquebrajado y el retrato de una geografía de supervivencia cotidiana son algunos de los ítems temáticos que ostenta Las preñadas, una coproducción bien latinoamericana que manifiesta, entre otras cuestiones, un lamentable y terminal estado de las cosas. Y ahí están los personajes centrales, Juana y Carmela, soberbiamente interpretadas por Marina Merlino y Ailín Salas, en esos primeros minutos del film donde se describe el nulo bienestar de cada una con sus respectivas parejas e hijos. Los embarazos de las dos servirán al director para que la película se sumerja en un vía crucis hospitalario, en el reflejo de un sistema de salud hecho añicos que obligará a las mujeres a emprender una especie de road movie de a pie en medio de carencias, molestias, malestares, dolores físicos y desidia social. En este punto Las preñadas converge hacia un dilema que va más allá de sus pretensiones temáticas. El reflejo directo de un caos hospitalario que padecen ambas mujeres trasluce como el eje central de la película. En ese sentido, se está ante un film que no se diferencia de tantos otros donde se manifiesta una denuncia social sobre un tema determinado donde la sociedad poco puede hacer o, en todo caso, no se preocupa demasiado en remediarlo. Por contraste, la elección de puesta en escena y de un tempo narrativo parsimonioso, elegidos como sistema narrativo por el cineasta Wallace, invade cada una de las escenas y se destaca por encima de su tema en sí mismo ya de por sí expuesto de manera directa. Es decir, por tomar un ejemplo también del cine argentino: Las preñadas es una película, desde sus decisiones formales, ubicada en la vereda de enfrente de Darse cuenta (1985) de Alejandro Doria, explícita en su discurso y transparente desde su exhibición retórica. La apuesta de Wallace, en cambio, se dirige hacia otra zona: denunciar ese estado de las cosas pero de la forma más sutil posible. Y ese es el desafío principal de Las preñadas, película rodada en Misiones y Brasil, hablada en dos idiomas, con una inclinación particular por elegir un tono minimalista para determinadas situaciones, lejos de la euforia y del subrayado pero, eso sí, mostrando la fortaleza de dos mujeres que pelean solas ante un contexto acosador y problemático, no solo privado sino también público.
…Y PISA FUERTE Novedad para el cine argentino: un film de monstruos… y con monstruo mitológico, concebido por un director cordobés, rodaje en esa provincia y en Salta y personaje–criatura con remedo de Pie Grande y el Yeti. En fin. Parece demasiado pero el riesgo siempre será bienvenido más aun cuando no se recuerdan ejemplos semejantes en el cine nacional. Salvo, claro está, aquella relectura kitsch y selvática de El bebé de Rosemary parida por Armando Bó detrás de cámara y en la piel de El Pombero dentro de las demenciales imágenes de Embrujada (1969) con Isabel Sarli acosada por el peludo protagonista con mascarita diabólica de carnaval. Pero El Pombero no pisa tan fuerte como El Ucumar al que se lo ve poco y nada de acuerdo a la acertada elección del fuera de campo y del espacio off a cargo del cineasta Revol Molina (tercer largo de su carrera). El Ucumar parece ser una criatura mitológica, de relato de cuento breve o de construcción oral de acuerdo a quienes aparentemente lo cruzaron en alguna ocasión. Por eso, la película tiene dos ejes paralelos como relato cinematográfico. Por un lado, la labor que cumplen tres biólogos (dos hombres, una mujer) investigando el supuesto accionar de un oso en la selva. Trío especializado que contará la ayuda de un lugareño, el clásico personaje que conoce al detalle el hábitat, pero que reniega de la presencia de un animal para darle cabida al mítico monstruo que se mostrará cerca del final. Y, por otra parte, cinco pequeños flashbacks como si se trataran de viñetas dramáticas que refieren al Ucumar, mostradas como breves inserts narrativos que funcionan placenteramente en contrapunto al tiempo presente. Dentro de esos cinco pequeños hechos que cuenta El Ucumar, plagados de sangre, rituales y exposiciones terroríficas estilo gore, se destaca “El origen”, que refiere al nacimiento de la criatura, donde la película invoca de manera elocuente, en cuanto a la transformación en cámara, a aquella El hombre lobo americano de John Landis. Revol Molina explora con delectación ese espacio selvático, aunque en más de una ocasión se regodea con el uso de una cámara aérea, cuestión que no invalida que la naturaleza como protagonista secundario pero de peso dramático en la historia se fusione a los personajes. Vaya casualidad (o no tanto): el año pasado se estrenó El monte, la muy buena película de Sebastián Caulier donde la combinación naturaleza-personaje se dirigía a contar una historia donde el misterio y la elusión cobraban protagonismo. En ese punto, El Ucumar es diferente: la apuesta de Revol Molina invoca a los films clase B de los años 40 y 50 reinterpretados por los tiempos actuales: el cine como aventura y como exploración de diversos géneros cinematográficos valiéndose de personajes transparentes que no necesitan de explicaciones simbólicas. En ese sentido, El Ucumar es una película original, un primer intento de resurrección de un cine y una manera de narrar una simbiosis de terror y aventura que parecía perdida en el tiempo.
Entre el psycho thriller y el film de denuncia Tres líneas narrativas se trabajan en Holy Spider, en ocasiones de manera contrastante y en otras de forma complementaria. La película, basada en hechos reales de hace un par de décadas, donde un buen esposo, padre y persona respetadísima en su mundo privado y laboral, desparramó su furia asesina en los cuerpos de 16 prostitutas de la ciudad de Masshad con el fin de “limpiar a la sociedad”, ofrece condimentos destacables y en otros se sumerge en una lectura urgente y actual (el rol que ocupa la mujer en Irán) que neutraliza los logrados momentos donde la trama se inclina por narrar una historia de la manera más clásica posible sin apelar a subterfugios coyunturales y opiniones de inmediato impacto. Por un lado, todo lo relacionado a Saeed (el asesino), su ámbito social y familiar, las tradiciones iraníes a la orden del día, el respeto de sus hijos, y claro está, su paseos nocturnos en moto a la búsqueda de prostitutas. Cuatro asesinatos son mostrados en la película con lujo de detalles, de la manera más cruda y realista posible, a pura violencia tal que recuerda, por momentos, a la visceralidad física (gratuita o no) de Gaspar Noé o a Henry, retrato de un asesino de James MacNaughton. Pero el sujeto narrador no es Saeed sino una periodista de Teherán, Rahimi, metida de cabeza en el caso y descubriendo, de a poco, el nulo interés de la policía y las autoridades en general en revelar la identidad y el accionar del psicópata. En este sector narrativo, la película también gana puntos porque describe con sutileza el contexto poco favorable que se le transmite a la inquieta reportera. El punto más álgido y discutible de Holy Spider surge en la última media hora con la captura de Saeed, segmento donde la película se reconvierte en otra, auscultando el interés en la denuncia social, juicio de por medio y condena o salvataje de último minuto que no revelaré por acá. No está mal que la trama gire hacia una zona más cómoda y de fácil digestión para un espectador luego de los crímenes descriptos de la forma más directa posible. Pero ocurre que la combinación de historia de psycho thriller y película de denuncia de un contexto social determinado solo deja mostrar las costuras más débiles de un relato donde esos dos ejes temáticos no encajan a la perfección. Aclaración final: la historia real que cuenta el film del director iraní Ali Abbasi (radicado en Dinamarca), también responsable de la muy elogiada Border (2018), que aún no vi, tiene un documental de 2003 (And Along Came a Spider) en donde, supuestamente, el asesino y su familia describen los hechos de otra manera, dando a entender, a futuro, claro, de las libertades que se tomaría el cineasta para contar su propia visión del asunto. A quienes acusaron a la película (periodistas locales y extranjeros) de ciertas exageraciones que decidió Ali Abassi les recordaría que el cine, entre otras cosas, es el arte de la manipulación y que para nada necesita de mentes bienpensantes sumergidas en supuestas correcciones políticas o de cualquier otra índole.
Verano francés, parece. La semana pasada se estrenó Los jóvenes amantes, rutinaria historia de amor algo recordable desde la pareja protagónica. Y ahora viene Con amor y furia, con Juliette Binoche y Vincent Lindon viviendo una inesperada crisis pero, vaya que resulta importante, con Claire Denis detrás de cámara. A través de su extensa trayectoria (más de 15 películas) Denis vuela por los aires la añeja (¿vigente?) política del autor: en su obra se encuentran relatos íntimos sobre parejas (Vendredi soir), historias de fuerte óptica feminista (Bajo un sol interior, también con Binoche), inserciones en el terror canibalístico (Trouble Every Day) o en la ciencia ficción distópica (High Life, otra vez Binoche), diversas miradas que confrontan culturas (su opera prima Chocolat; 35 Rhums; El intruso; White Material) o un sutil homoerotismo de desierto y arena naranja (Beau travail), entre otras confluencias temáticas y formales marcadamente antagónicas. Pero en más de una película de Denis se cuela una visión muy francesa, sobre conflictos arraigados al viejo Tercer Mundo desde una mirada claramente eurocéntrica que, por momentos, roza o hasta avasalla debido a su cómoda corrección política. Sara trabaja como periodista radial y entrevista a una mujer libanesa que describe las atrocidades en su país y en más de una escena este subtema (que incluye citar a Fanon desde una prédica burguesa siglo XXI) pretende acentuar o, por lo menos, disimular la historia central de Con amor y furia: la súbita crisis de una mujer y un hombre a plena felicidad (Sara y Jean) desde el momento en que ella se cruza con Francoise (Grégorie Colin), su ex y amigo de su pareja actual. | Esa felicidad de Sara y Jean ocupa los primeros quince minutos: mar, sol, intimidad de la pareja, besos, silencios. El nudo argumental, placentero desde un inicio, irrumpe de manera inesperada con la novedad que cité más arriba. Y acá surge el desafío para una directora experimentada como Claire Denis: cómo sostener durante hora y media (con los correspondientes intervalos “políticamente correctos”) una relación que parece hacerse trizas sin caer en lugares comunes o escenas estéticamente estereotipadas. Desde la planificación del guión las novedades son las esperables: los encuentros de Sara y Francois, sujetos al punto de vista narrativo elegido por la directora, la soledad que vive Jean junto a sus dudas por el comportamiento de sus mujer, la hipótetica relación laboral entre Jean y Francois… y así. En este punto, Con amor y furia es una historia convencional, bien narrada y con dos estupendos actores. Pero Denis está y se hace presente en un excelente trabajo de cámara, en especial en dos escenas (extensas) donde Sara y Jean discuten en interiores ante la inminente crisis. Allí la realizadora recurre al plano secuencia o, en contraste, a abruptos cortes entre toma y toma, como si estuviera espiando el conflicto desde el ojo de una cerradura. En esas y en otras escenas registradas en exteriores con Sara y Francois, Con amor y furia se aproxima sin regodeos ni pedidos de disculpas, a una estética cassavetiana: la energía que transmite en un principio la palabra escrita en un guión, se transfiere a los actores protagonistas y, por extensión, a las decisiones que toma en este caso la realizadora para concebir una determinada puesta en escena. Ahí Con amor y furia se convierte en una película distintiva y sutil.
UN POCO DE AMOR FRANCÉS No hay edad para el amor parecen trasmitir las imágenes de Los jóvenes amantes, pero en este caso, los lugares comunes quedan de lado de acuerdo a la relación afectiva entre un médico oncólogo de 45 años, casado y con dos hijos, y una mujer de 71, madre, viuda y abuela, ya que su tratamiento temático no es moneda corriente cuando se cuenta esta clase de historia. En efecto, mucho tiempo después de conocerse en un hospital Pierre y Shauna se reencuentran de manera azarosa y desde allí surgirá el interés romántico de él hacia ella. Primera novedad de la trama: no se está ante la clásica historia de romance otoñal de una mujer de 70 enamorada de alguien más joven. La mirada de la directora Carine Tardieu (cuarto film) es a la inversa, diseccionando al personaje de Shauna que plantea porqué ese hombre más joven se siente atraído por ella. Segunda novedad de la historia: el punto de vista del relato cae en el personaje de Pierre y de su desesperación por Shauna, en los conflictos que provoca su decisión dentro de su entorno familiar y hasta en los desajustes que empiezan a ocasionarse en el ámbito laboral. Entre los afectos que van y vienen de Shauna y Pierre, donde ella ostenta sutilmente sus síntomas de vejez frente al ímpetu de él, Los jóvenes amantes elige en su segunda mitad el camino más problemático y de supuesto impacto en el espectador: la aparición de la enfermedad como centro argumental desplazando la postura de una pareja viviendo una historia de amor no convencional. Allí el guion de carga de tips y lugares comunes buscando una fácil emoción que no condice con la travesía y el derrotero romántico de una pareja particular que articula su deseo y romanticismo en escenas que se alejan de aquello previsible. Por ejemplo: que durante el encuentro íntimo de la pareja la imagen no muestre velas y tampoco se recurra a una luz repleta de filtros, ya de por sí, es una acertada elección estética. Tercer acierto de la película: la química actoral de la pareja central. El camaleónico Melvin Poupaud, austero en gestos y tics, no necesita transmitir más que eso. Aquello de camaleónico refiere, entre otros, a su papel pirotécnico en Lawrence Anyways de Xavier Dolan. Vean y comparen. En cuanto a ella, Fanny Ardant, la señora Truffaut y última musa del cineasta, basta observarla con detenimiento al momento de ver sus manos o cuando demuestra dificultades para levantarse de la bañera para corroborar, si ere necesario, de que se está frente a una actriz por excelencia.