Whiplash: Música y obsesión

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Sangre, sudor y lágrimas

Whiplash no es un musical. Y si lo es, es un musical extremo. Es violento, excitante, duro como un puñetazo. En un rincón está sentado Andrew Neiman (Miles Teller), un baterista de jazz de 19 años que toca en el mejor conservatorio neoyorquino y sueña con ser el próximo Buddy Rich. En el otro, nervioso como un gallo de riña, está parado (parado e inquieto) Terence Fletcher (J.K. Simmons), el más cínico contrincante, un director de música tan autoritario que hace del militar de Born to Kill una monja carmelita. Al principio, la relación es formativa. Fletcher descubre al nuevo, Neiman, y lo hace ensayar, le ordena “más despacio; rápido, más rápido”, hasta que lo descarta: “No es mi tono”. Al principio, Fletcher es menos un director que un cruel coach. Quiere que a Andrew le sangren las manos y el muchacho está dispuesto al desafío, caratulado en aquel mito urbano de que sin sufrir no hay corona. Cuando el padre (Paul Reiser) descubre la megalomanía de su hijo, se interpone. Pero ya no hay vuelta atrás. Andrew, que alguna vez fue un muchacho blando y sensible, encontró en la locura de Fletcher la nueva droga.
El momento de inflexión en Andrew Neiman está representado en la relación con su novia (Melissa Benoist). Cuando la conoce es torpe y tímido; no sabe cómo invitarla a salir y cuando lo hace es brusco. Parte de la fantasía del cine es hacer que el intento le salga bien, así como creer que un conservatorio es un regimiento. Ese es el único punto débil de la película. Una vez que Neiman prueba la droga Fletcher será capaz de abandonar del modo más cruel a su chica (la misma que días antes temió encarar), o plantarse como un ser elegido frente a los petulantes deportistas amigos de su padre. La transformación equivale a sangre, sudor y lágrimas y el director Damien Chazelles.
La transformación equivale a sangre, sudor y lágrimas y el director Damien Chazelle sabe cómo enrostrar cada uno de esos fluidos desde distintos planos, ángulos y filigranas de rojo. En respuesta, nunca se sabe bien si Andrew ama a Fletcher o lo quiere matar. Y la viveza de Chazelle, joven y casi debutante nativo de Providence, pasa por dejar la respuesta inconclusa. A diferencia de cualquier otra película en donde hay jazz involucrado, acá no hay drogas y sexo sino adrenalina. Y mucha. Porque Whiplash no es un musical. Es un descendiente directo de The Red Shoes (1948), aquella maravilla de Powell y Pressburger sobre el mundo de la danza. Es una película sobre la locura, la ambición y cuando todo es demasiado.