Whiplash: Música y obsesión

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La película exhibe rápidamente la estrechez de su dispositivo: dos protagonistas y un puñado de personajes sin demasiada importancia; un par de espacios más o menos delimitados; un conflicto insistente y monocorde que va absorbiendo a los otros hasta apoderarse prácticamente del relato. Whiplash: Música y obsesión viene a ser una película chiquita, de cámara (como se las llamaba hace tiempo), que intenta hacer de la economía de recursos su principal fortaleza. La historia transcurre mayormente en lugares cerrados, casi no hay escenas en exteriores; a su vez, también los planos son claustrofóbicos, se cierran sobre los personajes hasta que en la pantalla no queda nada que no sean sus cuerpos, sus movimientos y, en especial, sobre sus caras. La película instala una relación de cercanía con el público que no hace más que crecer en intensidad conforme avanza la historia. En eso, el director Damien Chazelle aprovecha muy bien el tema hasta transformarlo casi en una búsqueda estética: a medida que Andrew se obstina en convertirse en un gran baterista y lo abandona todo en pos de cumplir su meta, el guion a su vez parece ir dejando por el camino a otros personajes, tramas y conflictos, como si se sacara de encima cualquier cosa que no esté vinculada con la línea narrativa principal. La película logra ponernos en el lugar de Andrew y consigue transmitir la sensación de encierro y de locura tenue que de a poco signan la desbocada ambición del protagonista. El mayor éxito de Whiplash es, obviamente, la presencia de J.K. Simmons haciendo de Terence Fletcher, un director de orquesta de jazz tiránico y carismático que cautiva a sus músicos tanto como los humilla. Después de muchos grandes papeles secundarios en el mainstream, Simmons finalmente confirma todas nuestras sospechas: demuestra que es un actor extraordinario, artífice de cambios de ritmo y acentuaciones interpretativas de un raro virtuosismo, capaz de seducir y de merecer el mayor de los desprecios a la vez. Él es el corazón de la película, todo lo demás gravita en torno suyo, atraído y repelido alternativamente por la violencia de su carácter. Pero el gran problema surge también en relación con él: ¿cómo hacer para capturar esa personalidad avasallante y sus abusos sin caer en el subrayado, sin construir apenas otro drama intimista del montón, donde las personas se gritan y maltratan unas a otras? El director, que consigue una elegancia notable en muchas escenas iniciales (en las que rara vez recurre al plano contraplano, por ejemplo) no sabe cómo atrapar los estallidos de ira de Terence, entonces la puesta en escena se vuelve previsible y tosca: a diferencia de lo que ocurría al comienzo, el primer plano se transforma en el recurso más frecuentado, como si esa cercanía de la cámara fuera la única idea que Chazelle puede poner en práctica para representar las explosiones de Simmons. Quizás en su afan de mezclarse con el protagonista y con su psiquis alterada y monotemática, la película termina atrapada en el mismo círculo infernal que Andrew. Todo se reduce, incluso los espacios, que cada vez son menos y parecen más pequeños (el relato se confina dentro de los límites de la escuela de música y, en especial, de la sala de ensayo y de la habitación en la que Andrew practica batería). Y en los pocos momentos en los que el relato sale a respirar a nuevos espacios, como ocurre en la cena del padre de Andrew y de un matrimonio amigo, el guion no sabe qué hacer con su protagonista: la escena es breve y cumple la sola función de remarcar la soledad y el resentimiento del protagonista, cada vez más incapacitado para relacionarse con otros. Llega un punto en el que el relato no es otra cosa que los arranques de Terence y las reacciones de Andrew, ya no hay nada más que ellos engarzados en esa relación patológica que sin embargo parece proveerles algo único que ninguno podría conseguir en otro lugar. Al final, cuando el personaje de Terence parecía aislado y contenido, la película, en un movimiento narrativo imposible y completamente inverosímil, ensaya algo así como una justificación delirante del método fletcheriano: de golpe el guion le adjudica razones, escucha sus explicaciones y lo convierte casi en un ser humano; poco después, en un giro inimaginable, se produce algo así como una confirmación de la tesis de Terence: el surgimiento del genio pareciera depender realmente de la exposición a condiciones extremas y enfermizas como las que genera su autor, nos dice un guion que ya no sabe lo que cuenta ni qué piensa de sus personajes. Así, Whiplash deviene en apenas otro drama intimista con criaturas lineales que se apoya casi enteramente en las habilidades de Simmons y en su caracterización “premiable” (acaba de ganar un Globo de Oro): sus desbordes, incluso cuando se perciben exagerados y sobreactuados, nos hacen olvidar por un rato la insignificancia del conjunto.