Este documental se centra en las experiencias de un grupo de presos en la cárcel, capturadas con un inusual grado de cercanía e intimidad. Através de las experiencias, las historias y los sueños de un grupo de presos de un penal de máxima seguridad, el realizador construye un documental muy íntimo y potente centrado en un pequeño grupo de personas que ha llegado allí por distintos motivos y que comparten entre sí –y con los espectadores– sus vidas y sus mundos. Con una cámara tan cercana como comprensiva, sin lanzar juicios sobre los personajes por más que estén contando algunas cosas terribles que hicieron, Speroni pone su mirada en un boxeador, un tipo que mató a su padrastro mientras le pegaba a su madre, un veterano que recorrió casi todas las cárceles del país, otro que se dedica a robar y piensa seguir en eso aún cuando salga y personajes que de a dos o en grupos se cuentan tanto las historias que los llevaron a estar «en cana» como otras anécdotas de su vida previa y durante la prisión. Solo en el momento de las esperadas visitas de parejas y familiares se romperá ese «rancho» de presidiarios solos con sus códigos y comunicaciones internas. Pero tanto ahí como en la intimidad lo que Speroni consigue es de una enorme honestidad, más allá que seguramente los momentos más complicados y tensos que los presos viven en la cárcel no tengan lugar frente a la cámara y nunca los podamos ver. Pero lo que se va ya es suficiente para hacerse una idea de lo que allí sucede. En su compañerismo, mate de por medio, en un patio con reminiscencias del de «El marginal», en la manera en la que el boxeador descarga toda su bronca mientras entrena, en los consejos que los veteranos les dan a los nuevos y a los más jóvenes y en el modo confesional en el que uno de los presos le cuenta a una psicóloga/asistente social porqué no tuvo otra opción que matar a su padrastro, la película logra humanizar a presos que, en muchos casos, reconocen y hasta se mueren de risa contando algunos de sus actos violentos, robos o crímenes. Lo importante en RANCHO es dejar en claro que esos hombres no se definen solo por el delito que cometieron.
La nueva película del prolífico César González toma como protagonista a una chica que se mete en problemas al robar algo en la imprenta en la que trabaja. Honesto e intenso relato sobre la vida en los barrios marginales del Gran Buenos Aires. Los relojes tienen un peso específico fundamental en la historia y en la vida de la protagonista de este nuevo film del realizador de LLUVIA DE JAULAS. Es el que la despierta cada mañana muy temprano (bueno, ahora es la alarma del celular, pero el asunto es el mismo) para ir a trabajar a la imprenta en la que limpia durante una enorme cantidad de horas desde lugares de trabajo hasta mugrosos baños. Es el que marca los horarios de entrada y salida del tiempo todo entero de vida que parece tener para vivir: es un de casa al trabajo y del trabajo a casa versión siglo XXI. Y es un reloj también, en cierto momento, el disparador concreto del conflicto dramático que domina la segunda parte del film. Este film que tiene lugar en la zona sur del conurbano bonaerense –en el Barrio San Jorge de Villa Domínico– se presenta como un relato sobre el tiempo, sobre el poder y sobre quién controla ambas cosas. La protagonista (a la que nunca se nombra pero está interpretada por la coguionista Nadine Cifre) vive sola, pasa horas esperando un colectivo para ir y para volver, no parece tener vida fuera del trabajo, fuma compulsivamente y su único pasatiempo es tomarse un vino en la puerta de un kiosco. Lo demás: una imprenta con máquinas que siguen y siguen (González filma muy bien esa rutina mecanizada de manos, aparatos y procedimientos), un jefe (Edgardo Castro) que siempre parece estar al borde del acoso y la sensación de prisión abierta que incluye, además, los propios condicionamientos de la pandemia, con sus barbijos y (pocos) cuidados. Lo que parece ser un film sobre el trabajo mecánico da un giro en un momento a partir de un pequeño delito que dispara a RELOJ, SOLEDAD a tomar las características de una especie de thriller. Habrá tensión, alguna persecución, fugas y la sensación de que cualquier mínimo desliz en el sistema produce una cadena de infortunios a los involucrados. No parece haber salida posible de ese encierro: el «robo del tiempo» termina siendo un intento de metafórica venganza para un sistema que, fundamentalmente, se queda con el nuestro. En este barrio popular del Conurbano, además, hay reglas y códigos que, si se rompen, las consecuencias pueden ser muy graves. Cifre lleva la película adelante casi sola, con pocos diálogos, casi como una «Rosetta» del Gran Buenos Aires, cometiendo imprudencias y errores en su intento, quizás también, de darle alguna emoción a su vida –especialmente en medio de una pandemia que dificulta la sociabilidad– sin medir demasiado las consecuencias. Erica Rivas encarna a su madre con la que tiene una complicada relación, dentro de un elenco de actores no profesionales. González pinta su universo de manera honesta, cruda, sin condescendencia ni patetismo, poniendo la cámara como testigo casi a escondidas de las experiencias de la protagonista y con algunos planos característicos suyos que apuestan a un registro un tanto más poético. Minimalista pero de amplias resonancias, RELOJ, SOLEDAD es finalmente una historia sobre quién tiene el poder y quién controla los tiempos en una sociedad en estado de permanente supervivencia.
A 36 años de la original, la secuela de la película sobre una academia de pilotos aéreos cumpliendo una peligrosa misión, es un homenaje a sí misma. Con Tom Cruise, Miles Teller, Jon Hamm y Jennifer Connelly. Para cierta generación de críticos de cine a la que por edad pertenezco, películas como TOP GUN –la original, de 1986, dirigida por Tony Scott– forman parte de las experiencias infantiles, adolescentes o juveniles. Y volver sobre ellas cuando, como en este caso, sale una secuela, aún con 36 años de diferencia, es casi regresar a esa etapa de la vida, para muchos añorada. Y si bien esas emociones son innegables, confundir bagaje crítico con nostalgia personal es un problema que debería evitarse. Sí, nos hace felices ver a Cruise en el rol que lo hizo famoso. Sí, nos saca una sonrisa recordar quiénes éramos cuando teníamos 12, 16 o 20 años. Pero la crítica de cine, supuestamente, debería ser otra cosa. Esta introducción no quiere decir que TOP GUN: MAVERICK sea mala ni mucho menos pero tampoco es la salvación del cine de acción y aventuras que algunos parecen o quieren ver. Y lejos está de ser de las mejores películas de Cruise, un actor que por lo menos tiene media docena de obras maestras. Es un facsímil prolijo, hecho a conciencia y con mucho guiño, del film original, al que el paso y el peso del tiempo le caen bien. Cuatro décadas después, a aquellos eventos se los ven magnificados por los años y hoy nada es lo que fue sino un ícono de sí mismo. Especialmente el propio Cruise. Creo, también, que la celebración de películas como TOP GUN: MAVERICK pasa porque se las ve y presenta como alternativa a los variados multiversos Marvel/Disney/Star Wars: es un film con escenas de acción que se sienten en el cuerpo, con un tipo que realmente parece estar volando un avión en lugar de estar adelante de una pantalla verde y con desafíos a escala humana, por más complicados que puedan ser para la mayoría de nosotros. Uno ve volar a Cruise y siente que el cuerpo se le sacude de un lado para otro. Pero si uno sale de esa letra chica de tratar de defender un tipo de cine sobre otro (hablando siempre dentro del terreno de las superproducciones) y observa otros mecanismos cinematográficos y/o de guión de este film, tampoco es que estemos ante algo mucho mejor que lo que circula. Para los que atravesamos los ’80 en vivo y no desde la iconografía pop armada a posteriori, ver TOP GUN es también darse cuenta del cúmulo de clichés del cine de esa época. Vistos a la distancia, son simpáticos. Reconfigurados, no necesariamente. O no siempre. La secuela imita el tono videoclipero ochentoso que tenía la original y que venía, sí, de la manera de filmar de Scott entonces pero más que nada del tipo de cine que proponía Jerry Bruckheimer, el productor, que se armaba como una colección de momentos musicalizados para MTV, infinitas secuencias de montaje acumuladas una tras otra. Bruckheimer vuelve a la producción pero ya sin el fallecido Scott. Y Kosinski no logra darle una marcha más al asunto. Le da, sí, la sensación de ser una película en homenaje a sí misma. ¿Alcanza con eso? Probablemente sí. TOP GUN arranca con la mejor escena de la película, una en la que redescubrimos al protagonista, Pete «Maverick» Mitchell (para Cruise no parecen haber pasado 36 años sino, como mucho, 15-20) como un piloto de testeo de velocidad metiéndose en problemas porque hace lo que Cruise hace siempre: ir más rápido que lo permitido, poniendo en riesgo cosas que no debería. Nadie duda que sigue siendo el piloto más rápido de todos, pero un alto mando (Ed Harris) cree que hay que dar el ejemplo y castigarlo. Para eso lo mandan como instructor a la academia donde surgen los «top guns» del título, los mejores pilotos del mundo. Pero Maverick es un iconoclasta, un tipo individualista y talentoso que no sabe, no quiere o no se anima a cumplir el rol de maestro, de enseñar su sabiduría a los más jóvenes. Pero Iceman (una emotiva reaparición de Val Kilmer) le asegura un lugar que considera clave, pese al fastidio de otros altos mandos (representados por Jon Hamm): liderar a un grupo de pilotos para llevar a cabo un complejo operativo de destrucción de una planta de enriquecimiento de uranio (o algo así, no importa realmente) que tiene un 90% de posibilidades de salir mal ya que es casi imposible de hacer, técnica y físicamente. Es claro que «Maverick» Mitchell no podrá ser solo el «profe» y terminará metido en el asunto, ayudando a este grupo que funciona como recambio generacional y, a la vez, conexión con el pasado. Entre clips y fotos de la vieja película –y hasta algunas canciones repetidas casi en su totalidad–, el hombre enseñará a un tal Rooster (Miles Teller), que no es otro que el hijo de Goose, su mejor amigo del film original (Anthony Edwards), con el que tiene una tensa relación. Y si bien no aparecen en la nueva ni Meg Ryan ni Tim Robbins ni Kelly McGillis, la representante de esa generación aquí es Jennifer Connelly, en un personaje que se mencionaba pero no se veía en la película original. Sí, una ex novia de Maverick con la que puede tener una segunda oportunidad… si hace las cosas bien. La película se centrará en los entrenamientos y en la misión del nuevo grupo, cuyos integrantes tienen talentos, problemas y rivalidades (y hasta escenas y looks) casi idénticas a las del film de 1986. Pero será más interesante como una suerte de homenaje a los veteranos, a los que creen más en el piloto que en la tecnología y en la capacidad humana de dar algo extra que lo que dan las máquinas o los simuladores de vuelo por computadora. A este Cruise ya veterano se le da también la posibilidad de repensarse también no ya como un tipo solitario pendiente de su moto y sus vuelos sino como un hombre cuyas responsabilidades pasan también por otro lugar, por uno más humano y hasta familiar. Quizás sea esa, más que ninguna otra cosa específica de la factura de TOP GUN: MAVERICK, la que despierta cariño y la que hará que seguramente se convierta en una de esas sagas que pasan de generación en generación.
La nueva película de Marvel lleva al protagonista a lidiar con la amenazante Scarlet Witch en una serie de universos paralelos. Con Benedict Cumberbatch, Elizabeth Olsen, Benedict Wong y Rachel McAdams. Voy a decirlo de entrada aunque esto genere que muchos abandonen esta página inmediatamente. Viendo DOCTOR STRANGE EN EL MULTIVERSO DE LA LOCURA llegué a una triste conclusión sobre el Universo Marvel, una que va más allá de si la película es excelente, buena o pésima. Me di cuenta que ya no me importa, que no me interesa nada de lo que sucede, que no logro involucrarme más en sus historias ni en lo que les vaya a suceder a los personajes. No se trata acá de «no entender lo que pasa en la trama» ni quejarse de que hay que ir al cine con un manual para captar todas las referencias (eso puede seguir estando ahí, pero no es de lo que hablo acá) sino, simplemente, que me da lo mismo lo que les suceda a los personajes. Y esto no siempre fue así. Aún con mis problemas, diferencias de criterio y algún disgusto con el poder que Marvel está teniendo en el marco de la industria cinematográfica, las películas de las primeras fases podían interesarme más o menos en lo específico –había mejores, peores, más atractivas, más funcionales, etcétera– pero algo me conectaba con personajes con los que había crecido. Si bien nunca fui un fanático lector de cómics, crecí con versiones de personajes como Hulk, Capitán América, Iron Man, Thor y El Hombre Araña. Reconocía sus personalidades y sus destinos, dentro de todo, me interesaban. Con estas nuevas fases de Marvel tengo dos problemas en paralelo. Primero, los personajes no me importan, no me interesan, no los conozco, no logro ni involucrarme con ellos ni saber bien cuáles son sus poderes ni sus debilidades. Son, para mí, completamente intercambiables. Un día Scarlet Witch puede ser la persona más poderosa del Multiverso y no sé porqué. Otro día puede serlo Doctor Strange. Y mañana viene otro y lo cambia todo otra vez. No logro que me interesen sus problemas ni disfruto de sus triunfos. Y el otro asunto pasa por el giro narrativo hacia la idea de los multiversos y mundos paralelos. Lo que era simpático y hasta fascinante en el film animado de EL HOMBRE ARAÑA que habilitó este asunto, ahora es un vale-todo que sirve para dar vuelta la idea de causas y consecuencias a un punto tal que tampoco importa demasiado lo que sucede. Alguien muere acá pero sigue vivo allá, otro es un héroe acá y un villano allá, y cuando uno se acomoda aparece un tercer multiverso y así, ad infinitum. Si los personajes no te importan y su destino es volátil, movedizo y casi cien por ciento digital, ¿qué sentido tiene la experiencia? Dicho esto, puedo entender que algunos disfruten del toque Raimi en esta película. Pese a su historia rebuscada de portales entre uno y otro universo –y más allá de los cameos y apariciones especiales que despiertan en supuestos críticos adultos fanatismos inesperados– y al desinterés por su trama en sí, uno logra ver que el tipo ha armado escenas que coquetean con el cine de terror, hasta con el arte conceptual, dándole un costado entre pop y old-school a algunos momentos. Y así, separadas del contexto, uno puede apreciar momentos de inspiración visual y dinámica de la puesta en escena que valen la pena en sí mismos. No son suficientes para darle un verdadero valor a la experiencia, pero si uno se aisla del desarrollo narrativo (algo que no me cuesta mucho hacer) puede enfocarse en eso. Las monstruosas criaturas y enormes guardias que atacan aquí o allá bien podrían salir de una película fantástica asiática y por momentos la estética de la película se asemeja a un combo entre la tapa de un disco de Iron Maiden con otro de Yes. Hay versiones de Strange que son de cine de terror y Wanda/Scarlet Witch por momentos tiene algo de villana de película de Drácula o de versión sanguinaria de las clásicas brujas de Disney. Y eso, en medio del tedio narrativo, se aprecia. America Chavez (Xochitl Gomez) es un buen aporte al mundo Marvel. Si bien la chica (que tiene el poder de pasar de un universo a otro como si nada y es eso, precisamente, lo que Scarlet busca) no tiene demasiada acción aquí, es evidente que pronto la tendrá. A Cumberbatch lo veo más pendiente del cheque millonario que de otra cosa (igualmente, siempre muy profesional y dedicado, le pone el cuerpo al asunto) y el personaje de Wanda me sigue resultando un tanto incomprensible. Y eso que WANDAVISION me pareció una gran serie. Dicho esto, asumo que si el mundo de la Fase 4 (o la que sea en la que estamos) del MCU le interesa a los espectadores, DOCTOR STRANGE Y EL MULTIVERSO DE LA LOCURA es un producto que apreciarán y valorarán. Dentro de las posibilidades de esta etapa de facturación de la compañía, contratar a Raimi es por lo menos la prueba de que se atreven a seguir corriendo algunos riesgos, aún pese al fracaso de ETERNALS, de Chloe Zhao. Como se dice en tantos finales de relaciones de pareja, acá estamos ante un claro caso de «no sos vos, soy yo». Ustedes que pueden, disfrútenla.
Esta fascinante opera prima de la realizadora argentina se centra en una chica que viaja a Misiones a buscar a su hermano y allí se encuentra con algunos peligrosas mitologías locales. En CABA se exhibirá exclusivamente en la Sala Lugones. Estrenada mundialmente en el Festival de Toronto 2021, la opera prima en el largometraje de la directora que participó de la competencia oficial de Cannes con su corto MONSTRUO DIOS es una suerte de viaje al «corazón de la oscuridad» de una chica que, como el protagonista de aquella novela de Joseph Conrad, va más a encontrarse con sí misma que a otra cosa. Emilia (Tamara Rocca) viaja a una zona calurosa, rodeada de una selva oscura y polvorientos caminos de tierra roja, en Misiones, cerca de la frontera con Brasil. Acaba de morir su madre y va allá a buscar a su hermano Mateo, al que no ve hace mucho tiempo y desconoce su exacto paradero y situación. En un viaje de exploración y de (auto) descubrimiento en el que está más en juego el futuro que el pasado, Emilia se instala en lo de su tía Inés (Ana Brun), un caserón señorial que supo tener cierta elegancia y ahora está un tanto venido a menos. Inés es una señora extraña, que vive atemorizada por una supuesta bestia que circula alrededor de la zona, y que oculta más cosas de lo que parece. En una película que apuesta por un tono onírico más que realista, San Martín va construyendo el recorrido de Emilia, que va de los miedos iniciales a la curiosidad posterior y de ahí a cierta liberación ligada a su sexualidad y a poder dejar de lado los terrores que la siguen desde lo que parecen ser oscuros traumas infantiles, en los que el mundo de su hermano pudo haber tenido algo que ver. En ese viaje se vuelve importante la presencia de Julieth (Julieth Micolta), una chica afrocaribeña que es la nueva huésped de la casa de su tía, y quien de algún modo la ayudará en ese viaje interior. MATAR A LA BESTIA puede coquetear con el realismo en ciertos momentos, pero se mueve más en un espacio fantasmal, una suerte de David Lynch subtropical (o ciertos films de Claire Denis en escenarios africanos) en el que las imágenes muchas veces están compuestas como cuadros en movimiento, elegantemente fotografiados, y en las que los cuerpos transpirados, las miradas cargadas de deseo y las bocas de las actrices parecen expresar más que la historia. Si bien la trama no es del todo una excusa argumental (hay una implícita critica al machismo en ese conflicto inicial), San Martín la toma como disparador para centrarse en un grupo de mujeres que intentan liberarse de esa opresión tanto física como psicológica. «Tenés que alejarte de las personas que te causan dolor», le dice su tía, que también abandonó el tronco de esa entelequia que alguna vez supo ser su familia. La película transcurre entre noches calurosas, en bosques iluminados con linternas a la búsqueda de un monstruo que quizás sea más psicológico que mitológico y está repleta de elegantes planos que convierten a todo lo que se ve en una suerte de paraíso/infierno de 40 grados a la sombra en el que parece existir un subterráneo combate entre sexos, entre fuerzas opuestas. Se puede leer como una lucha por la liberación sexual en un paraje reprimido y religioso pero que también es muy hipócrita en ese sentido. No es casual, de hecho, que en un momento las tres mujeres escuchen y hasta bailen un «Ave María» con ritmo de música disco. Más allá de que algunas metáforas pueden ser un tanto directas, MATAR A LA BESTIA es una de las películas más intrigantes, misteriosas y seductoras del cine argentino reciente. Tiene similitudes con ESE FIN DE SEMANA, de Mara Pescio, película que trabaja temas parecidos en esos mismos escenarios, o hasta LOS VAGOS, de Gustavo Biazzi (todas, de hecho, comparten el mismo coproductor misionero, Santiago Carabante), de características similares: sexo, juventud, deseo, escenas de machismo implícito y explícito. La de San Martín es una crítica a un sistema patriarcal que funciona a través del miedo y del terror, y que solo parece permitir algún tipo de liberación cuando los personajes se atreven a enfrentar a ese «monstruo» que las acecha y no las deja dormir por las noches.
Este thriller argentino que llega a HBO Max poco menos de dos meses después de su estreno en salas se centra en un joven que trabaja en un call center y es amenazado de muerte por un francotirador. Con Nicolás Francella, Gabriel Goity y Emilia Attías. El universo de los call centers ha sido muy utilizado en infinidad de cortos y largometrajes en los últimos años. Los amenazantes o complicados llamados telefónicos que se pueden producir en lugares como esos permiten imaginar distintos tipos de historias plagadas de tensión y suspenso. EN LA MIRA intenta sumarse a esa suerte de subgénero y durante un buen rato parece estar en control de lo que va sucediendo. Su historia puede no tener nada de novedosa, pero los recursos cinematográficos están lo suficientemente cuidados y las actuaciones son lo bastante convincentes como para enganchar al espectador en la propuesta. Axel (Nicolás Francella, cada vez más idéntico en voz, gestualidad y carisma al padre) es un joven que trabaja en el call center de una empresa llamada Telefónica del Sur que ofrece servicios de internet, telefonía y cable. Sí, el famoso y discutido «triple play». En un verano caluroso en Buenos Aires (la película fue rodada en Montevideo pero como casi todo es en interiores no hay grandes diferencias), los cortes de luz están afectando al servicio por lo que los chicos que trabajan allí están con los nervios de punta. Pero Axel parece relajado, tranquilo. Su único «problema» aparente es que está de novio con una chica con la que planea casarse pronto pero a la vez está teniendo un tórrido affaire con una de sus jefas, encarnada con casi paródica lascivia por Emilia Attías. Todo se complica cuando uno de esos llamados de rutina resulta ser el de un tal Figueroa Montt (con la voz de Gabriel Goity), un hombre severo y cansado de todo que se queja del servicio y que pide la desactivación de su cuenta luego de increpar a Axel respecto a todos los problemas que viene teniendo con la empresa. Y cuando el chico, cumpliendo con el libreto que le exigen, le diga que él no puede darle de baja sino que es algo que se debe hacer de otro modo, a través de sus superiores, el hombre amenazará con dispararle con un arma de largo alcance. Y a juzgar por los comentarios que le hace, es obvio que lo está viendo a él y a sus compañeros trabajar. EN LA MIRA, siempre dentro del mismo escenario de la empresa, va expandiendo su trama a distintas situaciones que se viven en las oficinas. Mientras Axel trata de calmar, manipular y a la vez investigar quién lo llama, se irán produciendo algunos hechos a su alrededor: problemas con sus jefes, con algunos colegas, temas sindicales y así. Como no puede atender su celular personal, su amante lo seguirá esperando y hasta su esposa vendrá a ver qué le sucede. Todo esto irá intensificando la cuestión ya que la paciencia del «cliente» se va acabando y todo parece indicar que de alguna u otra manera actuará. El film, que pasó por los cines locales hace poco menos de dos meses convocando a una discreta pero, en términos locales y pospandémicos, nada desdeñable cifra de poco más de 50 mil espectadores, llega a HBO Max como una de las apuestas locales de la compañía. Un poco como sucede con su «vecina» Netflix, las producciones nacionales que llegan a estas plataformas no parecen diferenciarse demasiado de lo que solían ser muchos de los mediocres thrillers nacionales que años antes iban a parar a las salas. Y este es uno de esos casos. Lo mejor que se puede decir de EN LA MIRA es que, en la comparación con muchos de esos otros títulos, sale bastante bien parada. Es efectiva, relativamente tensa –al menos durante dos tercios de su metraje– y, aún cuando el asunto se desbarranca por culpa de un final un tanto atolondrado y torpe, al menos jamás da vergüenza ajena, como si sucede con muchas de las películas con similares modelos de producción. No es un gran elogio, es cierto, pero en función de las bajas expectativas que uno tiene al adentrarse en este tipo de películas argentinas supuestamente aptas para el «consumo internacional» es bastante más que lo esperable.
Esta sátira española ganadora de seis premios Goya se centra en la caótica vida, a lo largo de una semana, del peculiar dueño de una empresa de balanzas. Con Javier Bardem, Oscar de la Fuente, Manolo Soto y Almudena Amor. Una sátira mordaz, efectiva de a ratos pero un tanto mecánica en su formulación, EL BUEN PATRON es una comedia negra que intenta hacer una pintura crítica del paternalismo empresarial al contar una semana y poco más en la vida del director de una tradicional y respetada compañía que se ve enfrentado a una inesperada serie de contratiempos. Con un espíritu clásico que parece beber de respetables tradiciones del género –tanto españolas como hollywoodenses–, el filme del realizador de FAMILIA y LOS LUNES AL SOL funciona casi como un film retro, una película rescatada de algún arcón de títulos inéditos de los años ’80. Javier Bardem encarna a Julio Blanco, dueño de Básculas Blanco, una empresa que hace todo tipo de balanzas. Y de entrada quedan claras dos cosas: que intenta mostrarse como lo que dice el título del film y que, claramente, no lo es. La propia personificación –la actuación pero también el vestuario, peinado y maquillaje– de Bardem telegrafían el tono satírico de la propuesta. Es así que mientras da su discurso amable en el que trata a sus empleados como si fueran familiares o hijos es evidente que esconde algo más oscuro, quizás hasta siniestro. La manera en la que una de las becarias se despide de él con un «Te amo» es apenas la primera muestra. EL BUEN PATRON tiene un truco estructural clásico también. Una inspección llegará a la fábrica para ver si le dan un importante premio regional por el que compiten con otras dos empresas. Y lo que Blanco quiere es mostrar la suya de la mejor manera posible. A lo largo del film usará a las balanzas que hace su compañía como metáfora para casi todo lo que dice querer buscar: perfección y equilibrio. Y espera, a la vez, que sus empleados sean fieles a esa gran familia. Que se pongan, literalmente, la camiseta de la empresa. Pero no es tan sencillo. El guión le acumula problemas de todo tipo. Ha echado a José (Óscar de la Fuente), un empleado de larga data que, en lugar de aceptar la indemnización básica que le ofrecen, ha decidido exigir su reincorporación y acampa con sus dos hijos pequeños en la entrada de la empresa, cantando consignas a toda hora. En paralelo, su jefe de producción Miralles (Manolo Solo) sospecha que su esposa está teniendo un affaire con otro hombre y comete serios errores en su trabajo. Usando sus influencias y tratando de ayudar a un viejo empleado, Blanco logra que liberen a su hijo que está detenido tras golpear a un grupo de inmigrantes. Y, a falta de complicaciones, una nueva tanda de becarias llega a la compañía, entre las que se cuenta una, Liliana (Almudena Amor), con la que rápidamente quiere conectar. Y eso es algo que parece hasta mutuo. A lo largo de sus casi dos horas de relato –un tanto excesivas para un film que quiere tener el ritmo de una película al estilo de las de Billy Wilder o de sus propios referentes ibéricos como Luis García Berlanga–, EL BUEN PATRON va enredando cada vez más la vida de Blanco. La inspección se acerca y José no quiere dejar de protestar con cantitos cada vez más absurdos y creativos. Miralles entra en una espiral descendiente y empiezan a haber disputas internas en la empresa por quedarse con su puesto. Y las miradas con Liliana pasan a los hechos, lo cual complica a Blanco de una manera que quizás no sea la esperada. Y el chico que sale de la cárcel, obviamente, tampoco será un dechado de virtudes una vez afuera. Lo más interesante de EL BUEN PATRON pasa por la manera en la que pone el ojo crítico en ese tipo de empresas y empresarios que no pertenecen a grandes corporaciones multinacionales ni mucho menos sino en los dueños de compañías afincadas en una ciudad (aquí jamás se la nombra), insertados en los manejos políticos locales y respetados en sus círculos sociales. Tipos que tratan de ser vistos algo así como «pilares de la comunidad», que actúan como patrones de estancia y que abrazan a sus empleados suponiendo que ellos quieren ser abrazados. Esperan, además, que cuando haya problemas todos agachen la cabeza y acepten lo que se les pide. Pero no. Eso no siempre sucede. La película –que ganó seis premios Goya, incluyendo mejor película, director, actor y guión– pierde puntos por dos motivos fundamentales. Su estructura es tan cuidada que raramente respira con libertad. Todo el tiempo se tiene la impresión que el guión es la prioridad absoluta y que todo lo demás es simplemente subrayar visualmente lo que se dice ahí, que puede ser efectivo pero no es muy sutil que digamos. Un poco como sucede con algunas «comedias sociales» recientes de Ken Loach o las películas que hacía Juan José Campanella en la época de LUNA DE AVELLANEDA (antes de sus giros políticos recientes), uno puede coincidir con el espíritu crítico de la propuesta pero quedarse un poco afuera de los mecanismos utilizados para ponerla en escena. Y por algunas decisiones de ese mismo guión una vez avanzada la trama, EL BUEN PATRON equivoca también el camino al entrar en un reparto de crueldad generalizado que termina debilitando su propia postura política, lanzando dardos satíricos a casi todos los protagonistas, la mayoría de los cuáles parece solamente pendiente de cuidar sus propios intereses y nada más que eso. Los mejores apuntes del film de León de Aranoa pasan por sus momentos cómicos, la mayoría de las veces ligados al despedido José, acaso el único de todos los personajes que no conoce de dobleces y quién parece haber encontrado su lugar en el mundo en esto de dedicarse a la protesta callejera. Con rimas asonantes, si no salen de las otras…
La nueva película del director de «La bruja» y «El faro» es una violenta saga de revancha en el mundo de los vikingos basada en la leyenda nórdica que inspiró la obra «Hamlet». Con Alexander Skarsgård, Nicole Kidman, Anya Taylor-Joy, Willem Dafoe, Björk, Claes Bangs y Ethan Hawke. Tras dos películas en las que patentó un estilo oscuro y realista, violento y misterioso, cinematográficamente tan potente como agitado, a Eggers le llegó el turno de hacer una película grande, de trasladar esa energía y fiereza a una escala mayor, más cercana a la del cine de acción. Y el resultado es THE NORTHMAN, una película que respeta su estilo, es fiel a su manera de entender el cine, pero pierde algo de originalidad al ser trasladado ese universo a un sistema narrativo bastante más convencional. Así y todo, si uno la compara con las grandes producciones de acción contemporánea, esta violenta saga vikinga marca una clara diferencia. Se puede compartir o no, pero detrás de ella hay una visión, una firma. EL HOMBRE DEL NORTE se basa en la historia o leyenda en la que, supuestamente, se inspiró William Shakespeare para crear Hamlet. Es cierto que sus imágenes remiten más a una mezcla entre JUEGO DE TRONOS, CONAN, EL SEÑOR DE LOS ANILLOS y cualquier saga nórdica que uno haya visto en Netflix y en la que se incluyan palabras como «Valhalla», «valkiria» u «Odin», pero el corazón de su historia es fácilmente identificable como la de aquel príncipe de Dinamarca o, para los más chicos, como la de EL REY LEON. Aquí el personaje se llama Amleth. Interpretado, en su edad adulta, por Alexander Skarsgård, tiene ese mismo deseo de venganza por el asesinato de su padre pero no posee las dudas existenciales que al respecto tenía su casi homónimo. Todo comienza en un mundo tan frío y desangelado que invita a los espectadores a ir al cine abrigados. Allí, el todavía pequeño e inocente Amleth recibe feliz a su padre, el Rey Aurvandill (Ethan Hawke), que regresa victorioso de la guerra. Su madre, la Reina Gudrún (Nicole Kidman), lo acompaña en la ceremonia de bienvenida y allí también aparece, ligeramente amenazante, su tío Fjölnir (Claes Bang). Todo parece tranquilo en el reino, pero acaso no es tan así. El rey está herido y decide que su pequeño hijo debe aprender las tradiciones locales y volverse un hombre aún teniendo solo 10 años. Eso implica una serie de asquerosos rituales que organiza Heimir (William Dafoe), iluminado bufón del pueblo. Pero el paso a la adultez llega más rápido que lo pensado. Apenas salen de la ceremonia, el Rey es asesinado nada menos que por su hermano, que también quiere liquidar al pequeño y quedarse con Gudrún. Amleth logra esconderse y escaparse en un barco mientras grita, cual mantra: «te vengaré, padre; te salvaré, madre; te mataré, Fjölnir«. Y eso es, también, un buen resumen de toda la trama. Ya de grande Amleth es un guerrero enorme en tamaño y salvaje, casi feral, en actitud; un Mel Gibson vikingo y violento que avanza con su pack de desaforados colegas destrozando pueblos y aldeas, brutales escenas que Eggers filma con destreza y, en un caso, mediante un complejísimo plano secuencia. El objetivo siempre es el mismo: ir a buscar al tío y arrasar con todo. El tipo se entera qué fue de la vida del hombre, quien está congelándose las medias en Islandia, y marcha cual perro de caza a cumplir su cometido. Fjölnir cree que su sobrino está muerto, así que no se preocupa en absoluto. De allí en adelante nos encontraremos con un espectáculo violento y brutal, una serie de batallas, desencuentros, peleas, engaños y hasta un partido de algún raro deporte nórdico en las que Amleth (que es tomado como esclavo y es irreconocible para su madre, su tío y los otros hijos de ellos) irá acercándose sigilosamente a su objetivo, haciéndose el «amigue» pero liquidando a medio pueblo en el camino. Su compañera de aventuras será Olga (Anya Taylor-Joy), a quien conoce en el viaje en barco y con la que desarrolla una sensación extraña para los tipos de su clase, sensación que algunos conocen como «sentimientos». EL HOMBRE DEL NORTE tiene una trama básica que recién se complejiza sobre el final, a partir de algunas revelaciones y novedades que obligan a Amleth a recalibrar algunos de sus pasos. Pero lo importante aquí tiene que ver con cómo Eggers cuenta su historia. Al director de EL FARO se lo ve muy respetuoso de las tradiciones nórdicas clásicas (el uso del alfabeto rúnico para separar episodios, ciertas mitologías que incluyen carruajes voladores, hasta las célebres espadas de enorme poder que envidiaría el mismísimo Thor) y esa atmósfera brutal, violenta e irrespirable domina buena parte de las acciones: todo aquí es gritado, desaforado, perturbador y muy sangriento. El sol no aparece ni en los sueños del protagonista. Algunas elecciones formales son curiosas. El uso del inglés fuertemente acentuado provoca momentos casi risibles (salvo cuando aparece Björk, en un breve pero contundente papel) y por momentos la brutalidad de los procedimientos acercan al film más al universo de 300 que de un drama con ciertas complejidades psicológicas. Es que Amleth es un tipo tan poseído por su deseo de venganza que no parece registrar demasiado cualquier otra cosa que pudiera afectarlo, ni siquiera las ligadas a su madre o a Olga. Ante la alternativa entre una escena de desgarro psicológico y una con dos vikingos peleando casi en bolas en medio de un volcán, Eggers claramente elegirá la segunda. EL HOMBRE DEL NORTE no tiene la gracia ni la creatividad lisérgica de THE GREEN KNIGHT, por citar otro film de autor basado en leyendas antiquísimas. Con 90 millones de dólares a su disposición, Eggers se enfrentó a hacer un film accesible (o más o menos accesible, dependiendo del estómago para la carnicería a cielo abierto de cada espectador) y eso volvió a su propuesta un tanto más mecánica y convencional. Es cierto que en un panorama de cine de gran espectáculo dominado por intercambiables sagas de superhéroes rodeados de efectos digitales, una película como esta parece un milagro, un regalo de otros tiempos. Es que se trata de un film que se embarra las manos, con escenas que parecen extraídas de las pinturas clásicas más violentas imaginables, casi un flashback a cierto cine de acción de los ’80. Su brutalidad –su machismo disfrazado de sacrificio, en plan Will Smith en los Oscars– puede llegar a ser un tanto indigesta para los cánones actuales, pero es respetuosa de lo que, uno imagina, pueden haber sido los comportamientos vikingos en el siglo X en el que transcurre la historia. EL HOMBRE DEL NORTE no es sutil, pero abraza su brutalidad con una pasión tal que se vuelve convincente.
Se estrena en cines el más reciente film de los realizadores de «Rosetta» y «El silencio de Lorna», la historia de un chico musulmán de 13 años que se vuelve peligrosamente fundamentalista. Después de dos films no del todo logrados –al menos dentro de los parámetros de excelencia que uno espera de su cine–, los hermanos Dardenne retoman potencia e intensidad en EL JOVEN AHMED, una película que tiene más puntos en común con las anteriores de la dupla, tanto por su tipo de protagonista como por su tema y por un hecho que parece un detalle pero no lo es: no tiene a celebridades como sus personajes principales. Sus dos anteriores films, protagonizados por Marion Cotillard y Adèle Haenel, perdían potencia y credibilidad por su intento de incorporar a estas estrellas al mundo «popular», callejero y urbano que suele verse en sus películas. No era su único problema, pero sí el más visible. Al desaparecer ese desajuste, los hermanos logran recuperar una fuerza que esos films no tenían. Algo inquietante, impredecible, un poco enervante. La propuesta es bastante simple y tiene potencial para ofender e incomodar a muchos, aún cuando esté realizada con las mejores intenciones y hasta con cierto didactismo que los belgas incorporaron en sus últimos films. El protagonista es un chico belga de 13 años, musulmán, llamado Ahmed que, siguiendo a un imán bastante fundamentalista, ha empezado a radicalizarse, a tomar preceptos religiosos al pie de la letra, enfrentándose en el camino con mucha gente que lo rodea y lo quiere, empezando por su madre viuda. Pero no solo ahí. Algunos amigos lo empiezan a dejar de lado y él se vuelve en contra de cualquier otro musulmán que no siga los preceptos del Corán al pie de la letra, considerándolos apóstatas, impíos y dignos de ser castigados y hasta sacrificados. Ahmed dedica casi todo su tiempo a rezar o a prepararse para hacerlo y critica a su madre, a su hermana y a cualquiera que diga o haga algo mínimamente alejado de lo que dice el libro sagrado. Y su enojo más grande es con Inès, su maestra, a quien no le quiere dar siquiera la mano y a la que critica por algunas decisiones de su vida personal, siempre influenciado por su radical mentor. A tal punto llega su obsesión por castigar a los impíos que Ahmed decide atacarla con un cuchillo, quizás con intención de matarla. Pero el ataque le sale mal y el chico termina en un centro de rehabilitación en el que intentarán hacerlo entrar en razones de la manera más respetuosa y amable posible. El, tras algunos inconvenientes iniciales con las autoridades, parece aceptar la lógica del lugar y adaptarse a la nueva realidad, incluyendo una incipiente amistad con una chica de su edad que trabaja en la granja. ¿Pero será realmente cierto ese cambio que muestra? ¿Ahmed está dándose cuenta de sus errores o acumulando aún más furia contra todo y todos? Los Dardenne construyen una película de suspenso con tintes sociopolíticos que lleva la tensión al máximo, un poco como sucedía en EL HIJO o la propia ROSETTA, en las que hay involucrados personajes adolescentes, potenciales revanchas y la consecuente tensión narrativa que eso genera. La evidente inestabilidad emocional del chico, convencido al máximo de lo que está haciendo, lleva al espectador a vivir con temor cada uno de sus pasos. Es claro que se trata de alguien que no entiende razones, por más lógicas que suenen. Y que, de algún modo u otro, está al borde de la alienación. Más allá de las controversias que la película pueda generar por el tema que trata, los Dardenne no intentan explotar el asunto de una manera morbosa ni nada parecido. El estilo que utilizan sigue siendo el mismo y reconocible de siempre: humanista, pseudo-documental, de creciente intensidad. Quizás con cierta inocencia –y una mirada externa al mundo que retratan– plantean lo que imaginan es un conflicto en el propio seno de la comunidad musulmana, entre los que están más «asimilados» y los que rechazan cualquier intento de convivencia con ellos. Y si uno quita del medio el tema específico de la película, EL JOVEN AHMED puede ser vista también como un crudo retrato de cómo muchos adolescentes y jóvenes (adultos también) pueden ir fanatizándose por una causa al punto de empezar a perder todo contacto con la realidad y con sus seres queridos. En los últimos años –tan virtuales como controlados por algoritmos que reproducen una misma lógica hasta el hartazgo– esos círculos cerrados de pensamiento único se han vuelto peligrosos en todos los ámbitos.
El nuevo film del director de «20th Century Women» se centra en la relación entre un hombre soltero con su particular sobrino que emprende un viaje junto a él. Con excelentes actuaciones de Joaquin Phoenix y el pequeño Woody Norman. En FUTURA, un documental italiano estrenado en 2021 en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, tres cineastas recorrían Italia preguntándole a adolescentes cómo se veían en el futuro, qué imaginaban que iba a pasar con sus vidas. Las respuestas eran eclécticas: algunas muy correctas y profesionales, otras más excéntricas y enrarecidas. Y si bien los realizadores no eran parte de la trama, uno puede suponer que la experiencia de conectar y conversar con niños sobre su futuro debe haberles permitido ver algo acerca de ellos mismos. Algo así sucede en C’MON C’MON, la bella, encantadora y también un tanto triste película del realizador de BEGINNERS en la que Joaquin Phoenix encarna a Johnny, un periodista radial de Nueva York que recorre los Estados Unidos hablando con niños de distintas edades, razas, experiencias y clases sociales y preguntándoles, entre otras cosas, cómo imaginan su futuro. La ironía del caso es que él, que ronda los cuarentaypico, parece no tener muy en claro el suyo. Johnny –que no tiene hijos y, dirá luego, tuvo una experiencia romántica fuerte que terminó mal– no tiene aspecto de estar «aprendiendo» demasiado de esas conversaciones. Al contrario, su andar tristón y «pachorro» hacen pensar en un tipo ligeramente deprimido que funciona casi en piloto automático, especialmente en su trabajo. Como buen drama que pretende ser, C’MON C’MON tendrá que tener un disparador. Y eso llega cuando su hermana Viv (la extraordinaria Gaby Hoffmann, que se destaca aún cuando su personaje se exprese casi todo el tiempo por teléfono), que vive en California y con la que tiene una relación un tanto tensa –hace un año que no se ven, tras la muerte de la madre de ambos–, le dice que tiene que viajar a Oakland a encargarse de unos asuntos y le pregunta si puede quedarse unos días en su casa cuidando a su hijo Jesse (Woody Norman). El acepta y viaja encantado a Los Angeles. Al llegar uno puede notar que la situación es bastante compleja. Viv tiene que viajar a ayudar a su marido Paul (Scoot McNairy), que parece estar atravesando un episodio maníaco y actúa de un modo incontrolable. Y el pequeño Jesse, a quien hace mucho no ve, es una criatura de nueve años bastante particular. Muy inteligente y parlanchín, elocuente y a la vez extraño en sus ideas y referencias, está viviendo toda esa complicada situación familiar de una manera muy personal, a tal punto que tiene un juego recurrente en el que se imagina que es un huérfano, además de algunos arranques y comportamientos que por momentos son un tanto indescifrables. Johnny cree que podrá arreglárselas con él, pero no será tan así. Por un lado, porque a Viv, previsiblemente, ocuparse de Paul le toma más tiempo que lo pensado. Por otro, porque el tipo tiene que volver a trabajar y no puede hacerlo teniendo que ocuparse del chico. Pero, fundamentalmente, porque Jesse es complicado, desafía sus límites y su paciencia, saca a la luz sus miedos, su historia personal y familiar, y lo confunde emocionalmente. Por momentos cree que su compañía es lo mejor que le podía haber pasado y, por otros, está convencido que es lo peor. Todo se acelerará cuando a Johnny no le quede otra opción que retomar sus viajes y sus entrevistas, y se lleve al chico a la rastra por varias ciudades de los Estados Unidos. Esa es la aventura que en sus sencillos pero emocionalmente potentes 110 minutos cuenta Mills. Rodada en un hermoso y expresivo blanco y negro por el DF Robbie Ryan (habitual colaborador de la realizadora británica Andrea Arnold) en locaciones urbanas de Detroit, Nueva York, Los Angeles y Nueva Orléans, C’MON C’MON combina la historia de esta «pareja despareja» de tío y sobrino lidiando con problemas prácticos y personales con material del tipo documental que surge de las entrevistas que Johnny hace para su especial de radio. Jesse lo acompaña en muchos de esos recorridos (carga con el equipo de sonido y le gusta captar el ambiente), pero la relación entre ellos se vuelve tensa, enrarecida y, por momentos, problemática. Interpretado de manera muy natural por el pequeño Norman (que es británico, así que los que imaginan que el chico no actúa nada y solo «es así» seguramente se quedan cortos), Jesse es de esos niños que pueden ser encantadores un rato e imposibles al siguiente, con un lenguaje refinado y una actitud que nos hace suponer que es más adulto de lo que realmente es. En la película no se dice, pero da la impresión de que Johnny cree que quizás pueda haber heredado la condición de su padre (o de su abuela, que al final de su vida sufría demencia), cuando en realidad se trata de un chico que tapa con su verborragia y sus curiosas decisiones la compleja situación que su familia atraviesa. Pero el centro aquí es Johnny (un Phoenix más contenido y tal vez por eso hasta más efectivo que en otras actuaciones más salvajes), quien debe aprender gracias a esa experiencia que los chicos son más que las frases que les dejan sus entrevistados y que, de algún modo, hacerse cargo de su sobrino en un momento así no solo es complicado sino que saca afuera zonas suyas que él odia o reprime. Caprichos, peleas, los demoledores momentos en los que lo pierde de vista, la inteligencia del chico para conseguir lo que quiere y la manera en la que Johnny hace lo posible para evitar enojarse con él o gritarle (sabe que no tiene que hacerlo pero a veces no puede contener su fastidio) van formando este drama de dos personajes que tiene algo de LUNA DE PAPEL, de Peter Bogdanovich, pero pasado por un filtro enrarecido e indie, como el de los anteriores films de Mills o de cineastas como Miranda July, quien –quizás no casualmente– es su pareja. C’MON C’MON funciona también como una suerte de ensayo, con los personajes a veces leyendo en voz alta párrafos enteros de libros, ensayos o poemas (como este, de la documentalista Kirsten Johnston, muy revelador de la ética del propio film, o este otro que comenta algunos sus temas) que se citan en pantalla. Entre esos textos y las entrevistas, Mills va construyendo un inteligente retrato paralelo de una generación de chicos y adolescentes que atraviesan complicadas etapas de sus vidas y tratan de lidiar lo mejor que pueden con sus conflictivas emociones. Es cierto que, por momentos, esa construcción puede ser un tanto preciosista, como si la película estuviera muy preocupada todo el tiempo por ser «delicada». Pero logra atravesar esas dudas gracias a la creciente potencia emocional que evoca. No es una película sobre la relación entre tíos y sobrinos. Quizás no lo sea, siquiera, sobre adultos y niños. A su modo, es una película sobre el miedo al paso del tiempo, sobre la sensación de que el futuro es siempre incierto e impredecible y que no hay forma de controlarlo todo. Cuando Johnny le dice a Jesse que seguramente cuando sea grande no recordará nada de lo que vivieron juntos, el chico en sus modos resguardados se conmueve. Johnny ya pasó por eso y cree hablar desde la experiencia. Pero también es cierto que el futuro se arma desde el presente. Y que quizás estas extravagantes, por momentos divertidas y en muchos otros complicadas aventuras con su sobrino, sirvan para redireccionar el recorrido de su vida.