Peter Dinklage y Haley Bennett protagonizan esta adaptación al cine de una obra musical de 2018 basada en la clásica pieza «Cyrano de Bergerac» que cuenta con música de integrantes de la banda The National. Adaptada y alterada cientos de veces a lo largo de su más de 120 años de historia, la obra de Edmond Rostand CYRANO DE BERGERAC –inspirada en la vida de un autor que realmente existió en el siglo XVII– ha sobrevivido gracias a un recurso dramático original y al profundo romanticismo que la atraviesa de principio a fin. Una historia de amor trágica, una comedia muy graciosa, un comentario acerca de los prejuicios sociales o, como en este caso, un musical que intenta tocar todos esos puntos, CYRANO es una pieza noble, que se amolda, acomoda y transforma según los tiempos que corran. El director de ORGULLO Y PREJUICIO no intentó, para nada, modernizar la historia aquí. Su adaptación al cine –que no es, estrictamente, de la obra de Roston sino del musical que escribió y montó Erica Schmidt en 2018 en base a esa pieza– sigue más o menos fielmente el recorrido de la obra original y hasta el siglo XVII en el que transcurre, con su contexto bélico. Lo que cambia, esencialmente, es la característica más evidente de Cyrano, un poeta y militar que no se atrevía a confesarle lo que sentía a su amada Roxanne asumiendo que iba a ser despreciado por ella por el desproporcionado tamaño de su nariz. Acá no es esa la característica que lo avergüenza. Interpretado por Peter Dinklage (GAME OF THRONES), su pudor está dado por su tamaño. Amigo y compinche de Roxanne desde la infancia, el hombre prefiere guardarse su amor por ella antes que ser rechazado por sus características físicas. Roxanne (Haley Bennett, esposa en la vida real de Wright) es una mujer joven que no quiere casarse con el Duque de Guiche (Ben Mendelsohn) pero la complicada situación económica de su familia la fuerza a aceptarlo. Eso del matrimonio por amor, le dicen, «dura apenas uno o dos años; lo importante es el dinero». Pero en medio de una explosiva representación teatral que termina con Cyrano batiéndose a duelo con el Vizconde Valvert –mano derecha del Duque–, la bella mujer observa entre el público a un joven soldado, Christian (Kelvin Harrison Jr., quien, en otro cambio con la tradición, aquí es negro) y se enamora a primera vista de él. Roxanne, que no sabe que Cyrano está enamorado de ella, le cuenta a él lo que le pasa con Christian y le pide que se lo haga saber a su soldado. Frustrado pero leal, el capitán le cuenta a su subordinado la novedad y descubre dos cosas: que ese amor es correspondido pero que Christian no es demasiado ducho en el uso de las palabras, lo cual complica bastante el romántico sistema epistolar a la que Roxanne se ve obligada por las circunstancias. Es allí que el sacrificado Cyrano termina siendo él quién escribe las poéticas cartas de amor a la chica a nombre de Christian, haciendo crecer una situación romántica de la que él preferiría ser parte más directa. No solo el planteo, que es por casi todos conocido (aún los que solo vieron versiones libres como ROXANNE, con Steve Martin, o la reciente película de Netflix, SI SUPIERAS), se mantiene sino que en buena parte se respeta la estructura original en verso de la obra. Y, cuando no se hace, muchas veces se reemplaza, como corresponde a un musical, con canciones. Y allí está la otra «diferencia» o particularidad de este CYRANO: es un drama romántico de época contado a través de canciones bastante actuales en sonido y composición. Los temas compuestos por parte de los integrantes de The National no tienen mucho que ver con lo habitual en este tipo de formato musical. Uno podría compararlo con el «choque» que inicialmente se produce en obras como HAMILTON –una historia del siglo XVIII contada a través de ritmos más propios del hip-hop–, pero aún en ese caso las canciones de Lin-Manuel Miranda respetaban bastante más los códigos del teatro musical. Aquí, uno tiene la sensación de estar escuchando temas propios de esa banda de indie rock insertados en la película e interpretados por los actores. El choque es curioso y, tras un periodo de acostumbramiento, termina funcionando bastante bien, especialmente en algunas canciones interpretadas dolorosamente por los protagonistas principales en algunos momentos clave de la trama. Dinklage no tendrá una voz de cantante de Broadway pero su tono es bastante similar al de Matt Berninger (el cantante de The National) y se adapta bien al formato narrativo y casi hablado de algunas canciones. La experta Bennett, por su parte, hace lo suyo con la facilidad de alguien que sabe de escenarios. Esa ambiciosa y curiosa mezcla podría dar cualquier tipo de resultados, pero CYRANO funciona gracias al talento de Wright –un experto en largos y endemoniados planos secuencia y con una larga carrera que incluye éxitos como ATONEMENT y fracasos como LA MUJER EN LA VENTANA–, cuya impetuosa puesta en escena marca el ritmo entre romántico y tenso del relato. Para un director que suele ser un tanto excesivo y ampuloso, el formato musical le resulta casi natural. Y Wright tiene la inteligencia aquí, además, de no priorizar la escenografía y entender que la película le pertenece en definitiva a los actores. Y el otro gran secreto de la adaptación es la actuación de Dinklage, cuyo dolido rostro de persona enamorada que prefiere esconderse detrás de un engaño antes que enfrentar un rechazo, le suma una potencia emocional al relato a la que no se llegaría de otro modo. CYRANO se termina de construir en el cuerpo del actor, que pasa de ser un valeroso y hasta algo petulante militar a convertirse en un hombre desesperado por un amor que es incapaz de declarar, aún sabiendo que Roxanne se desvive por cada cosa que él escribe y que su pasión por Christian se sostiene solo a partir de esa confusión. Hay un cambio sobre el final respecto a la pieza original que no conviene adelantar y una escena, particularmente emotiva, que no involucra a ninguno de los protagonistas sino que está interpretada por tres soldados desconocidos (encarnados por los cantantes Sam Amidon, Glen Hansard y Scott Folan) que cantan sus cartas de despedida familiar antes de ir al frente de batalla de un combate que parece perdido. La escena podrá tener poco que ver con el drama romántico que está en el corazón de la trama, pero pone en contexto a la historia, a sus personajes y a la tragedia que es el componente fundamental de esta clásica pieza.
El director japonés de «Drive My Car» narra tres historias protagonizadas por mujeres y centradas en desencuentros amorosos y en rol del azar en la vida cotidiana. El realizador japonés de HAPPY HOUR parece venir reduciendo cada vez más la dimensión de sus películas. De ese film de casi cinco horas que lo consagró a este que cuenta tres historias separadas de unos 35-40 minutos cada una parece haber una gran diferencia. Pero en los hechos no es tanta. Ambos films son dramas personales, de parejas y relaciones, de secretos y mentiras, con personajes femeninos fuertes y una mirada centrada en las complicaciones y misterios de este tipo de situaciones. Pese a tratarse de un drama psicológico –más bien de tres–, WHEEL OF FORTUNE AND FANTASY tiene, como su título parece discretamente indicarlo, algunos elementos que pertenecen al ámbito de lo fantástico. A primera vista uno podría decir que se trata de su película más claramente relacionada con el cine de Hong Sangsoo o, yendo más lejos, con el de Eric Rohmer. Y si bien hasta se da el lujo de hacer un guiño a los que leen esa referencia con un par de bruscos zoom a primeros planos, hay algunas importantes diferencias en su manera de trabajar este tipo de relaciones personales con el cine del realizador coreano y muchas más aún con el del francés. Diferencias que, finalmente, permiten dar por sentado que estamos ante un realizador con recursos formales y obsesiones temáticas propias. El primero de los tres episodios (titulado «Magic (or Something Less Assuring)«) se centra en un triángulo amoroso. Dos amigas viajan en taxi y una de ellas le cuenta a la otra, Meiko, la cita que acaba de tener con un hombre que le gustó. Mientras más detalles le da sobre el tipo, Meiko se va dando cuenta que le está hablando de su ex, con el que aún tiene una relación un tanto tormentosa tras una infidelidad de ella unos años atrás. No le dice nada pero cuando su amiga se baja se va a la casa del hombre a encararlo al respecto, generando una tensa situación que tendrá una resolución inesperada. El segundo episodio (titulado «Door Wide Open«) presenta a un alumno que, enojado por el éxito literario de un profesor universitario suyo que lo reprobó bruscamente tiempo atrás, planea una extravagante venganza al «mandarle» a una mujer –que es amante suya, casada y bastante mayor que él– con intenciones de manipularlo sexualmente de una manera inesperada. El asunto no sale como estaba planeado y, aquí también, las consecuencias serán bastante sorprendentes. El tercer episodio (titulado «Once Again») tiene una interesante premisa que sirve como marco: en un futuro cercano un virus entró a internet de un modo tal que obligó a todo el mundo a dejar de usarla y volver a las prácticas previas. Aquí lo que se narra es la visita de una mujer a su ciudad natal para un encuentro con viejos compañeros de colegio a los que dejó de ver hace veinte años. Al llegar a la estación para irse a Tokio se topa con una mujer y reconoce en ella a una compañera/amante de la escuela que no estuvo en la reunión. La mujer la invita a su casa y allí descubrirán, bueno, que las cosas no son exactamente lo que parecen. Más allá de sus diferentes historias y tramas específicas, los tres cortos de LA RUEDA DE LA FORTUNA Y LA FANTASIA proceden de una manera similar en cuanto a sus esquemas narrativos, con saltos amplios de tiempo internos (que a veces funcionan a modo de coda), giros que pertenecen al territorio de lo mágico/fantástico y una o dos escenas claves, centrales y extensas, en las que los temas principales se van descubriendo en conversaciones de a dos. Son azarosas historias de amor y desamor, de frustraciones, de venganzas, de dobles, de intentos de recuperar a personas queridas, de sensaciones compartidas con extraños y de sentimientos que no se van, más allá de que los personajes pretendan negarlos. Los personajes principales (siempre femeninos) pueden, de entrada, parecer algo fríos o demasiado egocéntricos pero, cuando se enfrentan a situaciones complicadas, empiezan a revelar fragilidades e intentos de encontrar dentro de sí recursos para empatizar con los otros. El tercer corto es el que mejor funciona: un cuentito perfecto de desencuentros y reencuentros con un cierre notable y muy emotivo. El primero es igualmente fascinante aún cuando algunas de las actitudes de la protagonista generen, por momentos, cierta exasperación. Y el segundo arranca muy bien, parece caer en un raro pozo narrativo pero tiene un inquietante cierre y una angustiante coda. Se trata de otro notable trabajo que sigue demostrando que el realizador de ASAKO I & II es uno de los realizadores más interesantes –ya no promisorios– de la actualidad.
Esta coproducción entre Suiza y la Argentina transcurre en Buenos Aires y alrededores en 1980 y se centra en un banquero de Ginebra que viene a reemplazar a su socio y a hacer negocios con empresarios, políticos y militares locales. Esta coproducción suizo-argentina tiene una premisa intrigante y una ejecución igualmente sugerente. Lo que cuenta es la historia de un banquero suizo que llega a la Argentina en 1980 para ocuparse de los negocios que el banco privado en el que trabaja tiene con políticos, militares, empresarios y hasta la curia local, quienes tienen sus dineros invertidos en cuentas basadas en Ginebra. Viene, también, a reemplazar al enviado anterior que, misteriosamente, desapareció sin dejar rastros. Es un viaje de presentación y también de descubrimiento. Es una elegante pesadilla que se desarrolla en salones refinados, restaurantes caros, casas de campo, salones privados y embajadas mientras afuera el país se está desangrando. AZOR (una palabra cuyo «significado» quedará claro más adelante) deja en evidencia ese choque de entrada, ya que en su primera escena vemos a Yvan De Wiel (Fabrizio Rongione) llegando a Buenos Aires con su esposa Ines (Stéphanie Cléau) en un auto de la Embajada de Suiza y viendo cómo se está deteniendo a una persona a pocos metros. La policía frena el tráfico mientras hace su «operativo» y cuando eso termina pide documentos a los del coche. Tras mencionar palabras como «Embajada de Suiza» y «turistas», los recién llegados pasan como si nada sucediera. Es la puerta de entrada a un mundo de lujos y negocios secretos, llamados telefónicos con cifras y reuniones privadas en salones frecuentados tanto por la oligarquía local como por los altos mandos militares. De a poco, De Wiel se va dando cuenta no solo de cierta tilinguería local respecto a Europa (todos parecen hablar francés) sino que se va enterando que su antecesor, René Keys, no solo era muy distinto a él en términos de personalidad y trato (a Yvan se lo ve tímido ante los poderosos) sino que probablemente estaba involucrado de una manera un tanto sospechosa con su clientela. Junto con su mujer, en tanto, se van reuniendo en distintas casas de la ciudad o en importantes caserones en el campo con familias adineradas que les van contando algunos secretos e historias personales, algunas de las cuales son un tanto «complicadas». Para ambos es un viaje a un lugar decadente lleno de ricachones y herederos que viven pendientes de una Europa idealizada. Y lo que deben aprender a hacer es a manejarse entre esos tiburones que buscan hacer negocios, sí, pero también imponer cierto control, demostrar quien es el que manda. Con elementos de «El corazón de las tinieblas«, la novela de Joseph Conrad (con Yvan como Charlie Marrow y René como el misterioso Kurtz), es claro también para Fontana que los suizos no son solo víctimas de un grupo de ambiciosos locales sino que son también parte del perverso juego económico y tan o más responsables al habilitar ese tipo de oscuras transacciones. Con un elenco de actores en su mayoría desconocidos cuya credibilidad no siempre es la mejor (se puede ver allí a Mariano Llinás, que colaboró en el guión, en un cameo, y al realizador Pablo Torre encarnando a un siniestro monseñor), AZOR logra de todos modos superar ese problema porque funciona en un universo enrarecido que lo habilita. En ese sentido la película, cuyas peripecias acumulativas y sugerente extrañeza formal hacen recordar al cine de Hugo Santiago y descendientes, opera con una atmósfera que parece arrancada del cine de autor europeo de los años ’70. Sus climas ominosos y sutilmente perturbadores dan la sensación al espectador de estar descendiendo por los círculos del infierno inventados por algún Dante porteño. Y la película, cinematográficamente hablando, va «oscureciendo» cada vez más las desventuras de Yves, no solo por lo nocturnas que se van volviendo sus actividades sino por lo que empieza a descubrir adentro suyo. A la vez AZOR –premiada y celebrada en varios festivales, además de figurar en varias listas internacionales como una de las mejores películas de 2021– también muestra cómo se puede contar una sociedad como la porteña (en especial la ricachona/aristocrática ya que aquí, salvo algunos militares, nadie parece haber cruzado jamás del otro lado de la avenida Rivadavia salvo para ir al campo) a partir de una mirada extranjera, una que ve cómo ciertas actividades y costumbres que asumimos como cotidianas tienen mucho de siniestro. Entre el drama y el thriller, entre el pasado y el presente, entre la experimentación formal y la tensión narrativa más clásica, la película de Fontana es una verdadera sorpresa dentro del panorama del cine hecho en la Argentina. Por un realizador extranjero, sí, pero con una innegable impronta local.
Esta biografía cuenta la historia de la célebre y peculiar esposa del reverendo Jim Bakker, interpretada por Jessica Chastain, premiada en el Festival de San Sebastián y fuerte candidata al Oscar a mejor actriz por su personificación de este curioso y contradictorio personaje. Hay algo muy complicado que resolver cuando se hace la biografía de un personaje al que muchos tranquilamente podrían calificar como ridículo. ¿Utiliza un director todo su tiempo para burlarse de él y dejarlo en evidencia? ¿Tiene sentido hacer una película sobre un personaje solo para maltratarlo? Michael Showalter seguramente sabía que se compraba un problema cuando decidió hacer la biopic de Tammy Faye Bakker, la esposa del reverendo Jim Bakker, un famoso televangelista que creció en popularidad y escándalos entre los años ’70 y ’80. Y trató de encontrarle la vuelta. Tammy Faye, interpretada por una camaleónica y por momentos irreconocible Jessica Chastain que viene encabezando la carrera por el Oscar a mejor actriz, era todo un personaje por derecho propio, una chica devota y religiosa pero también amante del dinero y los lujos, una carismática animadora y cantante (conducía con su marido algunos de sus programas de TV en canales religiosos) que podía usar los atuendos más chillones y todos los trucos posibles para recaudar dinero pero también una mujer solidaria y preocupada por lo que la iglesia tiende a llamar «las ovejas descarriadas». La película contará su vida desde pequeña –una escena de niña demuestra su rara mezcla de devoción y gusto por el show off— y el eje estará puesto en su relación con Jim Bakker (el muy activo Andrew Garfield), a quien descubre como un alma gemela, alguien que predica con un ojo puesto en llenarse el bolsillo. Buena parte del éxito de estos reverendos estuvo ligado a su rechazo de ciertas tradiciones de humildad, pobreza y recato de parte de la iglesia prefiriendo difundir la idea de que no había contradicción alguna entre la devoción religiosa y el gusto por el dinero. Y si sus fieles le daban un porcentaje de su dinero, mejor todavía. El crecimiento de Jim estuvo muy ligado a la popularidad de Tammy Faye, quien con sus marionetas conquistó primero al público infantil y luego, con sus canciones y su personalidad un tanto «colorida», hizo lo propio con los adultos. De a poco fue ganándose –o peleando por– un lugar en la mesa de los hombres que manejaban esa industria, algo casi imposible en esos círculos tan conservadores. Pero en paralelo su carrera empezó a enredarse a partir de los malos manejos comerciales de su marido, los excesivos gastos de la pareja y la forma un tanto ilícita en la que usaban los dineros de sus contribuyentes. A eso hay que sumarle que Bakker tenía una doble vida con amantes hombres y ella, un tanto cansada de su falta de atención, empezó a tener sus propios amantes. Y pronto ese escándalo se volvió público, sumándose a los turbios manejos de Jim. En resumen: así como subieron tenían que caer. Lo que Showalter hace para evitar que THE EYES OF TAMMY FAYE –inspirada en un documental del mismo título del 2000– se convierta en un circo un tanto ridículo de personajes absurdos con sus costumbres excesivas, es tratar de convertir a su protagonista en una suerte de figura feminista. Quizás sea un poco exagerado, pero a su manera la mujer se supo hacer un lugar en un universo cien por ciento masculino. El otro eje que permitiría conectar al espectador con Tammy Faye pasa por su manera más «inclusiva» de entender la religión. A diferencia de otros pastores que predicaban la versión más conservadora y tradicional del cristianismo, ella entendía que «Jesús ama a todos por igual» por lo que jamás rechazó a los homosexuales, llevó a su programa a personas con sida (en los años ’80 era algo rarísimo y, en un canal religioso, imposible) y tenía conversaciones sobre temas de sexo con su audiencia. Algo que no tardaría en enfrentarla con los «popes» del circo tele-evangelista, como el reverendo Jerry Falwell (Vincent D’Onofrio), que funciona como el verdadero villano de la historia. No le es sencillo a Showalter poder encontrar esa conexión con los hábitos más nobles de un personaje que –por inocencia, omisión o a sabiendas– fue parte de una dupla que se dedicó en buena medida a estafar a sus fieles para solventar sus excesivos gastos y comodidades. El director tiene decidido que la mujer fue también víctima de esos manejos turbios de dinero, pero es difícil hacer convivir eso con la idea de que ella estaba muy metida en la cocina del show religioso que montó con su marido. Y si el director de THEY CAME TOGETHER y THE BIG SICK logra que uno supere esa desconfianza inicial es porque Chastain hace esfuerzos casi sobrehumanos para que uno pueda entender qué pasaba por la cabeza de ese excéntrico personaje. No siempre lo logra –el personaje era tan negador, tan «cáscara pura», que es muy difícil saber realmente qué le pasaba por la cabeza–, pero al menos consigue que sus contradicciones sean tolerables para el espectador y no solo parte de un freak show religioso. La decisión de asumir que la heroína de la historia sea un personaje ambiguo y contradictorio es más que loable. Y si bien el film no es tan logrado como uno quisiera, abrazar la contradicción hasta las últimas consecuencias (ver, sino, el cierre de la película) es una idea no tan usual en el cine estadounidense del siglo XXI.
El nuevo film del director de «La roca» y «Armageddon» es un relato de acción constante centrado en dos hermanos, ladrones de bancos, que se escapan de la policía en una ambulancia. Con Jake Gyllenhaal. Aún no disponible en plataformas digitales. Hubo un tiempo –digamos, de mediados de la década del ’90 hasta alrededor del 2010– que el nombre de Michael Bay era sinónimo casi de «basura cinematográfica». El director de BAD BOYS, LA ROCA, ARMAGEDDON, PEARL HARBOUR y de la saga TRANSFORMERS era considerado algo así como el representante de todo lo que estaba mal con la industria de Hollywood: películas de acción rimbombantes y bastante tontas, montaje feroz y sin sentido en función de generar impacto a costa de cualquier tipo de credibilidad, films en los que las explosiones importaban más que los personajes. De a poco, sin embargo, algo empezó a cambiar. Por un lado, un sector de la crítica empezó a rescatar su obra como parte de lo que decidieron llamar «autores vulgares», expresión que se refiere a aquellos cineastas «comerciales» que tienen una clara marca autoral en todo lo que hacen aunque sus productos no sean los que habitualmente se celebran en el mercado. Las «marcas» del cine de Bay son la adrenalina pura, el movimiento constante, la comprensión del cine como impulso frenético que jamás se detiene. A uno puede gustarle o no lo que hace, pero una película suya se reconoce casi de inmediato. Son esas en las que la cámara no para de moverse nunca y raramente un plano se sostiene más de tres segundos. El otro factor –para mí, más importante– tiene que ver con el desembarco del MCU, el universo cinematográfico de Marvel. Es que las películas de esa empresa empezaron a ser tan dominantes, tan ampulosas y, sobre todo, tan digitales, que de golpe el cine de Bay se volvió terrenal, casi humano. Quizás no sea el caso de su saga TRANSFORMERS, pero el resto de sus películas empezaron a ser casi «tradicionales». A diferencia del cine de superhéroes –que son, fundamentalmente, películas de animación con algunos actores–, el cine de Bay uno puede sentir el impacto de la violencia, la aceleración de una persecución, el peso físico de los cuerpos y de los elementos. AMBULANCIA es Bay en estado puro, destilado hasta lo más básico y esencial. Es una película de un poco más de dos horas que, salvo por breves momentos, puede verse como una sola y constante persecución a través de las calles, avenidas, autopistas y acueductos de Los Angeles. Los personajes tienen las mínimas dimensiones indispensables que este tipo de films clase B requieren (salió 40 millones de dólares, muy rendidores si uno ve la película y lo compara con los 200 o más que sale una de Marvel), su historia es simple y básica, y su guión quizás no se caracterice por su originalidad, pero una vez que se pone en marcha procede con la furia de una topadora. Anteriormente muchos de nosotros (me incluyo) solíamos decir que películas armadas como «montaña rusas» eran casi el enemigo del buen cine. Y si bien esto no se ha modificado en términos generales, el paso del tiempo ha cambiado el foco. El entretenimiento masivo se ha vuelto tan digital e intercambiable, que uno puede sentir hasta nostalgia de esas simples pero efectivas atracciones de feria. Y AMBULANCIA es una de ellas. Una montaña rusa de esas viejas, las que al bajarse lo dejaban a uno dolorido en todos los huesos y con la sensación de haber estado en serio peligro. Aquí hay un par de hermanos que se unen a la fuerza para robar un banco. Danny Sharp (Jake Gyllenhaal) es un ladrón profesional, experto en el tema, heredero en ese sentido de su padre, un famoso ladrón de bancos. Pero su hermano adoptivo Will (Yahya Abdul-Mateen II) es un ex militar que no tiene nada que ver con ese mundo y que se ve forzado a unirse al robo porque necesita dinero para pagar una complicada operación de la que depende la vida de su esposa, con la que acaba de tener un bebé. En una película que empieza con un robo a lo FUEGO CONTRA FUEGO y de ahí se mueve a modelos narrativos más parecidos a los de Tony Scott (especialmente en films como IMPARABLE), el eje pasará por la fuga de ambos hermanos tras un asalto en el centro de Los Angeles que termina de manera caótica y con un policía herido. Los dos «tomarán prestada» la ambulancia del título y se llevarán de ahí al oficial en cuestión y a una paramédica, Cam (Eiza González), experta socorrista que atiende casos de urgencia en los lugares más peligrosos. Lanzados a la fuga y con lo que parece ser la mitad de los uniformados del estado de California detrás suyo (policía, FBI, comandos militares, autos, camiones, helicópteros, lo que sea), los hermanos Sharp tienen que tratar, a la vez, de escapar de la persecución intentando que el policía en cuestión no muera, ya que eso significaría su aniquilación inmediata. En el medio de la fuga, al tipo hay que operarlo (toda una hazaña, ya verán), encontrar lugares para escapar de la mirada policial y lidiar con las diferencias entre los hermanos. Danny es un criminal puro y duro al que no le importa dejar un tendal detrás suyo, pero Will quiere hacer el mínimo daño posible, aún cuando se da cuenta que el asunto ya no tiene vuelta atrás. Utilizando cámaras que se mueven a toda velocidad, drones que se cruzan entre sí, movimientos acrobáticos de todo tipo –de personas, de autos y hasta de las propias cámaras– y un ritmo intrépido de montaje que, por suerte, no confunde las nociones espaciales (tampoco es tan difícil, hay muchos autos persiguiendo y uno siendo perseguido), AMBULANCIA es una chase movie pura y dura que sostiene el interés durante gran parte de su duración. Sí, es cierto, el guión hace agua por varios lados, hay improbabilidades de todo tipo (¿a cuántos matan por salvar a uno?) y los personajes están delineados con tres trazos, pero la propia energía de la película (y de Gyllenhaal, en plan desaforado) nos lleva durante un buen tiempo a pasar por alto esos baches, de la misma manera que la ambulancia parece volar por la autopista aun en los momentos en que a los conductores se les da por pelearse entre sí dejando el volante casi de lado. Adaptada –con algunas diferencias– de la película danesa del mismo título, AMBULANCIA es un cine de acción y persecución que, a esta altura de los formatos narrativos, parece hasta clásico, old school, casi tradicional. Es muy impresionante que, frente a los diez o más minutos de créditos que tiene cualquier superproducción actual, todos los nombres de los que trabajaron en la película de Bay entran en poco más de dos minutos. A la vista, no hay diferencia alguna. De hecho, uno podría argumentar que esta es una película más espectacular que muchas de las de superhéroes, al menos en lo relacionado a la sensación que transmite de suceder en un lugar y en un tiempo concretos. Sí, me podrán decir que también acá hay muchísimos efectos digitales. Es cierto. Pero al menos están usados para agregarle credibilidad al asunto, no para quitársela. Parece mentira usar las palabras «Michael Bay» y «credibilidad» en un mismo párrafo, pero en función del cine que se hace en 2022 quizás sea una definición correcta.
Este doloroso drama, adaptado de un cuento de Haruki Murakami, se centra en la relación que se establece entre un hombre y la mujer encargada de conducir su auto. Funciones especiales en la Sala Lugones y estreno en MUBI el 1 de abril. Quien no conozca la historia de Haruki Murakami en la que se basa esta película podrá suponer, por sus tres horas de duración, que se trata de una de sus novelas. Pero no. Es un cuento de no más de 40 páginas que integra su colección «Hombres sin mujeres». En su segunda película de 2021 (la anterior, WHEEL OF FORTUNE AND FANTASY, compitió en Berlín, esta lo hizo en Cannes), el realizador Ryusuke Hamaguchi adapta, completa y reinventa el cuento del escritor japonés para narrar una historia de dolor, amistad y carreteras, un drama humano en el que las conversaciones en un auto juegan un papel definitivo, fundamental. La película recompone o reordena cronológicamente muchas de las historias que se narran verbalmente en el cuento. El protagonista es Yusuke (Hidetoshi Nishijima), un prestigioso actor y director de teatro que está casado hace ya muchos años con Oto (Reika Kirishima), que es guionista de televisión. La mujer tiene como hábito inventar historias para sus guiones después de tener sexo y él se ocupa de recordar lo que ella le cuenta, ya que Oto tiende a olvidarlas. Su matrimonio parece calmo, estable, pero pronto nos enteraremos de un par de cosas. Por un lado, que tuvieron una hija que murió siendo muy pequeña hace ya bastantes años. Y, por otro, que Oto tiene sus affaires amorosos, algo que Yusuke descubre –o acaso ya sabía– cuando se posterga su viaje en avión y vuelve inesperadamente a su casa. De todos modos, no dice nada. Yusuke tiene un modo un tanto inusual de armar sus obras teatrales, o al menos es algo que está haciendo ahora, en su adaptación de TIO VANIA de Anton Chekhov. El hombre elige actores de distintas nacionalidades y los hace hablar a cada uno en su idioma, usando subtítulos detrás del escenario. Y para practicar su papel como Vanya se lleva en su auto la voz grabada de su mujer en un casete interpretando los otros papeles y dejando en silencio el tiempo necesario para que Yusuke aprenda y practique el suyo mientras maneja. Porque si hay algo que le gusta hacer al hombre es manejar su antiguo Saab 900 rojo (no amarillo, como en el cuento) por las calles de Tokio repitiendo en voz alta parlamentos del clásico autor ruso. Pero un día todo cambia, bruscamente, cuando su esposa le dice que quiere hablar con él y, poco después, una secuencia compleja de hechos llevan a Yusuke a tener que rearmar su vida, prácticamente a empezar de nuevo. DRIVE MY CAR reencuentra al hombre dos años después, cuando viaja en su Saab a Hiroshima para montar allí su versión «multilingüística» de VANIA. Los que lo convocaron a hacerlo tienen, por un tema «del seguro», una condición inamovible para contratarlo: que utilice un chofer para ir y volver de su casa al teatro. El hombre en principio se opone porque ese es su espacio «sagrado», el que usa para practicar con el casete, algo que a esta altura ya significa otra cosa que el mero entrenamiento actoral. Pero no puede negarse al requisito y termina aceptando que le pongan a Misaki (Toko Miura), una conductora muy joven, reservada y con cara de pocos amigos que resulta ser muy buena en lo que hace. Pronto, Yusuke vuelve a recitar sus diálogos mientras la chica maneja. DRIVE MY CAR se centrará en las distintas relaciones que Yusuke va teniendo en Hiroshima mientras elige al elenco, ensaya la obra y se prepara para estrenarla. Con Misaki de a poco irán compartiendo historias y encontrando similitudes en sus pasados, pero también deberá lidiar con Takatsuki (Masaki Okada), un actor de TV que trabajó con su esposa y que se presentó al casting de la obra. Yusuke cree que fue uno de los amantes de Oto y quizás por eso lo elige para el papel de Vania, para ver si puede sonsacarle algo de todo eso. Y la otra relación –la que une a los tres protagonistas, cuatro si contamos a Oto– es la que tiene con el auto, ese hogar en movimiento en el que los personajes se sueltan y son más honestos que en otros ámbitos de sus vidas. DRIVE MY CAR va detallando las historias y las sensaciones por las que atraviesa Yusuke, un hombre golpeado que no logra volver a hacer pie, a reencontrarse consigo mismo, a curarse de ciertas heridas del pasado. Hamaguchi cuenta su historia o «comenta» sus sensaciones haciendo muchas veces paralelos con la obra de Chekhov que escucha o ensayan –es, quizás, el único cambio respecto al cuento que se siente un tanto forzado, por más que sea efectivo–, pero a la vez le aporta a la historia algunas ideas y personajes nuevos que la enriquecen. Una pareja coreana, integrada por el asistente/traductor de Yusuke y una actriz de la obra que es muda –en su obra multilingüe hay lugar también para el lenguaje de señas– acaso sea el agregado más interesante y emotivo. Una película serena y calma –al menos en las apariencias– como lo es también el cuento, DRIVE MY CAR va profundizando en el drama de sus protagonistas, haciendo que sus desencuentros iniciales vayan dando paso a entendimientos y confesiones, casi todos ellos en el marco del auto rojo, de las rutas y el invierno. La rispidez y desconfianza iniciales que Yusuke tiene ante casi todo y todos se van aflojando, con el consecuente dolor que muchas veces trae aparejado abrirse al mundo y a los demás, algo que también se va reflejando formalmente en su obra teatral. No es el único que tiene una historia difícil y, al conectar con los otros, lo que queda a la vista es que el sufrimiento puede soportarse mejor si se comparte. Y esto mismo corre para Misaki, cuyo viaje personal tiene bastantes puntos en común con el de Yusuke. Las tres horas pasan velozmente ya que es imposible despegarse de los vaivenes de la historia y de los personajes. Hamaguchi –que nos tiene acostumbrados a escenas con diálogos largos y a extensiones de películas no habituales empezando por las más de cinco horas de HAPPY HOUR— es un realizador ideal para adaptar el mundo de Murakami ya que los dos parecen trabajar sobre temáticas similares. El coreano Lee Chang-dong, hace unos años, en BURNING, llevaba todo a un terreno más misterioso y enigmático, que es otra de las características de la obra del escritor japonés. Su compatriota, en cambio, deja eso de lado y prefiere profundizar más directamente en los sentimientos, la mezcla de emociones y las relaciones entre los personajes. Y su película logra ser bella y dolorosa a la vez, pacífica en las formas pero turbulenta en las historias que cuenta y en las sensaciones que atraviesan sus protagonistas. Uno de los grandes títulos de 2021.
Los realizadores de «El hombre de al lado» dirigen a Penélope Cruz, Antonio Banderas y Oscar Martínez en una comedia que satiriza el mundo del cine de autor y los egos de todos los involucrados en él. Hay un mecanismo que es integral a la obra de Mariano Cohn y Gastón Duprat. Sus películas –escritas usualmente por Andrés Duprat, hermano del segundo– presentan choques de opuestos: políticos, ideológicos, económicos, sociales, lo que sea. Dentro de ese esquema, uno de sus ejes favoritos es el mundo artístico. En sus películas se las han tomado con escritores, pintores, arquitectos. Y la oposición casi siempre está presentada de similar manera: pretensiosos versus populares, intelectuales versus «mercachifles» y, en ciertos casos, los que creen que están haciendo algo importante y fundamental para cambiar el mundo y los que piensan en ser accesibles y cobrar un buen cheque como resultado de su trabajo. No hay favoritismos en sus películas: ambos contendientes suelen ser egoístas, despreciables y sin importar cuáles sean sus posturas públicas, lo que los moviliza es su ego desmedido. ¿Y qué mejor punchline para esa feria de vanidades que ir al mundo del cine? Especialmente, el cine arte, de autor, el que se considerar «importante». COMPETENCIA OFICIAL es una mirada que intenta ser mordaz sobre los descontrolados narcisismos de la industria cinematográfica. Y acá las víctimas/victimarios son directores, productores, pero sobre todo los actores, los más claramente identificados con esas características aunque claramente no los únicos. En una película rodada en lo que parece ser una enorme y única locación –en la ficción es una fundación vacía utilizada como sala de ensayo–, y con poquísimos actores además de los tres protagonistas (imaginamos que la pandemia tuvo que ver con esto), lo nuevo de Cohn y Duprat enfrenta a dos actores, ambos divos a su manera, que le dan cuerpo y alma a las oposiciones antes mencionadas. Y a los que, por primera vez, les toca actuar juntos. Iván Torres (Oscar Martínez) es un «maestro de actores» prestigioso e intelectual, que dice despreciar todo el universo del estrellato y la masividad que da el cine, y que se toma muy (demasiado) en serio a sí mismo. Félix Rivero (Antonio Banderas) es todo lo contrario: triunfador en Hollywood, amado por el público pero despreciado por la crítica, con millones de seguidores en redes sociales y casi todos los clichés de este tipo de celebridades. En algún punto, la imagen de cada personaje no es tan distinta a la que existe en la imaginación de la gente respecto a los actores que los interpretan. Pero aquí aparece un personaje que se ubica en el medio entre ambos, una suerte de titiritera cuyo método de trabajo consistirá en explotar esas diferencias. Es Lola Cuevas (Penélope Cruz), una cineasta a la que se podría definir como excéntrica y personal (cualquier similitud con Lucrecia Martel quizás no sea casualidad) y que los une para adaptar una famosa novela escrita por un Premio Nobel que un millonario de la industria farmacéutica con ansias de cambiar su imagen pública (el correlato con la vida real es también obvio, al punto que hasta su mano derecha se llama Matías) compró, sin haber leído, para producir. La película consistirá en los ensayos de ese otro film, el que harán en breve y que se centra en una lucha entre hermanos en apariencia muy distintos entre sí y que se llama, caray, Rivalidad. A partir de una serie de ejercicios, Cuevas irá llevando a los actores a extremos impensados, generando una competencia feroz entre ambos por lucirse y por humillar al otro. A su vez, la realizadora está en su propio ego-trip, generando enigmáticas pruebas que intentan agregarle otra capa de sentido a la película. Con ella, COMPETENCIA OFICIAL intentará parodiar ciertos excesos del cine de autor que los realizadores consideran como caprichos incomprensibles, gestos a los que se le imponen sentido porque en el fondo no los tienen. Cohn-Duprat imitarán a esas películas, paródicamente, desde la puesta en escena. Planos excesivamente largos buscando un efecto cómico ligado a su extensión, otros –como el que abre y cierra la película– armados casi como una broma para críticos que buscan interpretar «qué es lo que quiso decir» y frases que suenan como grandes verdades pero en el fondo no tienen demasiado sentido más que para la propia cineasta. Mientras tanto, el match actoral entre Martínez y Banderas correrá por carriles más convencionales: uno es un actor «del Método» y mete sus experiencias vitales en el personaje mientras que el otro prefiere aprender solo el guión y «actuar»; uno tiene varias novias, un valet personal y muchos requerimientos específicos mientras que el otro dice que quiere cobrar lo mínimo, viajar en el vuelo más barato y asegura que de ningún modo irá a la ceremonia del Oscar si es que le toca ganarlo. Ninguno, en el fondo, dice la verdad. Quizás porque la película toca demasiado cerca el propio mundo al que pertenecen los realizadores y los tres actores, COMPETENCIA OFICIAL termina siendo la más liviana, tolerable y casi inofensiva de las películas de los directores de EL CIUDADANO ILUSTRE. Hay una malicia generalizada que es a la vez algo tontuela, más propia de una obra teatral de la calle Corrientes que de una película supuestamente ácida o controvertida. Ese ha sido siempre uno de los problemas del cine de Cohn-Duprat: se burlan de todo el mundo desde una supuesta altura que su propio material jamás alcanza. Los Coen, por citar una dupla con puntos en común con la argentina, operan a veces desde similar cinismo pero lo hacen con una elegancia y creatividad que raramente alcanzan los directores de este film. Por momentos COMPETENCIA OFICIAL es disfrutable como un pasatiempo menor, viendo a tres famosos actores burlándose un poco de sí mismos, de los clichés del mundo en el que viven y trabajan, y riéndose con algunas bromas simples y efectivas que les toca interpretar. Cuando el film se torna más grave o intenta ponerse un poco más serio, se le notan sus limitaciones, lo esquemático de su planteo y de a poco va cayendo en la misma banalidad a la que supone estar criticando.
Esta oscura y atrapante versión de la saga de Bruce Wayne toma las características del policial negro para mostrar a Batman investigando una serie de crímenes que tienen lugar en Gotham City. Con Robert Pattinson, Zoë Kravitz, Jeffrey Wright, John Turturro, Andy Serkis, Paul Dano y Colin Farrell. El más oscuro, traumado e introspectivo de los ¿super?-héroes tiene una película hecha a su medida en THE BATMAN, la lectura de Matt Reeves de este clásico personaje de DC Cómics. Un combo en tono de film noir que abreva en las películas de detectives, en los thrillers de asesinos seriales y en el cine de intriga política de los años ‘70, la nueva saga de aventuras del mítico vengador nocturno se despega bastante de lo que se viene practicando en las adaptaciones de personajes clásicos de cómics al cine para optar por un registro grave y adusto, tan severo como violento. El film de Reeves es opresivo y perturbador aún si se lo compara con las anteriores adaptaciones al cine de este mismo personaje, incluyendo las de Christopher Nolan. Con una iluminación permanente de club nocturno –el sol nunca alcanza a salir y hasta los interiores de los departamentos parecen tener un problema de tensión lumínica–, THE BATMAN traza el recorrido del joven Bruce Wayne de vengador a héroe, de violento justiciero urbano a algo así como un reacio salvador de Gotham City, una ciudad podrida desde sus cimientos en la que no parece haber esperanza alguna. Con sus tres horas de duración –que son excesivas en función de los giros de la historia pero jamás pesan en cuanto a su ritmo narrativo–, la película del director de LET ME IN puede ser sombría y amarga pero casi nunca es solemne. Al contrario. Reeves es un director que no se enamora de su estética sino que la utiliza en función de las necesidades y de la lógica de su protagonista, un tipo solitario y traumado que Robert Pattinson interpreta –en los pocos momentos en los que está sin su traje– como una suerte de depresiva estrella de rock, una mezcla de Trent Reznor y Kurt Cobain, comparación que el tono de la película y su música (“Something in the Way”, de Nirvana, y sus variantes) acrecientan. Es Batman como un emo treintañero, alguien que todavía tiene que hacer la transición entre el adolescente enojado y el adulto capaz de utilizar toda esa furia para fines un tanto más nobles. Es una película pesadillesca y personal, que raramente utiliza los efectos y efectismos del cine de superhéroes a la usanza –no hay eternas secuencias de acción, ni un guión verborrágico plagado de bromas y referencias a otros films– y que se mantiene lo más cerca posible al realismo que este tipo de universos permite. Gotham es una ciudad corrupta y en bancarrota, con una historia y un presente plagados de manejos turbios. En ella, Bruce Wayne en su versión enmascarada funciona primero como una siniestra criatura que aparece entre las sombras para lidiar con el crimen callejero de una manera más voluntarista y vengativa que otra cosa. Es Batman como Travis Bickle o Harry el Sucio, alguien que cree que puede “limpiar la ciudad” a razón de un elemento criminal por vez. Y a través de la trama detectivesca que lo irá involucrando se dará cuenta que el “elemento criminal” verdaderamente peligroso está en otro lado, mucho más arriba en la escala social. THE BATMAN es una película de ritmo pausado pero propulsivo, de esas que avanzan sin prisas pero que tampoco se regodean en su grandilocuencia. De entrada, Reeves habilita un eje narrativo que corre junto a las vengativas desventuras nocturnas del protagonista, ya que hay una serie de crímenes políticos cometidos por un sujeto misterioso que deja raras adivinanzas al lado de sus víctimas dirigidas al mismísimo vigilante enmascarado. Así, de a poco, la película va acercándose al estilo de PECADOS CAPITALES o ZODIACO, referencias evidentes de su estructura en etapas. El criminal (ya todos saben que es The Riddler o El Acertijo) va ajusticiando, en la semana previa a las elecciones locales y de perversas y hasta sádicas maneras, a distintos personajes del mundo de la política, la mafia o la justicia. Y Batman, con la ayuda de su ladero Alfred (Andy Serkis) y su hombre de confianza en la policía, el Detective Gordon (Jeffrey Wright), va tratando de descifrar sus juegos de palabras (que no son muy elaborados que digamos y que los subtítulos al castellano no le hacen justicia) para descubrir sus motivos mientras intenta a la vez entender su obsesión por hacerlo partícipe, de alguna u otra manera, a él. De a poco la película adquirirá otra dimensión, algo que su extensión le permitirá. Al ingresar más y más en la oscura historia de la ciudad y en su corrupto sistema político, THE BATMAN irá conectando con el clásico relato policíaco duro (Reeves debe haber revisado buena parte de la filmografía de Fritz Lang dentro del género, además de películas como BARRIO CHINO), de esos que utilizan los recursos del género para adentrarse en un sistema podrido desde sus raíces. La película incorporará entre sus personajes a un mafioso dueño de un club nocturno (John Turturro, con Colin Farrell como su “mano derecha” haciendo un personaje que ya todos saben cuál es) en el que, además de comercializarse una misteriosa droga en forma de gotas, los hombres fuertes de la política local van a pasar sus noches y manejar sus negocios turbios. Allí Batman conocerá a Selina Kyle (Zoë Kravitz), una chica que trabaja allí y que tiene su propia vendetta entre manos. Entre ellos habrá una conexión que pasará por sus intereses en común y por algunas costumbres privadas que empiezan por su gusto por los raros vestuarios y su relación un tanto curiosa con algunos animalitos. Y si bien Bruce Wayne quizás sea el personaje más prototípicamente traumado de la cultura pop –por si no lo recuerdan, mataron a sus padres delante suyo cuando era niño, algo que por suerte el film no vuelve a repasar–, Reeves usa ese móvil de un modo proactivo, incorporándolo a la trama de la película de una manera lógica, hasta natural. A diferencia de JOKER –película con la que comparte varias cosas, incluyendo las referencias al cine de los ‘70– el realizador aquí no se regodea en los desórdenes mentales de sus protagonistas para armar con eso un freak-show. Lo que hace es trasladar esa perturbación psicológica a la estética de la propia película, oscureciendo todos sus márgenes, dándole a sus locaciones una atmósfera pesadillesca y convirtiendo a sus edificios en verdaderos ejemplares de arquitectura gótica. Quizás THE BATMAN no sea el éxito que sus productores esperan. Su densidad es por momentos angustiante, su compleja trama de corrupción política no es sencilla y el director de las dos últimas películas de la saga EL PLANETA DE LOS SIMIOS elige armar sus secuencias más fuertes (las famosas set pieces) más a partir del suspenso que desde los formatos de acción prototípicos del cine de superhéroes del siglo XXI. Sí, son tres horas de película pero el hombre jamás cae en esos eternos combates de videojuego tan usados por sus pares. Nada de eso. Acá todo eso se va en una trama que, sí, podría ser un tanto más sucinta y económica, pero que se mantiene dentro de una lógica y una plausibilidad que jamás tienen (ni buscan, en muchos casos) otros films del subgénero. Es un riesgo comercial, de eso no hay dudas, pero al verla es claro que se trata de esa película adulta que todos sabíamos que el universo DC merecía. Y si algún personaje podía dársela (o volver a dársela, ya que EL CABALLERO DE LA NOCHE también lo es) ese era Batman. Un párrafo aparte merece el costado o la lectura política que se pueda hacer del film. Son tiempos en los que un personaje como Bruce Wayne y su alter-ego Batman –un millonario que se siente fuera del sistema y un vengador asqueado de la corrupción que lo rodea– puede bordear con cierto cinismo conspirativo que hoy es el motor de algunos sectores sociales. Pero el guión de Reeves y Peter Craig logra circunvalar bastante bien ese problema poniendo a la figura de Riddler (Paul Dano) como un representante de esa caótica forma de entender la acción política. No sé si el guión –que transcurre a lo largo de una semana electoral– fue modificado en función de los violentos eventos que tuvieron lugar en el Congreso estadounidense a principios de 2021, pero es inevitable ver en este BATMAN una metáfora de lo que sucede hoy en los Estados Unidos y también en el resto del mundo. Y el “viaje del héroe” que hace aquí el protagonista va claramente por ese lado, por recorrer un camino que lo saque de esa mentalidad vengativa y nihilista del principio y lo transforme en alguien capaz de darse cuenta de que, al final del más tenebroso de los túneles, se asoma una mínima luz de esperanza.
Esta coproducción italiano-argentina se divide en dos partes mientras sigue las desventuras de un hombre alcohólico, enamorado de una mujer comprometida con un príncipe, que debe huir a la Argentina a fines del siglo XIX. Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis, dos cineastas italianos que vienen ya hace una década forjándose una carrera y un estilo a partir de cortos y largos –como BELVA NERA e IL SOLENGO— que funcionan en una zona equidistante entre el documental y las leyendas campesinas de las afueras de Roma, debutan en el largo con RE GRANCHIO (titulada aquí LA LEYENDA DEL REY CANGREJO), una película que parte de similares inspiraciones pero se corre más decididamente hacia la ficción. Y los resultados son notables, reveladores, la aparición de una voz (dos, en realidad) que parece conectar tradiciones del cine italiano del pasado y el presente con otra línea estética más cercana al cine independiente argentino de antes y de ahora. ¿Cuál es la conexión de REY CANGREJO con la Argentina? Muchas. La película no solo transcurre aquí durante su segunda mitad sino que es coproducida por dos compañías locales. Y Alessio, uno de los directores, de hecho vive aquí hace ya muchos años y ha trabajado en distintos roles en muchas películas argentinas relativamente recientes. Cuando el film deposite a su extravagante protagonista en la helada Tierra del Fuego notaremos que estamos ante algo parecido a una versión italiana de JAUJA, con la que incluso comparte sonidista (Catriel Vildosola), entre otros miembros del equipo. Pero para llegar a eso pasan muchas cosas antes. RE GRANCHIO comienza, como los anteriores films de la dupla, con un grupo de veteranos del pueblo contando historias en una reunión que tiene lugar en la actualidad. Y pronto la película viaja hacía una de estas historias, comienza a narrarla. Es la saga de Luciano, el hijo del doctor del pueblo, un hombre alcohólico que, en la zona de Vejano (en la provincia de Viterbo, a solo una hora de Roma) era una suerte de paria de un en lugar dividido entre ricos y pobres, príncipes y «contadini». La leyenda dice que Luciano (Gabriele Silli, un artista visual y actor no profesional) era «un noble, un santo», alguien convertido en un mito por un terrible hecho en el que se vio involucrado y uno de los pocos rebeldes dispuestos a oponerse al amo y señor del pueblo. Y la película lo muestra, botella en mano, sucio, barbudo y desgarbado, tratando de entrar por la fuerza al cerrado palacio del príncipe e incomodando a todos con su harapienta presencia y su verba cuasi revolucionaria. Hay, sin embargo, algo que le genera algún tipo de inspiración: su nombre es Emma (Maria Alexandra Lungu, actriz de LAS MARAVILLAS, de Alice Rohrwacher, cineasta con cuyas películas REY CANGREJO claramente dialoga), una mujer que lo conoce desde chico y que lo quiere, más allá de las habladurías (se dice que estuvo en un manicomio en Roma) y de que no quede del todo clara la naturaleza de la relación. La conexión entre ambos le da a la película –que podría describirse como un film de aventuras y hasta una especie de mitológico western– las características de una historia de amor dulce y trágica, además de un núcleo emocional potente que se sostiene hasta el final. En un estilo que recuerda al de algunas películas de Pasolini (y con paisajes y situaciones que traen a la memoria el cine de autores italianos de los años ’70, de Ermanno Olmi a los Taviani), la película incluye una larga serie de canciones tradicionales y un uso del color y del zoom muy cercanos al cine de los ’70 (no sería exagerado compararlo con el cine de Leonardo Favio de la época, centrado también en cuentos y mitos populares). La leyenda de este «non sancto» bebedor crecerá cuando Luciano, en la celebración del San Orso y con intención de recuperar a su amada prometida familiarmente al príncipe, tome una decisión un tanto arriesgada que tiene resultados terribles y que lo llevará a exiliarse. Así concluirá la primera parte de un film dividido claramente en dos. La otra recuperará al protagonista del otro lado del planeta (de hecho, el episodio se llama «In culo al mondo«, innecesario traducirlo), en medio de la Tierra del Fuego, con otro nombre y a la búsqueda de un tesoro lleno de oro al que, aparentemente, solo se puede llegar guiado por los siempre extraños movimientos de un cangrejo. En un escenario muy diferente al anterior pero con personajes con algunas características similares, Luciano (que ahora es, o dice ser, el Sacerdote Antonio de la orden salesiana) se irá perdiendo más y más en la Patagonia más profunda, lidiando con otros exploradores y buscadores de oro (incluyendo a sus propios colaboradores) en busca del mismo botín. Y de algunas maneras misteriosas –en medio de la apabullante pero peligrosa belleza del lugar– una historia hará eco con la otra. Leyenda italiana de príncipes, doncellas y borrachos, western patagónico con aires herzoguianos con marineros, mercenarios y tesoros escondidos, RE GRANCHIO es cine en estado puro, salvaje, lleno de los mismos sueños románticos y las ambiciones épicas de su alcohólico protagonista. Es, también, una película que trabaja sobre géneros y homenajea estilos reconocidos pero que no lo hace como ejercicio de estilo sino como fuente de inspiración, tomándolos como bases desde las que fundar una nueva y personal poética cinematográfica. ‘El cangrejo nos marca el camino. Es por ahí«, dice el protagonista en un momento a los que lo acompañan en esa desatinada búsqueda de un tesoro imposible. Y bien podría estar hablando de la propia película que, como el cangrejo en cuestión, no va hacia adelante ni tampoco hacia atrás sino un poco para todos lados, abarcando distintos universos y tradiciones cinematográficas en su enredado y ambicioso recorrido en el que están presentes el pasado, el presente y también el futuro del cine.
La nueva película del actor/director británico, fuerte candidata a estar en la pelea por los premios Oscar, repasa su infancia en Irlanda del Norte, en medio de la creciente violencia entre protestantes y católicos. Con Jude Hill, Caitríona Balfe, Jamie Dornan, Ciarán Hinds y Judi Dench. Podemos empezar a hablar del «efecto ROMA» para referirnos a películas como BELFAST y a todas aquellas en las que un realizador retorna a las anécdotas de una infancia rodeada de cariño y seres queridos pero en circunstancias políticas complicadas. Es cierto que la de Alfonso Cuarón está lejos de ser la primera película en la que un cineasta hace una crónica cinematográfica de su propio coming of age (podemos ir atrás en el tiempo hasta AMARCORD o a la propia LOS 400 GOLPES, entre muchas otras), pero varios de los elementos específicos que aparecen en el film mexicano se reiteran aquí: el blanco y negro, el carácter episódico, la época, el contexto político violento y el eje en el potencial desgarro familiar implícito en toda esta desventura. Y sí, también un nombre que hace referencia a un lugar específico. BELFAST es, siguiendo esa comparación, la versión light de ROMA, la película para televisión, una que mantiene una similar apariencia formal pero que luego se descubre como mucho más vacía, limitada, pasajera, genérica. Es un recuerdo cariñoso y hasta amable pero muy despolitizado, algo que es entendible en función de que se narra a partir de los recuerdos de un niño de nueve años –un alter-ego del propio Kenneth– que atraviesa la creciente violencia que se vive en el lugar, pero al que quizás le falta la perspectiva que le da el tiempo y los personajes adultos. El film es una colección de observaciones de la vida de Buddy (Jude Hill) en la capital de Irlanda del Norte, musicalizada con canciones de Van Morrison (no siempre correspondientes a la época en la que transcurre la acción: hay temas como «Days Like This» que es de 1995) y que empiezan cuando la vida aparentemente apacible del chico y de su familia (hermano mayor y madre, su padre trabaja buena parte del tiempo en Inglaterra) se quiebra con el shock de un violento ataque de grupos protestantes a las casas de las familias católicas de su barrio. Su familia es protestante y queda en medio de una situación tensa y complicada, ya que es fuerte la presión que reciben para cortar con los católicos, que eran por lo general separatistas del Reino Unido frente a los «unionistas», en su mayoría protestantes. Branagh no entra mucho en el análisis político –para los que no conocen demasiado de «los problemas» en Irlanda del Norte, siempre es bueno tener a mano algo de info previa— ya que Buddy tampoco tiene idea qué está pasando y dice que a veces preferiría ser católico solo para ser perdonado de todo en el confesionario. El chico está más preocupado por jugar al fútbol en la calle, lograr que le preste atención una compañerita del colegio, ir al cine a ver los estrenos populares o pasar el tiempo con sus abuelos (Judi Dench y Ciarán Hinds) o su simpática y coqueta madre (Caitríona Balfe, la protagonista de OUTLANDER). Y cada vez que su padre (Jamie Dornan) regresa de Inglaterra, tratan de hacer actividades juntos, aunque últimamente a ambos se los ve preocupados por la creciente tensión que se vive en la ciudad… y entre ellos. Al tratarse de una película episódica cuyo hilo narrativo central pasa por la decisión que la familia debe tomar respecto a quedarse o no viviendo en Belfast por lo complicado de la situación, uno podría suponer que Branagh armó su film buscando un tono melancólico o bien observacional, en el que lo fuerte pasara por cierto registro poético, desde lo visual al menos, de esas experiencias. Pero no. Más allá de un contrastado blanco y negro que se ve bastante digital, el actor/director narra su film de una manera entre mecánica y torpe (drones, cortes permanentes, ángulos de cámara insólitos), con los actos de violencia filmados como si fuera un mediocre thriller de acción y muchas caracterizaciones desprovistas de cualquier gracia o personalidad. A BELFAST la empujan el entusiasmo del niño, que se da cuenta que algo grave pasa pero sigue metido en sus cosas y, especialmente, la lucha de su madre por mantener la calma ante una situación que le explota por los cuatro costados. Es que, además de la creciente violencia política, «Ma» (el chico la llama así y nunca se le conoce el nombre) lidia con la salud de su propio padre, que está cada vez más enfermo, y con un marido («Pa», también) cuya ausencia permanente la hace responsable de mantener al núcleo familiar entero en medio del caos. Y a veces sola no puede, especialmente cuando algunas «malas influencias» empiezan a rodear al niño. Pero raramente la película emociona o toca fibras personales que no se parezcan a esas que se vieron en decenas de otras películas de similar subgénero. Pese a la particularidad del caso y de la locación elegida, Branagh no puede evitar que las complicaciones de la vida de Buddy se sientan genéricas, casi del manual del coming-of-age. No hay en ningún momento detalles específicos –en lo que respecta a sus vivencias– que le den una carnadura real a la historia. Son «los problemas» de Irlanda del Norte, pero si una cambia las canciones de Van Morrison por las de otro artista y modifica un par de cosas bien podría ser cualquier otro lugar. Quizás donde más se siente la conexión personal con lo que, en definitiva, es su propia historia, es en la pasión que Buddy tiene por el cine y el teatro. Las imágenes de las películas que ven aparecen en color –cuando son en color, no en THE MAN WHO SHOT LIBERTY VALANCE, de John Ford, que es en blanco y negro– y lo mismo pasa cuando va al teatro por primera vez y sale entusiasmadísimo. Y el chico habita esos momentos de una manera muy sentida, a tal punto que Branagh –partiendo de la mirada subjetiva del pequeño Buddy– musicaliza una tensa situación callejera con música de western. Lo ayuda, claro, que generalmente está acompañado por Dench y Hinds, cuyos rostros tienen más historia que sus personajes. Son criaturas dibujadas con trazos bastante gruesos (abuelos de publicidad de galletitas), pero el peso propio de los actores les da una gravedad que no tienen en el papel. Ganadora del Premio del Público del Festival de Toronto –galardón que suele coincidir con fuertes candidatas al Oscar, películas que no necesariamente son las mejores del año sino las que funcionan mejor con los espectadores–, BELFAST es un film demasiado limitado para sus ambiciones, demasiado esquemático para funcionar como una memoir personal. Su problema no pasa necesariamente por no querer ensuciarse en las más complicadas arenas políticas de la historia –si bien su punto de vista no solo se limita al del niño, la perspectiva es la suya– sino porque su acto de nostalgia y de homenaje a la resiliencia de los habitantes de una ciudad en su etapa más complicada raramente se escapa del efectismo del acto escolar, del folleto turístico actual que reconoce que, décadas atrás, las cosas no estaban tan bien como ahora, pero «supimos salir adelante». No hace falta que el niño entienda que las cosas eran un poco más complejas de lo que se muestran acá, pero el Branagh adulto debería hacerse cargo de lo que cuenta. La perspectiva que le da el tiempo (la película abre y cierra con imágenes de la coqueta Belfast de hoy) agranda su desconexión con la realidad.