Whiplash: Música y obsesión

Crítica de Lucas De Caro - Toma 5

EL JAZZ NO ESTÁ MUERTO

Cuando uno cree poseer un talento pero es joven, uno de los grandes problemas que le sucede es que no hay nadie con carrera para observarlo y poder hacer explotar esas virtudes. Pero cuando sus lunas se encuentran alineadas, las cosas pueden empezar a salir bien y esos sueños de grandeza pueden comenzar su rumbo. Sin embargo, existe una ligera desventaja que poseen la mayoría de estos talentosos: siempre quieren más, y la gente pide más.
Andrew Neiman (Miles Teller) es un joven baterista que es fanático del jazz y estudia en el elitista Conservatorio de Música de Terence Fletcher (J.K. Simmons), conocido por sus rigurosos métodos de enseñanza. Cuando el director de la escuela lo observa ensayando, este lo invita a formar parte de su orquesta. A partir de ahí, la vida de este muchacho se verá atrapada en sus propias redes, haciendo que sus capacidades se conviertan en el mayor problema de su vida.
Obsesión, exigencia y compulsión son los tres pilares de “Whiplash”. El nuevo estreno dirigido por el emergente Damien Chazelle le hace un impactante homenaje al jazz, uno de los grandes géneros musicales olvidados en un mundo lleno de banalidades. Con una premisa similar a la del “Cisne Negro” (2010), observamos como el artista se obsesiona y presiona por ser el mejor de los mejores.
Parece que esta historia está inspirada en la propia vida del director ya que él mismo contó ser un frustrado músico que se enfermaba con los gritos de su profesor. A pesar de sus cortos 30 años, él ya supo redirigir su talento hacia un nuevo arte: el cine. Bellas tomas, excelente composición de sonido e imágenes y grandes caracterizaciones respaldan su excelente trabajo.
Por su parte, Teller (“Proyecto X”, “The Spectacular Now”), quien no por casualidad encuentra un ligero aire físico a Chazelle, compone un tímido personaje que cumple con su rol pero no supera las expectativas, quizás por problemas del papel. A pesar de ello, sí da goce cerrar los ojos para disfrutar sus principales apariciones arriba del instrumento que a él le apasiona.
Por el contrario, Simmons (a quien seguro recuerden más por ser quien le compraba las fotos a Peter Parker en “El hombre araña”) realiza a la perfección su papel de soberbio pero puntual, que le debió su premio a Mejor Actor de Reparto en la última entrega de los Globos de Oro. Su sarcástica disciplina recuerda al sargento Hartman (“Nacido para matar”), la que hace que algunos espectadores sufran mientras otros ríen a carcajadas.
Sin embargo, los 107 minutos de duración del film generan la sensación de quedar cortos. Lo que podría ser una virtud por la inconsciencia del paso del tiempo, se transforma acá en el deseo de querer haber visto algo más. La relación pupilo-maestro se torna algo monótona y se podría haber profundizado más en algunos pasajes que sobrepasan lo musical, sobre todo en la crisis interna del protagonista, quien actúa alocada e impulsivamente agobiado por su historia personal.
Esta inspiradora obra, que dejará maravillado a bateristas, músicos y poseedores de cualquier talento, arrasó en el pasado Festival de Sundance y estará compitiendo para Mejor Película, entre otras cuatro ternas, el próximo 22 de febrero en la gala de los Premios Oscar. Aunque probablemente le cueste enfrentarse a otros monstruos de la industria, no caben dudas que si este prematuro director sabe lidiar con su propia obsesión, le quedará una esplendorosa carrera por delante.