Wakolda

Crítica de Juan Aguzzi - Espacio Cine

Un nazi en el sur profundo

Tercer largometraje de la realizadora y escritora Lucía Puenzo, basado en un relato homónimo propio, Wakolda se propone desde la ficción imaginar un tiempo en el que el médico genetista nazi Joseph Mengele se relaciona con una familia argentina mientras pasa un tiempo en Bariloche (no pocos son los datos de la realidad que aseveran la estadía de Mengele en esa ciudad neuquina) e intenta desarrollar allí algunos de sus experimentos científicos, que rondan siempre en conseguir mayor pureza racial, en forzar la naturaleza humana y en busca de una optimización deudora del carácter superior de una raza dominante.
De ese modo, en el idílico paisaje de la ciudad turística durante los primeros años sesenta sucede un encuentro que marcará definitivamente a los miembros de la familia –Enzo, el padre, que fabrica muñecas; Eva, que hereda de sus padres una enorme hostería a orillas de un lago de ensueño y se encuentra embarazada; un hijo adolescente y una hija pequeña con problemas de crecimiento físico– y pondrá nuevamente de manifiesto la despiadada manipulación con que el sistema nazi intentaba ordenar el mundo y a sus criaturas pese al fracaso del régimen y a su consecuente caída.
Con acertada ambientación –poco despliegue escenográfico pero sumamente preciso–, esmeradas actuaciones –se destacan el catalán Alex Brendemühl en el rol del médico y Natalia Oreiro como Eva, la madre de familia– y un argumento que construye cierta intriga acerca de la liturgia nazi durante esos años en la Argentina, Wakolda cuenta con una primera mitad bastante atractiva, favorecida por su economía de diálogos y puesta en escena y por una edición dinámica recortada en secuencias que hacen crecer el timing dramático.
Pero justamente todo eso comienza a retrasarse y a entrar en una medianía desalentadora en el resto del metraje; la sorpresa inicial se opaca a medida que se pone en evidencia la pátina trágica con que Puenzo decidió envolver aquellos recursos que hubieran derivado en una ampliación del misterio que podría encerrar –como debería desprenderse de una ficción sobre un probable hecho real– la presencia inquietante, amenazadora, ominosa de un personaje del calibre de Mengele, dispuesto a continuar sustentando su creencia –y poniéndola a prueba– acerca de quiénes son los que merecen ostentar el carácter ascendente sobre los demás. Un verdadero hallazgo visual de Wakolda lo constituye el diario que el médico alemán lleva como registro de sus experiencias; detallados y cuidadosos dibujos a lápiz sobre figuras humanas –incluso la de los personajes de la familia mencionada– y animales, deformidades y posibilidades de solución y textos que describen esas exploraciones; un diario que tendrá una importancia superlativa para que finalmente algunos de los personajes centrales se enteren ante quien están.
Una relación tangencial implica a Wakolda con XXY y El niño pez, los dos films anteriores de Puenzo. En los tres la realizadora expone una búsqueda de identidades que generalmente van más allá de las aceptadas socialmente; una búsqueda de intersticios por donde puedan cuestionarse los moldes con que las convenciones sociales intentan tranquilizar las buenas conciencias y, desde ya, poner de relieve que el mal, en su acepción de banalidad, no reside en lo diferente sino en aquello cuya apariencia goza de correción y buenos modales.
La carga historiográfica que Puenzo pone al servicio de Wakolda está reflejada con una avidez que le hace subrayar con demasía ciertos rasgos: Bariloche es en ese momento poco menos que un bastión nazi que opera como una red de resguardo para los prófugos del régimen –con confecciones de pasaportes e hidroaviones para huidas incluidos–; los niños de la escuela alemana donde concurrió Eva y adonde van sus hijos ahora, sostiene la ideología y la trasmite ritualmente a sus alumnos; la misma inocencia de Eva que cree en la aplicación hormonal que el médico alemán sugiere para el crecimiento de su hija mientras muestra fotos a sus hijos de cuando era niña y ondeaba el pabellón nazi sobre una formación escolar en la que participaba; las escenas sobre la actividad como fabricante de muñecas del padre de familia, con un marcado acento sobre el ascendiente de la belleza y la exactitud sobre cada parte de los cuerpos artificiales.
Se sabe, lo siniestro apabulla más cuando funciona por escisión, cuando sólo se lo sugiere y se evita toda referencia directa –como atenuación de este aspecto, valga el contexto temporal de los años sesenta, donde probablemente no se supiera lo suficiente de esos circuitos de protección a los criminales nazis; y la revelación de la caza de (el criminal de guerra) Eichmann en Buenos Aires por un comando del Mossad israelí, que los personajes de Wakolda ven por televisión–, y se permite una participación más expresa del espectador, para que su imaginación rastree otra serie de posibilidades dramáticas y otros verosímiles.