El eterno íncubo circular Gemelo Siniestro (The Twin, 2022), escrita y dirigida por el finlandés Taneli Mustonen, es un buen ejemplo no sólo de la mediocridad absoluta del cine mainstream contemporáneo de género a escala planetaria, gran parte condenado a repetir estereotipos harto quemados del acervo hollywoodense sin ningún rasgo local verdadero a nivel de la idiosincrasia nacional del equipo creativo o su sensibilidad e intereses, sino también de las cagadas que se suelen mandar los productores en materia de la distribución mundial inmediata porque en su afán ciego de monetarizar lo más rápido posible al film en cuestión terminan destruyendo sus posibilidades en taquilla -muchas o pocas, en realidad no importa- al vender la película a cualquiera que se presenta sin fijar un mínimo calendario de estrenos internacionales para que aquellos distribuidores que pretendan estrenar en salas no tengan que competir con la piratería que inmediatamente surge una vez que el producto en cuestión aparece en algún servicio de streaming de algún mercado regional, en este sentido basta con tener presente que Gemelo Siniestro llegará a los cines tradicionales en Latinoamérica aunque luego de su aparición en Shudder, un over-the-top especializado en terror y thrillers que cubre Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido e Irlanda y que por supuesto -gracias a la miseria que nos regala nuestro capitalismo global- alimenta el querido mundo de las descargas clandestinas. Más allá del “detalle” aludido, el producto en sí de Mustonen es bastante lamentable porque hasta su premisa de base resulta de lo más genérica e intercambiable dentro del género, hablamos del fallecimiento de un nene llamado Nathan (Tristan Ruggeri) en un accidente automovilístico y la mudanza de su familia desde Nueva York a Finlandia para que pronto su hermano gemelo, Elliot, se crea una reencarnación del finado y la madre, Rachel (Teresa Palmer), piense que algo macabro está sucediendo en el pueblito de turno porque su esposo escritor, Anthony (Steven Cree), parece formar parte de una conspiración de la que Rachel es prevenida por una anciana británica, la “oveja negra” del lugar Helen (Barbara Marten). Gemelo Siniestro por momentos parece una historia de fantasmas, en otras ocasiones gira hacia una faena de doppelgängers, después se convierte en una película sobre satanistas, tampoco deja sin tocar el horror folklórico, en algunos instantes parece querer ser un retrato de la locura, en otros juega con la posibilidad de ponerse a reflexionar acerca del luto o la pérdida en general del pivote afectivo y para colmo asimismo sigue el derrotero típico de ese suspenso de manipulación psicológica. Esta esquizofrenia lejos está de ser sinónimo de riqueza o una coctelera valiosa porque todos los ingredientes caen en saco roto ya que no existe sutileza alguna desde el tono para las etapas de transición entre los distintos núcleos. El trabajo de Palmer es verdaderamente muy bueno, aquella intérprete de Mi Novio es un Zombie (Warm Bodies, 2013), de Jonathan Levine, Cuando las Luces se Apagan (Lights Out, 2016), de David F. Sandberg, y El Síndrome de Berlín (Berlin Syndrome, 2017), de Cate Shortland, sin embargo Mustonen es un ladrón grosero que no sabe bien qué hacer con el tema del doble malvado de El Otro (The Other, 1972), de Robert Mulligan, la literatura y la demencia escalonada símil El Resplandor (The Shining, 1980), joya de Stanley Kubrick, el purrete del averno a lo La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, la secta en las sombras y el pacto con Mefistófeles a cambio del crío de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y ese terror bucólico, costumbrista y delirante que va desde El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, hasta Midsommar (2019), de Ari Aster, amén de la tradición de los mocosos peligrosos de La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy, y El Pueblo de los Malditos (Village of the Damned, 1960), de Wolf Rilla, y un remate que pareciera refritar la memoria traumática selectiva de Servant (2019), la serie de Tony Basgallop y M. Night Shyamalan para Apple TV+, y aquello de andar viendo gente muerta y/ o imaginarse cosas de Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999), también del cineasta hindú retomando Un Suceso en el Puente de Owl Creek (An Occurrence at Owl Creek Bridge, 1890), célebre cuento de Ambrose Bierce. En esencia Mustonen reincide en el terror porque su ultra rutinario slasher Lago Bodom (Bodom, 2016), inspirada lejanamente en los asesinatos homónimos de 1960, uno de los crímenes más enigmáticos de Finlandia, tuvo una importante repercusión internacional en términos comerciales, pero lo suyo son las comedias grasientas que reversionan lo hecho por otros realizadores, recordemos que su hit Luokkakokous (2015) fue una remake de la danesa Klassefesten (2011), de Niels Nørløv Hansen, la secuela Luokkakokous 2 (2016) reinterpretó Klassefesten 2: Begravelsen (2014), de Mikkel Serup, y La Renovación (Se Mieletön Remppa, 2020), clásica comedia de hogar refaccionado y sus muchas vicisitudes, era una remake de la noruega Norske Byggeklosser (2018), de Arild Fröhlich, a su vez una reformulación del film homónimo de 1972 de Pål Bang-Hansen aunque con pinceladas de la sueca Drömkåken (1993), de Peter Dalle, y Hogar, Dulce Hogar (The Money Pit, 1986), de Richard Benjamin, la cual estaba basada en George Washington Durmió Aquí (George Washington Slept Here, 1942), de William Keighley, y Los Blandings ya Tienen Casa (Mr. Blandings Builds His Dream House, 1948), de H.C. Potter. Gemelo Siniestro cuenta con alguna que otra escena bastante potable, especialmente aquella polanskiana del embarazo onírico de Rachel, instante en verdad tenebroso que hasta parece insinuar influencias de H.P. Lovecraft, no obstante el “eterno íncubo” circular pronto se licúa en la nada misma…
Blanco negrero Un problema del nuevo capitalismo a la hora de vender su discurso repetido de explotación disfrazado de rosas es que ya nadie le cree lo de las buenas intenciones de antaño en un contexto de precarización laboral incesante, miseria a montones, salarios casi siempre muy bajos, crisis cíclicas de nunca acabar, contaminación ambiental, deuda pública en aumento, ese desempleo que tampoco deja de crecer, un marketing y una publicidad cada día más banales, la competitividad sin frenos entre pares, una cultura empresaria siempre tiránica y esclavista y por supuesto la infaltable sustitución del trabajo por la especulación financiera, inmobiliaria, política y mediática, verdadero fetiche de las elites o capas sociales dirigentes mundiales desde la década del 70 del Siglo XX en adelante. A la mediocridad y alienación de la enorme mayoría de los pocos empleos que aún subsisten y no han sido automatizados mediante algoritmos o algún proceso en loop se suma, como decíamos, un cansancio ya casi terminal de los marcos simbólicos autojustificantes de las compañías, en esencia un esquema vincular paternalista y autocrático que antes era autoritario de manera abierta y sincera y hoy pasa a ser endulzado -de manera superficial y bien burda, desde ya- mediante todo ese discurso de autoayuda de la repugnante filosofía new age de la burguesía actual, por ello en vez de un déspota liso y llano encabezando la firma en cuestión nos topamos con un líder supuestamente sabio, con un amigo que sabe siempre qué hacer o simplemente con una figura paterna que se ufana de equilibrar las necesidades del todo para garantizar su supervivencia y prosperidad, lo que sistemáticamente oculta el hecho de que ese “todo” es él mismo y que lo que se pretende es cosificar a los subalternos para que tomen consciencia de su intercambiabilidad, se vuelquen de lleno al egoísmo y en especial desistan de sus viejas luchas colectivas de índole sindical para que el único núcleo de poder valioso vuelva a ser la patronal en confabulación con el Estado y su aparato legal, burocrático y represivo. El Buen Patrón (2021), regreso del cineasta español Fernando León de Aranoa al castellano luego de rodar en inglés en ocasión de las también desparejas Un Día Perfecto (A Perfect Day, 2015) y Loving Pablo (2017), es un intento loable aunque algo frustrante y baladí de retratar este estado de cosas desde el armazón retórico paradigmático de una sátira un poco mucho moderada que se engloba, a nivel macro, en la falta de cojones del séptimo arte de hoy en día y una tibieza que tiene un pie en la cobardía y el otro en la ausencia evidente de ideas en verdad novedosas o revitalizantes, que no hayan sido tan trabajadas en el pasado. Julio Blanco (Javier Bardem) es un típico jerarca del capitalismo contemporáneo, dueño por herencia de su padre de una empresa llamada Básculas Blanco que está asentada en un pueblo ignoto del interior de España y que se dedica a la fabricación de diferentes tipos de balanzas, un señor ambicioso y caníbal que se vende a sí mismo como un padre para sus empleados y mucho más en la semana que analiza el film, esa que implica la preparación en la planta de turno, que debería estar perfecta y brillante según la perspectiva del caudillo, para recibir a una comisión del gobierno regional que evaluará al lugar y a los asalariados para decidir si le otorga a la compañía, finalista en una terna concreta de tres, un premio a la excelencia empresarial que significará subvenciones futuras y sobre todo completar la colección de galardones -intra gremio de los parásitos capitalistas- que Blanco tiene en su lujoso hogar. El patrón, casado con Adela (Sonia Almarcha), dueña de un negocio de venta de ropa, gusta de encamarse con becarias y así termina enredado con una chica trepadora de marketing, Liliana (Almudena Amor), sin saber que es hija de unos amigos oligarcas, para colmo el jefe de producción, Miralles (Manolo Solo), quien tiene sexo con la secretaria de Blanco, está en crisis porque su mujer, Aurora (Mara Guil), está a punto de abandonarlo de manera definitiva por Khaled (Tarik Rmili), otro empleado de la firma a lo puterío interno. Resulta más que elogiable la idea de -en esencia- elegir como central al conflicto que surge entre el protagonista y un empleado contable al que echó en medio de recortes laborales eternos dentro del paraguas de los despidos amparados por el Estado o EREs (Expedientes de Regulación de Empleo), José (Óscar de la Fuente), un hombre lastimoso con dos hijos pequeños que acampa con su automóvil en la más absoluta soledad en la puerta de la planta en repudio a la cruel decisión y para denunciar a Blanco como otro negrero excrementicio que entroniza a las ganancias en detrimento de todo lo demás, no obstante la realización se hace muy larga en sus dos horas porque le sobran mínimo unos 30 minutos, hay escenas redundantes a nivel conceptual y el ritmo narrativo lánguido atenta contra las pretensiones paródicas de la película en su conjunto y del director y guionista en particular, quien por cierto jamás fue demasiado bueno en el campo de las metáforas, las ironías o las sutilezas y aquí se nota a kilómetros de distancia que desea construir su versión del cine gloriosamente farsesco de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, el acervo sarcástico de Billy Wilder, el realismo social británico en línea con Ken Loach y Stephen Frears, el cine francés laboral a lo Laurent Cantet o el último y satírico Costa-Gavras y sobre todo la commedia all’italiana modelo corrosión símil Mario Monicelli, Dino Risi, Pietro Germi, Lina Wertmüller, Ettore Scola y aquel Elio Petri de la Trilogía del Poder, léase Investigación sobre un Ciudadano Libre de Toda Sospecha (Indagine su un Cittadino al di Sopra di Ogni Sospetto, 1970), La Clase Obrera va al Paraíso (La Classe Operaia va in Paradiso, 1971) y La Propiedad ya no es un Hurto (La Proprietà non è più un Furto, 1973), trabajos magistrales que como El Buen Patrón hacían énfasis en la inoperancia, hipocresía y corrupción entrecruzada de las sociedades actuales y sus instituciones, enclaves que debajo de una máscara de solidaridad o respeto por el otro esconden una voracidad pueril que perpetúa las injusticias de siempre. En pos de invertir la perspectiva de su estupenda Los Lunes al Sol (2002), ahora indagando sin caricaturas en el devenir empresarial en lugar de pensar la penuria de los desempleados o los expulsados del mercado laboral, Aranoa retoma algo de la brutalidad y la intimidad de entrecasa de las primigenias Familia (1996) y Barrio (1998), y de las posteriores Princesas (2005) y Amador (2010), en materia del individualismo bobo de los empleados, la manía patológica de Blanco con ganar el premio, la cultura maquiavélica compartida de escalar posiciones, un sustrato sexual que se utiliza como moneda de cambio o como sinónimo de traición sádica, un ecosistema de parentesco incestuoso y finalmente ese suplicio del pobre José, personaje solitario olvidado por sus colegas y ninguneado por un sindicato tácito cómplice de la patronal, quien cae en el último acto bajo la furia de los esbirros racistas del mandamás en una secuencia con ecos de El Padrino: Parte III (The Godfather: Part III, 1990) vía un dejo operístico que se mezcla con lo mafioso y el desplome de estas caretas de falsa cordialidad del mundo de los negocios. Lo mejor del film de Aranoa, artista que no llega a la altura de sus admirados Berlanga y Azcona aunque tampoco pasa vergüenza, es la riqueza discursiva/ expresiva de la actuación de un enorme Bardem sin nada que envidiarle a próceres y colegas como José Luis López Vázquez y José Isbert, tercera colaboración con el realizador luego de Los Lunes al Sol y Loving Pablo y aquí consiguiendo humanizar a un patrón despiadado y mitómano, amén de la agraciada presencia del guardia de seguridad de la puerta de Básculas Blanco, Román (Fernando Albizu), simpático bufón que es basureado continuamente por su jefe, y esa derrota de fondo del proletariado, ya no más cohesivo o fraternal y lamentablemente atomizado en muchos focos sin conexión, a instancias de unos oligarcas obsesionados con salirse con la suya a pura impunidad -y a pura acumulación de poder- sin que les importe en lo más mínimo a quienes pisan en el camino a nivel diario…
El club de los pasmados El subgénero del terror cinematográfico correspondiente a los muertos vivientes, nacido por cierto con Zombie Blanco (White Zombie, 1932), de Victor Halperin, y Yo Caminé con un Zombie (I Walked with a Zombie, 1943), de Jacques Tourneur, viene de capa caída desde hace por lo menos un lustro si lo pensamos en términos comerciales porque a nivel creativo la decadencia es más dolorosa e indudablemente se extiende a bastante más de una década atrás por un cansancio y un deterioro discursivo que siguen acumulándose desde aquella lejana eclosión moderna de la mano de La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968) y El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 1978), ambas de George A. Romero, y esa homóloga posmoderna escalonada que va desde El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), de Dan O’Bannon, hasta llegar a la también decisiva Exterminio (28 Days Later, 2002), dirigida por Danny Boyle a partir de un guión del querido Alex Garland. A pesar de que ya no genera en taquilla los dividendos de antaño y del hecho innegable de que la mediocridad no da tregua en lo referido a la catarata de bodrios y clones varios que el mainstream y el indie continúan produciendo en todos los rincones del planeta como cadena de montaje ya terminal, el rubro de los finados se resiste a desaparecer incluso con el calamitoso declive cualitativo experimentado por The Walking Dead (2010-2022), otro de los productos responsables de esta insistente moda comercial. Ahora bien, la escena rioplatense del horror jamás fue adepta a tales menesteres y lo que subsiste hasta el día de hoy son apenas parodias como Plaga Zombie (1997), de Pablo Parés y Hernán Sáez, y algún que otro exponente sólo del marco contextual apocalíptico símil Fase 7 (2011), de Nicolás Goldbart, amén de una escena de terror en general muy despareja en la que conviven artesanos valiosos como Adrián García Bogliano y Demián Rugna, otros más olvidables en línea con Gonzalo Calzada, Gabriel Grieco y Daniel de la Vega y esos clásicos mamarrachos de toda cinematografía nacional o regional, pensemos en el dúo de Luciano y Nicolás Onetti, ejemplos de la costumbre mimética y nostálgica hiper baladí de cierto cine de género industrial que por suerte va quedando cada vez más en el pasado. Dentro de todo este panorama viene destacándose el director y guionista uruguayo Gustavo Hernández, quien comenzó su trayectoria en el indie con dos realizaciones muy dignas, La Casa Muda (2010) y Dios Local (2014), que le permitieron saltar al mainstream de No Dormirás (2018), aquella asimismo interesante coproducción con España y Argentina que ahora le posibilita replegarse hacia una suerte de propuesta de “idiosincrasia mixta” que conserva un presupuesto generoso, aquí gracias a productoras y/ o entidades de Uruguay y Argentina, pero volcándolo a ese encierro pesadillesco de La Casa Muda y No Dormirás, hablamos de Virus-32 (2022), distribuida en el mercado anglosajón vía el inefable Shudder. El raquítico guión de Hernández y su colaborador habitual Juma Fodde Roma deja bastante que desear en materia de originalidad, como prácticamente todo el acervo cinematográfico mundial de hoy en día, aunque ese terreno nunca constituyó el fuerte del director porque su maestría radica en el desarrollo minimalista de personajes, la genial puesta en escena y por supuesto la catarata de instantes de tensión, aquí fotografiados de manera meticulosa por el extraordinario y muy imaginativo Fermín Torres Echeguía. Iris (Paula Silva) es una guardia de seguridad en un club deportivo, el Neptuno, y una madre negligente de la pequeña Tata (Pilar García), a la que engendró con un muchacho con el que la mocosa convive, Javier (Franco Rilla). Un buen día Iris, quien tiene de compañera de casa a una suculenta morena centroamericana, Nicky (Anaisy Brunet), se olvida de la visita pautada de Tata y por ello debe llevarla al trabajo sin percatarse de un brote infeccioso símil aquel virus modificado de la rabia de Exterminio que convierte a los contagiados en homicidas feroces y raudos con tendencia caníbal, aunque con la diferencia sustancial -y sin explicación alguna- de que los susodichos quedan pasmados durante 32 segundos luego de cada ataque mortal. Dentro del club madre e hija se separarán y la segunda quedará como rehén de un tal Luis (Daniel Hendler) que aparece de la nada, señor que de inmediato insta a Iris a que lo asista en el parto de su esposa, Miriam (Sofía González), una infectada que desea asesinar al no nato. Sustentada en el muy buen trabajo de Silva y Hendler, los juegos con las penumbras y la iluminación sutil de Torres Echeguía y la partitura deliciosamente hollywoodense pomposa de Hernán González, Virus-32, como decíamos con anterioridad, recupera las obsesiones carpenterianas de Hernández con la reclusión, ofrece una experiencia adictiva y de una factura técnica en verdad fenomenal y hasta trae a colación, sobre todo durante la apertura/ introducción en el hogar montevideano de Iris, aquel gustito por las tomas secuencias de La Casa Muda, film que hacía uso del recurso en su variante simulada a lo La Soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock, Birdman (2014), de Alejandro González Iñárritu, y El Hijo de Saúl (Saul Fia, 2015), de László Nemes, obras que se oponen a la fotografía más trabajosa y realista de Timecode (2000), de Mike Figgis, El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002), de Alexander Sokurov, y Victoria (2015), odisea de Sebastian Schipper. Hernández se luce especialmente en esos planos aéreos del comienzo, la escena de la primera arremetida del tremendo zombie oficinista (Rasjid César), la subacuática en la pileta, la del descubrimiento de un Javier ya moribundo, la del parto en sí, aquella del pasillo lleno de zombies y todo el desenlace en su conjunto, ejemplos de que los latiguillos bobos -hoy el pasado traumático de la protagonista, vástago menor incluido fallecido bajo su supervisión, Nicolás (Tiziano Núñez)- no destruyen las buenas intenciones cuando existe talento auténtico de fondo…
Hijos de Odín La nueva película de Robert Eggers, la extraordinaria e hiper nihilista El Hombre del Norte (The Northman, 2022), no sólo constituye una lección magistral de cine, una de esas que ya prácticamente no existen en el mainstream lobotomizado y conformista de nuestros días, sino que además por un lado se aparta bastante de sus dos obras previas, La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015) y El Faro (The Lighthouse, 2019), porque cambia el contexto de aislamiento y claustrofobia de antaño, eje de la trágica convivencia entre los antihéroes de ambas realizaciones señaladas, por los espacios abiertos de una Irlanda, sede crucial del rodaje, que pasa por una Islandia plagada de mesetas verdes y con una generosa actividad volcánica, y por el otro lado se mantiene cerca de aquellas en lo que atañe a la fascinación insistente del director y guionista para con la antropología social, el folklore de tiempos más o menos remotos, sus dialectos específicos, las costumbres animistas hoy ya desaparecidas, un paganismo de impronta siempre arrolladora e iconoclasta, la doble faceta -esclavizadora y liberadora altisonante- del mismo y por supuesto esa mitología que abarca a divinidades, personajes, figuras y entidades que también se mueven en la línea divisoria entre lo maléfico y lo benigno porque Eggers le escapa a ese maniqueísmo barato típico de Hollywood y en su cine de género furiosamente artístico y preciosista hallamos criaturas paradójicas como aquellos Thomasin (Anya Taylor-Joy) y Black Phillip (Wahab Chaudhry) de La Bruja, moldeados a partir de la larga tradición de la hechicería femenina y de Pan, el Dios de los pastores, la fertilidad y la sexualidad masculina en la mitología griega, y como aquellos Thomas Howard (Robert Pattinson) y Thomas Wake (Willem Dafoe) de El Faro, construidos respectivamente a partir de Prometeo, el titán amigo de los mortales que robó el fuego para entregarlo a la humanidad, y Proteo, Dios del mar que podía predecir el futuro aunque evitaba hacerlo cambiando constantemente de forma/ aspecto para no ser atrapado. Aquí el “patrón simbólico” a seguir es la leyenda medieval escandinava de Amleth, relato popular que llegaría a difundirse en todo el globo cuando William Shakespeare lo adaptase de manera literal en Hamlet (1603), celebre tragedia que recuperó muchos latiguillos del mito original, basado en un poema islandés perdido del Siglo X e inmortalizado en textos como Chronicon Lethrense (Siglo XII), de autor anónimo, y Gesta Danorum (Siglo XIII), de Saxo Grammaticus, como la premisa de base homologada al periplo de venganza del Príncipe Amleth durante la Edad del Hierro luego de que su tío, Feng, asesinase a su padre, Horvendill, bajo el mandato de la maquiavélica esposa de este último, Gerutha, quien no se consideraba querida por el finado, amén de detalles adicionales como una locura fingida, estratagemas para aislarlo, controlarlo o asesinarlo por parte del flamante soberano de los jutos y la muerte en batalla del protagonista, alegoría sobre el alto precio de la venganza. En esta oportunidad Amleth (Oscar Novak de niño, Alexander Skarsgård ya como adulto) se transforma en heredero de su padre, Aurvandill (el gran Ethan Hawke en esta cita del acervo cultural germánico), gracias a la intervención del brujo Heimir (Dafoe), no obstante atestigua cómo su tío, Fjölnir (Claes Bang), el único hermano de su progenitor, lo asesina sin piedad y manda a matar a su vástago, lo que lo obliga a huir y a transformarse con los años en un guerrero nórdico salvaje que asedia y esclaviza a las tribus más débiles junto con otros vikingos amantes del saqueo y la violencia en Europa y la futura Rusia. Cuando se entera de que Fjölnir, llamado El Deshermanado, perdió su reino a manos de otro jerarca y mutó en señor feudal que cría ganado en Islandia, se hace pasar por esclavo para llegar a sus dominios y comenzar su revancha, sin embargo encuentra a su madre, la Reina Gudrún (Nicole Kidman), casada con el villano y se enamora de una hermosa esclava, la hechicera Olga (Taylor-Joy), quien lo ayuda a llevar a cabo un plan brutal de ajuste tardío de cuentas. Si bien se puede seguir diciendo que el corazoncito de Eggers está volcado al horror, ya que de hecho es el único género que se sumerge sin culpa en el arte de la desmembración y la evisceración por una honestidad expresiva absoluta en materia del pesimismo o desprecio hacia una criatura por demás vil, delirante y traicionera como el ser humano, El Hombre del Norte juega claramente con los recursos paradigmáticos de las épicas de aventuras y de los thrillers de desquite del mismo modo en que La Bruja y El Faro lo hicieron con las efigies, el puritanismo, los rituales, las compulsiones y las fantasías más truculentas de Nueva Inglaterra, la primera dentro del enclave del terror sobrenatural satánico de emancipación femenina y la segunda en el terreno del drama de descenso hacia la demencia con chispazos de homoerotismo y de una relación de maestro/ discípulo que se iba al demonio. Mediante el personaje de Dafoe, otro semejante de Ingvar Sigurdsson y aquella vidente tenebrosa en la piel de Björk Guðmundsdóttir alias simplemente Björk, por cierto colaboradora habitual del coguionista de turno de Eggers, Sigurjón Birgir Sigurðsson alias Sjón, poeta y novelista que firmó muchas letras para la archiconocida cantante y compositora islandesa y que viene de trabajar con Valdimar Jóhannsson en la desquiciada Cordero (Lamb, 2021), el film que nos ocupa va introduciendo una imaginería surrealista exquisita que representa no sólo las visiones pomposas de Amleth, preso como lo somos todos de la idiosincrasia y la cultura de su tiempo, sino asimismo la riqueza de la mitología nórdica en su conjunto y el sentir social de todos estos “hijos de Odín”, en suma una cosmovisión apasionante que el cineasta recrea en imágenes tan bellas y adictivas como espantosas que a su vez ponen en primer plano cuánto se puede conseguir cuando se utiliza al aparato hollywoodense en función del arte y no de la estupidez clasicista lavacerebros para el público más ignorante, de allí el desenlace moralmente abierto -en las puertas del Valhalla- que no sanciona o celebra esta carnicería. En su tercer opus Eggers acelera el ritmo narrativo para acercarse a un relato de acción a toda pompa pero sin jamás descuidar o traicionar sus marcas autorales, como por ejemplo el gustito por los travellings elegantes, una puesta en escena inmaculada, una fotografía que está siempre al servicio de la narración y los personajes, metáforas frondosas que en parte remiten a Darren Aronofsky y Ken Russell, la aculturación a la fuerza de los antihéroes, enfrentamientos furtivos y en verdad demoledores, una crueldad lírica sólo equiparable a la animadversión de fondo, la presencia de lo prohibido erótico empardado al tabú -aquí la abiertamente incestuosa y filicida Gudrún- y finalmente una idea general de adaptar todo lo anterior a las necesidades de nuestra faena, por ello el realizador eligió como protagonistas fundamentales a Taylor-Joy, una genia que ya demostró con amplitud su valía como actriz desde, precisamente, La Bruja, y a Skarsgård, intérprete sueco cuya trayectoria hasta este momento parece haber sido una larga preparación para componer a Amleth, en este sentido basta con recordar que sus rasgos más importantes, léase su semblante de buen mozo y su cuerpo/ físico prominente, lo habían encasillado en muchas propuestas olvidables de acción y aventuras o en epopeyas románticas/ melodramáticas/ de suspenso, aquí más que nunca demostrando que puede llevar sus mejores trabajos a la fecha, aquellos televisivos de The Little Drummer Girl (2018) y Big Little Lies (2017-2019), hacia el siguiente nivel, el de la excelencia innegable. De la mano de aportes prodigiosos como el diseño de producción de Craig Lathrop, la fotografía de Jarin Blaschke, la edición de Louise Ford y la música de Robin Carolan y Sebastian Gainsborough, casi todos colaboradores reincidentes de Eggers, éste redondea una odisea de una intensidad y un desparpajo espeluznantes que erigen la mejor y definitiva gesta vikinga del cine y ponen en vergüenza a la legión de autómatas sin alma ni ideas ni cojones que se dicen directores y se la pasan rodando bodrios hoy en día…
Trotando, trotando y trotando Que una película tan mediocre como Desesperada (The Desperate Hour, 2021), dirigida por Phillip Noyce y escrita por Chris Sparling, llegue a las salas cinematográficas de Latinoamérica no debería sorprendernos porque desde la década del 90 casi siempre las distribuidoras locales privilegiaron los latiguillos comerciales más burdos por sobre la calidad de las realizaciones estrenadas, algo que no cambió para nada ni con la pandemia del covid-19 ni con la supremacía de los servicios de streaming en tanto nuevos canales de distribución hogareña que reemplazan a los formatos físicos, hablamos del DVD y el blu ray. En vez de tratar de diferenciarse -vía la adquisición de films valiosos o de autor o de géneros poco trabajados- de los tanques millonarios hollywoodenses que copan las salas y del enorme volumen de bazofias que encontramos en el catálogo de Netflix y en letrinas semejantes, los distribuidores latinoamericanos continúan comprando bodrios que según ellos garantizan un mínimo de asistencia popular mediante actores conocidos, en este caso Naomi Watts, y/ o alguna fórmula hiper trabajada y aceptada por todos, ahora el cliché del “thriller vertiginoso” sustentado en una catarata de llamadas telefónicas y mensajes varios. Muy lejos de los mejores exponentes del formato en cuestión, espectro que abarca desde lo estadounidense hiper demagógico aunque disfrutable de Enlace Mortal (Phone Booth, 2002), de Joel Schumacher, y Celular (Cellular, 2004), de David R. Ellis, ambas escritas por el querido Larry Cohen, hasta la pata europea más verosímil de El Desconocido (2015), del español Dani de la Torre, y La Culpa (Den Skyldige, 2018), del sueco Gustav Möller, la primera sostenida en una gran actuación de Luis Tosar y la segunda en una equivalente de Jakob Cedergren, Desesperada cuenta con un metraje de apenas 84 minutos pero aun así aburre con su colección de conversaciones previsibles, flashbacks melosos/ lacrimógenos, situaciones repetidas y un background de cartón pintado para cada uno de los personajes, combo que no consigue corregir una Watts también productora que literalmente es lo único bueno de la película del australiano Noyce, quien empezó a dirigir en la frontera espiritual entre el ozploitation y la Nueva Ola Australiana de los 70 y 80 y por cierto no entrega una propuesta potable desde Cerca de la Libertad (Rabbit-Proof Fence, 2002) y El Americano (The Quiet American, 2002), lo que nos dejó con dos décadas eternas de convites fallidos. El guión de Sparling, aquel de Enterrado (Buried, 2010), de Rodrigo Cortés, El Mar de Árboles (The Sea of Trees, 2015), opus de Gus Van Sant, y El Aviso (2018), de Daniel Calparsoro, empieza más o menos realista con una madre trotando una mañana cualquiera en las afueras del pueblo de Lakewood, Amy (Watts), viuda desde hace un año, debido a un accidente automovilístico en el que murió su marido, que tiene una hija pequeña, Emily (Sierra Maltby), y un vástago adolescente introvertido que sufre bullying en el colegio, Noah (Colton Gobbo), sin embargo el asunto de a poco se va yendo al soberano demonio cuando la escuela secundaria del lugar padece el ataque de un loquito desconocido, Noah se transforma en sospechoso de la policía y la misma Amy, una empleada del fisco, muta en una especie de superagente improvisada que empieza a investigar a la distancia, mientras está semi perdida en el medio del bosque o de rutas inhóspitas, la identidad del responsable para exonerar a su hijo y detener la masacre, sujeto que resulta ser Robert Ellis (Andrew Chown), un ex alumno del colegio anodino de turno y ex empleado del servicio de comida que también sufrió burlas y humillaciones y consideró que lo mejor sería fusilarlos a todos. La historia en general es remanida a más no poder, la inventiva brilla por su ausencia, el celular de Amy parece contar con una batería infinita, los intentos de comentario social de última hora de Sparling están manejados con trazo muy grueso -sermón sobre las masacres estudiantiles símil Columbine en 1999 de por medio- y para colmo de males Noyce, como decíamos antes, ya perdió la chispa ochentosa de las disfrutables Terror a Bordo (Dead Calm, 1989) y Furia Ciega (Blind Fury, 1989), su homóloga de los thrillers de espionaje a lo Juego de Patriotas (Patriot Games, 1992) y Peligro Inminente (Clear and Present Danger, 1994) y hasta su acepción más grasienta del suspenso, aquella de Sliver (1993), El Santo (The Saint, 1997) y El Coleccionista de Huesos (The Bone Collector, 1999). Entre intercambios rutinarios con gente del 911, una amiga, un operario de un taller mecánico, un compañero laboral y esbirros de la policía que insólitamente la hacen interactuar con Ellis para que lo distraiga mientras los agentes de SWAT lo “dan de baja” definitivamente, la película resulta un verdadero despropósito que por lo menos nos deja tranquilos sobre el buen estado de salud de una Watts que pasados los 50 años adora trotar, trotar y trotar…
El castigo como bumerán La última película de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, El Joven Ahmed (Le Jeune Ahmed, 2019), mantiene el sustrato social combativo de toda su filmografía a lo Ken Loach y lo vuelca hacia sus coqueteos con el cine de género en general y los thrillers en particular: el film cuenta con reminiscencias de obras similares previas de los directores y guionistas como El Hijo (Le Fils, 2002), El Silencio de Lorna (Le Silence de Lorna, 2008) y La Chica sin Nombre (La Fille Inconnue, 2016), ahora analizando la obsesión homicida del adolescente del título, Ahmed (Idir Ben Addi), un muchacho viviendo en una comunidad islámica en Bélgica, contra una docente llamada Inès (Myriem Akheddiou), a la que acusa de puta y apóstata por acostarse con un judío, enseñar árabe moderno y utilizar canciones en sus clases que para los musulmanes ortodoxos desvirtúan las enseñanzas de Mahoma. Bajo la influencia del imán de su mezquita, Youssouf (Othmane Moumen), el protagonista entra en una espiral fundamentalista que lo lleva primero a cuestionar a las dos mujeres de su familia, su hermana Yasmine (Cyra Lassman) y su madre (Claire Bodson), por beber alcohol y no usar hiyab y después a atentar contra la vida de Inès con un cuchillo, episodio del que ella sale ilesa y motiva que Ahmed sea encerrado en un reformatorio para menores. A pesar de las buenas condiciones del instituto correccional y el hecho de que su hermano, Rachid (Amine Hamidou), testifica contra el imán y su trasfondo fanático, el muchacho no aminora sus intenciones de cargarse a la mujer porque considera al “proyecto” una ofrenda a Alá acorde con las palabras del Profeta en el Corán y según la propia experiencia familiar, ya que el primo de Ahmed murió en un acto terrorista y así se transformó en un mártir en la cruzada contra los infieles y sus socios hebreos y cristianos. Convencido de que el único árabe válido que se debe impartir a nivel pedagógico es el clásico correspondiente al Corán, el joven a posteriori vuelve a intentar matar a Inès -con un cepillo de dientes afilado contra el piso de su celda cual pico mortal- en el contexto de una reunión con su víctima de impronta psicológica reparadora, no obstante la mujer rompe en llanto apenas lo ve y es sacada de inmediato de la habitación sin una mísera oportunidad real de que se produzca el embate homicida. La trama incluye un también problemático acercamiento romántico hacia una chica, la hermosa Louise (Victoria Bluck), que forma parte de una familia propietaria de una granja que suele cobijar a los reos infantiles del Estado para que realicen tareas varias relacionadas con el mantenimiento de las instalaciones y el cuidado de los animales. Aquí los cineastas belgas esquivan aquellas penurias económicas de los inmigrantes de El Silencio de Lorna y los misterios de fondo de La Chica sin Nombre para redondear una propuesta que es bastante más abstracta y a la vez directa, porque por un lado en esta ocasión examinan el choque cultural entre facciones distintas del Islán, que asimismo por supuesto se condicen con un conflicto entre el país anfitrión y los inmigrantes, y por otro lado abandonan todo enigma con el objetivo manifiesto de colocar en primer plano de manera permanente el suspenso de la amenaza en ciernes y la estructura mental del propio Ahmed, cuyas motivaciones para sus acciones son tan cristalinas/ explícitas como el agua y se explican por su relativamente reciente conversión a la ortodoxia musulmana. Dicho de otro modo, hoy nos topamos con un encontronazo entre la modernidad y su paz hipócrita y una tradición muy sincera pero notoriamente violenta e intolerante para con el diferente, en este caso sin duda las mujeres, el blanco más fácil que identifica el muchacho por la sencilla razón de que son aquellas que lo criaron y las que conforman en conjunto un “otro” que conoce de sobra, al que quiere amoldar/ adaptar a los postulados del fundamentalismo no tanto por la creencia o fe en sí sino más bien como un claro mecanismo de reafirmación cultural de índole árabe en medio de una nación y un idioma que se sienten profundamente ajenos, como de hecho lo son Bélgica y ese francés que se utiliza para toda comunicación. Lejos de sus mejores películas, léase La Promesa (La Promesse, 1996), Rosetta (1999), la citada El Hijo, El Niño (L’Enfant, 2005), El Silencio de Lorna y Dos Días, Una Noche (Deux Jours, Une Nuit, 2014), y más cerca de obras inferiores pero muy dignas e interesantes en la línea de El Chico de la Bicicleta (Le Gamin au Vélo, 2011) y La Chica sin Nombre, El Joven Ahmed es una propuesta de neto corte bressoniano orientada a una disquisición filosófica alrededor del concepto del castigo o escarmiento social como un bumerán que eventualmente volverá para cortarnos esas mismas manos que utilizamos para atormentar o adoctrinar al prójimo, detalle que queda de relieve en el tercer y último intento de asesinato, cuando en el desenlace el protagonista se halla en una situación desesperada y las cosas a nivel general se invierten cual una jugada irónica del destino en la que los planes no llegan a sobrevivir al contacto con la impiadosa realidad, esa a la que las cruzadas moralistas, religiosas o simbólicas poco le importan. Los Dardenne osan meterse con un tema siempre delicado en Europa como la radicalización de ese aluvión de inmigrantes que ellos mismos desencadenaron con sus “aventuras” colonialistas y esa retahíla de rapiña, hambre, indigencia y destrucción ambiental que dejaron a su paso a lo largo de siglos y siglos en los diferentes continentes del globo, a lo que se suma la enorme ineficacia del aparato de “contención” estatal -maestros, psicólogos, asistentes sociales, guardias, etc.- en materia de garantizar una verdadera reconversión del muchacho en eso de suprimir el fetiche para con los asaltos contra el chivo expiatorio de turno, la pobre de Inès. Una vez más pareciera que el ser humano sólo aprende cuando llega al límite de su obsesión y por motu proprio decide replantearse el camino y privilegiar el respeto por sobre los dictámenes caprichosos que imponen a terceros una manera de vivir o actuar a la que no suscriben…
Una red subterránea de hongos La nueva propuesta de Mike Mills, C’mon C’mon (2021), no ofrece nada particularmente nuevo o siquiera original que no haya sido visto en las anteriores Thumbsucker (2005), Beginners (2010) y 20th Century Women (2016), todas películas apenas correctas, bastante lánguidas, amigas de la frontera entre la comedia y la tragedia y repletas de elementos autobiográficos y estereotipos de la emotividad delicada que podrían haber causado una “mejor impresión” en la escena cinematográfica indie de aquellos años 80 y 90, aunque interpretadas desde nuestro presente se le ven todos los hilos y esa pose cínica camuflada vía una catarata de sentimentalismo introspectivo que además la va de nostálgico y sincero en términos de una idiosincrasia metropolitana agitada. Para comprender esta melancolía autoconsciente de fondo hay que entender quién es Mills, en esencia un adalid simpático pero muy rutinario de la Generación X y un director de videoclips y diseñador gráfico especializado en afiches y en el arte de tapa y el packaging discográfico que trabajó para The Jon Spencer Blues Explosion, Air, Pulp, Everything but the Girl, Moby, The Divine Comedy, Beth Orton, Yoko Ono, Blonde Redhead, The National, Beck, Sonic Youth, Beastie Boys y Martin Gore de Depeche Mode, amén de haber formado parte a mediados de la década del 90 de la banda de rock alternativo Butter 08 con gente de The Jon Spencer Blues Explosion, Cibo Matto y Skeleton Key al extremo de editar un álbum homónimo en 1996 en la compañía discográfica de los Beastie Boys, la hoy desaparecida Grand Royal. Mezcla de géneros que suelen ir juntos como el drama familiar, la road movie existencial y la gesta de pugna simbólica intergeneracional más o menos implícita, C’mon C’mon es muy sencilla y gira en torno a la relación entre un niño retraído de Los Ángeles en la piel del actor británico Woody Norman, Jesse, y un periodista radial que recorre Estados Unidos entrevistando a purretes sobre la sociedad del nuevo milenio y el futuro en general, el tío del muchacho que responde al nombre de Johnny y está interpretado por el gran Joaquin Phoenix, quien viene de ganar el Oscar a Mejor Actor por Joker (2019), de Todd Phillips, y continúa eligiendo con sumo cuidado las contadas películas en las que interviene como lo demuestran las variopintas The Sisters Brothers (2018), de Jacques Audiard, Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot (2018), de Gus Van Sant, You Were Never Really Here (2017), de Lynne Ramsay, Irrational Man (2015), de Woody Allen, Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, y Her (2013), del tremendo Spike Jonze. La madre de Jesse, Viv (Gaby Hoffmann), estuvo peleada un año con Johnny por las diferentes perspectivas a la hora de cuidar a la progenitora demente de ambos, Carol (Deborah Strang), la cual ya falleció y ahora la mujer debe volver a lidiar con el asunto en ocasión de su esposo y el padre del niño de nueve años, Paul (Scoot McNairy), quien sufre delirios paranoicos y vive en Oakland por una separación. Mientras Viv se encarga de internar en un neuropsiquiátrico a su ex, Johnny cuida del mocoso y lo lleva en un viaje a Nueva York y después a Nueva Orleans. Como si se tratase de una realización de Alexander Payne pero mucho menos astuta e incisiva, o una de Allen aunque sin ser particularmente graciosa o irónica en serio, o hasta quizás una faena cuasi documental símil Reds (1981), de Warren Beatty, adepta a mechar todo el tiempo entrevistas con personas reales que complementan y enriquecen lo narrado pero sin que haya grandes descubrimientos discursivos/ retóricos/ narrativos en ese campo, el film de Mills está apuntalado en la excelente química actoral entre Norman y Phoenix, el estupendo desempeño de Robbie Ryan en materia de una altisonante fotografía en blanco y negro y una banda sonora en verdad atractiva que incluye composiciones o interpretaciones muy diversas de Wolfgang Amadeus Mozart, Dieterich Buxtehude, Claude Debussy y Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou pero también de The Primitives, Wire y Lee “Scratch” Perry, entre otros. Como siempre acontece en las propuestas del director y guionista, el desarrollo de personajes es más o menos convincente y nunca llega a molestar por pavadas de índole banal o boba hollywoodense porque todo el tiempo se preocupa por mantener un verosímil estable en el que Johnny, como tantos adultos, se niega a hablar de su pasado y Jesse, como tantos nenes, se muestra obsesionado con tratar de descubrir mayores detalles sobre los secretos del clan porque sabe que allí se ocultan los traumas detrás de relaciones dañadas y conflictos siempre persistentes, planteo al que se suma la actitud optimista pero precavida de los jóvenes entrevistados por el tío para un ignoto especial radial del futuro. El problema principal de C’mon C’mon, el cual por cierto es el mismo de muchas de estas odiseas artys del Siglo XXI que pretenden recuperar el acervo honesto y descarnado del indie de finales del milenio previo sin la convicción y las herramientas formales de antaño, se condensa en una prolijidad excesiva y marketinera que le resta honestidad dramática al asunto y pone en primer plano el hecho de que la realización, pretendiendo abrazar el documentalismo y la inteligencia de otros tiempos, no sólo no consigue su objetivo sino que se convierte en un ejemplo involuntario de la pobreza discursiva del cine internacional actual y su propensión hacia el psicologismo barato y los manuales de autoayuda para lelos de la posmodernidad, panorama que por supuesto asimismo implica que Mills no es Peter Bogdanovich o Paul Mazursky y que estos inconvenientes de la burguesía masoquista del Primer Mundo resultan algo mucho patéticos y autobuscados vistos desde nuestra periferia empobrecida. Así como buena parte de los diálogos se basan en el latiguillo actual de la expresividad sin frenos y la comunicación ultra fetichizada como panacea para todos los problemas vinculares humanos, algo representado en pantalla en una escena en la que Jesse les comenta a los adultos que los árboles están conectados por una vasta red subterránea de hongos a lo amalgama cultural diacrónica y sincrónica, el núcleo de C’mon C’mon, donde realmente sale victoriosa, reside en el análisis del contrapunto entre el egoísmo histérico habitual de los niños y la autoindulgencia improvisada y muy decadente de los mayores…
Esclavo del amor Para comprender los diversos problemas de Cyrano (2021), dirigida por el siempre errático Joe Wright, hay que tener presente el recorrido histórico que nos llevó hasta este punto: Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac (1619-1655) fue un poeta, libertino, dramaturgo, duelista fanático, novelista, filósofo, gran precursor de la ciencia ficción, satirista, militar, epistológrafo y veterano de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que inspiró una famosísima obra de teatro -escrita en versos a lo melodrama lírico muy ficcionalizado- de Edmond Eugène Alexis Rostand, Cyrano de Bergerac (1897), la cual con el tiempo fue adaptada en numerosas oportunidades a la gran pantalla, como por ejemplo Cartas a mi Amada (Love Letters, 1945), de William Dieterle, Cyrano de Bergerac (1950), de Michael Gordon, Sueños Eléctricos (Electric Dreams, 1984), de Steve Barron, Roxanne (1987), de Fred Schepisi, y Cyrano de Bergerac (1990), el prodigioso film de Jean-Paul Rappeneau con Gérard Depardieu como el protagonista, sin lugar a dudas el mejor de todos. El opus de Wright se basa en Cyrano (2018), musical teatral de Erica Schmidt, en esta ocasión también firmando el guión, que retomó aquel trabajo de Rostand respetando a rajatabla la historia y sustituyendo la archiconocida nariz puntiaguda del poeta por un simple caso de enanismo. Cyrano no sólo no ofrece nada nuevo que no haya sido visto en la epopeya de Rappeneau con Depardieu, para colmo construida alrededor de un guión escrito por el director y el genial Jean-Claude Carrière, sino que no consigue despegarse de la prototípica medianía cualitativa del deprimente mainstream contemporáneo, tanto a escala formal y temática como musical en sí, ahora con la “puntada en el costado” adicional de que film y obra de teatro cuentan con la intervención decisiva de los integrantes principales de The National, el letrista y cantante Matt Berninger y los hermanos gemelos guitarristas, tecladistas y compositores Bryce y Aaron Dessner, hablamos de una banda del rock indie yanqui que supo ser relevante en los años de Boxer (2007) y High Violet (2010), que viene decayendo desde entonces tracción a repetirse sin cesar y que aglutina influencias varias de gente como Leonard Cohen, Wire, Nick Cave and the Bad Seeds, Morphine y Wilco, entre otros. La trama vuelve a indagar en la elocuencia romántica epistolar de Cyrano (Peter Dinklage) y su esclavitud amorosa para con Roxanne (Haley Bennett), quien a su vez es codiciada por el Duque de Guiche (Ben Mendelsohn), un aristócrata bien caprichoso, y está enamorada de Christian Neuvillette (Kelvin Harrison Jr.), hoy un muchacho que asimismo la adora/ desea. La fastuosidad habitual de Wright está bastante contenida aunque el realizador británico continúa con sus inconvenientes de siempre en materia de nunca haber conseguido superar la estela de sus dos primeras propuestas, Orgullo & Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación, Deseo y Pecado (Atonement, 2007), obras interesantes que marcaron a fuego todo lo que hizo después dentro de un rango que va desde lo olvidable, símil El Solista (The Soloist, 2009) y Anna Karenina (2012), pasa por lo desastroso, en sintonía con Peter Pan (Pan, 2015) y La Mujer en la Ventana (The Woman in the Window, 2021), y llega hasta lo más o menos digno, pensemos en Hanna (2011) y Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017). En esta oportunidad se nota mucho la química existente entre Dinklage y Bennett, dos actores extraordinarios que vienen de interpretar a Cyrano y Roxanne en la versión para las tablas escrita y dirigida por Schmidt, el primero muy afamado por Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), de Martin McDonagh, y su Lord Tyrion Lannister de Game of Thrones (2011–2019) y la segunda creciendo a pasos agigantados de la mano de películas exquisitas como Swallow (2019), de Carlo Mirabella-Davis, y El Diablo a Todas Horas (The Devil All the Time, 2020), de Antonio Campos. Sinceramente no molesta la jugada posmoderna boba de convertir al adalid de la elegancia verbal en un liliputiense aunque sí hace ruido la movida antojadiza e igual de estúpida de transformar a Neuvillette en el afroamericano Harrison, algo innecesario que para colmo le juega muy en contra al personaje porque lo extranjeriza incluso más dentro del triángulo amoroso -o cuarteto, si incluimos en el revoltijo del corazón al Duque de Guiche- que nos ofrece el relato, uno que como decíamos antes sigue al pie de la letra la partición entre belleza física o superficial (Christian) y su equivalente erudita o profunda (Cyrano), amén de reflexionar alrededor de las estratagemas del poder, el orgullo, la impulsividad, la ciclotimia y la distancia idiosincrásica entre los sujetos sociales. Todas las canciones son sumamente anodinas, el diseño de producción de Sarah Greenwood resulta llamativo sin caer en lo kitsch, aquel sustrato político anarquista y antimonárquico aquí prácticamente desapareció como corresponde a toda versión destinada al mercado pueril anglosajón, se gradece la participación de Mendelsohn como un villano moderado y en general la dupla protagónica mantiene a flote a una película que sin ser un bodrio tampoco es atractiva o puede justificar su existencia por fuera de la serie de obras superiores que la precedieron…
Los banqueros suizos de los genocidas Los retratos cinematográficos del Proceso de Reorganización Nacional, autodenominación de la última y salvaje dictadura cívico militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1983, son muchos y se han venido acumulando desde el regreso a la democracia e incluso antes mediante películas metafóricas en línea con la trilogía policial de Adolfo Aristarain, aquella de las magníficas La Parte del León (1978), Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982). El autogenocidio, típica lógica del Tercer Mundo gracias a su dirigencia tilinga y fascista que ve enemigos por todas partes, siempre fue de la mano de los delirios, la enorme mediocridad, el neocolonialismo económico y el pillaje más burdo en materia de las posesiones de los enemigos políticos e ideológicos en primera instancia, nos referimos a una insurgencia guerrillera que ya había sido destruida por la Triple A durante el gobierno del mamarrachesco Juan Domingo Perón y la arpía de su esposa María Estela Martínez de Perón, entre 1973 y 1976, y de los contrincantes dentro de la misma oligarquía dirigente, suerte de canibalismo del establishment que extendía a los “colegas” las tácticas del terror, el acoso, la censura, la desaparición y los fusilamientos a plena luz del día que militares, policías y socios del empresariado y la banca antes sólo aplicaban a los “subversivos” y demás militantes de izquierda de la cultura, el sindicalismo y las organizaciones sociales. Azor (2021), ópera prima de Andreas Fontana, un realizador suizo que de hecho vivió en Argentina, prometía explorar con sumo detalle otra arista del tópico en cuestión en lo que respecta a esta connivencia entre la junta militar y la banca suiza para depositar en el país europeo el botín robado a las miles de víctimas, algo similar a lo ocurrido en ocasión de la Segunda Guerra Mundial cuando los usureros suizos se hicieron de casi todo el oro que los nacionalsocialistas habían saqueado en los territorios arrasados: lamentablemente el convite que nos ocupa no funciona como thriller, estudio o epopeya testimonial a lo Costa-Gavras, Glauber Rocha, Ken Loach o Gillo Pontecorvo, ya que su ritmo es en verdad soporífero y su discurso redundante al extremo, tampoco como película de autor al cien por ciento, en especial debido a que se muestra excesivamente preocupada por los sermones semi tácitos y tontuelos vía diálogos declamativos y unos silencios asimismo cansadores, e incluso falla como retrato de la complicidad de turno porque deja en segundo plano el horror real de las muertes y se concentra únicamente en la burbuja de banalidad y privilegios de las elites económicas vernáculas, esos parásitos cotidianos del pueblo, en una jugada que reproduce inconscientemente la misma estupidez y ceguera de directores del nuevo milenio que jamás salieron de la autoindulgencia burguesa y una idea lavada e inocua del espanto del período. Si bien la rutinaria realización de Fontana, coescrita por el impresentable total de Mariano Llinás, aquel de bodrios tremendos del onanismo seudo intelectual local como Historias Extraordinarias (2008) y La Flor (2018), ha sido comparada en parte con la estructura narrativa de Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, por este periplo de descenso al infierno, y con el tono en general de El Conformista (Il Conformista, 1970), de Bernardo Bertolucci, por situar a un secuaz del fascismo en el centro mismo de un relato englobado en el terror ubicuo de las amenazas que llegan como rumores y se desatan con violencia, en realidad las analogías le quedan muy grandes a Azor porque el sustrato anodino del film no va más allá de una anécdota mínima y no del todo bien trabajada a lo largo de un desarrollo que se extiende más de lo debido a pura torpeza por la tendencia a girar siempre sobre lo mismo sin variación verdadera alguna, ahora vía un relato que nos presenta la llegada de un banquero suizo y su esposa en 1980 a Buenos Aires, Iván (Fabrizio Rongione, actor fetiche de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne) e Inès de Wiel (Stéphanie Cléau), quienes pretenden reemplazar a un socio desaparecido/ asesinado, René Keys, mientras se reúnen con lacras varias como terratenientes, empresarios, abogados, milicos, burócratas y hasta algún que otro monseñor que celebra la “limpieza” que la dictadura estaba llevando a cabo. Las actuaciones de Rongione, Cléau y Pablo Torre Nilson como el nefasto clérigo son muy buenas aunque el resto de los intérpretes deja bastante que desear dentro del típico marco preciosista pero castrado de sexo y sangre del cine ultra baladí contemporáneo, como si la fotografía elegante de Gabriel Sandru y la atractiva y estridente música de Paul Courlet compensasen la falta de ideas de la propuesta y sus latiguillos quemados o trasnochados símil cruza entre la Nouvelle Vague más seca, el suspenso de acumulación dramática que nunca explota y la decadencia altisonante del poder antropófago y demencial a lo La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), de Luchino Visconti, aunque desde ya sin el desparpajo, la efervescencia y la vocación hiper rupturista del clásico italiano. Fontana, en cambio, aburre con la alegoría bien vulgar del título acerca del silencio cómplice, muchos tiempos muertos de cadencia arty hueca, el machismo marca registrada omnipresente de aquella etapa, el desprecio cruzado dentro del mismo régimen y sus recovecos mafiosos, los recursos teatrales minimalistas, mucha cámara estática festivalera de otro tiempo y sobre todo esta semblanza faustiana de fondo que ya se vio mil veces, hoy con Iván reemplazando en el desenlace a Keys al aceptar licuar las propiedades de los asesinados de una forma que definitivamente su predecesor no había consentido, ambos muy amigos de los genocidas…
Alabado sea el Señor Como todo país anglosajón en el que dominaron o dominan las diversas facetas y vertientes del cristianismo protestante, Estados Unidos siempre estuvo tapizado de una infinidad de autodenominados “templos” y autodenominados “pastores” que se mueven bajo la sombra organizativa jamás reconocida de la Iglesia Católica, un modelo institucional tomado de ejemplo cual ideal paradójico porque en simultáneo se lo ataca e imita en muchos aspectos, y en esencia funcionan como sectas relativamente autónomas pero sindicalizadas en las que los feligreses -cero hipocresía de por medio- sostienen económicamente al supuesto líder espiritual y su credo de salvación, éste más o menos pomposo o ascético. La gigantesca y laberíntica industria del espectáculo del país terminó influyendo y retroalimentándose con su homóloga religiosa y así con el transcurso de los años las corrientes más ortodoxas del luteranismo y el calvinismo mutaron en una fe más popular y extasiada que desencadenó el evangelicalismo o cristianismo evangélico, un movimiento piadoso protestante muchísimo más circense que sus equivalentes del Reino Unido y Alemania, por ejemplo, y por ello se fue pasando de manera progresiva desde la antiquísima presencialidad en las parroquias a la masividad facilista y mucho más instantánea, locuaz y manipuladora -porque juega con el aislamiento y la soledad hogareña de los adeptos- de la televisión full time, los eventos esporádicos presenciales y sobre todo las donaciones por teléfono/ a distancia, objetivo máximo hacia el cual se encauzan estas voluntades cooptadas y condicionadas a gusto. Dos fueron los programas fundamentales del rubro, The 700 Club, magazine televisivo cristiano creado en 1966 por Pat Robertson como desprendimiento de un telemaratón devoto, y The PTL Club, otro show de TV en este caso craneado por Jim Bakker en 1974 y conducido por el susodicho junto a su encantadora y muy bizarra esposa, Tamara Faye LaValley (1942-2007), dúo que había empezado como pastores itinerantes para luego saltar a los programas para niños y la educación moral/ fervorosa/ comunal con títeres y eventualmente terminar generando uno de los mayores imperios religiosos de América del Norte con el matrimonio Bakker como los televangelistas más poderosos en un segmento creyente caracterizado por una competencia siempre feroz y demencial, pensemos en este sentido que la marca PTL (Praise the Lord/ Alabado sea el Señor) terminó expandiéndose a una cadena con su propio satélite, PTL Television Network, e incluso a un parque temático cristiano que facturaba millones y competía con los dos de la Walt Disney en California y Florida, Heritage USA. Los Ojos de Tammy Faye (The Eyes of Tammy Faye, 2021), película en verdad estupenda dirigida por Michael Showalter y escrita por Abe Sylvia, profesionales de larga experiencia televisiva y el segundo responsable además de la dirección de la amena Dirty Girl (2010), está basada en el también excelente documental homónimo del 2000 de Fenton Bailey y Randy Barbato, una faena -narrada por el célebre drag queen RuPaul Andre Charles alias simplemente RuPaul- que se concentraba en la estrepitosa caída de los Bakker en 1987 por la revelación pública de que una secretaria del consorcio PTL, Jessica Hahn, recibió de Roe Messner, el principal constructor de Heritage USA y amigo del matrimonio, la friolera de 287.000 dólares para que no formule denuncia legal alguna en lo que supuestamente fue una violación de parte de Bakker y otro televangelista, John Wesley Fletcher, dupla que la habría drogado y habría abusado de ella, probable mentira por el chantaje, el volumen de efectivo en juego y los rumores de siempre de la homosexualidad reprimida de un Jim que tuvo encuentros íntimos con Fletcher que siempre optó por negar; a lo que para colmo se suma el hilarante Golpe de Estado intra gremio protestante televisivo de Jerry Falwell, otro pastor muy poderoso de su tiempo que si bien no compartía nada con los Bakker, éstos más moderados y tendientes a respetar a los gays, los drogadictos y los enfermos de SIDA en una época de condena evangelista mayoritaria bien furiosa, de a poco se impuso como “amigo” de Jim sirviéndose del temor paranoico que el hombre sentía ante la posibilidad de que la competencia, simbolizada en un tal Jimmy Swaggart, tomase el control de su imperio religioso, derivando en la pronta expulsión del matrimonio de PTL y el control absoluto de un Falwell que no sólo hegemonizó el programa, la cadena y el parque sino que los terminó de fundir, presentando la bancarrota en 1989, y hasta le soltó la mano por completo a los Bakker, denunciando su codicia, lujos y corrupción -siempre con el dinero donado por los feligreses- al punto de permitir que el fisco estadounidense los descuartizase en tribunales y condenase a Jim a 45 años de prisión por fraude y conspiración, sentencia que a posteriori se redujo a ocho años y así le permitió salir libre en 1994 después de cumplir apenas cinco efectivos. Tammy, quien tuvo un affaire con el productor discográfico Gary S. Paxton, se divorció de Jim en 1992 y después se casó con Messner, salió indemne de este caos porque su marido de entonces controlaba la dimensión financiera del imperio y ella los contenidos en general, amén de su exitosa carrera musical paralela como sublime cantante de góspel. La realización de Showalter, un especialista en comedias que en términos cinematográficos fue el artífice de las atendibles y bastante inusuales -para el conservadurismo mainstream contemporáneo y todos esos estereotipos de siempre- The Baxter (2005), Mi Nombre es Doris (Hello, My Name Is Doris, 2015), Un Amor Inseparable (The Big Sick, 2017) y Dos Tórtolos (The Lovebirds, 2020), recupera este tragicómico derrotero manteniendo el punto de vista de Tammy (Jessica Chastain) aunque sin descuidar la óptica complementaria de su esposo y socio innegable a lo largo de tantos años de vida y carrera artística y religiosa, Jim (Andrew Garfield), devenir que comienza con el trauma familiar del divorcio de la madre de ella, Rachel (Cherry Jones), pianista y devota protestante tradicional que homologaba fe con humildad inobjetable y después se casó con Fred Grover (Fredric Lehne), un hombre común y corriente y no tan fanático cristiano ascético como su mujer. Tammy conoce a Jim en la universidad y ambos rápidamente se casan para poder mantener relaciones sexuales sin culpa y comienzan un tour por el interior yanqui que los lleva a generar contactos para ingresar en la TV con un programa infantil, donde Bakker aparentemente le regala la idea a Robertson (Gabriel Olds) de crear The 700 Club sin que éste reconociese el origen real del show, etapa en la que también se topan con el eventual verdugo público, Falwell (Vincent D’Onofrio), un magnate que como todos en un principio no le da la importancia debida a la visión empresarial expansiva y muy ambiciosa de Jim y a la interpretación pluralista del evangelio de Tammy, quien a diferencia de los otros pastores y pastoras de su tiempo no sentía que su misión era condenar al Infierno a colectivos sociales por puro prejuicio sino incluir a todos los grupos de “consumidores” -especialmente a los marginados, todos ellos- dentro del suculento público a captar, sin toda esa fanfarria habitual de derecha en contra de los adúlteros, los homosexuales, los abortistas, los drogodependientes, los criminales y los divorciados, entre muchos otros. Echando mano de un tono inusitadamente farsesco y anti demagogia sentimental hollywoodense ya que en esta oportunidad la meta es humanizar a los personajes no desde el naturalismo aburrido estandarizado sino mediante una caricatura cariñosa y exaltada que subraya el delirio plutocrático, espiritual y político hegemónico de fondo, el film explora la consolidación financiera y mediática evangélica de los Bakker y su crisis escalonada y su colapso por el affaire de ella con Paxton (Mark Wystrach), la frigidez de Jim y por supuesto el mega escándalo sexual y económico, los últimos clavos del ataúd. Si bien el desempeño de Garfield y del querido Vincent D’Onofrio es realmente supremo, el personaje del primero una especie de workaholic al que le gusta “juguetear” con Fletcher (Louis Cancelmi) y nunca termina de asumir su dominio eclesiástico dentro del segmento evangelista y el personaje del segundo una momia reaccionaria que detesta al feminismo, el Flower Power y el pacifismo de los 60 y 70 y el movimiento gay de los 80, a decir verdad el alma máter de la película es una Chastain extraordinaria y efervescente que entiende a la perfección que la única forma de retratar a LaValley -luego apellidada Bakker y Messner- es a través de la sobreactuación ya que la figura de carne y hueso, la Tammy Faye real, era precisamente ello, una pose alegre y despampanante eterna que se comió a la chica insegura de antaño y que se tambaleaba entre la candidez batallante que nunca baja los brazos y la resignación cuasi melancólica ante los ataques, burlas y agravios que le llovían desde todas partes, circunstancia representada en su risita muy femenina, su adicción a los ansiolíticos, su gusto por las latas de Coca Cola dietética y en su retahíla de sensibilidad lacrimógena, cirugías estéticas ultra deformantes y maquillaje tatuado en su piel, con labios, ojos y cejas permanentemente delineados para el impacto como si su existencia prosaica o privada se confundiese de lleno con la pública de The PTL Club y más allá, incluida su condición de icono frankensteiniano de la comunidad LGBT y sus numerosas intervenciones en eventos, recitales, sitcoms, realitys y el programa de Larry King hasta su fallecimiento a los 65 años por cáncer de colon y pulmón, dejando atrás dos vástagos con Jim, Sissy y Jay. Los Ojos de Tammy Faye, título que apunta a esta artificialidad contradictoriamente humana por lo vulnerable y pasional, no sermonea al espectador sobre la evidente malversación de fondos de la pareja porque desde el vamos se enfatiza que su concepción del cristianismo no es la fetichista hipócrita para con los menesterosos y los desvalidos sino esa otra que celebra la opulencia, la masividad más vulgar y el carácter teatral y llamativo de una fe que promete devolverle con creces a los fieles que donan sus respectivas bendiciones monetarias, estafa en la que caen los imbéciles de vieja escuela aunque también los payasos new age y nuevos hipsters piadosos de cotillón. El Hollywood bobo actual, uno que se toma muy en serio a sí mismo y saca productos intercambiables a montones, ya no entrega obras tan disfrutables y sinceras como el film que nos ocupa, una epopeya fascinante sobre el sustrato mafioso e hiper grotesco de la industria de la sanación y de la religión organizada de nuestros días…