Éxito, deporte de contacto Whitney Houston, suerte de reinterpretación en clave ochentosa y extremadamente radio friendly del soul, el funk y el rhythm and blues de divas previas como Aretha Franklin, Etta James, Roberta Flack, Diana Ross, Gladys Knight, Patti LaBelle y la gran Chaka Khan, comenzó su carrera en la música grabando y actuando en vivo al servicio de su progenitora Emily “Cissy” Houston, otrora miembro de The Sweet Inspirations, legendario grupo de coristas góspel que trabajó para Elvis Presley, Jimi Hendrix, Solomon Burke, Van Morrison y la misma Franklin, una amiga de la familia desde siempre. La cantante es fichada en 1983 por Clive Davis, el fundador y presidente de Arista Records, después de verla actuar en un club nocturno neoyorquino y ambos dedican la friolera de dos años para pulir el producto y eventualmente presentar al público el mítico debut discográfico solista en cuestión, Whitney Houston (1985), un popurrí de baladas, pop y rhythm and blues típico de la época que se repetiría como fórmula ganadora en ocasión de la segunda placa, bautizada simplemente Whitney (1987), un par de trabajos que efectivamente funcionarían como las obras maestras primigenias de la mujer y que le darían el récord de siete “números uno” seguidos en el todopoderoso chart estadounidense, desplazando a los seis anteriores compartidos por The Beatles y los Bee Gees. La popularidad de turno no sólo se explica por su vozarrón, siendo una soprano spinto, sino también por la heterogeneidad de su público multitarget, su talento para las modulaciones melodramáticas y ese minimalismo formal de base ya que, de hecho, su principal “arma escénica” era el canto mientras que el grueso de las superestrellas de los 80 y 90 dependían muchísimo de las coreografías, la vestimenta, el maquillaje, las coristas, los videoclips, la pompa pirotécnica de los recitales y la producción ultra adornada de las grabaciones de estudio. La gloria comercial, una que le ganó acusaciones de “venderse” al público blanco, pronto trepa a niveles gigantescos en ocasión de sus dos placas siguientes, la mediocre I’m Your Baby Tonight (1990), un intento de adaptación al new jack swing en boga, y la rutinaria The Bodyguard: Original Soundtrack Album (1992), banda sonora de su gran debut como actriz, El Guardaespaldas (The Bodyguard, 1992), film de Mick Jackson. Houston, que para entonces ya tenía una generosa experiencia como diva, definitivamente tomó nota del éxito internacional gigantesco de El Guardaespaldas, con un guión bastante bobo de Lawrence Kasdan, y especialmente de I Will Always Love You, cover soul de una canción de 1973 de Dolly Parton que se terminaría transformando en su himno y principal “carta de presentación” ante el ecosistema global. Como suele ocurrir en estos casos, la cúspide de popularidad coincidió con el inicio del lento colapso psicológico de la vocalista, uno que ocultó retirándose de la música durante largos ocho años para rodar tres películas más, léase las asimismo flojísimas Laberinto de Pasiones (Waiting to Exhale, 1995), de Forest Whitaker, Como Caído del Cielo (The Preacher’s Wife, 1996), de Penny Marshall, y Cenicienta (Cinderella, 1997), obra de marco televisivo de Robert Iscove, a lo que se sumó el nacimiento en 1993 de su única hija, Bobbi Kristina Brown, producto del matrimonio de 1992 con Bobby Brown, éste a su vez ex cantante de la “boy band” New Edition, aquellos refritos ochentosos de The Jackson 5, y por entonces gozando de los últimos coletazos de una fama vinculada a su segundo disco solista en línea con el new jack swing, Don’t Be Cruel (1988), y a sus aportes para el soundtrack de Los Cazafantasmas 2 (Ghostbusters II, 1989), secuela deslucida de Ivan Reitman. Houston disfrutaría de un regreso más o menos digno con el bien hiphopero My Love Is Your Love (1998), no obstante luego derrapa con un desparejo intento de repliegue hacia aquellas raíces soul, Just Whitney (2002), y un disco ya impresentable de canciones navideñas, One Wish: The Holiday Album (2003), etapa de decadencia que comenzó en los 90 y cubre abortos espontáneos, anorexia, muchas peleas con Brown, arrestos, conciertos cancelados, comportamiento muy errático, un reality show –Being Bobby Brown, del 2005- y la pérdida de su poderío vocal por su adicción al tabaco, el alcohol, la marihuana, las pastillas y la cocaína. Luego de un álbum final intrascendente, I Look to You (2009), es encontrada ahogada en 2012 a los 48 años en la bañera de un hotel de Beverly Hills, episodio que fue considerado un accidente por la justicia estadounidense y atribuido a una combinación de cocaína, marihuana, Xanax y un trastorno cardiovascular. Siguiendo la estela de biopics musicales recientes de alto perfil, esa de Bohemian Rhapsody (2018), de Bryan Singer, Rocketman (2019), de Dexter Fletcher, Respect (2021), de Liesl Tommy, y Elvis (2022), de Baz Luhrmann, Quiero Bailar con Alguien (I Wanna Dance with Somebody, 2022), opus dirigido por Kasi Lemmons y escrito por Anthony McCarten, intenta analizar la figura de la malograda Whitney, cuya hija por cierto también se ahogaría en una bañera en 2015 a los 22 años de edad aunque por una neumonía lobar y la ingesta de drogas varias, a lo largo de casi dos horas y media de metraje que no sólo resultan sosas, esquemáticas y excesivas sino que no consiguen echar demasiada luz sobre el misterio que encierra la personalidad de la cantante, en esencia una mujer con un talento vocal enorme pero algo anodina y jamás preocupada del todo por crear una imagen íntima como artista a nivel de las canciones elegidas para interpretar, la enorme mayoría de ellas intercambiable, compuesta por terceros y en sus registros concretos de estudio sin los floreos exquisitos de las actuaciones en vivo, temas en los que improvisaba y sorprendía al público de sus shows. La actriz inglesa Naomi Ackie, conocida por sus participaciones en Lady Macbeth (2016), de William Oldroyd, Yardie (2018), de Idris Elba, Star Wars: El Ascenso de Skywalker (Star Wars: The Rise of Skywalker, 2019), un bodrio de J.J. Abrams, y las series The End of the F***ing World (2017-2019), creada por Jonathan Entwistle para Channel 4, y Small Axe (2020), del querido Steve McQueen para la BBC, es la encargada de componer a la cantante y cumple con dignidad aunque, como decíamos antes, la propuesta no consigue construir una identidad firme para una Houston que parece tironeada por las personalidades dominantes de Robyn Crawford (Nafessa Williams), una amiga/ asistente/ hermana postiza/ amante de la etapa inicial, Brown (Ashton Sanders), aquí bastante inocuo en comparación con la realidad, y sus padres, Cissy (Tamara Tunie), principal responsable de su educación musical, y John Houston (Clarke Peters), otra influencia demagógica y autoritaria que se convirtió en su manager por muchos años, amén de un Davis (el excelente Stanley Tucci) que con su amistad de larga data también marcó el rumbo artístico y la vida de Whitney. La obra de Lemmons, una actriz reconvertida en directora célebre por las apenas simpáticas Amores Divididos (Eve’s Bayou, 1997), Háblame (Talk to Me, 2007) y Harriet (2019), en sí repasa cada uno de los clichés del derrotero de Houston, clásica fábula de ascenso y declive pronunciado, no obstante el guión de McCarten, aquel de otras biopics infladas como La Teoría del Todo (The Theory of Everything, 2014), opus de James Marsh, Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017), de Joe Wright, Los Dos Papas (The Two Popes, 2019), del brasileño Fernando Meirelles, y la citada Bohemian Rhapsody, exagera el rol de Crawford en el despegue de la carrera de la estrella, aparentemente para apelar al público gay porque Robyn siempre fue una lesbiana convencida, y ofrece lecturas un tanto caricaturescas de las dos figuras paternas, ese Davis que le presenta las opciones musicales y pretende protegerla de sí misma y el otro, el progenitor biológico símil villano, que le consigue una renovación de contrato con Arista por cien millones de dólares para luego reclamarle ese dinero cuando decide echarlo por desastres diversos en su rol de administrador corrupto, despilfarrador y desalmado; además Quiero Bailar con Alguien desdibuja la relación con la hija, Bobbi Kristina (Bailee Lopes y Bria Danielle Singleton), e incluso desaprovecha la oportunidad de construir un melodrama hogareño lunático a partir del matrimonio con Bobby semejante a Tina (What’s Love Got to Do with It, 1993), recordada faena de Brian Gibson sobre otro vínculo romántico agitado, el de Ike (Laurence Fishburne) y Tina Turner (Angela Bassett), con la salvedad de que en el caso de los Brown los golpes por envidia eran mutuos. Desde ya que se agradece la música, pensemos por ejemplo en The Greatest Love of All, Home, If You Say My Eyes Are Beautiful, How Will I Know, I Wanna Dance with Somebody (Who Loves Me), I Will Always Love You, Why Does It Hurt So Bad, I Didn’t Know My Own Strength, I Loves You, Porgy, I Have Nothing y And I Am Telling You I’m Not Going, sin embargo el sustrato de “biopic oficial” higienizada del film le juega muy en contra por su carácter inofensivo y demasiado respetuoso para con Whitney, artista que necesitaba de un sello más aguerrido y honesto para desentrañar en serio el enigma detrás de tamaña voz…
La amabilidad y la automutilación El Norte de Irlanda, región denominada Úlster que abarca nueve condados, históricamente fue la más rebelde en lo que respecta a la supremacía regional de sus vecinos del Reino Unido, por ello al finalizar la Guerra de los Nueve Años (1593-1603), contienda entre los caciques irlandeses y las tropas isabelinas cuyo resultado favoreció a los británicos, éstos decidieron apostar a la Colonización del Úlster como una jugada que garantice la paz y una sumisión duradera mediante un paradigmático proceso de aculturación a la inversa, en este caso a través de inmigrantes de Inglaterra y Escocia de religión protestante -y hablantes del inglés, en contraposición al gaélico irlandés vernáculo- instalándose de manera permanente en el Norte de Irlanda luego de la Fuga de los Condes de 1607, el punto final en términos prácticos de la Etapa Medieval en Irlanda. La huida sistemática hacia Italia de los cabecillas terratenientes católicos y la confiscación de sus tierras por parte de la Corona Inglesa para iniciar la colonización dejaron todo servido para siglos futuros en los que convivieron un Úlster cercano al Reino Unido y el resto de Irlanda, esa mayoritaria católica que anhelaba la autonomía completa y pretendía la construcción de una república, así las cosas después del Alzamiento de Pascua de 1916 comienza de a poco la llamada Guerra de Independencia Irlandesa (1919-1921) que eventualmente deriva en la victoria de los republicanos, la firma del Tratado Anglo-Irlandés de 1921 y la creación en 1922 del Estado Libre de Irlanda, una estructura administrativa bastante agridulce porque garantizaba el autogobierno aunque al mismo tiempo seguía dentro del Imperio Británico y para colmo sus funcionarios públicos debían jurar lealtad al monarca inglés en el poder. La consecuencia más importante del Tratado Anglo-Irlandés, firmado por los líderes nacionalistas irlandeses Michael Collins y Arthur Griffith ante los británicos, fue la secesión de seis condados protestantes del Úlster porque deseaban mantenerse dentro del Reino Unido bajo el rótulo de Irlanda del Norte, panorama que provocó la Guerra Civil Irlandesa (1922-1923), conflicto entre el gobierno provisional pro-tratado y el Ejército Republicano Irlandés (IRA) anti-tratado, ganando el primer bando gracias a la generosa e insistente ayuda en armamento de la Corona Inglesa. Las heridas que dejó este derrotero social aciago en la cultura irlandesa, cuyo pináculo fue la lucha entre unionistas y republicanos durante la Guerra Civil, devendrían primero en la consolidación de los partidos políticos que representan a ambas posiciones hasta nuestro Siglo XXI, los pro-tratado/ amantes de los ingleses Fine Gael y los anti-tratado/ enemigos de los británicos Fianna Fáil, y segundo en el Conflicto Norirlandés, los eufemísticamente bautizados “Problemas” (1968-1998), pugna muy cruenta sostenida en Irlanda del Norte entre la Corona y diversas organizaciones paramilitares y terroristas que surgieron bajo la sombra del antiguo Ejército Republicano Irlandés de la Guerra Civil, siempre abogando por la integración con el resto de Irlanda, la cual a su vez se terminó de separar del Reino Unido a mediados del Siglo XX mediante el abandono de la Mancomunidad Británica de Naciones en 1937 y la adopción ya definitiva del sistema republicano de gobierno en 1949 con eje presidencialista. Los Espíritus de la Isla (The Banshees of Inisherin, 2022), sin duda la mejor película a la fecha del londinense Martin McDonagh, explora de forma metafórica este estado belicoso de cosas centrándose precisamente en el punto más álgido de la lucha fratricida, léase aquel último año de la Guerra Civil Irlandesa en el que estaba en juego la integridad de Irlanda en su conjunto y la asimilación del Úlster protestante y sumiso para con los ingleses dentro de una nación ya emancipada y de idiosincrasia católica, de allí la confusión del grueso de la sociedad irlandesa de la época -la que no batallaba o quizás veía las escaramuzas desde la distancia- ya que los anti-tratado y los pro-tratado habían luchado codo a codo contra los ingleses durante la inmediatamente previa Guerra de Independencia en tanto miembros de un único Ejército Republicano Irlandés, en esencia unos partisanos que no se ponían de acuerdo y que en pantalla están representados por los otrora amigos Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson), extremos de una relación que se corta con la misma intensidad y obstinación de la guerra y bajo el halo de la asfixia emocional de los funestos augurios de las banshees, hadas o espíritus femeninos que anuncian el óbito de algún allegado gritando, lamentándose o chillando cual sirenas tétricas. Súilleabháin es un campesino, en simultáneo testarudo y bonachón como lo son los sectores populares de todo el globo, que en 1923 vive en una isla irlandesa remota, esa Inisherin del título original, con su hermana Siobhan (esa perfecta Kerry Condon), una mujer un tanto harta de la gigantesca formación rocosa y su eterna rusticidad y repetición, y con animales varios como por ejemplo vacas, cabras, caballos y su querida mascota, una burra bautizada Jenny. Cuando su mejor amigo, Doherty, un violinista especializado en música folklórica irlandesa, opta de repente por no hablarle más por considerarlo “aburrido” y porque desea dedicar los últimos años de su vida a la enseñanza musical, a fraternizar con otros colegas y sobre todo a componer canciones que le permitan ser recordado a futuro, Pádraic no sólo no termina de entender qué sucede sino que se obsesiona con retomar la relación como sea o por lo menos tratar de reemplazar a aquel amigote de antaño con el considerado “tonto del pueblo”, Dominic Kearney (gran trabajo de Barry Keoghan), un muchacho atolondrado aunque no tan necio o lento como parece que está interesado en Siobhan y sufre las palizas despiadadas de su padre, el policía repugnante de la comarca, Peadar (Gary Lydon). Como Pádraic no cesa en sus reiterados intentos de acercarse al intermitentemente silencioso, cortante o despectivo Colm, siempre componiendo una melodía que intitula Las Banshees de Inisherin, éste le lanza un tenebroso ultimátum, eso de que por cada vez que lo moleste o intente hablar de nuevo con él se cortará uno de sus dedos izquierdos con unas tijeras de esquilar ovejas, provocando de hecho que se cercene primero el índice y después los dedos restantes ya que Súilleabháin no desiste en su amabilidad del mismo modo que Doherty parece consagrado a la rauda automutilación con tal de sellar la distancia y el rechazo más absurdo de los círculos viciosos kafkianos. La escalada en violencia coincide con la partida de Siobhan, quien acepta un trabajo como bibliotecaria en una isla más grande, y con la muerte accidental de Jenny, atragantada con los dedos de Colm luego de que los arrojase en la puerta del hogar de Pádraic, el cual para colmo no tiene mejor idea que prenderle fuego a la casona de su amigo aunque avisándole de antemano para que saque del lugar a su perro. El sorprendente cuarto largometraje del también guionista McDonagh, un dramaturgo que saltó al séptimo arte mediante dos opus muy desparejos que retomaban aquella comedia negra hermanada al film noir de los hermanos Joel y Ethan Coen o de los primeros Quentin Tarantino y Guy Ritchie, Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete Psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), supera incluso a su maravillosa propuesta previa, Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), otro trabajo acerca de la aislación, las disyuntivas morales y la convivencia entre diferentes en un enclave comunal donde los lazos con el prójimo son cruciales, les guste o no a los protagonistas, amén del hecho de que Los Espíritus de la Isla asimismo retoma recursos y tópicos adicionales muy caros al artista inglés en línea con las familias disfuncionales, la soledad masculina, la criminalidad en el ámbito mundano, los desacuerdos ideológicos o políticos, la amputación, el ansia de justicia, el gusto por los insultos de impronta tradicional/ autóctona, la estupidez promedio de los seres humanos, un fatalismo minimalista apenas maquillado, el amor por las mascotas y finalmente toda esta fascinación con lo macabro fratricida en consonancia con la sátira social, de allí que la sede por antonomasia de nuestra amistad truncada sea el pub de Inisherin, atendido por Jonjo Devine (Pat Shortt), clara garantía de una socialización vinculada a la cerveza, el canto, las conversaciones y los exabruptos de las borracheras. La Guerra Civil Irlandesa enmarca no sólo el relato sino también el quid mismo de la cultura folklórica y su cercanía con el fundamentalismo y la brutalidad que llevan a la muerte, tanto la de Jenny como la de Dominic, quien aparece ahogado -suicidio o accidente, no se sabe- luego de una profecía de la reglamentaria banshee, una anciana que responde al nombre de Señora McCormick (Sheila Flitton). Con esplendorosas composiciones de Carter Burwell y un estupendo reencuentro de los extraordinarios Farrell y Gleeson, aquí maximizando por mucho lo hecho en Escondidos en Brujas, McDonagh nos regala una pesadilla tragicómica sobre la depresión en la edad madura y todos los laberintos que construimos para nosotros mismos cuando ya no sabemos articular ni una mísera palabra de afecto, piedad o auxilio…
La cacería es mutua Y pensar que hubo una época en la que la prostitución como temática -o la libido al mejor postor, sin sonseras remilgadas de clase media- se trataba en los films del mainstream y el indie y no había desaparecido casi por completo como en el Siglo XXI, un tiempo en el que todo tiene que estar higienizado y dividido en compartimentos estancos -el sexo en el porno, pero no en los productos para el consumo prosaico- porque las temáticas complejas, sucias o problemáticas quedan flotando en el vacío cuando se privilegia maniáticamente el escapismo bobo de siempre y sus tópicos favoritos asociados, casi todos bastante pueriles y repetitivos ya que ese es el ecosistema cultural por antonomasia del grueso del público y la crítica. En vez de igualar/ equiparar al sexo y al trabajo, dos actividades que involucran explotación capitalista sin que ninguna amerite una condena moral mayor con respecto a la otra porque ambas implican el uso del mismo cuerpo, a la prostitución se la suele fetichizar más de la cuenta -incluso en nuestros días de cinismo todo terreno y mucho marketing banal- como si fuese sinónimo automático de Infierno de la fe (para los fundamentalistas apestosos), trata de personas (para las feministas paranoicas blancas de concha seca), una vida metropolitana glamorosa (desde el punto de vista de muchos imbéciles del ámbito artístico y de la cultura) o un inconveniente de salubridad pública (esta es la perspectiva principal de los gobiernos mierdosos del nuevo milenio, casi todas mafias de derecha que apoyándose en sus respectivos aparatos represivos continúan atosigando a las meretrices, los travestis y los taxi boys bajo distintas modalidades policiales, jurídicas y discursivas). Araña Sagrada (Holy Spider, 2022), tercer largometraje de Ali Abbasi, realizador iraní asentado en Dinamarca conocido por Shelley (2016) y Border (Gräns, 2018), compensa el faltante en el cine contemporáneo e incluso contextualiza al lenocinio en una sociedad tan hipócrita como la occidental pero más demonizadora, la iraní: el proyecto sufrió muchas demoras primero por el éxito global de Border, luego por la pandemia del coronavirus y finalmente por su misma impronta polémica, planteo que le impidió a Abbasi rodar en Irán y Turquía y lo llevó a conformarse con una Jordania que hace las veces de Mashhad, la segunda ciudad más poblada de Irán luego de la capital Teherán, durante los años 2000 y 2001, época en la que un psicótico después identificado como Saeed Hanaei (1962-2002) estranguló a 16 mujeres, la mayoría prostitutas y/ o drogadictas, en lo que definió como una cruzada contra la decadencia de la comunidad impulsada por un hecho callejero fortuito, la confusión de su esposa -madre con él de tres hijos- con una meretriz. El chiflado, un albañil y veterano de la Guerra entre Irak e Irán (1980-1988) que había sido violentado por su madre cuando niño, inspiró un más que importante apoyó no sólo en la prensa fascistoide de siempre en su versión musulmana, esa adepta a dedicarle una yihad a las putas sólo por serlo, sino también en buena parte de una población que comparte la costumbre occidental del fariseísmo, nos referimos a consumir en la privacidad del hogar lo que se condena en público, el sexo, por considerarlo inapropiado para las familias, el Estado o los “altísimos” ideales o valores que todos estos frígidos, lelos y/ o malcogidos supuestamente atesoran. El caso, que derivó en la condena a muerte por estrangulamiento de Hanaei y en lecturas previas y olvidables como el documental Y Llegó una Araña (And Along Came a Spider, 2002), de Maziar Bahari, y aquella propuesta ficcional Araña Asesina (Ankaboot, 2020), de Ebrahim Irajzad, está atravesado por la iconografía simbólica arácnida por un apodo de la lacra mediática masiva en función del modus operandi del psicópata, el cual solía atraer a las víctimas hasta su hogar y las estrangulaba con sus pañuelos para finalmente desechar los cadáveres en terrenos baldíos de Mashhad. El guión de Abbasi y Afshin Kamran Bahrami combina la historia de Hanaei (Mehdi Bajestani), quien efectivamente vive con su esposa y tres hijos y siente placer al matar a las furcias por más que se crea un héroe inmaculado del Islam, y el derrotero de una periodista ficticia llamada Rahimi (Zar Amir-Ebrahimi), la cual arriba desde Teherán y se tiene que comer el acoso de burócratas del pasado y el presente, como su editor o el policía encargado de la pesquisa, no obstante termina trabajando con un colega varón, Sharifi (Arash Ashtiani), que la ayuda en su propia investigación, llegando incluso a hacerse pasar por prostituta en la noche de Mashhad y escapando por poco de las garras de Saeed, un payaso que es arrestado aunque bajo elogios del pueblo, su familia y miembros varios de la comunidad religiosa y gubernamental, a fin de cuentas llamando poderosamente la atención la justificación semi naturalista de su esposa, Fátima (Forouzan Jamshidnejad), y su hijo mayor, Ali (Mesbah Taleb), quienes celebran que el patriarca haya enviado al averno a todas esas “mujeres depravadas de las calles” que viven invisibilizadas. Abbasi en primer lugar desromantiza a los asesinos en serie, jugada retórica que subraya la estupidez de tanto cine de idiosincrasia hollywoodense que tiende a construir un enigma alrededor de la figura del demente que aquí se esfuma porque desde el vamos queda claro que es un mediocre, un delirante y un fascista como lo son tantos tarados del vulgo que se piensan parte de las elites dirigentes, en segunda instancia señala que la misoginia iraní es más cultural que religiosa, política o siquiera institucional, de allí que al describir la película el realizador haya hablado de un film sobre toda una “sociedad asesina en serie”, y en tercer lugar le da continuidad a aquellas reflexiones sobre los marginados de Border, sustituyendo el componente fantástico de antaño por un realismo sucio que va desde las muertes en sí, cuyas víctimas no son sólo furcias y drogadictas sino hembras embarazadas, en situación de calle, deprimidas y perseguidas por el Estado, hasta el circo legal de la segunda mitad del metraje, siempre coqueteando con una exoneración que asoma su cabeza desde las corruptelas y simpatías ortodoxas del poder concentrado, ese que detesta el olor de la vagina impertinente. Araña Sagrada, con un gran duelo actoral entre Amir-Ebrahimi y Bajestani ya que la cacería es mutua, viene a “desempatar” la carrera de Abbasi porque supera a la floja Shelley, un rip-off de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y se acopla a la perfección con la extraordinaria Border, odisea de trolls hermafroditas y segunda traslación de un relato de John Ajvide Lindqvist luego de Criatura de la Noche (Låt den Rätte Komma in, 2008), aquella obra maestra de Tomas Alfredson…
Desgarrado por el arte y la familia Ante una obra de fuerte corte autobiográfico como Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), regreso concreto de Steven Spielberg a lo mejor de su trayectoria reciente en sintonía con Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y Ready Player One (2018), uno está muy tentado a englobarla en la minúscula ola de films símil memorias de los últimos años en materia de retratos de la infancia, la adolescencia y/ o la joven adultez de realizadores de alto perfil, como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, Belfast (2021), de Kenneth Branagh, y Tiempo de Armagedón (Armageddon Time, 2022), de James Gray, no obstante la génesis del proyecto de Spielberg es muy anterior, llegando hasta 1999, y se condice con el humanismo y con la nostalgia lúdica de siempre del mítico magnate norteamericano, pivotes sostenidos de su producción artística que pueden emparentarse a nivel yanqui/ local con el Woody Allen melancólico de Recuerdos (Stardust Memories, 1980), Días de Radio (Radio Days, 1987) e incluso Los Secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997), amén del Federico Fellini de Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), 8½ (1963), Amarcord (1973) y Entrevista (Intervista, 1987) y aquella pentalogía también semi autobiográfica de François Truffaut a través de su álter ego Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), una saga compuesta por Los 400 Golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959), el corto Antoine & Colette (1962), correspondiente a la odisea colectiva El Amor a los Veinte Años (L’Amour à Vingt Ans, 1962), con otros segmentos adicionales de Shintarô Ishihara, Marcel Ophüls, Renzo Rossellini y Andrzej Wajda, La Hora del Amor (Baisers Volés, 1968), Domicilio Conyugal (Domicile Conjugal, 1970) y la ya en verdad lamentable El Amor en Fuga (L’Amour en Fuite, 1979), rejunte de clips de las obras previas a lo collage film desvergonzado. Apoyado en un guión coescrito junto a su colaborador habitual y de máxima confianza Tony Kushner, aquel señor de Múnich (2005), Lincoln (2012) y la anterior Amor sin Barreras (West Side Story, 2021), remake del clásico homónimo de 1961 de Robert Wise y Jerome Robbins basado en el musical de Broadway de 1957 con libreto de Arthur Laurents, letras de Stephen Sondheim y música de Leonard Bernstein, aquí Spielberg recupera sin mucha metáfora su pubertad trashumante en Nueva Jersey, Arizona y el Norte de California cual sincericidio con algo de exorcismo espiritual. Desde ya que la película que nos ocupa, asimismo, forma parte de la extensa tradición del amigo Steven en materia de obsesionarse con toda dinámica familiar en descomposición basada en el Complejo de Edipo tradicional de una figura materna poderosa, un padre que representa esa ley social que amerita la rebeldía, hermanos/ amigos/ allegados tontuelos e intercambiables, algún que otro tótem -lejano o cercano- de sabiduría intra parentela y por supuesto la necesidad de quebrar la claustrofobia a través de la búsqueda de una pareja externa y de alguna causa, objetivo o pasión que movilice al sujeto por fuera de lo heredado esclavista a instancias del clan, raudo esquema narrativo que pudo verse en mayor o menor medida en una retahíla de realizaciones muy variopintas como por ejemplo Loca Evasión (The Sugarland Express, 1974), Tiburón (Jaws, 1975), Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. El Extra-Terrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, 1982), El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), Hook (1991), Rescatando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), A.I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001) y Guerra de los Mundos (War of the Worlds, 2005), entre otras faenas que ofrecieron acepciones rosas del formato como El Color Púrpura (The Color Purple, 1985) y El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016). También se podría aseverar que Los Fabelman funciona como una recreación magnífica de todo aquello ya analizado meticulosamente en ocasión de la primera mitad de Spielberg (2017), aquel documental de Susan Lacy para HBO de idiosincrasia hiper celebradora o muy poco crítica para con el artista retratado, no obstante el Steven maduro esquiva la sencillez melosa de su homólogo de los años 70 y 80 y tiende a arrastrar un núcleo actitudinal lúgubre -o cuasi nihilista, con la amargura a cuestas- que gusta de disfrazarse de ese optimismo sentimentaloide estándar, generando una propuesta paradójica y por ello fascinante en la que el homenaje a la propia candidez una y otra vez choca con el reconocimiento de la imperfección de los seres queridos, la sutil crueldad del mundo en general, la paciencia que éste tantas veces reclama y la propia indecisión que nos hace girar incansablemente sobre nuestros traumas y frustraciones de ayer e incluso hoy. La familia empieza viviendo en 1952 en Nueva Jersey, donde los progenitores, el ingeniero eléctrico Burt Fabelman (Paul Dano) y la pianista retirada y reconvertida en ama de casa Mitzi Fabelman (Michelle Williams), llevan al cine por primera vez en su vida al frágil protagonista, Samuel “Sammy” Fabelman (Mateo Zoryan de niño, Gabriel LaBelle como adolescente), quien termina maravillado por El Espectáculo más Grande del Mundo (The Greatest Show on Earth, 1952), bodrio de Cecil B. DeMille, y obsesionado con recrear el descarrilamiento de un tren que vio en pantalla, así Mitzi pronto le propone registrar con una cámara de ocho milímetros de Burt un choque hogareño improvisado con juguetes del ferromodelismo. Toda la parentela, junto con el mejor amigo y socio del padre, Bennie Loewy (Seth Rogen), y esas hermanas menores Reggie (Birdie Borria y Julia Butters), Natalie (Alina Brace y Keeley Karsten) y la pequeña Lisa (Sophia Kopera), eventualmente se traslada a Phoenix, ahora en Arizona, y Sammy se une a los Boy Scouts y comienza a filmar cortos con una producción rudimentaria aunque a gran escala, como la faena bélica Escape a Ninguna Parte (Escape to Nowhere, 1961) y el western El Último Tiroteo (The Last Gunfight, 1959), éste inspirado en Un Tiro en la Noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford, suerte de ídolo con pies de barro -o rey desnudo, junto con el mamarrachesco John Wayne- de la vertiente escapista/ pueril o antiintelectual del Nuevo Hollywood de los años 70. Entre los comentarios sarcásticos de la abuela paterna, Haddash Fabelman (Jeannie Berlin), el fallecimiento de la nona materna, Tina Schildkraut (Robin Bartlett), y la visita de un tío bizarro de Mitzi que trabajó en el circo y el cine, Boris (Judd Hirsch), de a poco queda claro que Samuel comparte la inclinación artística de su madre mientras que las tres hijas se vuelcan a las matemáticas y la tecnofilia aburridísima de Burt, quien a su vez considera al cine como apenas un hobby en la vida de su único hijo varón. El muchacho edita una película vacacional y así descubre un affaire entre Mitzi y Bennie que sólo comunica a su madre, sin embargo la crisis se profundiza porque el patriarca consigue un trabajo en IBM que los lleva a mudarse a Saratoga, en California, donde Sammy sufre el antisemitismo de sus tontos compañeros de colegio a pesar de no ser un judío practicante. Si bien es de destacar el genial desempeño de todo el elenco, sobre todo de un LaBelle que le copia los tics a Steven sin jamás caer en la caricatura burda, y lo bien que se acopla esa partitura insólitamente relajada de John Williams con la selección musical de piezas para piano, esa que incluye diversas composiciones de Johann Sebastian Bach, Muzio Clementi, Joseph Haydn y Friedrich Kuhlau, el verdadero tesoro detrás de Los Fabelman es el guión de Spielberg y Kushner, éste también famoso por Ángeles en América (Angels in America, 2003), la miniserie dirigida por Mike Nichols para HBO sobre el reaganismo y la pandemia del VIH en los 80, en este sentido pensemos que el voluminoso metraje de 151 minutos le permite al artífice máximo comenzar su periplo en la comarca del drama familiar con toques de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, para después coquetear con el romance de infidelidades y locura incipiente, una vez que entra en juego el secreto entre madre e hijo y la culpa progresiva símil bola de nieve, y finalmente torcer el rumbo hacia el bildungsroman o relato de aprendizaje o “coming of age”, ya en lo que atañe a esa California que trae consigo a dos expertos del bullying, Logan Hall (Sam Rechner) y Chad Thomas (Oakes Fegley), y a una novia de lo más estrafalaria, la cristiana fanática e hiper ridícula Mónica Sherwood (Chloe East). Los padres reales de Spielberg, Leah (fallecida en 2017) y Arnold (muerto en 2020), se parecían mucho a sus émulos en pantalla, él un workaholic que termina viviendo en Hollywood con Steven/ Samuel, una vez que se confirma el divorcio por la aventura amorosa de la mujer con el mejor amigo de su esposo, y ella, efectivamente, rozando siempre una enajenación que se confundía con su buen humor y delirios como comprarse un mono capuchino o usar sólo cubiertos y platos descartables. A diferencia del acervo retroidealizado de John Hughes o American Graffiti (1973), de George Lucas, el film de Spielberg explora el pasado en toda su complejidad, piensa el choque entre familia y arte e incluso nos regala una “frutilla de torta” magistral, nada menos que un cameo de David Lynch como el fascistoide Ford vía un breve encuentro en las oficinas de CBS, momento gracioso que reproduce palabra por palabra la realidad y que involucra la magia -o las mentiras ultra adictivas- del encuadre y la puesta en escena…
Héroes del celuloide La fase inicial de la historia de Hollywood, en esencia centrada en las tres primeras décadas del Siglo XX, estuvo vinculada al mercado interno norteamericano y a los años del “vale todo” en materia del contenido de los films, período asimismo hermanado a la etapa muda, a la construcción del star system y a una suerte de experimentación progresiva -siempre dentro del marco comercial de los grandes estudios- con las posibilidades del nuevo medio, insólito avant-garde mainstream que se reproduciría en la coyuntura de la TV de los 40 y 50. Todo cambia con el crack de 1929 y la introducción del sonido a partir de The Jazz Singer (1927), film de Alan Crosland, así por un lado la Gran Depresión le dio un enorme espaldarazo a Hollywood porque de golpe se convirtió en la industria cultural escapista por excelencia, permitiendo al público efectivamente evadir sus muchos problemas diarios, y por el otro lado la posibilidad de escuchar las voces de los intérpretes finiquitó el proceso de espectacularización de los productos masivos de turno, las películas, las cuales a partir de aquel momento pasaron de ser una “atracción de feria” (los espectadores del ciclo mudo gritaban y reían a viva voz en las salas, como si fuesen testigos de un show circense) a una obra de arte hecha de una vez y para siempre que reclama rauda veneración (el silencio del público moderno lo sintetiza a la perfección, al igual que el concepto yanqui de amalgama entre arte y producto multitarget). No es de extrañar que en el período de transición entre las propuestas mudas y sus homólogas sonoras aparezca el Código Hays (1934-1968), un sistema de censura acordado por los grandes estudios para limitar el contenido exhibido al público en lo que atañe a sexo, violencia, alcohol, religión, crimen, insultos y desnudos, una jugada puritana/ conservadora que cierra la fase del mercado interno semi exclusivo y abre la exportación mundial aunque siempre con yanquilandia como primera plaza de venta, de allí que se quiera dar una imagen de perfección en los dos frentes, el local y el foráneo, con el objetivo de fondo de eliminar todas aquellas libertades formales e ideológicas de antaño. Mucho antes de la reestructuración del Código Hays en tanto arma de purga del macartismo y antes de la crisis de la industria cinematográfica de mediados del Siglo XX, relacionada a la aparición de la televisión como competencia fundamental, el surgimiento del primer cine independiente y el desmantelamiento a partir de 1948, por decisión de la Corte Suprema de Justicia, de la red monopólica de distribución/ exhibición de los grandes estudios, por entonces dueños de sus propias salas con la intención de controlar todo el recorrido de los films desde la producción hasta la llegada a los espectadores, fue precisamente a finales de los años 20 e inicios de los 30 que la industria cultural estadounidense por antonomasia, la del séptimo arte, resolvió que era más barato “crear” nuevas estrellas para este flamante formato sonoro, uno que fue aprovechado vía un enorme volumen de musicales, que gastar dinero “readaptando” a las estrellas mudas al nuevo contexto, más allá del hecho de si la voz de turno era considerada lo suficientemente robusta -hombres- o seductora -mujeres- para el mercado sonoro, de allí que en la mayoría de los casos de los “héroes del celuloide” ya evanescentes, en sabias palabras del querido Ray Davies de The Kinks, se utilizase para su despido la excusa de que su estilo y habilidad ya no se acomodaban al proto naturalismo requerido, más realista con respecto al histrionismo de los años mudos. Babylon (2022), de Damien Chazelle, trata infructuosamente de analizar esta fase de transición pero cae en el mismo terreno del pastiche posmoderno, trasnochado, artificial y sin pies ni cabeza -sobre Los Ángeles y su fauna, que es la misma de cualquier otra metrópoli del capitalismo- de Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, Under the Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, Once Upon a Time in Hollywood (2019), de Quentin Tarantino, y desde ya La La Land (2016), el otro bodrio de un Chazelle cuya única película realmente interesante fue Whiplash (2014), ya que tanto Guy and Madeline on a Park Bench (2009) como First Man (2018), sobre Neil Armstrong, también se quedaron en una medianía bastante insulsa. El protagonista es un mexicano con grandes anhelos y dispuesto a renunciar a su identidad en pos del “sueño americano” del enriquecimiento a toda costa, Manny Torres (el correcto Diego Calva), joven que en 1926 empieza trabajando como asistente en las fiestas/ orgías/ comilonas organizadas por ejecutivos u oligarcas de Hollywood, como Don Wallach (Jeff Garlin) y Bob Levine (Michael Peter Balzary alias Flea, de los Red Hot Chili Peppers), los jefazos de Kinoscope Studios que tienen que encargarse del cadáver de una actriz, Jane Thornton (Phoebe Tonkin), que muere de sobredosis de cocaína después de una sesión de urolagnia que implicó orinar sobre un actor obeso, Orville Pickwick (Troy Metcalf), lance que duplica el caso de Virginia Rappe, asesinada en 1921 por Roscoe Arbuckle. Torres se enamora de una aspirante a actriz de clase baja, Nellie LaRoy (esa hiperbólica Margot Robbie), y es apadrinado en Kinoscope por Jack Conrad (Brad Pitt haciendo de sí mismo), un galán del cine mudo inspirado en John Gilbert, lo que genera un crecimiento desigual porque LaRoy se transforma en una estrella reconocida luego de reemplazar a Thornton en un rodaje mientras el azteca continúa en diversos roles de asistente y sin poder declararle su amor idealizado, sin embargo con el advenimiento del cine sonoro la chica es considerada descartable y el que asciende es Manny, a quien se le asigna tareas de productor y director a caballo de un intento fallido de reflotar la carrera de Nellie, quien opta por una actitud bien autodestructiva denunciando la hipocresía de la alta burguesía hollywoodense y apostando y debiéndole dinero al mafioso James McKay (Tobey Maguire). Conrad, un mujeriego que también es ninguneado en Kinoscope, queda atrapado en la depresión mientras desfilan por la pantalla otros personajes secundarios, en sintonía con Sidney Palmer (Jovan Adepo), un trompetista negro, Fay Zhu (Li Jun Li), una cantante de cabaret y escritora de intertítulos de films mudos, Robert Roy (Eric Roberts), progenitor lastimoso de Nellie, y Elinor St. John (Jean Smart), periodista de chimentos símil las nefastas Louella Parsons y Hedda Hopper. Chazelle no se anda con sutilezas e inunda el relato de mierda, meadas, drogas, bacanales, juergas eternas, cadáveres, un elefante, soberbia, decadencia moral, narcisismo a mares, vómitos, sadomasoquismo, un cocodrilo y hasta un comedor de ratas cual espectáculo de la Edad Media, no obstante la dinámica del shock resulta muy bobalicona porque el film en sí, que toma su título y muchas de sus anécdotas de Hollywood Babylon (1959), clásico del periodismo bombástico y semi ficcional de Kenneth Anger, no pasa de un retrato grotesco, vacuo y demasiado previsible del costado menos glamoroso de Los Ángeles, para colmo despersonalizándolo todo y pretendiendo que nos importe este popurrí estereotipado de fenómenos. Muy lejos cualitativamente de la similar y tontuela Singin’ in the Rain (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, de lecturas valiosas cercanas al Nuevo Hollywood como The Day of the Locust (1975), de John Schlesinger, The Last Tycoon (1976), de Elia Kazan, Valentino (1977), de Ken Russell, y S.O.B. (1981), opus de Blake Edwards, y del pelotón de epopeyas de los 50 sobre la temática de la corrupción y el maquiavelismo en la industria cultural y de la información, pensemos en All About Eve (1950) de Joseph L. Mankiewicz, Sunset Boulevard (1950), de Billy Wilder, In a Lonely Place (1950), de Nicholas Ray, The Big Knife (1955), de Robert Aldrich, A Face in the Crowd (1957), de Kazan, Imitation of Life (1959), de Douglas Sirk, y Sweet Smell of Success (1957), de Alexander Mackendrick, Babylon no es graciosa, desconoce el trash astuto, abusa de la caricatura burda e histérica y roba por demás al Russell contracultural y al Robert Altman de MASH (1970), Nashville (1975), The Player (1992) y Short Cuts (1993). Chazelle incluye marcas autorales, como la sobredimensión de la música, el humor negro y la esquizofrenia narrativa, sin embargo la única escena que funciona en serio es aquella socarrona del primer set sonoro de 1928 y los anacronismos banales muy pronto cansan, como la diversidad étnica, los bailes sensuales, las puteadas, las mujeres con poder y hasta las lesbianas que nunca conocieron el clóset…
La sustitución parental definitiva La tecnología hoy por hoy, por lo menos desde la perspectiva unilateral paterna, cumple el mismo rol que históricamente cumplieron los juguetes y el acto lúdico en general, hablamos de alejar a los niños y garantizar un mínimo momento de paz para los adultos, algo que tiene que ver con la naturaleza adictiva de lo digital, la displicencia y falta de serenidad en aumento de los progenitores, la sobreestimulación sensorial del Siglo XXI, la multiplicidad de tareas y obligaciones diarias, la paranoia/ el miedo a no poder cumplirlas y la madurez más temprana de los mocosos a raíz del combo previo, esquema que desarticula las fases clásicas del crecimiento biológico y poco o nada tiene que ver con la socialización en sí de los niños como preocupación parental de fondo, ésta considerada automática o “natural”, aún desde lo digital, y derivada de la centralización de los Estados modernos y la creación del sistema educativo, faenas relativamente recientes que divorcian al nene de su familia. El déficit de atención de los mayores, la dependencia tecnológica in crescendo y el carácter de por sí a veces insoportable de los purretes, bombas en potencia o “responsabilidades con patas” cada día menos atractivas en tiempos de un predominio del hedonismo más hueco y beligerante, son los ejes conceptuales cruciales de M3GAN (2022), film del neozelandés Gerard Johnstone, aquel de la muy disfrutable Housebound (2014), producido y escrito por James Wan, una propuesta que por cierto confirma el excelente nivel de calidad que están atravesando las obras del cineasta australiano de ascendencia malaya después de Maligno (Malignant, 2021), otra sorpresa rotunda que -al igual que la película que nos ocupa- supo retrotraernos a lo mejor de la Clase B de las décadas del 80 y 90, cuando la producción del terror era de lo más efervescente porque se acumulaban una enorme cantidad de propuestas de bajo presupuesto que no sólo resultaban imprevisibles sino que combinaban géneros a lo loco sin ese trasfondo “prolijito monotemático” del mainstream promedio estadounidense. Como si se tratase de un querido “directo a video” de finales del Siglo XX o comienzos de este nuevo milenio, M3GAN es una trasheada a la vez absurda, sensata y muy inteligente que sabe balancear a la perfección los ingredientes cómicos, terroríficos y de ciencia ficción mediante una historia de reemplazo afectivo/ intelectual en el hogar que tiene por núcleo a una muñeca de lo más particular, mixtura bizarra entre Chucky, Barbie, una sex doll, un típico personaje de manga/ anime y el look estándar de las divas del Hollywood de los 50, un detalle reconocido por el propio director cuando señaló que los modelos del caso fueron Grace Kelly, Audrey Hepburn y Kim Novak. El relato de base fue concebido por Wan y Akela Cooper y el guión final es de esta última, escritora televisiva que saltaría al séptimo arte mediante Hell Fest (2018), opus fallido de Gregory Plotkin, y la citada Maligno: luego de que sus padres muriesen en un horrible accidente de tráfico que también la tuvo como protagonista, Ava (Kira Josephson) y Ryan (Arlo Green), una nena llamada Cady (Violet McGraw) termina al cuidado de su tía materna, Gemma (Allison Williams), una ingeniera especializada en robótica que en este futuro ignoto trabaja para la empresa Funki, fabricante de juguetes de vanguardia, y tiene de jefe a un tal David Lin (Ronny Chieng), quien está obsesionado con la competencia y por ello la presiona para que entregue una versión más económica de los productos bobos más vendidos en vez de dejarla avanzar con un prototipo experimental bautizado M3GAN, acrónimo de Model 3 Generative ANdroid, efectivamente un robot destinado a convertirse en el juguete definitivo e incluso en sustituto de los adultos que velan por los niños. El desajuste hogareño es inmediato porque la nena está deprimida por la tragedia y Gemma no muestra interés en la mocosa ya que la prioridad es su trabajo en Funki, así opta por finiquitar a M3GAN para que oficie de “madre postiza” mientras ella continúa con sus labores diarias, no obstante el androide resulta algo mucho sobreprotector. Wan no oculta que estamos frente a una cruza entre La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy, Las Esposas de Stepford (The Stepford Wives, 1975), de Bryan Forbes, Chucky: El Muñeco Diabólico (Child’s Play, 1988), de Tom Holland, Hardware (1990), de Richard Stanley, y La Huérfana (Orphan, 2009), de Jaume Collet-Serra, e incluso coquetea con el slasher una vez que nuestra muñeca tuneada avant-garde desata su furia contra todos aquellos que amenazan física o psicológicamente a Cady, como el perro de la vecina Celia (Lori Dungey), un animal que se abalanza contra el androide y la niña cuando ambos osan entrar en la morada contigua, o un purrete psicópata llamado Brandon (Jack Cassidy), quien “viola” simbólicamente a M3GAN -esto es el mainstream yanqui, casi todo está vedado para lograr una baja calificación por edad para el estreno masivo en salas- cuando se lleva a la muñeca, la tira al suelo, le saca un zapato, la golpea en la cara e incluso le agarra el pelo, ganándose que la susodicha le arranque una oreja y provoque un accidente automovilístico en el que muere atropellado. Williams, vista en ¡Huye! (Get Out, 2017), de Jordan Peele, La Perfección (The Perfection, 2018), de Richard Shepard, y Horizonte Mortal (Horizon Line, 2020), de Mikael Marcimain, no es una gran actriz pero cumple y se ve compensada por el desempeño de la pequeña McGraw, conocedora del terror por sus participaciones en Doctor Sueño (Doctor Sleep, 2019), de Mike Flanagan, y Oscura Separación (Separation, 2021), de William Brent Bell, y sobre todo del dúo que compone a M3GAN, Amie Donald y Jenna Davis, cuerpo y voz respectivamente, las cuales se lucen cuando el robot pasa de lo defensivo al ataque en pos de eliminar cabos sueltos, nos referimos a los geniales asesinatos de Celia, que no deja de molestar por su perro “desaparecido”, y David más su asistente Kurt (Stephane Garneau-Monten), quienes se topan con la muñeca y ésta decide cargárselos aprovechando que Kurt sustrae secretos industriales de Funki porque Lin suele maltratarlo. Esta segunda película de Johnstone, quien desde Housebound no hizo demasiado más allá de un par de encargos para la TV de Nueva Zelanda, aglutina una riqueza insólita para un producto yanqui en materia de elementos constituyentes y lecturas que abre el relato, en este sentido se puede pensar a M3GAN como un melodrama familiar de pérdida, un gran ejemplo de terror frankensteineano, un representante de la ciencia ficción de inteligencia artificial descontrolada, un thriller de espionaje y barrabasadas empresariales, una fábula sobre ortopedia emocional y triste sustitución parental, una comedia negra de dependencia tecnológica, una fantasía lúgubre acerca de la indolencia de los adultos actuales para con sus vástagos, un exploitation poco sutil -o una acepción mordaz y robótica de entrecasa- de todas las realizaciones citadas, una parodia tácita de esa codicia capitalista siempre caníbal o neurótica, una epopeya de gore moderado aunque muy imaginativo, una reflexión sobre el dilema femenino actual entre la carrera y la maternidad, una sátira en torno a una pugna vecinal suburbana, un homenaje camuflado a las divas de los 50 pero también al anime y el manga modelo mecha, una alegoría old school sobre el precio de obtener lo que se desea sin medir las consecuencias, un análisis acerca de la “pacificación” virtual de los niños de hoy en día y finalmente una faena Clase B de impronta agitada y socarrona pero sin chistes tontuelos a la vista, todo derivado de la misma historia. Wan y Johnstone se hacen un festín con el choque de voluntades, basado en el apego fanático de Cady hacia M3GAN porque de hecho la muñeca es la única que le presta atención, en el carácter progresivamente posesivo del androide en relación a la niña, sustrato derivado de la maldita inteligencia artificial que cosifica a todos, y en la decisión tardía de Gemma en lo que atañe a corregir sus fallos y su vagancia, homologando lo femenino a lo masculino porque la solitaria ingeniera parece ser una workaholic que se debate entre lo anodino, la frigidez sexual o lo lésbico en potencia…
Art estuvo aquí Los aficionados al horror de alto voltaje -timoratos y quejumbrosos crónicos, abstenerse- estamos de parabienes porque regresó el payaso más hijo de puta del cine contemporáneo, Art, the Clown, la entrañable creación del norteamericano Damien Leone, una verdadera máquina de matar de las maneras más espantosas y ridículas posibles que honestamente pone en vergüenza a otros colegas de cara emblanquecida como los de Killer Klowns from Outer Space (1988), de Stephen Chiodo, Clownhouse (1989), de Victor Salva, It (1990), de Tommy Lee Wallace, House of 1000 Corpses (2003), de Rob Zombie, Balada Triste de Trompeta (2010), de Álex de la Iglesia, y Clown (2014), de Jon Watts, entre muchos otros. Para los que no lo tengan presente, vale aclarar que nuestro psicópata sobrenatural con aires de mimo caníbal del averno nació como una criatura secundaria en el cortometraje The 9th Circle (2008), a posteriori trepó al rol protagónico en otro corto, Terrifier (2011), hasta por fin eventualmente llegar al largometraje de la mano de All Hallows’ Eve (2013), ésta ya una típica antología de Halloween que incluía el metraje de los dos primeros cortos de Leone más una historia englobadora y un tercer segmento centrado en la tenebrosa aparición de un alienígena. Entre All Hallows’ Eve y Terrifier (2016), el salto de Art a un formato narrativo tradicional que abandonaba las viñetas de antaño, el realizador y guionista nos regaló la mega trasheada Frankenstein vs. The Mummy (2015), trabajo muy olvidable y poco exitoso que lo llevó de inmediato a centrar su carrera -como buen artesano que privilegia la comida diaria por sobre los caprichos artísticos o “elevados”- en el clown amigo de las masacres indignas del gore, precisamente por ello Terrifier 2 (2022) continúa el camino de ambición creciente de cada nuevo eslabón de la saga y ahora nos topamos con una insólita duración de 138 minutos que se explayan en algo que Leone no le había prestado demasiada atención hasta ahora, el desarrollo de personajes, logrando un trabajo muy interesante y entretenido. Mientras que la primera Terrifier ponía el acento casi exclusivamente en Art, the Clown porque gustaba de burlarse del artificio retórico paradigmático de la scream queen que llega con vida a la última escena, en pantalla una serie de potenciales protagonistas que morían horriblemente y así negaban la fórmula del slasher clásico de los 70 y 80, esta segunda parte que nos ocupa prefiere, en cambio, respetar el esquema señalado, uno que por cierto responde mucho más a Mario Bava que a Alfred Hitchcock. Aquí Art (nuevamente David Howard Thornton, que heredó el papel del ya retirado Mike Giannelli) resucita una vez más, sigue el derrotero anterior y por ello asesina a martillazos al forense de turno antes de ir a una lavandería para recuperar su blancura y encontrarse con una simpática compinche, una nena terrorífica similar a él aunque espectral (Amelie McLain y Georgia MacPhail). Luego de clavarle el palo de un trapeador en el cráneo a un sujeto que esperaba en el local, el chiflado un año después se mete en los sueños de una bella adolescente, Sienna Shaw (Lauren LaVera), cual visión de una matanza con una ametralladora en una “cafetería de los payasos”, episodio que deriva en un incendio en su cuarto que quema las alas para su disfraz de Halloween, ese de una princesa guerrera que fue diseñado por su padre antes de fallecer por un tumor cerebral. El hermano menor de la chica, Jonathan (Elliott Fullam), también se cruza con Art y la niña clown mientras juegan con el cadáver de una zarigüeya en el colegio, lo que provoca su suspensión y un ataque de nervios de la matriarca, Bárbara (Sarah Voigt), a quien el payaso le vuela la cabeza con una escopeta recortada en una noche de Halloween en la que también se carga a las dos mejores amigas de Sienna, Allie (Casey Hartnett) y Brooke (Kailey Hyman), la primera toda cortada y desmembrada mediante un bisturí y la segunda sufriendo ácido en el rostro y golpes de un garrote aterrador, y al novio de esta última, Jeff (Charlie McElveen), a quien acuchilla en la ingle y le arranca el pene. Terrifier 2 se diferencia del patético terror indie de nuestros días, tanto el norteamericano y el europeo como el latinoamericano y sobre todo el argentino, porque construye una trama coherente, nos ofrece una protagonista sensata, no sobredimensiona el peso de secundarios bobos, mitologiza con paciencia al homicida, apuesta a víctimas burguesas bien elegidas, no se muestra mojigata en cuanto al sadismo y sobre todo se hace un festín con los practical effects de vieja escuela sin recurrir a la mierda CGI de ese bastión digital omnipresente del Siglo XXI, todo asimismo vinculado al muy buen trabajo de LaVera, un “corchito erótico” con talento actoral, y de un Thornton que vuelve a descollar bajo el atuendo y el maquillaje hiper profuso de Art, a su vez un villano de antología ya que unifica el humor negro símil slapstick circense de unas sonrisas silentes permanentes y el sustrato sanguinario frenético de la carnicería non stop, binomio orientado a dejar en el espectador las reacciones de su preferencia -carcajadas o angustia o quizás desconcierto- en lugar de imponer una lectura por sobre la otra como suele hacer el mainstream actual pero también esa comarca indie a la que nos referíamos con anterioridad, una que en la nueva centuria resulta intercambiable con respecto a la pompa industrial de grandes presupuestos en función de su mediocridad, inoperancia narrativa y eterna repetición de latiguillos aunque sin la frescura y la potencia del séptimo arte de otras décadas. Leone, paradoja de por medio, sí recupera ingredientes del mainstream profesionalizado como actores muchísimo mejores que aquellos de All Hallows’ Eve y la primera Terrifier y el hecho de ahora ponderar a nuestra ninfa guerrera en vez de tratarla como a otra víctima más destinada a donar su anatomía y carne mancillada para toda la platea, sin embargo el director en el trajín no descuida su vehemencia marca registrada para contentar al público menudo descerebrado promedio ni deja en un segundo plano a Art, en pantalla empardado a su linda némesis entre látigos y una espada mágica. Si bien la propuesta incluye citas a films como Plan 9 from Outer Space (1957), opus de Ed Wood, y Night of the Living Dead (1968), de George A. Romero, en realidad su linaje es más vasto porque nos remite al horror y el suspenso de festividades símil Black Christmas (1974), de Bob Clark, y Halloween (1978), de John Carpenter, la comedia negra demente a lo Evil Dead II (1987), de Sam Raimi, y Braindead (1992), de Peter Jackson, y ese splatter que nace con el Herschell Gordon Lewis de Blood Feast (1963), Two Thousand Maniacs! (1964) y Color Me Blood Red (1965), se expande con Bloodsucking Freaks (1976), de Joel M. Reed, Maniac (1980), de William Lustig, Antropophagus (1980), de Joe D’Amato, y Mil Gritos Tiene la Noche (1982), de Juan Piquer Simón, y llega al “porno de torturas” de Saw (2004), de James Wan, Hostel (2005), de Eli Roth, y Wolf Creek (2005), de Greg McLean, y el extremismo europeo de Haute Tension (2003), de Alexandre Aja, Ils (2006), de David Moreau y Xavier Palud, Frontière(s) (2007), de Xavier Gens, À l’intérieur (2007), odisea de Alexandre Bustillo y Julien Maury, Martyrs (2008), de Pascal Laugier, y Eden Lake (2008), de James Watkins, amén del grotesco payasesco de las citadas Killer Klowns from Outer Space y House of 1000 Corpses y aquel trasfondo metafísico/ onírico/ surrealista de joyas del slasher sobrenatural como Phantasm (1979), de Don Coscarelli, y A Nightmare on Elm Street (1984), de Wes Craven, cuyos Tall Man de Angus Scrimm y Freddy Krueger de Robert Englund constituyen también influencias cruciales en Art al igual que el Pennywise de Tim Curry de It y el Guasón de Jack Nicholson de Batman (1989), de Tim Burton, y ese otro de Heath Ledger de The Dark Knight (2008), de Christopher Nolan. Leone, encargado además -y como siempre- de la producción, el montaje y los efectos especiales, edifica un trabajo meticuloso que lleva el sello de los mejores productos Clase B del exploitation del Siglo XX, una proeza enorme encarada desde la eficacia truculenta y la soledad creativa…
Alguien en quien confiar Fue en la década del 80 que Hollywood empezó a ironizar sobre todo y todos aunque aún dentro del armazón de los relatos clásicos, por ello buena parte del cine de la época posee los rasgos de una etapa de transición entre la paciencia narrativa de antaño y el cinismo hiper vacuo o infantil que pronto dominaría en el mainstream y el indie desde el final de la Guerra Fría o el triunfo de yanquilandia en todo el planeta. Los años 90 vieron acelerar sustancialmente las tramas y fueron testigos de la paulatina pauperización de la dimensión conceptual de los tanques mundiales de los grandes estudios, compañías que siempre toman una realización muy exitosa como ejemplo a imitar y generan una enorme cantidad de exploitations de diversa naturaleza, por ello mismo Shrek (2001), de Andrew Adamson y Vicky Jenson, se transformó en el arquetipo de este nuevo estado de cosas y en un modelo a futuro: hablamos de un film animado que fue muy gracioso en su momento y que funcionó de maravillas en taquilla porque mundanizó el universo de los cuentos de hadas sirviéndose de las herramientas culturales del momento, léase la parodia polirubro frenética que no deja a nadie inmune y la entronización de las escenas de acción, la pose cool/ soberbia/ canchera permanente y la comedia de “pareja dispareja” de cadencia, precisamente, ultra ochentosa. El Hollywood posmoderno nunca puede superar sus compulsiones, como la exacerbación discursiva redundante que explica las chistes y el relato o la manía de reemplazar todo el tiempo a directores, guionistas y equipo técnico en general, y efectivamente después de entregar una secuela digna a cargo de Adamson más Kelly Asbury y Conrad Vernon, Shrek 2 (2004), destruye la franquicia con las mediocres Shrek Tercero (Shrek the Third, 2007), de Chris Miller y Raman Hui, y Shrek para Siempre (Shrek Forever After, 2010), de Mike Mitchell, y con un spin-off bastante anodino, Gato con Botas (Puss in Boots, 2011), opus también dirigido por Miller y basado en ese personaje titular que nace en cuentos varios de Gianfrancesco Straparola, Giambattista Basile y Charles Perrault, visto por primera vez en Shrek 2. Como todos daban por finiquitada la franquicia de Shrek y compañía, no a nivel comercial sino artístico, el arribo de Gato con Botas: El Último Deseo (Puss in Boots: The Last Wish, 2022), de Joel Crawford y Januel Mercado, resulta más que sorprendente ya que el film que nos ocupa mantiene un buen nivel de calidad como no se veía desde los dos primeros eslabones de la saga emblema de DreamWorks, amén de que incluye un trasfondo inusitadamente adulto para un producto masivo de esta envergadura, casi siempre pueril. Utilizando de base la estructura narrativa de El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), de Sergio Leone, una obra maestra que además acumula muchas otras alusiones formales también ligadas a la siguiente joya del querido realizador italiano, Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), Gato con Botas: El Último Deseo combina dos motivos clásicos del western, la crisis y la competencia en busca de un tesoro, en un guión de Paul Fisher y Tommy Swerdlow que en apariencia gira alrededor del miedo a morir del gatito, nuevamente con la voz de Antonio Banderas, porque malgastó ocho de sus nueve vidas en una serie de situaciones triviales, de allí que se obsesione con pedirle un deseo a la estrella mágica del centro del Bosque Oscuro para recuperarlas antes de que sea asesinado por un supuesto cazarrecompensas, Lobo (Wagner Moura), criatura que no deja de seguirlo al igual que Jack Horner (John Mulaney), pastelero psicópata al que le robó el mapa hacia la estrella del deseo, y Ricitos de Oro (Florence Pugh) y su familia adoptiva de tres osos, Mamá (Olivia Colman), Papá (Ray Winstone) y Bebé Oso (Samson Kayo), todo a instancias de la muchacha -una especie de adolescente marimacho que oficia de líder- y su idea de solicitar a la estrella una parentela humana, lo que genera la decepción de los osos. La película de Crawford y Mercado corrige todos los errores de las últimas entregas de la franquicia y apuesta a un relato de aventuras en el que el latiguillo conceptual va mutando desde la conciencia de la propia mortalidad, ya con el felino en formato vulnerable y menos preocupado por su leyenda de bandolero popular, hacia la dificultad actual en materia del viejo arte de confiar en el prójimo, más en tiempos de paranoia, intolerancia y una pugna ideológica y pragmática constante, así las cosas el Gato con Botas deberá hacer frente a su colección de enemigos mientras acepta la ayuda/ compañía/ apoyo de su ex pareja, Kitty Patitas Suaves (Salma Hayek), ya vista en el opus del 2011, y de un can que se hacía pasar por gato en un refugio, Perrito (Harvey Guillén), típico comic relief de un optimismo y una inocencia eternas. No todos los chistes funcionan aunque unos cuantos sí, casi siempre vinculados a ese Bicho de la Ética (Kevin McCann) símil Pepito Grillo y a los ojitos tiernos de los felinos y el perro, y las escenas de acción son un tanto mucho hiperbólicas pero por lo menos se buscó un diseño semejante a lo que sería una mixtura entre las ilustraciones antiguas de los cuentos de hadas y las historietas de los 50 y 60, generando una propuesta entretenida que se beneficia del surrealismo tétrico carrolliano detrás del Bosque Oscuro…
Las guerras de liberación Lo mejor que puede decirse de Avatar: El Camino del Agua (Avatar: The Way of Water, 2022), de James Cameron, pasa por el hecho de que en pantalla se nota que hablamos de una película muy bella y meticulosa de más de una década de planeamiento y minucias de producción, rodaje y post producción, secuela de Avatar (2009) que se vio muy demorada a lo largo de los muchos años primero porque el realizador canadiense tuvo que perfeccionar la tecnología de captura de movimiento para que funcionase debajo del agua y segundo porque cayó preso de su propia ambición ya que pasó de prometer dos continuaciones a la friolera de cuatro, lo que generó un mega proceso de escritura a cargo de Cameron y su equipo de guionistas -compuesto por Rick Jaffa, Amanda Silver, Josh Friedman y Shane Salerno- debido a que el señor se negaba a hacer lo que tantos cineastas anteriores hicieron en materia de las franquicias, eso de ir improvisando el arco narrativo en función de la repercusión en taquilla. Esta sensata aunque curiosa decisión de producción en tiempos de estupidez mainstream, más acorde con la coherencia artística del conjunto de las secuelas y la disponibilidad concreta del elenco que con ahorros presupuestarios que definitivamente no ocurrieron porque las películas en cuestión rankean en punta entre las más caras de la historia del cine, se tradujo en la filmación en paralelo en Estados Unidos y Nueva Zelanda de las segunda y tercera partes más un comienzo de rodaje de la cuarta vía un proceso que duró tres años en total, panorama que a su vez tiene que ver con la inteligencia de Cameron a la hora de meterle presión a The Walt Disney Company, gigante que se “comió” entre 2017 y 2019 al estudio dueño de la saga, aquella 21st Century Fox, para que no descuide el marketing planetario de los films completados o semi completados/ en post producción, léase Avatar: El Camino del Agua y Avatar 3 (con fecha tentativa de estreno para 2024), y a su vez termine de garantizar la “luz verde” en materia de producción, recursos y rodaje para Avatar 4 (2026) y Avatar 5 (2028), ofreciendo en conjunto un folletín de vieja cepa. Era más que evidente que después de explorar las junglas y el aire de Pandora, luna que orbita alrededor del planeta Polifemo, gigante gaseoso en el sistema estelar Alfa Centauri, el canadiense iba a regresar a su obsesión de siempre, los océanos y mares de El Abismo (The Abyss, 1989), Titanic (1997), sus dos documentales del rubro, Fantasmas del Abismo (Ghosts of the Abyss, 2003) y Criaturas de las Profundidades (Aliens of the Deep, 2005), e incluso su hilarante y olvidada ópera prima, Piraña II: Asesinos Voladores (Piranha II: The Spawning, 1981), secuela bizarra para Ovidio G. Assonitis de Piraña (Piranha, 1978), de Joe Dante trabajando para Roger Corman, éste también padrino artístico y profesional del propio Cameron ya que el futuro magnate empezó como un simple encargado de efectos especiales para las adorables trasheadas del amigo Roger de comienzos de los años 80. La historia principal vuelve a ser muy sencilla y arranca donde había terminado el eslabón previo, con la expulsión de la operación minera encarada por los seres humanos en Pandora en pos de unobtanium, una sustancia muy valiosa que se asemejaba al oro y el caucho que ansiaban las huestes europeas y oligárquicas locales durante el genocidio y la esclavitud de la Conquista de América y más allá. El guión final de Cameron y el matrimonio de Jaffa & Silver otorga una década de paz a Jake Sully (muy buen desempeño de Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldana y sus gritos de pesar) antes del regreso de los terrícolas mierdosos de siempre, ahora más interesados en construir una metrópoli permanente símil colonia y en cazar a unas enormes criaturas marinas semejantes al cachalote para extraer un componente líquido del cuerpo del animal, cruza entre el espermaceti, el ámbar gris y el aceite obtenido de la grasa corporal. El Coronel Miles Quaritch (ese querido Stephen Lang) regresa como un paradójico avatar y con la doble misión de vengarse de la parejita Na’vi que lo mató y de descabezar a la “insurgencia” autóctona que se opone al imperialismo, el Clan Omaticaya de Sully, ahora un padre de familia y por ello más vulnerable, temeroso e incluso pacifista. Con el pretexto narrativo de evitar poner en peligro a sus hijos -incluida una adolescente que nació por arte de magia/ a lo Virgen María del vientre del flamante avatar en animación suspendida correspondiente a nuestra Doctora Grace Augustine (Sigourney Weaver)- y la necesidad de marcharse de las selvas de Pandora hacia unas islas paradisíacas para no ser hallados, Jake, Neytiri y los suyos en Avatar: El Camino del Agua dejan de saltar de árbol en árbol y se ven obligados a aprender a nadar al pedir asilo a una tribu símil aborígenes polinesios, ese Clan Metkayina comandado por la pareja de Tonowari (Cliff Curtis) y Ronal (Kate Winslet, quien había acusado de dictador a Cameron con motivo de Titanic y hoy vuelve a trabajar con él), luego de que Quaritch tomase de rehén a algunos de los críos del protagonista, un híbrido entre el ADN humano y el ADN de los locales. A lo largo de una duración un poco excesiva de 192 minutos, Cameron narra con la paciencia de un artesano de antaño y recurre a todos los trucos del relato de aventuras con base familiera en el exilio, amenaza de parte de la codicia capitalista de por medio + sus mercenarios psicópatas: Lo’ak (Britain Dalton) es el vástago rebelde de Neytiri que desobedece a sus padres y entabla una fuerte conexión con una de las ballenas implícitas de la trama, Kiri (Weaver de nuevo) es la hija adoptiva de la parentela y el producto del embarazo de Augustine, niña algo solitaria capaz de controlar a las criaturas del océano, y finalmente Spider (Jack Champion) agrega la “salsa melodramática” que nunca falta en una epopeya colosal de esta envergadura, nos referimos a nada menos que el vástago de Quaritch que quedó en Pandora durante aquella expulsión humana del film previo porque los bebés no pueden someterse al viaje estelar de vuelta a la Tierra, púber que se cría con los Na’vi pero termina atrapado en una encrucijada antropológica/ ética/ cultural/ bélica cuando es capturado por las tropas coloniales y conoce de primera mano al avatar del que fuera su papi, un Quaritch en esta oportunidad azulado y altísimo que pareciera ser menos fascistoide que aquella versión original de diez años atrás. El canadiense vuelve a combinar un maravilloso mensaje ambientalista, los horrores de la Conquista de América y la dinámica paradigmática del western revisionista de izquierda, más chispazos del cine testimonial de los 60 y 70 centrado en las guerras de liberación e independencia del Tercer Mundo, y suma con astucia al mejunje toda esta retro subtrama sobre la caza indiscriminada del cachalote entre el Siglo XVIII y el Siglo XX, excusa para regalarnos un Ahab más plutocrático que melvilleano enajenado, el Capitán Mick Scoresby (Brendan Cowell), y para que Lo’ak se imponga sin más por sobre Kiri y Spider como el más interesante del lote de los personajes adolescentes nuevos. Avatar: El Camino del Agua no aburre con chistecitos para retrasados mentales a lo Marvel o Disney, apuesta por una seriedad de tragedias inmensas, cuenta con un marco muy claro de bildungsroman o relato de aprendizaje + odisea de inmigrantes + faena de destierro político y se posiciona como una anomalía en el cine actual porque en esencia puede leerse como una épica gigantesca aunque con corazón, donde la fastuosidad visual no sobrepasa a la historia humanista de fondo, lo que incluye una última hora brillante (típica andanada de secuencias de acción fascinantes y a toda pompa de Cameron, bien en la tradición de ese cine hardcore paciente ochentoso que no abusaba de los cortes abruptos cual montaje para idiotas del Siglo XXI con déficit de atención) y un excelente diseño de criaturas marinas y manejo del mentado “motion capture” (ni siquiera bajo el fuerte contraste del 3D los Na’vi pierden esa inusitada corporalidad que los caracteriza y de la que carece casi todo el CGI del Hollywood masivo contemporáneo). Desde ya que el film cae en la categoría de “más de lo mismo” de tantas continuaciones, no obstante la gesta de Cameron es una obra entretenida de un cineasta maduro que sabe administrar el quid ecológico y esa filosofía apacible de unos humanoides semi felinos amantes de los dreadlocks, entre el budismo y el clásico animismo de las tribus americanas, ahora analizando nuevamente la táctica de “tierra arrasada” del imperialismo…
O Santa Claus se enojará La tercera incursión en el ecosistema productivo anglosajón por parte del noruego Tommy Wirkola, Noche sin Paz (Violent Night, 2022), está lejos del nivel de calidad de lo mejor de su carrera aunque indudablemente resulta una propuesta más interesante y mucho más coherente -a nivel formal y temático- que sus dos trabajos previos en inglés, las bastante más desparejas o quizás directamente problemáticas Hansel & Gretel: Cazadores de Brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, 2013) y ¿Qué le Pasó a Lunes? (What Happened to Monday?, 2017), la primera una relectura de la archiconocida fábula del título desde el cine de acción y la segunda una odisea distópica con elementos de neo film noir. Dejando de lado sus dos parodias cinéfilas de bajo presupuesto, Kill Buljo: La Película (Kill Buljo: The Movie, 2007) y Kurt Josef Wagle y la Leyenda de la Bruja del Fiordo (Kurt Josef Wagle og Legenden om Fjordheksa, 2010), sátiras de Kill Bill (2003 y 2004), de Quentin Tarantino, y del found footage símil El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, a Wirkola le suele ir bien en serio en términos artísticos cuando encuentra un marco creativo propicio en el que pueda dejar volar su idiosincrasia gore y anárquica empardada al terror freak, justo en la tradición de Nieve Muerta (Død Snø, 2009) y su continuación, Nieve Muerta 2 (Død Snø 2, 2014), ese recordado díptico sobre zombies nazis imparables que retomaba el cine de Lucio Fulci, George A. Romero y Dan O’Bannon. En este sentido vale aclarar que Noche sin Paz, como decíamos con anterioridad, no es para nada una película mala pero palidece un poco debido a dos razones, primero porque le tocó la difícil tarea de suceder a una de las mejores realizaciones de la trayectoria de Wirkola, El Viaje (I Onde Dager, 2021), comedia negra sobre un matrimonio (Noomi Rapace y Aksel Hennie) que pretendía matarse recíprocamente y se veía obligado a “suspender” tamaña misión a raíz de la inesperada amenaza de un trío de prisioneros fugados, y segundo porque Noche sin Paz abreva en un manantial relativamente seco y/ o temática ya algo saturada, hablamos por supuesto de la Navidad, tópico que año a año despierta un enorme volumen de productos nuevos en todo el planeta que rápidamente caen en el olvido, situación que por suerte no es el caso del film del noruego porque cuenta con méritos propios suficientes como para destacarse del lote cultural/ audiovisual de la indistinción. Wirkola sabe robar en materia de comedias malsanas recientes y por ello recupera al Santa Claus reventado del mítico Billy Bob Thornton de Un Santa no tan Santo (Bad Santa, 2003), de Terry Zwigoff, las “sorpresas” navideñas en secuencia de Better Watch Out (2016), de Chris Peckover, e incluso cierta concepción grotesca y horrorosa de la parentela promedio y hasta Papá Noel a lo Rare Exports (2010), del finlandés Jalmari Helander, y Krampus (2015), de Michael Dougherty, dos excelentes ejemplos de terror folklórico de festividades cargadas de ironía. Aquí nuestro Santa Claus (David Harbour) es nada menos que un ex guerrero vikingo que lleva siglos repartiendo regalos y hoy por hoy atraviesa una crisis aguda porque extraña a su pareja, tiene un problemilla con la bebida y detesta el cinismo, la plutocracia y la codicia de niños y adultos por igual de todo el globo, así las cosas deja pasar el tiempo durante la noche de Navidad sentado en un sillón masajeador de una enorme mansión de Greenwich, en Connecticut, sin darse cuenta de lo que sucede en el lugar, específicamente una toma de rehenes ya que un comando de mercenarios a cargo del Señor Scrooge (John Leguizamo) anda en busca de 300 millones de dólares en efectivo que la dueña de casa, la magnate inmunda Gertrude Lightstone (Beverly D’Angelo), oculta en su bóveda personal, dinerillo que el gobierno yanqui le entregó para sobornos en Medio Oriente y que ella se quedó en medio de las intervenciones bélicas imperialistas. Mientras que Scrooge y los suyos abren la caja fuerte y esperan el arribo de otro grupo de elite pero al servicio de Lightstone, Santa opta por defender a la adorable nieta de la anciana, Trudy (Leah Brady), quien está de visita en el lugar junto a sus padres separados, Jason (Alex Hassell) y Linda (Alexis Louder), y su tía alcohólica, Alva (Edi Patterson), a su vez progenitora del influencer idiota Bertrude alias Bert (Alexander Elliot) y noviando con un actor del cine de acción Clase B, Morgan Steel (Cam Gigandet), tarado importante que pretende financiamiento para su próximo proyecto. Honestamente el guión de Pat Casey y Josh Miller, el dúo de Sonic: La Película (Sonic the Hedgehog, 2020), de Jeff Fowler, y su secuela del 2022, es rudimentario y no sorprende a nadie su idea de combinar aquel veterano vengador de Rambo (First Blood, 1982), de Ted Kotcheff, el Papá Noel truculento de Noche de Paz, Noche Mortal (Silent Night, Deadly Night, 1984), trasheada de Charles E. Sellier Jr., el “agente externo” que le amarga la vida a los ladrones de Duro de Matar (Die Hard, 1988), opus de John McTiernan, y la resiliencia infantil pomposa de Se Acabó el Juego (36.15 Code Père Noël, 1989), de René Manzor, y su remake estadounidense no acreditada, Mi Pobre Angelito (Home Alone, 1990), de Chris Columbus. Mejor y más disfrutable que la similar Fatman (2020), de los hermanos Eshom e Ian Nelms, Noche sin Paz en primera instancia se beneficia mucho del muy buen trabajo de dos figuras que siempre parecen estar al borde del agotamiento profesional, Harbour y Leguizamo, aquí asimismo apoyados en el muy buen desempeño de la pequeña Brady y una reaparecida y perfecta D’Angelo, actriz recordada por la saga que comenzó con aquella Vacaciones (National Lampoon’s Vacation, 1983), de Harold Ramis, y en segundo lugar exprime con inteligencia esa simpática furia contenida -modelo mainstream, por supuesto- de escenas de acción semi gore con coreografías amenas y un montaje paciente de anclaje ochentoso, siempre presto a lucirse cuando Santa se enoja y muta en homicida non stop…