“… Lo sonoro no inventa el fuera de campo, pero lo puebla, y reemplaza lo no-visual con una presencia específica”. (Gilles Deleuze) Golpes sonoros y omisiones narrativas caracterizan la ópera prima de Luciano Romano. Así él aborda la precariedad de los detalles laborales y personales de Rodrigo (Javier Vaccaro), su protagonista. Este labura en una construcción con Édgardo (Néstor Villa), jefe que se comporta como padre, y después con otro peón más joven (Jesús Catalino). Tal dinámica paterna también se aprovecha para la sub-trama del embarazo de la ‘pareja protagónica’. La mujer gestante solo se oye a través de llamadas telefónicas, nunca aparece su cuerpo en escena. Como en toda narración atenta a lo social y humano, al realizador bonaerense le importa lo que está fuera de lo imaginable. Este acierto apacigua imágenes tan significativas. La cámara en mano aprovecha las líneas verticales, horizontales y transversales para indicarnos que el panorama obrero precariza a quienes interactúan en ella. En la perspectiva visual, los andamios atraviesan las figuras humanas. Mientras, los colores pálidos de azules y grises plantean posibles salidas a los traumas vividos desde el inicio de la obra -y antes- por los personajes. De todas maneras, la sensibilidad palpable en el guion y en la propuesta visual de Última pieza (2022) se perjudican con lo llano del diseño sonoro y la dirección de actores. Ahí surge la paradoja. La intensión sin matices de los tonos vocales de los actores contrasta con los matices antes mencionados. Con el cliente de la obra se ven claramente los brochazos de la construcción de personajes. Julio Fernández lo interpreta como un jefe villano. También la esposa de Rodrigo está retratada casi exclusivamente desde la queja. La película se siente entonces inconclusa y con trazos gruesos. Esta incompletitud tampoco tiene por qué ser una grave desventaja cuando la problemática obra donde estos hombres trabajan está a medio hacer y Romano elide su conclusión. Él deja para el final el crecimiento laboral y personal de su protagonista. Ahí Rodrigo reconoce, también fuera de plano, que su hija le enseña más de lo que él le podría enseñar a ella en toda una vida. Ignoramos a quién le dice esto porque en realidad ninguno de los destinatarios ficcionales valoraría estas palabras. A esa reflexión la acompaña visualmente el plano general de Antonella (Renata Flood), su hija a espaldas, y un jacarandá floreciendo. El árbol de copa ancha, coincidente con la figura de la niña, refleja la tan necesaria estructura que le ha faltado al protagonista. Todavía si el realizador estuviera reflexionando a conciencia sobre la técnica y las incapacidades alrededor de ellas; estas aparecen desde la primera escena con el efecto sonoro de un golpe en el piso. Entonces matizar la dureza de los actores durante el resto de la obra como lo hace en la escena final habría brindado mayor credibilidad y empatía en su desarrollo. Atento a cómo la precariedad laboral refleja carencias personales, Romano está buscando entramar la raíz del problema con hombres de distintas generaciones. Las maneras de relacionar a la figura paterna ya no parten de la culpa y la muerte simbólica. Lo que toca ahora es resolver desde la técnica. El éxito o fracaso de esta empresa es variable; y más el reconocimiento, sea propio ajeno.
Jack: The most intense joy lies not in the having but in the desiring Joy: You seem different. You look at me properly now (Ambas citas de Shadowlands) Con un paisaje marino, William Nicholson advierte en la primera escena que buscará varias perspectivas para contar esta historia inspirada en su vida. Un cenital en movimiento muestra el oleaje sobre las piedras. Cerca de estas, madre (Annette Bening) e hijo (Joe Citro) solían pasear en su infancia. Luego oímos la voz en off del hijo crecido (Josh O’Connor). Y ahí, en un gran plano general, la figura de Bening se ve mínima ante un peñasco y una escalera que parece interminable. Así queda reconocido que aquellos paseos pueriles ignoraban cómo estaba ella en realidad. Esta firmeza audiovisual permite que la segunda película de Nicholson como director reformule crisis familiares de este subgénero dramático. El realizador inglés decide así sumarse a una tradición con ejemplos como Kramer vs. Kramer (1979), Gente como uno (1980), Secretos y mentiras (1996), Amour (2012) y Manchester by the Sea (2016) donde el deseo está en cómo llevar grupalmente la pérdida. Y en los guiones escritos por Nicholson a solas, él aborda duplas donde las mujeres son más independientes emocionalmente que los hombres. A estos les corresponde entonces ‘ponerse al día’. Por ejemplo esto se puede decir de Joy y Jack/Clive en Shadowlands, la obra teatral más conocida de Nicholson y dirigida por Richard Attenborough. En ella el famoso escritor C.S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins, reconoce la importancia del sufrimiento solo a través de Helen Joy, interpretada por Debra Winger. A diferencia de esa historia de amor matrimonial; en esta oportunidad, el padre (Bill Nighy) es el que se va y ambos enfrentan la separación a través del hijo. Más allá de las acciones, la diferencia central entre los roles maternos y Grace está finalmente en quienes interpretan sus miradas. La destreza actoral de Annette Bening endurece en exceso el semblante de su personaje hasta un nivel donde entendemos más las razones de haber sido abandonada que sus reclamos previos y posteriores. A modo de contraejemplo entre las películas mencionadas en el segundo párrafo, la mirada de Mary Tyler Moore en la obra de Redford ejemplifica mejores sutilezas. Cierta ternura e ingenuidad en sus ojos permiten hacer empatía con las incapacidades emocionales del personaje. Por su parte, excepto en unas pocas tomas de primeros planos, la mirada de Bening impide ponernos de su lado y como su personaje es el que tiene más protagonismo de los tres, se siente un desbalance. Lo que Beth no sabía decir, Moore lo expresó con su cuerpo. A cambio, Grace comunica y demanda comunicación con la misma intensidad que lo hace el cuerpo de la actriz. Estas decisiones actorales hacen que la obra desacierte varias escenas si bien la química entre los protagonistas y el montaje de Pia Di Ciaula asoman agudezas sobre las dificultades familiares. La escena de la ruptura es ejemplar en este sentido. Con diez minutos de duración Nicholson sitúa el drama en la cocina. Lo dicho por los personajes y la expresividad actoral se concentra aquí en planos medios y primeros planos. El diseño de vestuario de Suzanne Cave propone que Grace pertenece con vivacidad a su casa mientras el de Edward sugiere estar uniformado de gris por sus comportamientos. Aquí Bening interpreta momentáneamente a su personaje desde la ingenuidad y la indefensión sin victimizarla. Nighy, a cambio, susurra con firmeza su decisión y su mirada trasluce dolor y arrepentimiento. Esta personalidad y la figura recuerdan al personaje de Sutherland en Gente como uno pero es en la diferencia donde la obra de Nicholson adquiere fuerza. El enfrentamiento entre Nighy y Bening ocurre en la mañana luego de que Grace vuelve de misa. Sutherland y Moore se sinceran en la semioscuridad de la madrugada. Hablar en la luz del día significa allí mayor madurez aún cuando uno de los personajes haya planificado su ida. Tales decisiones enfrentan los binomios familia-fe, guerra-paz, piedad-compasión, luz-sombras con la figura del hijo. Es él quien queda para ordenar el desastre sin pretender que lo enmendado quedará igual que el caos original, como quiso Beth y como querríamos todos pretendiendo ser ‘gente común’. O’Connor toma el reto con empatía suficiente para ser el escucha atento de su madre aún frente a su posible suicidio. Algunas críticas desestimaron la obra por la dificultad de ver algo tan escabrosamente íntimo como si al cine se le permitieran solo ciertas huidas. A pesar de ellas, Las cosas que no te conté le brinda a Nicholson volver tras la cámara para darle aire a la intimidad teatral en la que él tiene más experiencia y hallar en O’Connor un intérprete confiable de sus traumas. Y a nosotros nos permite anhelar escenas domésticas con las que sepamos observar el mundo exterior.
Cada película de Matteo Zoppis y Alessio Rigo de Righi representa una bestia diferente. Paradójicamente, el equipo técnico de Re Granchio (2021) es similar al de Il solengo (2016) y al de Belva Nera (2013), las obras anteriores de este dúo creativo. Las tres coproducciones también comparten otras circunstancias. Se ambientan en Viterbo, Italia. Inician con cazadores hablando sobre relatos de otras épocas, unas más remotas que otras. Y así como los dimes y diretes abordaban en esa ocasión la cuestionada existencia de una pantera en Belva Nera o del “jabalí solitario” Mario de Marcella en Il solengo; acá estos lugareños nos dan una primera impresión de Luciano, el protagonista “borracho y loco”. Eso sí, de inmediato lo conocemos nosotros de vista. Luciano también está enamorado y el papá de su amada les hace la guerra. Hablemos ahora de algunas diferencias con las obras previas. Las tres películas son coproducciones ítalo-argentinas y por primera vez Zoppis y Rigo ambientan parte de la historia en este país latinoamericano. Además Vittorio Giampietro compuso las bandas sonoras de las tres. Sin embargo su repertorio de instrumentos y melodías cambia para esta ocasión. Las notas en espiral del saxofón de Il Solengo son más dilatadas acá y las acompañan tambores y flautas. Acá hay también escenas de cantos tradicionales mientras allá era música compuesta sin voces ni coros. Allá ficción y documental se entremezclaron. El registro documental consistía en las narraciones de los lugareños. Y claro, toda narración busca veracidad cuando a fin de cuentas el discurso siempre delata al sujeto que habla. Por esto acá los relatos son interpretados por actores y algunos cazadores actúan en las historias. La obra está dividida en dos capítulos y es visible una técnica interpretativa en ellos. Luciano está interpretado por un artista performativo, Gabriele Silli, quien aparenta ser dos personajes diferentes. Así este juego de disfraces le ofrece a los realizadores la oportunidad de afianzar sus ficciones camuflando lo documental. A partir de una leyenda que conocieron grabando sus dos películas anteriores, estos cantos y engaños de paisanos adquieren voz propia y ya no desde la sorpresa como con la vida de Mario. Acá hasta la gama de colores en la propuesta visual de Simone D’Arcangelo es más amplia. Junto a las estepas, los árboles y las cuevas que aparecían allá; se suman ríos, mares, peñascos y caminos pedregosos. Acá la calidez del hogar es menor y la soledad se hace más palpable. Y los varios rojos de esta obra multiplican los sentidos simbólicos. Roja es la muerte, la violación, la promesa de un tesoro en la forma de un cangrejo. Rojizos también son el agotamiento, la tristeza en las venas oculares de Silli, y las paredes del bar donde Luciano se desahoga con vino y canciones. Y finalmente en esta obra premiada hay más parodia. Las citas a los géneros del western ironizan a Boccaccio, Pasolini y Herzog con planos llenos de posibles lecturas y relecturas como el cuidado a no caer en preciosismos. Aunque esos autores emergen como influencias comprobables, Zoppis y Rigo abordan puntillosos la ambigüedad de narrar desde la vida tan particular de seres sumamente foráneos a lo citadino. Por ese reflejo invertido, como el del rostro de Luciano en el lago al inicio de la obra, la filmografía del dúo ahonda en los vericuetos de narrar y describir. Y si es cierto que esta es una obra similar a un cangrejo que no va para adelante ni para atrás sino un poco para todos lados, como indica Diego Lerer [enlace]; lo será desde la metáfora y la técnica. Con una constancia similar a los movimientos laterales de cámara utilizados en medio del verdor, el dúo acompaña a estos personajes errantes, observados u observadores. Y lo hacen enfrentándolos a las contradicciones instintivas y narrativas de sus errancias.
¿Qué diferencia hay entre las enseñanzas ofrecidas por un profesor, un psicoterapeuta y un amigo? Pretendamos una simple respuesta*: el primero le brinda sentido al conocimiento en medio de la simultaneidad de la vida. El segundo reformula el sentir en los aprendizajes y tropiezos de sus pacientes. El tercero ejerce ambos roles desde la intuición y dispuesto a que sea recíproco. Esta diferencia se vuelve confusa en la coproducción Language Lessons (2021). La floridana Natalie Morales dirige, co-escribe y co-protagoniza junto al luisiano Mark Duplass la historia donde ella interpreta a Cariño, una profesora particular de español, y él a Adam, el inesperado alumno que recibe, como regalo de cumpleaños de su esposo, un paquete de cien clases con ella. En principio las sesiones virtuales parecen una oportunidad para mostrar con despreocupación las diferencias personales y los respectivos prejuicios socioeconómicos de Cariño y Adam. Él ostenta una casa de dos pisos con piscina incluida. Ella se conecta desde distintos sitios de Costa Rica, también a modo de aprovecharlos pedagógicamente. Luego, a medida que tres acontecimientos agravan sus rutinas de clases, la obra premiada va perdiendo lo espontáneo de las actuaciones principales. Morales y Duplass construyen sus personajes a través de una química abierta a la tontería, la gracia y la franqueza. La mirada luminosa de Morales expresa calidez tanto como incomodidad. Duplass aprovecha todo su cuerpo para ridiculizar con gusto a su personaje. Los excesos en aquellos tres giros argumentales del guion también vuelven irrelevantes los detalles técnicos que buscan emular el funcionamiento de las plataformas web. Así las imágenes congeladas, la baja resolución y el sonido desfasado aparecen como errores ingeniosos de la imagen audiovisual ya que el plano fijo aquí enmarca el punto de vista de las computadoras de Cariño y Adam. Al final a costa de resaltar la soledad de ambos y forzar una relación significativa, las grandes acciones de Morales y Duplass como profesora y alumno evidencian la incredulidad de la obra de que perfectamente se puede aprender de lecciones pequeñas, vengan de quienes vengan. Por lo menos el desempeño actoral ejemplifica de manera genuina como las amistades surgen del desinterés y la torpeza enmendada.
En Taranto (2020), los cuerpos, acentos, gestos y rostros reflejan el lugar de nacimiento como un crisol de estas vidas diezmadas por la acería más grande de Europa. Víctor Cruz detalla a partir de los tarentinos el efecto pasado y actual de la fábrica ILVA sobre la salud de los ciudadanos, y la confrontación entre la ineptitud gubernamental y los activistas. El realizador no quiere que estos sean solo cuerpos de denuncia. Por ello mantiene un diálogo entre el mencionado activismo, el registro histórico, la estética y la antropología. Así ninguno de estos cuatro ejes se impone. Por una parte, los propios entrevistados conversan en varias ocasiones con terceros en escena o reaccionan ellos mismos a momentos cruciales en el paulatino desmantelamiento de la acería. La cámara interviene y la marca cronológica resalta con la tipografía las fechas de videos periodísticos grabados entre los 60s y los 2010s. Aunque Víctor prefiere que oigamos y observemos a los tarentinos y la geografía al sur de Italia, no solo lo que plasmaron los medios. Esto se sostiene de tal manera que por lo menos en cuatro ocasiones, oímos a los entrevistados antes de ver sus rostros. Aquí está hablando Tarento (en español) no solo como metáfora de que todo ciudadano personifica su lugar de nacimiento. También nos brinda esta impresión la cámara que los muestra desde su punto de vista, el de ellos y el de la ciudad. Por ejemplo, mientras oímos a la fotógrafa Anna Svelto o a Carmelo Attolino, vemos su entorno de trabajo y luego sus rostros al borde del plano, gesticulantes o caminantes. Ahí está la invitación a contemplar y entender al ser humano como parte de un contexto más importante que él. Con una o dos excepciones, la obra mantiene esta confianza en la palabra, la imagen y el cuerpo antes que del semblante durante su breve duración. Incluso en dos escenas mientras algunos entrevistados hablan parados en un primer plano, la cámara los desenfoca y vemos con claridad el fondo mientras los seguimos oyendo. Así ocurre con el último momento donde habla el ambientalista Alessandro Marescotti. Cuerpo y paisaje son una misma identidad aquí y tal vez en oposición con esta simple idea, los migrantes queramos teorizar, problematizar y rebatir una verdad como esta con muchas aristas. Esas excepciones también dan cuenta de que Cruz no embellece en exceso estas vidas a través de lo audiovisual. Ciertamente la dirección de fotografía ilumina con delicadeza ciertas tomas sobre todo las dedicadas a los campesinos o las de los edificios residenciales. En otras escenas la cámara en mano muestra de entrada a los ambientalistas como Marescotti que dan la cara física y política desde su profesión ante el grave proceso de deterioro de la ciudad. Es significativo además que los representantes públicos aparezcan después de la mitad de la película. Así el montaje de Marcos Pastor y Cruz sugiere que la ciudadanía de todo país es la que suele padecer primero los engaños estatales y gubernamentales. Esto lo presentan aquí sin victimizar a los entrevistados. Además con el inicio se deja en claro que este abordaje no pretende ser social. Primero conocemos el origen mítico de Taras narrado desde la costa y luego Svelto presenta y habla en su estudio sobre viejos registros de la ciudad. Estos denuncian el índice mortal de ciudadanos con cáncer y tumores. Por otro lado, Umberto Attolino, habitante de la ciudad, también lo hará con emoción posteriormente mientras sube un edificio residencial donde vivieron vecinos ya fallecidos. En otra escena uno de los entrevistados discute con una vecina bien informada que está en desacuerdo con responsabilizar enteramente al IRVA. Al final de esta obra, una de las que inauguró el BAFICI; los ciudadanos muestran soluciones y forman a los jóvenes. En medio de su preocupación porque emigrarán de Taranto por falta de futuro, esta crónica apresura al menos posibilidades de cambio mas no respuestas certeras. Y a pesar de que los políticos no son quienes primero dan la cara como deberían, Cruz halla tiempo para que un activista en la preservación natural y ciudadana de Taranto enfrente al primer ministro de esa época por su negligencia.
Se sabe dónde se comienza pero no se sabe a dónde se va ¿Multiplicar la frecuencia de cortes en el montaje simboliza vitalidad en una película? Ilse Fuskova (2021) muestra esto técnicamente gracias también a lo versátil de la artista homónima. Ilse narra con calidez sus tantos oficios mientras los planos y las ubicaciones de la cámara en mano multiplican distintas maneras de verla. Al comienzo la obra registra esta proactividad de Ilse reunida con la asociación Conciencia Solidaria por su nonagésimo cumpleaños. Y más de cincuenta cortes en menos de cuatro minutos son el preámbulo celebratorio para las escenas posteriores. En ellas, la activista les narra a las entrevistadoras, incluida Feijó, la Alemania donde “todos tenían que ser nazis”. También habla de sus años como azafata en Buenos Aires, su primer matrimonio, sus colaboraciones en diversas revistas, y sus relaciones lésbicas. Entre muchas anécdotas, Santa Ana y Feijó también muestran el material de cuando la invitaron al programa de 1990 de Mirtha Legrand. La afamada conductora entrevistó a Ilse junto a otras figuras del mundo queer. Visualmente los amarillos anticuados de Legrand contrastan con el tono auténtico de sus preguntas. Y la bufanda violeta de Fuskova remarca la claridad de sus respuestas y la estridencia visual del set. Hallazgos audiovisuales como este son reforzados por el uso de material de archivo en medio de collages que están narrados con humor y precisión investigativa. Sin embargo, los montajistas Flavia del Lucca y el mismo Santa Ana distraen el discurso de las entrevistadas por esa frecuencia tan reiterada de los cortes y el orden de algunos segmentos. Esta propuesta termina contradiciendo la franqueza de Ilse y la calidez de las entrevistadoras. Porque en contraste con el discurso de activistas como Adriana Carrasco, quien la acompañó en su vida política, las primeras participaciones de María Laura Rosa oponen lo mundano de Ilse. Probablemente su lenguaje académico distraiga, y llega tarde la escena donde esta investigadora de la obra de Fuskova profesa el afecto por la artista. Tal desorden estructural sabotea su claridad política, afectuosa y por lo tanto memoriosa. Tienta poner en contexto lo desprolijo de la obra con la delicadeza técnica de aquel documental Grete Stern, la mirada oblicua, estrenado hace cinco años. Estaba enfocado en la fotógrafa que compartió con Fuskova estilo artístico y mencionada también acá. Sin embargo el problema en esta ocasión es de montaje, no de cuidado visual. Y persiste con una coda redundante sobre el legado de Ilse cuando fácilmente la obra pudo cerrar con la escena previa donde ella lee en voz alta un texto sobre enfrentar la vejez.
Los créditos iniciales y la primera escena de Caperucita roja (2019) plantean dentro y fuera del plano simultaneidades temáticas y estéticas. Mientras aparecen los logos del INCAA y de la productora Antes Muerto Cine, oímos una voz pueril en son de juego. Al fondo se oyen varias mujeres hablando. Su madre la quería con locura, y su abuela aún la quería más. “Caperucita roja”, Charles Perrault Segundos luego vemos a la niña sentada en el piso mientras todavía se oyen las voces fuera de escena hablando de algo roto. Ella peina su caballo de juguete y la cámara la contempla a media altura. Esta perspectiva y las diagonales en el plano formadas por el espejo y el armario de la casa advierten que la obra será no un cuento inocente sino más bien una reflexión sobre la infancia y la juventud desde las épocas vitales posteriores. Por esto surge una tierna y pícara complicidad cuando vemos de dónde provienen las voces de esa primera escena. Los distintos tonos de voz integran a un grupo familiar reunido en torno a la memoriosa abuela que recita, entre olvidos y aciertos, “Barba Azul” y “Blanca Nieves”. Sus hijas y nietas leen en voz alta los ajados y remendados ejemplares. Entre ellas se cuenta Tatiana Mazú, la directora. En ese plano secuencia de casi cinco minutos también habrá voces por fuera de la imagen. Esta y otra escena al final serán las únicas con una duración tan prolongada. Así brindan pistas para prepararnos a una obra plena de detalles en general. Además acá todas las versiones están reflejadas a nivel técnico. Para esto la cámara de Joaquín Maito, con quien ya ha trabajado Mazú antes, hace movimientos puntuales y, en algún instante de los casi cinco minutos, incluye los rostros de las cinco mujeres en escena. Esto nos indica que cada voz tendrá su valor momentáneo, si bien el centro de todo el documental será Juliana, la abuela, sentada aquí en una esquina. Tatiana la aprovecha en sintonía con las figuras ambivalentes que fueron Caperucita y el lobo en las versiones clásicas de Perrault y los hermanos Grimm. Sus recuerdos narran una infancia apenas rearticulada en esta obra por lugares y objetos en escena mientras su voz cuenta y susurra los excesos familiares del entorno. La emigración, su trabajo como costurera y finalmente la relación con su nieta presentan posturas contrastantes. Porque la abuela también fue y es lobo, y hay un plano general donde visualmente ella lo parece mientras camina colina abajo. La escena a semioscuras casi al final se puede hilar con aquel plano secuencia. En la penumbra de un apagón, la abuela y Tatiana conversan sobre las costumbres actuales y tocan el tema del aborto. Así como la escena está cortada en varios planos y ya no comprende un solo corte como la primera, el tema llenará de silencios su conversación y el encuadre de sus cuerpos se cerrará cada vez más. El casco vestido por la también artista visual brinda la iluminación y también nos indica múltiples sentidos. Tatiana ilumina por cuestiones prácticas para distinguir el espacio y a la vez ahonda con preguntas y anécdotas en una incomodidad crucial con respecto a su abuela. El problema vendrá luego, cuando la realizadora quiera forcejear sus inquietudes políticas y partidistas en un relato que prometía ser sobre la memoria y la dificultad de las versiones. Que la realizadora opte por incluir sus posturas puede ser una válida y valiosa reacción frente a aquella incomodidad de su abuela. Pero este radicalismo quiebra la agudeza de aquella primera secuencia y la fiereza cómplice en la complejidad de los vínculos. “Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la abuelita” (“Caperucita roja”, Wilhelm y Jacob Grimm) Así, las cabezas cortadas por el encuadre, los tonos rojizos, las narraciones, los videos caseros, los susurros, los cantos y cuadernos nos preparan emocionalmente con el montaje de Josefina Llobet. Las sobreimpresiones posteriores constatarán de a poco que en cada perspectiva del relato está lo intuido y no dicho. Pero el final casi sabotea el íntimo activismo femenino de la obra cuando Tatiana viste una caperuza roja frente a un exangüe lobo partidista como el macrismo.
“… encontrar respuestas puede ser tranquilizador, pero en la vida y en el cine me gustan más las preguntas, las que incomodan y nos obligan siempre a pensar otras formas de vivir y de hacer cine” (Vagnenkos en entrevista para Télam). Hay paradojas, homonimias, ironías y sentidos ocultos a lo largo de Dorados 50, ‘una comedia documental’ de Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz. Las tres primeras están manifiestas desde el título y subtítulo de la obra recientemente estrenada en salas bonaerenses y en la plataforma de streaming de CineAr Play. Ahora puede verse en Vivamos cultura. El documental trata la inquietud de Vagnenkos por su pronta llegada a la cincuentena de vida. Cuando transcurren las primeras escenas en el médico y el gimnasio, se vuelve obvia la primera ironía: dorados no parecen sus años vividos. Y luego de que él acude en busca de consejo a su psicoterapeuta y a Carlos, amigo poeta, el valor del afecto profesional y sus palabras precisan contradicciones anímicas frente a aquella actitud inicial. Y en vista de que lo verbalizado no es fianza para cumplir objetivos vitales, la confusión de Alejandro frente al discurso poético y al psicoterapéutico impulsa la obra a convertirse en un making of. Las respuestas audiovisuales a la pregunta de Carlos “qué hay en el amor” son conseguidas como si se tratara de ensayos teatrales y no como verdades definitivas. Las entrevistas a parejas con cincuenta años de relación son grabadas en el escenario de un teatro y con la cámara desde los tras bastidores. Para tener respuestas pareciera que están enfocándose solamente en los matrimonios entrevistados. Mas Vagnenkos incluye también comidas con sus amistades, la manera de verse a sí mismo y las dinámicas casi de hastío entre él y Cruz para afianzar lo que hay de gracioso en toda disparidad. Es ahí donde aparece el sentido inesperado. Estas puestas en escena buscan lo que hay de inmedible en las relaciones, aquello sin-cuenta y su valor agregado por invisible. Entonces vemos que para sentir lo errático de toda gestualidad amante son coherentes la improvisación, el diseño sonoro abarrotado de Francisco Seoane y hasta la descuidada corrección de color de algunas tomas. Esos tres elementos ejemplifican que el registro es una reconstrucción azarosa del pasado, ajeno por su distancia. Desde tal reelaboración técnica es trabajado un vínculo, sea con uno mismo, con otras personas o sí, con esta película. Cruz y Vagnenkos se suman aquí a realizadores contemporáneos y coterráneos como el Matías Szulanski de Ecosistemas de la costanera sur (2020). En obras como estas dos, la gracia y los imprevistos de llevar a cabo una idea en cine arriesgan la estética del registro al dejar a propósito los descuidos técnicos. Y mientras Szulanski aprovechaba lo ambiguo en el uso de los géneros para su “documental”, este dúo prefiere enfocarse en la insospechada emotividad de la ironía.
“… antes de la aparición de Resnais en el ámbito cinematográfico mundial, ya Julio Cortázar escribía un cuento en donde se jugaba con el tiempo de la misma manera que yo lo he hecho en La cifra impar, respetando no a Resnais sino a Cortázar” (David Oubiña citando a Antin en el libro Manuel Antín) En Cortázar & Antín. Cartas iluminadas (2018), el foco es, como ya delata el título, el vínculo manifiesto entre ambos autores en las misivas que se escribieron durante más de dos décadas. Durante esos años, el primero vivía en París y el segundo en Buenos Aires aunque se vieron en persona esporádicamente. Estas son cartas lúcidas por el afecto y la agudeza mancomunada de ambos artistas en pos de su creación cinematográfica. A través de ellas vemos los pareceres, acuerdos y discrepancias en los proyectos donde trabajaron juntos. Cinthia V. Rajschmir escoge los tres acercamientos de Antin a la obra de Cortázar: Intimidad de los parques (basada en “La continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”), La cifra impar (basada en “Cartas a mamá”) y Circe. Los tres guiones estuvieron bajo la revisión c del autor. Cinthia rescata el reconocimiento mutuo entre Antin y el narrador nen las palabras “de haber sido yo escritor, habría sido Cortázar”. También hurga en él deteniéndose en Graciela Borges, la protagonista de La cifra impar (1962). En específico lo ejemplifica la escena del espejo censurada antes de su estreno. Borges además la repite en la actualidad. El problema en el documental de Rajschmir viene con las maneras múltiples y contrastantes de mostrarnos estas cartas. Ninguna potencia su merecida atención. Por ejemplo, en una escena es visible de forma translúcida una de las correspondencias mecanografiadas con el mar al fondo y leída en voz alta por alguno de los entrevistados. Tantas voces lectoras y recursos técnicos en torno a los textos impiden concentrarnos en la confianza que ambos autores se expresan. Esto es tan claro que la posproducción resalta las líneas dichas en voz alta. Ya por sí solas son legibles en el plano, si bien tardamos en conseguirlas. Hay dos obras de estos últimos años donde las cartas son, como aquí, la evidencia de vínculos afectivos, filosóficos y geográficos: Miró. Las huellas del olvido (2018) de Franca González y la coproducción de Paraguay y Argentina Un suelo lejano (2019) de Gabriel Muro. Aunque las relaciones similares y diferentes darían para un texto mucho más detallado, en las tres coinciden las cartas como parte de inquietudes actuales donde estos documentos entraman la dinámica audiovisual de la obra y ya no solo los vínculos entre personajes históricos. El traspié recurrente con la manera de mostrar las correspondencias en Cartas iluminadas no obstaculiza otro genuino hallazgo. Aquí la memoria conforma una búsqueda como ocurrió en la amistad creadora de Cortázar y Antin. En la escena más conmovedora, la actriz Dora Baret, protagonista de Intimidad de los parques (1965), recuerda un momento significativo que la moviliza hasta llorar. Si bien la escena tiene un corte abrupto, sabemos también que son abruptas las emociones. Y esos pocos segundos hablan del poder ambivalente y restaurador de la memoria. Este solo instante en escena nos permite reflexionar sobre la desolación memoriosa frente a la distancia entre lo que fue y ahora es cada individuo. También así vemos cómo la memoria restituye a la entrevistada por su capacidad evocadora y a los espectadores para que seamos partícipes de esta intimidad significativa más allá de lo público.
No es posible desacreditar la atenta maestría audiovisual de Emma (2020), reciente adaptación del clásico de Jane Austen. Sin embargo, la mirada pícara de Anya Taylor-Joy interpretando al personaje homónimo resulta muy incrédula para convencernos de que el amor de George Knightley (Johnny Flynn) pasa desapercibido. Hablar de sus grandes ojos de pupilas negras parecería un descuido menor de casting. Pero el detalle se reitera por los tantos primeros planos donde su mirada delata suma atención a su entorno. Además, el inicio de la obra es una breve oración que describe el carácter de Emma. Esto abre la posibilidad de intuir que la mirada de Taylor-Joy en la siguiente toma no basta para sentir lo descrito en palabras. Por lo menos tal decisión tipográfica no se repite de nuevo, sino para marcar las estaciones del año. Sin embargo la distracción ya está instalada en nosotros. De ese detalle se deslinda una pregunta más urgente: para qué revisitar en pleno siglo XXI esta obra desde un acercamiento de la época georgiana similar a otras adaptaciones. Ahora las relaciones humanas apelan cada vez más a la inmediatez virtual y ya en 1995 la historia fue adaptada a una secundaria privada en Beverly Hills para Clueless de Amy Heckerling, y un año después a los propios códigos temporales de la novela bajo la dirección de Douglas McGrath. Hoy en tiempos donde la galantería debe dialogar con el perreo y las aplicaciones de ligue, la reciente adaptación halla un gancho: la desnudez física y también emocional del protagonista masculino. Esto que algunos catalogarían con sorna como eye candy es aprovechado acá para efectos de historias usualmente conocidas como costume dramas. Al mostrarnos en los primeros minutos cómo el protagonista es vestido por sus sirvientes desde la entera desnudez y en un plano general del interior de los lujos hogareños, se nos está tentando a intuir cómo serán desvestidos estos protagonistas aunque no de forma literal. Este tipo de detalles visuales brindan una picardía que la adaptación homónima de 1996 de McGrath no tiene. En ella, la inocencia en los enredos amorosos no trasladaban dicho jugueteo presente en la escritura de Austen. Solo las actuaciones de Gwyneth Paltrow y Toni Collette junto con la música de Rachel Portman ilustraban cada tanto sus intereses sentimentales con cierta travesura. En la versión dirigida por Autumn de Wilde, el humor está acentuado en tantos niveles que por lo menos la obra lo matiza con la calidez en la actuación de Johnny Flynn. En ese sentido, hay varios elementos llamativos con los que ambas películas, ubicables en la plataforma Popcorn Time, contrastan. Por ejemplo, esta vez el padre de Emma (Bill Nighy) tiene menos diálogos pero su gestualidad es un comic relief. Quienes han visto otras películas con el actor, pillarán el humor usual de su trabajo. Por su parte, Denys Hawthorne pasa desapercibido como un padre más complaciente. En cuanto a los colores, ambas tienden a las tonalidades pasteles pero la predominancia de los rojos, verdes y amarillos en la de los noventa distrae la atención de los matices más sutiles. El personaje de Miss Bates adquiere más importancia en la nueva adaptación donde la interpreta Miranda Hart de manera puntillosa, si bien ambas mantienen la escena del altercado en un picnic donde se evidencia la crueldad de Emma con respecto a ella. En la más reciente, la fotografía de Christopher Blauvelt (el mismo DF de Dunkirk) invita a una mayor atención visual a los fondos que contextualizan a los personajes. Muchas líneas horizontales atraviesan los rostros o los enmarcan, recurso que ya utilizaron por ejemplo Ang Lee y Emma Thompson en su adaptación de Sentido y sensibilidad, también de 1995. McGrath, en cambio, hace a su protagonista menos atravesada por sus circunstancias e incluso enmarca a Gwyneth en un triángulo formado por el piano que ella toca ante a los invitados de una reunión, como si Emma representara una tríada entre sus talentos, emociones e intereses amorosos Finalmente, si bien el riesgo de McGrath en retratar la diferencia de clases termina siendo anticuado cuando unos pordioseros atacan a unas asustadizas Emma y Harriet, por lo menos lo incluye. En la nueva versión, la guionista Eleanor Catton solo lo menciona en diálogos y esto le quita riesgo a un pasaje que la misma Austen incluía en su obra. Tal omisión le impide hacer un hallazgo para poner en perspectiva al menos indirecta con esta actualidad todavía plena en desigualdades sociales.