Tras su estreno mundial en el Festival de Mar del Plata 2019 y luego de un largo recorrido por distintas muestras nacionales e internacionales (SANFIC, Málaga, Gramado) llega a cuatro salas cordobesas este valioso nuevo trabajo del director de El día trajo la oscuridad. Tras incursionar en el cine de vampiros con El día trajo la oscuridad (2014), en la comedia con El padre de mis hijos (2018) y en el drama carcelario con elementos políticos con Unidad XV (2018), Martín Desalvo continúa indagando en los géneros con El silencio del cazador, un tenso, espeso e inquietante thriller con estructura y aires de western. Ismael Guzmán (Pablo Echarri) es guardaparques en una selva misionera cada vez más amenazada por la deforestación. Pese a la prohibición existente de ingresar en el monte para la caza, son varios los que suelen incumplirla. Uno de ellos es Orlando “El Polaco” Venneck (Alberto Ammann), un terrateniente de una de las familias tradicionales de colonos de la zona acostumbrado a la impunidad de los poderosos. Hay algo más que enfrenta a Ismael -que está próximo a reemplazar a su jefe, Agosto (César Bordón), en la supervisión de ese destacamento y es impiadoso con los cazadores furtivos- y El Polaco; y es, claro, una mujer: Sara Voguel (Mora Recalde), una médica rural que trabaja en la clínica local pero también recorre cada una de las necesitadas comunidades de los pueblos orignarios, que supo ser la novia juvenil del Polaco y que hoy es la pareja de Ismael. Todo servido, entonces, para un crescendo de tensión que Desalvo va construyendo con absoluto dominio de los elementos y una puesta en escena virtuosa pero jamás ostentosa. El contexto social, las diferencias de clase, el machismo predominante, la descontención (explotación) de mujeres y niños, así como la violencia latente (y que no tardará en explotar) que se percibe a toda hora y en todo lugar en la zona son algunos de los aspectos que aborda y desarrolla El silencio del cazador (como dato de color el film tiene varios elementos en común con la reciente Al acecho, de Francisco D'Eufemia, con Rodrigo de la Serna). Aunque por momentos los actores deben luchar contra unos acentos que lucen demasiado forzados, esa complicación no conspira contra el resultado final en términos dramáticos ni mucho menos visuales (excelente aporte del DF Nicolás Trovato). El guion de Francisco Javier Kosterlitz no será particularmente sorprendente, pero es impecable. Cada personaje secundario (incluidos Sordo, un niño de la comunidad indígena interpretado por Thiago Morinigio, y Simone, una empleada doméstica encarnada por María Mercedes Burgos) tiene su aporte decisivo a la trama, aunque el eje -por supuesto- está puesto en el enfrentamiento entre el héroe torturado (Ismael) y un antagonista cruel y despiadado (El Polaco), pero que jamás cae en el estereotipo ni la exageración. Un western contemporáneo que funciona a la perfección.
Años '90. Un matrimonio y sus cuatro hijos viajan para pasar unas vacaciones en Mar del Plata. Lola (Umbra Colombo) y Ricardo (Beto Bernuez) son profesionales, tienen proyectos laborales, pero hay algo que ya no funciona en la pareja. Las contradicciones entre ambos adultos no tardan en aparecer, la insatisfacción y el malestar de ella es creciente y cada vez parece estar más disociada de esa dinámica familiar durante un verano en un balneario. Los miedos, la angustia, la sensación íntima de que bien podría tratarse de una despedida son evidentes. Inspirado libremente en la historia de su propia madre, este primer largometraje de Sabrina Moreno se sustenta en la creación de climas y estados de ánimo en muchos casos melancólicos (la presencia del mar en ese sentido está reforzada a cada instante) y en las actuaciones, en especial la de Colombo, que logra transmitir su complejo y doloroso proceso introspectivo. Austera y minimalista, con una duración que apenas supera la hora, Azul el mar incursiona en terrenos que podrán no ser demasiado novedosos en el universo del nuevo cine argentino pero lo hace con convicción, elegancia, recato y sensibilidad. No se trata de un mérito menor para una ópera prima argentina.
No es un spoiler indicar que esta segunda película de Moroco Colman tras la notable Fin de semana reconstruye la historia real de Marcelo Mario Sajen, más conocido como "el violador serial" de la ciudad de Córdoba. De hecho, una placa inicial indica que durante casi dos décadas (entre 1985 y 2004), Sajen abusó de 93 mujeres, aunque más allá de esos casos denunciados y comprobados, sus víctimas podrían multiplicarse por dos y hasta por tres. El principal problema de La noche más larga es que en poco más de 60 minutos netos (sin contar los créditos finales) intenta exponer el modus operandi del protagonista (Daniel Aráoz), su doble vida familiar, la cobertura periodística del caso, las reacciones íntimas de las víctimas y la fuerte reacción popular que puso en jaque al gobierno provincial que por entonces ejercía José Manuel de la Sota. Este híbrido entre el documental, el thriller, el terror sádico y la exploración de la mente de un psicópata perverso (en la línea de Henry, retrato de un asesino , de John McNaughton) no alcanza a profundizar demasiado en ninguna de las aristas de un personaje tenebroso y le cuesta -más allá de sus hallazgos en materia visual- encontrar su eje y su rumbo. Es interesante la apuesta por reivindicar la sororidad en tiempos en que los políticos parecían estar ajenos a los reclamos del movimiento de mujeres, así como la conexión final con las marchas del Ni Una Menos, pero en el terreno puro de la ficción La noche más larga resulta demasiado esquemática, derivativa y superficial.
Una de las tantas víctimas de este jueves infame para la distribución y exhibición de cine argentino es El cadáver insepulto, una gratísima sorpresa de género que pendula con seguridad entre el thriller psicológico, la exploración de los códigos de la “masculinidad” y los tópicos del cine de terror, pero de cuyo estreno, lamentablemente, se enterarán poquísimos (también compite por estos días en el Festival Buenos Aires Rojo Sangre). La película de Alejandro Cohen Arazi presenta a Maximiliano, un psiquiatra que sufre extrañas visiones de un pasado traumático que intentó dejar atrás mudándose a la ciudad. La muerte de su padre adoptivo –Maxi se crió en un orfanato-, con quien se hablaba poco y nada, lo obliga a volver a su lugar de origen y reencontrarse con sus hermanos, la puesta en marcha de un perverso ritual con el cadáver y una dinámica social deforme, surrealista y por momentos aterradora digna de David Lynch. No es descabellado pensar en Maxi como un Agente Cooper llegando a un lugar desconocido y donde lo real convive con la fantasía y nada es lo que parece. “La vida no es fácil. La muerte, tampoco”, se dice cuando promedia el metraje. El cadáver insepulto es de esas películas que sortean la falta de recursos con ideas de puesta en escena, varias secuencias de altísimo impacto (la faena en el matadero), un tono seco y despojado que pone en primer plano una violencia simbólica y figurativa constante y una cadencia narrativa reposada que va corriendo el velo de una familia atravesada por los traumas, la perversión y el espiritismo. El cadáver insepulto, queda claro, merecía un estreno mejor.
No es la primera vez que un documental usa la animación artesanal y apela a muñecos para reconstruir un hecho real (allí está, por ejemplo, Vals con Bashir, del israelí Ari Folman; y La imagen perdida, del camboyano Rithy Panh), pero en el ámbito local es un recurso con escasos antecedentes. Y, en ese sentido, el resultado en el caso de este trabajo de Darío Doria no deja de ser valioso tanto en términos visuales como narrativos. Más de 14 años han pasado desde que se destapó el caso conocido como LMR que tuvo como protagonista (víctima) a Laura, una joven de 19 pero con un fuerte retraso madurativo (su capacidad mental era propia de una niña de 8) que quedó embarazada luego de una violación por parte de su tío. El título de la película hace referencia a Vicenta Avendaño, la madre de Laura, una mujer de 54 años pobre, analfabeta y que vivía en una humilde casita de chapa y madera en el conurbano profundo. Ella, con la única ayuda en principio de su hija mayor Valeria (y luego sí de algunos medios y activistas) tuvo que luchar contra la burocracia judicial, la negativa de muchos médicos, la falta de apoyo oficial y la oposición constante de la Iglesia y de los sectores conservadores para conseguir que Laura pudiera acceder a un derecho que hasta la ley vigente contempla en situaciones como esa: el aborto seguro, legal y gratuito. Con narración en off (por momentos un poco ampulosa) a cargo de Liliana Herrero, Doria va reconstruyendo la épica cotidiana que consistió en recorrer guardias de hospitales y pasillos de juzgados, mientras todo lo que recibía eran rechazos, prejuicios, hostilidades y repudios. El otro recurso que el director y coguionista utiliza con precisión son las imágenes de los noticieros de la época (aparecen en televisores de los diferentes lugares donde transcurre la historia) que ofrecen el contexto necesario para entender el derrotero del caso y la cobertura mediática. Vicenta es una película hecha con más corazón que recursos (todo es austero y artesanal), pero eso no significa que el acabado sea pobre o descuidado. Al contrario. Vicenta podrá ser visto por muchos como un film militante (y en algún sentido lo es), pero también regala una historia de profundo humanismo, sensibilidad, respeto y empatía con los más débiles. Es difícil no indignarse por tantos desatinos del sistema y al mismo tiempo no emocionarse con la fuerza de voluntad de la protagonista en el peor de los contextos, mientras su hija -que no podía entender ni explicar por lo que estaba atravesando- era usurpada, vulnerada, manipulada, abandonada... De aquel julio de 2006 en Guernica hasta hoy han pasado muchas cosas (la marea verde que inundó las calles de todo el país, la media sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo que luego se frustró en el Senado y la promesa por el momento incumplida del actual presidente de su envío para un nuevo tratamiento parlamentario), pero la descontención de las mujeres sometidas a abortos clandestinos, el olvido en muchos casos por parte del Estado de defender a los más pobres y la inacción (o directamente entorpecimiento adrede) del aparato judicial se mantienen inalterables. Falta mucho aún para una sociedad más justa y que garantice más y mejores derechos.
Paula de Luque es, además de guionista y directora de cine y televisión, una reconocida bailarina y coreógrafa. Por eso, como forma de conjugar ambas pasiones, su carrera incluye varios trabajos ligados a la videodanza. En Escribir en el aire, la realizadora de El vestido, Juan y Eva y La forma de las horas se acerca al arte, la vida y el pensamiento del legendario Oscar Araiz. Próximo a cumplir 80 años, este pionero y referente insoslayable de la danza contemporánea charla de manera relajada e inteligente a la vez con otras figuras de las dimensiones de Renata Schussehim, Ana María Stekelman, María Julia Bertotto y Miguel Angel Elías en un documental que se interesa más en lo sensorial y en el proceso creativo (se muestra a su compañía bailando las coreografías por él concebidas) que en el documental estrictamente biográfico, por lo que el público potencial podría limitarse a aquellos iniciados en la disciplina. De todas formas, la lírica voz en off a cargo del propio protagonista y algunos elementos dramáticos (como una suerte de conversación a distancia entre el hombre consagrado de la actualidad y el Araiz niño que soñaba con incursionar en el arte) le otorgan a Escribir en el aire (impecable en todos los rubros técnicos) una dimensión más emotiva que en otros pasajes se extraña un poco.
En la línea de ese cine social francés como Recursos humanos, de Laurent Cantet, y La guerra silenciosa, de Stéphane Brizé, Planta permanente se sumerge en el micromundo de las trabajadoras y los trabajadores de una Dirección de Obras Públicas provincial. Las protagonistas son Lila (Liliana Juárez) y Marcela (Rosario Bléfari), unidas en varios terrenos y ambas empleadas de limpieza del organismo. Además, se ayudan en la cocina (casera) y el servicio de almuerzo (artesanal y hasta un poco improvisado) para sus compañeros, lo que les asegura también un ingreso extra. Cuando cambia la gestión y la nueva secretaria (Verónica Perrotta) asume sus funciones se vienen despidos, designaciones y cambios drásticos en la organización y dinámica interna. La flamante funcionaria acepta la instalación de un nuevo servicio gastronómico más organizado y profesional y, para mantener esa función, Lila deberá negociar con personas e intereses más oscuros. Surge, además, un profundo cisma afectivo y laboral con Marcela. Radusky maneja la narración con solvencia, consigue notables actuaciones de las dos protagonistas y de la mayoría de los intérpretes secundarios y, si bien aquí hay un amplio espacio para la denuncia, nunca abandona un bienvenido humor negro. Más allá de algún punto de giro un poco obvio y maniqueo que se produce en el segundo tercio del film, en buena parte de sus concisos y potentes 78 minutos Planta permanente resulta un inteligente y angustiante acercamiento a las miserias de la burocracia y, sobre todo, a cómo la falta de diálogo, solidaridad y conciencia de la clase trabajadora abre o facilita el camino para las divisiones internas y la posterior manipulación desde el poder. Como decía el Martín Fierro, “si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.
En 2001 Pedro Lemebel publicó la que sería su única novela, en la que narró una historia de amor imposible en tiempos del fallido atentado contra Augusto Pinochet ocurrido el 7 de septiembre de 1986. El director y coguionista Rodrigo Sepúlveda se propuso el complejo desafío de filmar una película basada en esa obra de ficción del mítico y reverenciado escritor y activista chileno -considerado el mejor y más provocador cronista de la marginalidad y de las problemáticas de la comunidad homosexual- y, con muchos más aciertos que carencias, consiguió una transposición muy valiosa. Más allá de la rigurosa puesta en escena o de los aportes de los talentosos Sergio Armstrong en la fotografía y Pedro Aznar en la música (los diversos temas del soundtrack también son notables), buena parte del triunfo artístico de Tengo miedo, torero se debe al extraordinario trabajo de Alfredo Castro (algo así como el Ricardo Darín chileno), quien construye con el personaje de La Loca del Frente, una veterana travesti de clase baja que ocupa un decadente conventillo y sobrevive prostituyéndose, una de las mejores actuaciones de su ya distinguida carrera. La variedad de matices y recursos expresivos para exponer las distintas facetas de la protagonista (querible y vulnerable, avasallante y dependiente, luchadora e incomprendida a la vez) hacen que el deslumbrante trabajo de Castro opaque al resto del elenco, empezando por el Carlos del inexpresivo Leonardo Ortizgris, un guerrillero mexicano que se convertirá en su objeto del deseo y su obsesión, y una aquí desaprovechada Julieta Zylberberg, cuyas inclusiones solo parecen servir para justificar la coproducción con México y la Argentina. Epica romántica en tiempos oscuros, Tengo miedo, torero (que tiene algo del espíritu almodovariano) aborda la clandestinidad y la represión desde una doble perspectiva: la política y la sexual. La represión (como la sangrienta razzia a un club nocturno con drag queens que se narra en la escena inicial) se manifestaba desde el poder no solo contra los opositores a la dictadura sino también contra esas minorías “incómodas”, esas disidencias que desafiaban los cánones y los estándares más tradicionales.
Josefina y Theresa pasan un fin de semana juntas frente al mar en pleno invierno. No se sabe si son amigas, hermanas o amantes, pero se adivina una inminente despedida, ya que la primera regresará a la Argentina. Sin embargo, lo que en principio surge como la sencilla y melancólica historia de un adiós en medio de la nieve se convertirá pocos minutos después en algo completamente distinto: esta ópera prima de la alemana Helena Wittmann -que pasó por prestigiosos festivales como los de Venecia y Rotterdam- se transformará en un trabajo decididamente experimental. Más allá de algunas cuestiones ligadas a mitos y leyendas (Theresa se obsesiona por una historia sobre la relación entre un cocodrilo y quien termina cazándolo en Papúa Nueva Guinea, mientras que Josefina le cuenta la de la criatura que supuestamente habita en las profundidades del lago Nahuel Huapi en la zona de Bariloche), el corazón del relato tiene que ver con el magnetismo del mar. Theresa se embarca para cruzar el Atlántico y desde el navío seremos testigos de largas y subyugantes imágenes del océano -en la línea de Dead Slow Ahead, de Mario Herce; o Leviathan, de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel- que se convertirán en el eje de esta sinfonía fílmica. Si bien sobre el final habrá una suerte de reencuentro entre las dos protagonistas, no es Drift de esas propuestas destinadas a espectadores que buscan un cine narrativo. En cambio, para quienes gustan de búsquedas más contemplativas, más ligada a lo lírico y lo sensorial, este primer largometraje de Wittmann surge como una experiencia valiosa y recomendable.
Hace ya casi dos décadas, el francés Nicolas Philibert estrenaba Ser y tener, un excelente documental sobre la incansable tarea de un docente en una precaria escuela rural del pueblo de Saint Etienne sur Usson. Ahora, el prolífico Ulises de la Orden (hace un par de meses estrenó Nueva mente y hace dos semanas lanzó Vilca, la magia del silencio) presenta un retrato que tiene varios elementos en común, aunque en este caso la mirada es coral, más centrada en la dinámica de grupo que en la épica individual. El director de Río arriba, Tierra adentro, Desierto verde y Amanecer en la tierra llevó su cámara hasta la escuela experimental Los Biguaes ubicada en el Delta (sobre el río Carapachay). Como bien se explica en una de las reuniones entre docentes y padres, ese centro educativo no cuenta con apoyo del municipio de Tigre, ni de la provincia ni de la Nación y se sostiene gracias a la producción de una panadería en la que participa toda la comunidad educativa. Los 70 minutos de este austero documental observacional (que tienen como otro antecedente directo a La escuela de la señorita Olga, de Mario Piazza) se dividen entre las actividades didácticas (mucho más creativas y menos formales que en la educación tradicional) y las reuniones en las que los miembros de esta suerte de cooperativa debaten cómo llevar adelante este proyecto alternativo y gratuito en una geografía, con condiciones climáticas y en unas condiciones económicas extremadamente difíciles. Contra marea y viento.