X-men: Primera Generación

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Cómo resucitar una saga languideciente

El director responsable de Kick-Ass encontró la manera de seguir contando la historia de los mutantes con un regreso al mismísimo origen, el campo de concentración nazi donde Magneto y Xavier descubren sus poderes. Kevin Bacon se luce en su rol de villano.

Un año atrás, en el film de culto Kick-Ass, el británico Matthew Vaughn armaba y desarmaba, con gusto de metalingüista pop, el mundo de spándex, disfraces y accesorios que habitan no sólo los superhéroes, sino también sus fans. La película llamó la atención lo suficiente como para que, puestos a relanzar una serie que parecía agotada, los productores de X-Men lo pusieran a él al frente del asunto. Buena decisión. En X-Men: Primera generación Vaughn recupera –como quien repasa a toda velocidad, en un par de horas, buena parte de la cultura pop del último siglo– las bases de la serie de Marvel Comics, jugando con la iconografía del comic como lo había hecho en Kick-Ass. Aunque con algunos cientos de millones de dólares más, claro.

De Kick-Ass, Vaughn se trajo a la coguionista, Janet Goldman, completando el equipo de escritores con el tándem integrado por Ashley Miller y Zack Stentz, provenientes de las series Fringe y Terminator: The Sarah Connor Chronicles. A la hora de apretar el botón de refresh, los cuatro recurren al mismo nuevo-viejo recurso de Batman inicia y Superman regresa: el regreso al origen. Claro que en este caso se trata no sólo de un regreso al origen de los héroes, sino de la propia saga en su totalidad. Primera generación se abre donde comenzaba la primera X-Men: en un campo de concentración nazi. Y transcurre casi íntegramente a comienzos de los ’60, cuando la historieta original comenzó a publicarse. Ambas decisiones permiten reconectar la saga con una de las vetas más distintivas del arte de su creador, Stan Lee: la fusión entre lo hiperficcional a la enésima (el mundo de los superhéroes, con su despliegue de dotes extraordinarias, entre disfraces y colores pop) y lo histórico-real en su vertiente más trágica, trátese del exterminio nazi o la crisis de los misiles cubanos.

En el centro mismo de la cuarta X-Men, un archivillano a quien Kevin Bacon –de rompe y raja– le saca todo el jugo posible. Oberkampführer cínico y refinado, el Schmidt de Bacon es capaz de jugar a una moneda la vida de una prisionera judía, haciéndole pagar por ella a su hijo. Que no es otro que el futuro Magneto, cuando niño. Es en un campo de exterminio que el futuro líder de los mutantes rebeldes descubre sus poderes telekinéticos y la razón para usarlos: vengar a la madre. Si lo de Erik es la telekinesis, lo del niño rico Charles Xavier –par, amigo, socio y en el futuro, rival– es la telepatía, tal como lo prueba en el muy british palacete de su familia. Salto a 1962. En plena paranoia nuclear de la Guerra Fría, la CIA decide armar una división mutante, poniéndola en manos de Xavier, por entonces un scholar menos que treintañero. Mientras tanto (¡qué sería de la historieta sin el “mientras tanto”!), ese demonio de Schmidt, transmutado bajo el alias de Sebastian Shaw, arma su propio equipo de mutantes malos, convenciendo al enemigo de instalar ojivas nucleares en... Cuba, of course.

En su primera mitad, Primera generación luce un encabalgamiento de peripecias digno de un serial, de esos de hace un siglo. Como rampas de lanzamiento, los cortes de montaje disparan la acción en todas direcciones. No se trata del vértigo sin cabeza con que Hollywood busca seducir todas las semanas al público adolescente, sino de verdadera bulimia narrativa, producto del placer que Vaughn & Cía. ponen en coser y descoser la tradición no sólo del superhéroe, del comic, del serial, de las formas más pop de la aventura. Producto de ello, durante su primera hora X-Men 4 es pura desfachatez, puro juego, puro Rocambole. Una desfachatez tan desprejuiciada, que confunde sin pudores Villa General Belgrano con Villa Gesell (sí, una secuencia entera transcurre en una Gesell nazi, montañosa y lacustre). Supervisados por el primus inter pares John Dykstra (el de La guerra de las galaxias, la primera Viaje a las estrellas, la primera El hombre araña), los efectos visuales no apuntan al exhibicionismo hueco sino a la máxima elocuencia dramática: ver por ejemplo el miniapocalipsis telekinético que desata Magneto niño en la oficina y sala de torturas de Schmidt.

Gobernando con aire de dandy la vida y la muerte de los prisioneros del campo, piloteando en frac un yate de lujo o planeando cómo hacer pelota el mundo mientras toma un drink con una rubia, el Sebastian Shaw de Vaughn & Bacon parece un blend del jerarca nazi de Bastardos sin gloria con cualquier archivillano Bond, batido con granizado Jim West. A partir de la hora de proyección es posible advertir, sin embargo, que cuando Bacon deja de freírse en escena, todo ese burbujeo inicial tiende a disolverse, con mutantes buenos poco desarrollados y mutantes malos poco interesantes. Pero en esa primera hora hay más disfrute que en un semestre entero de estrenos hollywoodenses. Dentro de un elenco que confirma que uno de los fuertes de la saga siempre ha sido el casting, cabe destacar el hallazgo de hacer de la rubia January Jones, gélida versión de Doris Day en la serie Mad Men, una mutante perversa, literalmente de hielo, que no podía sino llamarse Emma Frost. Emma Escarcha, en castellano.